El jueves 9 de mayo, día de la Ascensión, en una bella y calurosa tarde, hemos enterrado a Antonio, andaluz de Jaén, aceitunero (el apellido de su madre era Olivares). De la Sierra de Segura, de donde remanecía, como decía él, con ese castellano casi antiguo que usaba a menudo. Su madre, Aurelia, era de La Matea, pedanía de Santiago de la Espada donde hasta hace poco todavía hablaban como en el siglo XVIII, usando un lenguaje ajustado, exacto y sencillo.
Antonio nació en 1936, un 13 de junio, cinco semanas antes de la Guerra Civil. Vivió casi toda su vida en Rihornos, una pequeña aldea del término de Segura de la Sierra. De niño, padeció una pulmonía que, mal curada –era antes de los antibióticos-, le ha llevado hoy a la huesa, algo prematuramente. Se crió trabajando, ayudando a sus padres, aprendió las letras con uno de esos maestros defenestrados en los años cuarenta ( uno de los maestros de la República purgados) que halló cobijo en Arroyo Frío, una aldea alta y distante. Cuando Antonio había acabado la faena, subía a que el maestro le enseñase las primeras letras. Después de la guerra había estado con sus padres en una finca en Andújar, donde habían encontrado trabajo. Ya mozalbete, en los años cincuenta y hasta 1962, Antonio se iba a La Mancha a segar con otros mozos de la Sierra. Dormían en los patios, en el centenar. Y volvían con una cartera con billetes para aguantar hasta la aceituna, que no empezaba hasta diciembre. A veces a pie, los últimos años, en bicicleta, iba hasta El Viso del Marqués y Almuradiel, a más de ciento cincuenta kilómetros de distancia. Así fue su infancia y juventud. Pero siempre tuvo los pulmones ocultamente dañados por aquella aviesa y temprana pulmonía.
Antonio se enamoró y casó en su tierra. Otros se fueron buscando el pan y la prosperidad que Jaén les negaba, a Cataluña. Allí siguen, viniendo al pueblo de tarde en tarde. Antonio, no. Amaba el campo, la tierra, los árboles, los animales, era bueno y justo con las personas. Prefirió quedarse en el campo a sabiendas de que perdía una oportunidad. Pero la tierra tiraba más.
Antonio conocía los árboles, los pájaros, sus nidos, su canto, nombraba las hierbas, sabía cómo hacer las talas, cómo podar y destallar los olivos, dónde se criaban mejor. Y, en las veladas, antes de haber televisión, tocaba el laúd, y en verano animaba los bailes de la aldea de Rihornos, aun lejos de la megafonía estentórea.
La matanza era uno de los ritos anuales. Y allí se desempeñaba con alegría y destreza. La matanza comenzaba sólo después de las primeras heladas, antes de la aceituna. Con ella se harían los primeros hatos para los aceituneros.
Llegó el automóvil y tuvo un Simca 1000 de Barreiros que fallaba bastante pero con el que se curtió por aquellas carreteras de macadam (hasta 1968 no se asfaltaron). Después de años con la yunta, con el carro, se hizo tractorista y cuidaba la maquinaria como si tuviera que durar eternamente. El Ebro azul fue el primer tractor que condujo, con habilidad en las labores y con prudencia.
Pero no por eso dejó el hortal, que regaba con parsimonia, sin desperdiciar una gota de agua de las abundantes acequias. Y cuidar los animales, las bestias, como él decía. Con el caballo, con las cabras, con el perro, siempre se portó de manera franciscana, suave pero firme.
Como es natural, tuvo muchos amigos y muchos que le querían. Sólo sus pulmones fueron su enemigo oculto; se fueron deteriorando, al igual que sus caderas y base de la columna que atormentaron su nervio ciático. Al final de sus días se ocupaba tejiendo esparto y pleita para hacer cestos de pan, azafates, olleros que se solían llevar al tajo de la aceituna.
El paisaje siempre es el mismo, pero los hombres pasan. Nos deja consuelo su memoria.