Eran los tiempos del Ford T pero todavía se viajaba mucho a pie o en caballerías, Jaén estaba a varios días del pueblo, de La Puerta de Segura. La carretera hasta el Puente de Génave no estaba asfaltada, era de macadam, y si llovía había barro y en los meses secos se levantaba un polvo blanco que penetraba por la ropa, se pegaba al cuello y dejaba cercos de sudor blanco en los sombreros. Las carreteras de macadam sobrevivieron por la Sierra de Segura hasta bien entrados los años sesenta del pasado siglo y todavía hoy, cuando echan alquitrán, lo hacen a menudo sobre el firme antiguo, muchas veces perfecto, bien drenado y estable.

La dilgencia llegando a La Puerta en los tiempos de la Bernabelilla
Se hacía la vía, por etapas, de pueblo en pueblo, de venta en venta. Había ya algunos automóviles y escasos camiones. En la feria de La Puerta, a finales de septiembre, se vendían caballos, mulos y burros, los medios de locomoción más usuales. Los cortijeros más pudientes bajaban al pueblo en tartana.
La Bernabelilla era una mujer menuda, rubiasca, que iba descalza, de una pobreza bíblica. Alegre, iba por los caminos, ligera, siempre dispuesta y sin pereza.
-¿A dónde vas, Bernabelilla?
-Ahí, a Jaén, contestaba la andarina casi sin detenerse cuando ya iba por las afueras, por lo que se llamaba la Casa China.
Y recorría los ciento cincuenta kilómetros con un hatillo preparado para su hijo, que hacía el servicio militar en la capital. En aquella época, el servicio militar sólo lo hacían los pobres, los quintos reales. Otra vez fue de nuevo a pie a ver al gobernador de Jaén para que le devolvieran al hijo soldado, que ya llevaba más de dos años de cuartel.
La Bernabelilla se santiguaba fugazmente y se iba cantando por los caminos, pensando en sus cosas. En las cortijadas le daban comida, la trataban bien y tenía ese privilegio que las gentes buenas conceden a los simples de espíritu.
Vagabunda, caminante, el aire libre era su vida y su vía. Su vida fue un viaje permanente. Algunos decían que incluso había ido a Madrid andando, cuando por las estribaciones de Sierra Morena, llegando a Albaladejo –el primer pueblo de Ciudad Real- todavía había lobos y otras alimañas. Nunca le pasó nada.
No sabía escribir pero sí hablar bien y todo lo resolvía en persona, yendo de un lado para otro. No era mendiga ni pícara, sino una lazarilla del siglo XX.
A La Bernabelilla le regalaron una vez calzado, pero ella se lo guardó y conservó para las ocasiones importantes, por ejemplo si el Gobernador se dignase a recibirla. Pero todos sabemos que los gobernadores ni los señores importantes, incluso los alcaldes, nunca han recibido a nadie, a nadie del pueblo sencillo, sin dinero, influencias, apellidos ni carnet.
Viajaba por necesidad y porque le gustaba, porque el cuerpo y el alma le pedían moverse y porque estaba más feliz al sol que en su covacha del barrio de Beas, por el cementerio, en los altos de La Puerta de Segura.
Nadie recuerda qué fue de ella cuando se hizo vieja ni cuándo murió La Bernabelilla, pero nos dejó en la memoria un sabor suave de bondad e ingenuidad, de no hacer daño y mirar la vida, que es un viaje, con amabilidad.
Cien años más tarde, algunos viajeros vuelven a reivindicar el viaje a pie, la andanza, como forma idónea de conocer un país, una comarca. Los nuevos peregrinos de Santiago han vuelto a realzar esta forma de viajar, pegados a la tierra, al azar de la hospitalidad, confiando en esa virtud tan antigua como es «dar posada al peregrino».
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