Vicente Muñoz vivió 94 años y murió el día de San Blas de 1992. De zagal había sido pastor allá por los cerros que hay por encima de Los Lagartos (de lacerti, lugar fortificado, como la torre de El Cardete; nada que ver con reptiles ni con cardos) , cerca de La Puerta de Segura, cuando se oían todavía aullar los lobos. Noches solitarias, de luna fría por encima del El Yelmo, el monte de 1808 metros de altitud que preside esos parajes.
Acostumbrado sólo a mulos y borricos –los caballos eran de los ricos-, aprendió a montar a caballo en la Remonta de Córdoba, donde sirvió al Rey, antes de la Guerra de Marruecos. Diestro, disciplinado y firme, allí le ofrecieron ser Guardia Civil e irse al Protectorado, pero rehusó. Lo suyo eran los montes, los campos, y no ejercer la autoridad.
Por aquellos años conocería a la Isabel, hija de un pastor, con la que se casaría y viviría toda su vida feliz, aunque nunca tuvieron hijos. Ya muy viejos, decía que “la quería más que de mocica”. Todavía, a la izquierda de la carretera de Albacete, frente a la aldea de Bonache, se pueden ver la ruinas de la casilla donde me contó que se declaró a la Isabel.
Entraría al servicio de mi abuelo, encargado de los pastos, los rebaños de Los Campos de Hernán Perea, de La Chaparra, de Pinar Negro, allá por las soledades del Calar de las Palomas, de Santiago de la Espada. Eran tiempos duros, de lobos, buitreras, de bandidos perdidos. En la nieve, para ahuyentar los lobos que les seguían silenciosos, dejaban arrastrar un ramal y esa frotación seca los espantaba. Otras veces, sólo las teas de las hogueras conseguían alejarlos cuando rondaban los ganados.
No llegaban los automóviles por aquellos parajes y los nevazos se cobraban todos los años víctimas en pastores aislados, familias refugiadas en chozas de piedra. Todos se iban. A Francia, que había perdido hombres en la Gran Guerra, algunos, a América. Las sierras sólo daban hambre, los pinares habían sido talados en la Desamortización, la pobreza reinaba. Luis Bello, en su Viaje por las Escuelas de España , en el dedicado a Jaén, contó lo que eran esas soledades hace noventa años.
Llegó la Guerra Civil, la cuarta guerra civil en un siglo. Vicente ya era mayor para ser movilizado. En Rihornos, la pedanía de Segura donde vivió más de cincuenta años, siguió trabajando sus pegujales y, de noche, a escondidas, bajaba a La Puerta a llevar algunas provisiones al amo y su familia. Al estallar la guerra se había ido al Zurreón y partió la escopeta y la tiró a la cascada.
Su casa, de una planta, de suelo de cemento, blanqueada, sólo tenía el lujo de una radio Invicta y la fotografía su boda. Olía a hierbas y a membrillos que perfumaban la ropa blanca que Isabel guardaba en un arcón. Vicente comía poco, cortaba el pan amasado en el horno cuidadosamente, cortándolo con la navaja y llevándose los tacos a la boca despacio, asegurándolos con la hoja de la navaja y el pulgar, sosteniendo una tajada de carne seca. Bebía muy poco y su placer tranquilo era liarse sus cigarros de tabaco verde que criaba a escondidas entre el panizo, para evitar a los ‘rondines’, temidos y antipáticos personajes de abastos o del Monopolio de Tabacos que caían como rapaces sobre los minúsculos rodales de tabaco de los campesinos, destrozándolos y multándolos. Ese era su único lujo y, de vez en cuando, una paloma, que era un vasito de anís con hielo.
Ya viejo, muerto el abuelo en 1946, siguió al servicio de la familia. Conocía las lindes, sabía lo que se podía plantar y lo que no daría fruto, las tierras mollares y las frías y estériles. Iba en su borrico, a menudo a pie, de animal de compañía, porque el asno “tropezaba ya con la raya de un lápiz”, y ayudaba en las menudas tareas de los cortijos. Daba consejos si se los pedían, cuidaba de la recogida de la aceituna, llevaba las cuentas, advertía de peligros y de inversiones sin sentido. Recuerdo esas mañanas de verano, bajo el parral, Vicente separando en silencio judías blancas de las negras con los dedos. O bajo la noguera, escuchando a mi tío disertar sobre el olivar, el destalle ya próximo, a finales de agosto, las faenas, los riegos, mientras enarbolaba un puro y Vicente encendía por quinta vez su cigarro de tabaco verde con el chisquero.
Vicente tenía la elegancia antigua del sabio que, sin haber leído libros, sabe más de discreción, de los hombres y de la vida. Pocas palabras y vida sensata, bondad sin alharacas, generosidad callada.
En la aldea le llamaban el Hermano Vicente, porque en esos años todavía existía un sentido antiguo de fraternidad propio de antiguos pobladores, y los viejos eran los hermanos, como había tareas comunales, horno público y entreayuda, algo así como un estado de inocencia.
Luego murió la Isabel y se quedó solo, al cuidado de las sobrinas. Ya con 90 años, casi ciego, decía que “Dios se había olvidado de mí”, que le tenía que llevar con su Isabel.
Un día, se despidió de nosotros al final de septiembre. Nos íbamos lejos, al extranjero, y él sabía que ya no lo encontraríamos a la vuelta, en otras alegres vacaciones: “que os vaya muy bien en la vida”. Y allí se quedó, bajo el parral ya dorado, con su garrota y su gorra negra, moviendo suavemente su cabeza, sus ojos casi velados y esa leve sonrisa de bondad, viéndonos partir. Hoy descansa en el cementerio de Segura de la Sierra, junto a su Isabel.