En 1961, antes de las obras del cortijo, había que encontrar agua. Muchos, al atravesar los bellos y anchos campos de España, se preguntan por qué no hay casas, ni rastro de población. Porque no hay agua. Toda casa necesita de un pozo, de una fuente, aunque sea un hilillo de agua. En el cortijo de Cristales un pobre manantial, bajo viejos fresnos, llenaba perezosamente una alberca llena de verdín. Pero, por esos laberintos de las particiones y las aguas antiguas, sólo había derecho a un día de cada ocho.
Sin agua, no habría cortijo. Los pinos, la vieja encina, el magro centeno de los centenares, crecían en el más desesperanzado secano.

Buscando agua
Este era alicantino, cetrino, enjuto y taciturno. El descendiente de los primeros zahoríes de que se tiene memoria, Abraham y Moisés, venía equipado con una varilla de avellano ahorquillada. La del avellano pasa por ser la madera más apta para transmitir las vibraciones generadas por las aguas subterráneas.
Negada como práctica nigromántica, condenada por Lutero (de ahí, quizás, la no definición del Webster), lo que ahora llaman radiestesia desde el Congreso de Aviñón de 1932, ya era conocida por los romanos, que la llamaron virgula divina o divinatoria. La Iglesia tampoco la vio nunca con buenos ojos a pesar de que fueron sacerdotes algunos de sus más conspicuos investigadores. La ciencia oficial la sigue mirando con desconfianza. Pero, como los británicos, se tiene noticia de haber sido utilizada en ambas guerras mundiales por alemanes y franceses.
Nuestro zahorí se puso manos a la obra –nunca mejor dicho- y estuvo unos días recorriendo con pausado andar las anchuras del lugar. Barbechos, lindes, pegujales sedientos. Era del año la estación más seca, la más propicia a la búsqueda, pues el contraste de las humedades profundas puede generar cambios de conductibilidad y emitir más radioactividad, leve vibración que el buen zahorí es capaz de sentir en la varilla.
Percibidas reiteradamente las primeras vibraciones, se decidió que debía estar presente un experto pocero para determinar si era un buen lugar para picar. El zahorí podía encontrar agua, pero ésta quedar bajo lajas y riscas imposibles de horadar. El pocero introducía realismo y geología en los sentidos ocultos de la tierra.
Vino Juan Serrano, que parecía todo lo contrario al menudo adivinador. Fumaba en pipa, era grandón, rubio y coloradote, de ojos muy azules, pequeños y traviesos. Le llamaban Juanillo, lo que no casaba con su corpulencia. Sudoroso bajo el sol abrasador del verano jiennense, con su gorra de cuadros, Juan seguía al zahorí en silencio. Ya había conocido otros y les respetaba.
Encontró agua en dos lugares, pero uno era demasiado cercano a las lindes y escogieron otro, de vibración más débil, pero más cerca de donde se quería alzar la casa. La señal era suficiente y pronosticó hasta el caudal, ocho litros por minuto, magro pero suficiente, y la profundidad, seis metros. Y Juan empezó a picar. Dio con margas, con gredas y al final topó con una lasca impenetrable al pico.

Viejo camión de sondeos
Una máquina de sondeos, venida de Peñarroya, Córdoba, tierra entonces minera, acabó el trabajo. Hasta hoy sigue brotando agua. El pozo, en desuso, sigue allí, bajo unos olmos viejos de cincuenta años.
Juan, con la edad, dejó el duro oficio y se ajustó con un propietario para ser su cortijero y mulero. Trajo a su mujer, mayor que él, tía carnal suya – lo que las familias más beatas censuraban contando historias fantásticas-, y al hijo, Manolillo, que había salido tonto por la consanguinidad.
Años más tarde, ya jubilado, se quedó viudo. Enterró a su mujer y los dos, padre e hijo, la lavaron y amortajaron, y los dos, que nunca se separaban, subían todas las semanas a limpiar la tumba. Cuando hablaban de ella, se les saltaban lágrimas. Juanillo ya no fumaba y se apoyaba en una garrota, con las cabezas de los fémures gastadas del trabajo y el peso.
Juan el pocero murió el pasado invierno. A Manolillo, que tendrá ahora cincuenta años, lo mandó el Ayuntamiento a una institución en Jaén. No sabemos cuánta soledad puede tener allí. Seguro que recordará los años soleados en el cortijo cuando acompañaba a su padre con los mulos, y las mañanas luminosas de invierno en el pretil, ya en el pueblo, viendo pasar la gente, siempre tras su padre, que cuidaba de él como de un niño chico.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...