Coche grande, ande o no ande.-
El estraperlo y el agio, los negocios de reconstrucción crearon los primeros nuevos ricos de la postguerra española. Algunos a veces apenas si sabían leer y compraban los coches por kilos o por metros, como las bibliotecas, “el más grande que haiga”. El pueblo español, sabio y rápido en los apelativos y motes, bautizó inmediatamente aquellos flamantes Cadillac, Buick y Packard con el nombre de ‘haigas’.
Los ricos de toda la vida y esos nuevos y felices propietarios lucían sus haigas los domingos a la hora del aperitivo en la Castellana, en el Retiro frente al Florida Park (ya viene el negro zumbón…), en las bodas de postín y en los días de corrida. Eran los tiempos en que se decía “eres guapo, eres rico, ¿qué más quieres Federico?”. La vida había que tomársela un poco a la ligera, sin dramatizar, que los tiempos estaban muy malos y a la vuelta de la esquina acechaba todavía la miseria.
Franco también tenía ‘haigas’ en sus caravanas de los desfiles: unos Cadillac negros que venían al parecer incluídos en el paquete del Acuerdo Hispano-Norteamericano de Defensa y Cooperación de 1953, con el diplomático fin de que escondiera de una vez los magníficos Mercedes regalados por Hitler. El acuerdo con EEUU nos sacó un poco del aislamiento, nos hizo un Plan Marshall en miniatura y nos trajo las primeras Caterpillar para construir Torrejón y de paso para hacer de Barajas un aeropuerto digno de tal nombre.
Hacia 1960, los coches americanos empezaron a verse también por Madrid, en especial por la prolongación de la Castellana, el llamado barrio de Corea, entre doctor Fleming y Carlos Maurras, y por los hoy desaparecidos chalets de López de Hoyos y Velázquez, esa zona hoy machacada por horrendos edificios grises. Eran del personal norteamericano de Torrejón y despertaban la envidia de los españoles. En realidad, no mucho más de diez mil vehículos pero que refulgían en nuestras vacías avenidas.
Ese barrio era el de mis idas y venidas al instituto Ramiro de Maeztu, el trienio negro de mi vida, en el que sólo brilla el recuerdo de mi amigo Polo. Con él compartía el margen, jugar en vez de estudiar, su alegre familia (siempre me han dado envidia las tumultuosas familias numerosas) y su madre de dulce acento extremeño. El chalet de General Mola 90 era mi puerto de abrigo y el refugio de mi imaginación. Polo ni siquiera estaba en mi clase pero con él inicié mis primeras trastadas, como fumar a escondidas en los solares los ‘chester’, y seguir a las niñas del colegio de las Irlandesas.
Además de aquellos ‘haigas’, otros personajes que no eran nuevos ricos ni señoritos, usaban coches americanos enormes, mastodónticos: los toreros y sus cuadrillas. El Chrysler Windsor 1947, el Desoto Suburban, de 9 pasajeros y el Dodge D-24 S, estos dos de 1946, estuvieron siempre entre sus favoritos, con baca incluída, en la que sobresalían bajo la lona la forma de los estoques y banderillas. Con ellos recorrían los polvorientos caminos de España de plaza en plaza y de feria en feria, Luego, los coches perdieron capacidad de carga, razón por la que las cuadrillas se mantuvieron fieles a los viejos modelos. Aquellos inmensos, casi desproporcionados automóviles se podían ver con suerte por los pueblos, algo desvencijados, quizá de taxis, todavía hacia mitad de los años setenta. Alguno de aquellos automóviles han ganado el indulto gracias a la moda de casarse en coches antiguos. En Turquía se conservan también muchos, de taxis, enormes limusinas en las que caben hasta nueve pasajeros. Su origen fue, como en España, el despliegue de bases norteamericanas a principios de los años cincuenta.
Hasta 1956 no tuvimos coche propio pero siempre había parientes más afortunados que nos hacían el favor de llevarnos de vacaciones, como tío Angel, que nos llevó alguna vez en su inmenso Studebaker 1950 Land Cruiser, llamado popularmente bullet nose, morro de bala, por su característico frontal. Yo no llegaba ni a las ventanillas y para subir al Studebaker me tenían que izar o casi trepar. Tío Angel Uceda, hombre bueno y cabal, siempre un poco despistado, era a veces un poco peligroso conduciendo, entre otras cosas porque estaba muy sordo, pero en aquellos años las carreteras estaban vacías, los camioneros eran todavía los caballeros del volante y un bandazo más o menos, una duda, una parada en plena calzada para consultar un mapa o saludar a un conocido, eran pecadillos que sólo de tarde en tarde provocaban algún bocinazo, más de advertencia que airado.
