Temprano, con el frescor del río ( el Guadalimar, el río colorado, que en Mengíbar da en el Guadalquivir), las mañanas de verano en La Puerta de Segura (Jaén, España) eran tranquilas. Los olmos, viejos, de copas densas y oscuras, se animaban con los pájaros. El barrendero municipal pasaba con el escobón de ramas de mimbrera. Rebulle ponía en marcha su camión, aquel Ford de antes de la guerra que tan buenos servicios le seguía prestando. Con él hacía portes y se llegaba hasta La Mancha a traerse unos pellejos de vino negro y fuerte y unos quesos. Dominguillo, el churrero, calentaba el oloroso aceite cerca del Casino, algo más allá del magnolio centenario que cobijaba por las tardes las tertulias interminables de los que nada tenían que hacer sino esperar la cosecha de aceituna. Por la calle del horno olía a pan recién cocido.
Las hermanas Piña barrían su puerta y el pregonero anunciaba las entradas del mercado, sobre todo las sardinas en barrica. Tocaban a misa y algunas mujeres, las más de negro, con velo y misal, subían silenciosamente la calle cruzándose con algún acemilero cargado con aperos, con las albardas dispuestas para bajar los pepinos, los pimientos, las habichuelas y la alfalfa. El herrero iba al taller en bicicleta y los Limber ya estaban trabajando arreglando motos y algún auto viejo. Vivas, el viejo Vivas, con su mono azul y sus gafas, todavía iba a arreglar alguna cañería.
Los hombres ya estaban en el campo desde el amanecer. Las ocho de la mañana ya era tarde.
Hoy ya no tocan a misa a diario, no hay olmos, porque fueron mandados talar hace ya años por uno de esos alcaldes arboricidas que abundan en las Españas, tampoco está el magnolio ni hay tertulias en el casino. Las aceras ya no tienen pontanillas y la calle, que era la avenida del Generalísimo, para variar, hoy se llama avenida de Andalucía, también para variar, y está llena de coches. En los campos no se madruga, no hay mulos ni burras y los hortales se han plantado de olivos.
No eran tiempos mejores, no cabe en absoluto la nostalgia de «que todo tiempo pasado fue mejor». Había pobreza, emigración, incluso miseria. Algunos niños – hoy tendrán sesenta años, no son tan viejos- iban descalzos y con los calzones remendados. Para ellos, el pan y miel era un manjar y el único chocolate conocido era el Cristo de Villajos, casi sin cacao, envuelto en papel azulón. Las naranjas no existían, como tampoco los limones. Allí no llegaban. La fábrica de hielo, abajo, hacia la Casa China, hacía polos y refrescos Nik.
Pero quizá sea cierto que había una cierta armonía y el campo tenía cierta magia antigua. Se olvidaban las horas en las siestas al frescor de las higueras olorosas de las fuentes y los jornaleros entonaban viejos cantos por los campos. Las noches eran oscuras y las estrellas brillaban más porque no había tanta luz artificial.