La tarde cae sobre el Báltico con tonos grises y dorados. A lo lejos, se van desdibujando algunas siluetas de oscuros barcos. Son los colores que parecen sacados del ámbar tan ubicuo de estos fondos marinos, que nos ha dejado Caspar David Friedrich.
El gran pintor del Romanticismo alemán nació el 5 de septiembre de 1774, en Greifswald, ciudad hanseática sobre el Báltico que entonces todavía pertenecía a Suecia. Es el oeste de la Pomerania (del eslavo Pomarski, cerca del mar), que alcanza hasta Stralsund, por el Oeste y hasta el Vístula al Este. Tres cuartas partes de la Pomerania pertenecen hoy a Polonia. Esta histórica provincia fue siempre disputada. Los polacos fueron cediendo territorio a los prusianos y en el siglo XVII fue escenario de la encarnizada Guerra de los Treinta Años, permaneciendo gran parte de ella en poder de los suecos, hasta que en 1815 los últimos restos, Stralsund, Greifswald y la isla de Rügen, son entregados a Prusia. Su capital administrativa y militar era Stettin, hoy Szczecin, en Polonia.
Todos hemos visto cuadros de Friedrich. Algunos, ya en el dominio público, ilustran portadas de libros que a veces nada tienen que ver con Alemania por ser consideradas como el romanticismo por antonomasia. Para sacar al pintor de esta trivialidad (algo parecido pasa con Van Gogh, convertido en tema de carteles, ilustraciones de objetos de cocina y escritorio y un sin fin de pacotilla) hay que visitar los escenarios en los que se inspiró su pintura.
Muchos de sus cuadros nos traen las luces cenitales de ese mar del Este, el Ostsee, como llaman al Báltico y de la cercana isla de Rügen, que ofrece al viajero una luminosidad extraña. La naturaleza, más que nunca, imita al arte de Friedrich. Nos pinta la Naturaleza, que ejerce sobre el hombre un poder sublime, ante el cual sólo queda la admiración y la sensación de nuestra pequeñez, todo bañado en luz y silencio. Al mismo tiempo, con sus luces y contraluces (como una equivalencia de los contrapuntos musicales), inaugura el paisajismo del siglo XIX, que inspirará a los grandes pintores norteamericanos, así como a Constable y Turner. El romanticismo de Friedrich reivindica la Naturaleza indómita, salvaje, el caos, los acantilados dramáticos, frente al racionalismo y uniformización que representaba la invasión napoleónica, con sus códigos y su cartesianismo. La Naturaleza es el símbolo de la divinidad y de la esencia del hombre. Sería, pues, simplista reducirlo a pintor de paisajes. Todos sus cuadros son metáforas de estados del alma. Son, aunque efectivamente muy alemanes, plenamente universales en su visión panteísta. Friedrich creía, en efecto, que el arte venía de dentro y que dependía de los valores morales o religiosos de cada uno. Pero no hay que interpretar demasiado sino dejarse llevar por esos paisajes lejanos, boreales, que encontramos en la isla de Rügen.
La isla sobre el Báltico se divisa desde Greifswald. Cuando Friedrich pinta los acantilados, precisamente durante su viaje de novios a Rügen, en 1818, hace tres años que ha vuelto al regazo de Prusia, tras la Conferencia de Viena de 1815. La pequeña localidad balnearia de Sassnitz es la más cercana al parque natural de Jasmund (www.nationalpark-jasmund.de ), donde aquellos se encuentran. Todos sus cuadros encierran un simbolismo deliberado, en los que las figuras, los árboles, las ruinas, nunca son casuales sino premeditadas y cargadas de significado.
Hoy nos sorprende una cierta tosquedad, no desagradable, pero llamativa, de las gentes de la isla. Quizás los largos años de dictadura continuada, primero la hitleriana, luego la comunista, les ha hecho algo más huraños. Se nota como una cierta modestia, una restricción austera en toda la isla. La modernidad sin embargo sí aparece, algo más, pero sólo un poco, en Binz, un ejemplo de lo que fueron todas las colonias de playa del Báltico donde veraneaba la burguesía hace cien años. Prora, la colonia nazi de vacaciones, estaba a cuatro kilómetros de allí y los edificios grises se mantienen en pie (ver el post del 15 de junio 2012).
Siguiendo la costa, en una pequeña península, llegaremos a Putbus,
una ciudad creada ex profeso en el siglo XVIII, de edificios neoclásicos, con un inmenso parque. Es el racionalismo urbanístico en medio de esa isla tan natural. Lo opuesto a Prora pero, en el fondo, la misma ansia humana de ‘civilizar’ el paisaje. Su blancura, la soledad y silencio de sus amplias avenidas tienen algo de onírico, de irreal, algo que parece evocar un poeta tan mediterráneo y lejano como J.V. Foix :
“Pistas desiertas, avenidas muertas,
sombras sin sombra en las calas y playas (…)”
El Báltico y sus luces han inspirado, y siguen inspirando, a muchos pintores alemanes, además de a Friedrich, como a Erich Heckel o Emil Nolde. Hoy, el gran pintor danés Per Kirkeby vive en la isla de Laeso, también sobre el que llaman Ostsee, mar del Este.
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