El Studebaker coupé de 1950 fue pensado para atraer a la generación americana de la posguerra mundial con un radiador que recordaba a un cazabombardero, una cabina que más parecía una carlinga e incluso los instrumentos de a bordo y el salpicadero, inspirados en los de un avión (no en vano Studebaker se había dedicado también a la fabricación de aviones de combate). La línea era muy parecida por delante y por detrás porque el proyecto inicial era el de un coche con motor trasero aunque después se mantuvo la simétrica forma, que se nota mejor en el dos puertas. Su creador, Raymond Loewy (1893-1986), francés naturalizado norteamericano en 1938, estará por siempre asociado a estos automóviles y a múltiples objetos cotidianos y máquinas que han dado forma al siglo XX, desde los autocares Greyhound al laboratorio espacial Skylab o el interior de los Concorde. (Ilustración del artista canadiense William H. Hall).
Studebaker ha sido la única empresa que en su largo siglo de existencia (114 años) pasó de fabricar calesas y carretas para los pioneros del oeste a automóviles. En 1852 los hermanos Studebaker abrieron una herrería en South Bend, Indiana. Durante la guerra de Secesión se habían desarrollado tanto que suministraron carretas al ejército federal y el propio general Grant, cuando devino presidente, le encargó a Studebaker un landó especial.
Durante los años cincuenta la firma fue perdiendo cada vez más dinero, al mismo tiempo que sus coches eran cada día más bellos, como en una especie de despedida. Los automóviles de South Bend dejaron de fabricarse a principios de los sesenta, tras años de continuas pérdidas, quizás sólo superadas por otro noble perdedor, Packard, su socio, que en 1959 ya fabricó apenas 2.600 automóviles. Como el Panhard y otras glorias, sucumbió a las exigencias de la concentración industrial y cayó por el precipicio del pragmatismo.
Mi tío Vicente Revilla, sentado en la explanada de su cortijo, La Parrilla, desde la que contemplaba sus olivares y toda la Loma de Úbeda y las sierras de Cazorla y Mágina al sur, y por las noches, las luces de ocho pueblos, solía decir con su voz cálida de fumador y su acento andaluz que lo único que necesitaba era “un tío que le estrenase los zapatos”. Vivía holgadamente y sus preocupaciones eran sobre todo las cosechas, las lluvias a tiempo y la calidad del aceite. La afición por los buenos automóviles le venía de joven y antes de la guerra había tenido ya varios. Sus conocimientos de mecánica y su pericia de conductor se revelarían muy útiles cuando se tuvo que camuflar como señorito perseguido, en el Madrid ‘rojo’ de agosto del 36. Se había refugiado, disfrazado de obrero, en una pensión de la calle del Prado. El patrón, un gallego socarrón, le dijo que se afeitase el bigote que tenía cara de fascista; cuando se lo afeitó, el dijo, ‘ahora parece un cura’. Total, que en el tumulto y confusión de aquellos días se hizo contratar como conductor de una camioneta de reparto y así pasó la esos tres años, tan ricamente, sin recurrir a embajadas ni a otros dudosos refugios. Cuando al acabar la contienda la Falange le quiso conceder algún honor con su correspondiente prebenda por la persecución de que había sido objeto, como si fuera un excautivo, rehusó con dignidad porque en verdad no se había sentido muy perseguido, aunque sí bastante ajetreado.
Entre los últimos coches que poseyó estaba «el palomo», un Chevrolet Bel Air de 1958 blanco por fuera y marfil por dentro, una especie de grácil navío, anchísimo, con 280 caballos, con el que circulaba majestuosamente por las carreteras que cruzan los azulados olivares de Jaén, visitaba fincas y fábricas de aceite y de vez en cuando recalaba a tomar el aperitivo en el casino de Beas de Segura.
Tío Vicente vivía gran parte del año en su cortijo, de los de verdad, con jardines de rosales y cipreses, un larguísmo carril entre los olivos bordeado de también de negros cipreses, grandes cocheras y hasta su propia almazara. Tío Vicente era uno de los últimos representantes de una clase desocupada y amable ya extinguida, ricos con mesura, generosos y muy apegados a las cosas del campo, que no era sólo estaba para hacer dinero sino cuyo placer era administrarlo con cierta parsimonia. No era del tipo deformado del señorito andaluz despreocupado y jaranero sino de los hombres del campo, curtidos bajo el sol, que conocían sus árboles y sus gentes mejor que cualquier ingeniero.
En aquel cortijo cambió bastante mi forma de ver Andalucía, más cercana a la Andalucía de Manuel Halcón o de Fernando Villalón; había gusto al mismo tiempo que un ambiente muy olivarero, con el trajín de los mulos, los tractores, los jornaleros. La jornada en La Parrilla se repartía sobre todo entre la alberca en medio del olivar, las siestas de lectura, los paseos por las sendas entre olivos, con la fresca, y las veladas frente al inmenso y silencioso mar de olivos, bajo las estrellas, mientras escuchábamos las viejas historias de la familia de antes de la guerra.
(continuará…)