El cojo Vicentón de La Puerta de Segura, en Jaén (primer retrato segureño).

Los pueblos han tenido personajes que han hecho su pequeña historia. Personajes humildes, ocurrentes, con esa profunda sabiduría popular que llaman gramática parda.

Vicente Ruiz vivía con su mujer y trabajaba en el mismo lugar: un pequeño cubil en la calle Queipo de Llano -hoy, Pablo Iglesias, en La Puerta de Segura, provincia de Jaén. Allí vendía pipas, palodul, caramelos Saci, chicles Bazoka, mechas, chisqueros y tebeos viejos.

Más que vender estaba de tertulia con los que pasaban, mientras fumaban los caldo gallina o liaban los carrasqueños de tabaco verde. Las tiendas de los pueblos, cuando no era obligatorio vender ni hacer caja, eran refugio y palestra, rincones para la amistad y enterarse de cómo iban las cosas. El tiempo era elástico y las tardes de invierno, largas.

Vicente tenía opiniones para todo y sobre todo. Desde su tienda veía pasar a medio pueblo, a las autoridades, a la Guardia Civil, al farmacéutico y al médico. Sólo con observar los ires y venires de la gente estaba al tanto de lo que pasaba, de si un marido le pegaba a la mujer, de quién estaba enfermo, o de quién cortejaba a una muchacha, de quién trabajaba y de quién holgazaneaba. Compartía su profundo conocimiento social con otras tres personas, Magdalena, la costurera, que vivía unas casas más abajo, con el practicante, don Jacobo, y con Gregorio quien, además, para mayor desasosiego, se sabía las fechas de nacimiento de todas las mujeres del pueblo, especialmente de las maduras.

Vicente no había hecho el servicio militar por inútil porque de pequeño la coz de una mula le había partido el tobillo y creció algo escorado y cojitranco; y de viejo fue el ‘cojo Vicentón’. No había visto mundo. El sitio más lejano al que había ido era a Úbeda, de médicos.

La tienda

Pero un día Vicente se lió la manta a la cabeza y se fue a Madrid en la pava. Eran los años setenta del pasado siglo. Por todo botín se compró unas alpargatas, alpargates, como le llaman allí. Acertó a pasar por la Plaza de España donde quería ver los rascacielos y se topó con una “huelga” de estudiantes, como él decía. Salió del metro, su mayor descubrimiento. Y en medio del tumulto entre las cargas de los grises y las carreras de los estudiantes de pelo largo, perdió el paquetillo que llevaba cuidadosamente atado y en medio de la plaza iba gritando entre los pies de policías y alborotadores: “mis alpargates, mis alpargates”. Los perdió para siempre.

La ciudad era un constante desorden, un peligro para viandantes y personas de paz como él. Desde su camilla, junto a su mujer, calientes con el brasero, les contaba la capital de España a los vecinos, confusa corte que le había hecho perder aquellas alpargatas que eran, decía, mejores que las que vendía Justo Bellón en la plaza de la iglesia. La gran ciudad era una jarapa de recuerdos, barullo de coches, edificios demasiado altos y mucha, mucha gente con prisas.

Como el cojo Vicentón era de natural optimista, su accidentada visita a Madrid le confirmó algo que ya sospechaba: que como La Puerta no había nada, desde Cantarranas a la Casa China, desde el barrio de Beas a las Riscas. Y que le bastaba con su radio –el arradio-, la mujer, su negocio inverosímil, dudoso y pobre, de venta de chucherías y, sobre todo, hablar con los amigos. ¿Para qué más? El cojo Vicentón era el Diógenes del pueblo.

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1 comentario en “El cojo Vicentón de La Puerta de Segura, en Jaén (primer retrato segureño).

  1. Está bastante entretenido, le falta que por fin decidas ampliar la historia, hacer un relato de los grandes, -trazas hay- y conocimientos y enredos para que sea creíble y entretenido.
    Lánzate al barro, ahora que vas a tener tiempo.

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