La búsqueda del coche perdido. Los autos americanos (7ª entrega)

Coche grande, ande o no ande.-

El estraperlo y el agio, los negocios de reconstrucción crearon los primeros nuevos ricos de la postguerra española. Algunos a veces apenas si sabían leer y compraban los coches por kilos o por metros, como las bibliotecas, “el más grande que haiga”. El pueblo español, sabio y rápido en los apelativos y motes, bautizó inmediatamente aquellos flamantes Cadillac, Buick y Packard con el nombre de ‘haigas’.

Los ricos de toda la vida y esos nuevos y felices propietarios lucían sus haigas los domingos a la hora del aperitivo en la Castellana, en el Retiro frente al Florida Park (ya viene el negro zumbón…), en las bodas de postín y en los días de corrida. Eran los tiempos en que se decía “eres guapo, eres rico, ¿qué más quieres Federico?”. La vida había que tomársela un poco a la ligera, sin dramatizar, que los tiempos estaban muy malos y a la vuelta de la esquina acechaba todavía la miseria.

Franco también tenía ‘haigas’ en sus caravanas de los desfiles: unos Cadillac negros que venían al parecer incluídos en el paquete del Acuerdo Hispano-Norteamericano de Defensa y Cooperación de 1953, con el diplomático fin de que escondiera de una vez los magníficos Mercedes regalados por Hitler. El acuerdo con EEUU nos sacó un poco del aislamiento, nos hizo un Plan Marshall en miniatura y nos trajo las primeras Caterpillar para construir Torrejón y de paso para hacer de Barajas un aeropuerto digno de tal nombre.

Hacia 1960, los coches americanos empezaron a verse también por Madrid, en especial por la prolongación de la Castellana, el llamado barrio de Corea, entre doctor Fleming y Carlos Maurras, y por los hoy desaparecidos chalets de López de Hoyos y Velázquez, esa zona hoy machacada por horrendos edificios grises. Eran del personal norteamericano de Torrejón y despertaban la envidia de los españoles. En realidad, no mucho más de diez mil vehículos pero que refulgían en nuestras vacías avenidas.

Ese barrio era el de mis idas y venidas al instituto Ramiro de Maeztu, el trienio negro de mi vida, en el que sólo brilla el recuerdo de mi amigo Polo. Con él compartía el margen, jugar en vez de estudiar, su alegre familia (siempre me han dado envidia las tumultuosas familias numerosas) y su madre de dulce acento extremeño. El chalet de General Mola 90 era mi puerto de abrigo y el refugio de mi imaginación. Polo ni siquiera estaba en mi clase pero con él inicié mis primeras trastadas, como fumar a escondidas en los solares los ‘chester’, y seguir a las niñas del colegio de las Irlandesas.

Sin título-Escaneado-11Además de aquellos ‘haigas’, otros personajes que no eran nuevos ricos ni señoritos, usaban coches americanos enormes, mastodónticos: los toreros y sus cuadrillas. El Chrysler Windsor 1947, el Desoto Suburban, de 9 pasajeros y el Dodge D-24 S, estos dos de 1946, estuvieron siempre entre sus favoritos, con baca incluída, en la que sobresalían bajo la lona la forma de los estoques y banderillas. Con ellos recorrían los polvorientos caminos de España de plaza en plaza y de feria en feria, Luego, los coches perdieron capacidad de carga, razón por la que las cuadrillas se mantuvieron fieles a los viejos modelos. Aquellos inmensos, casi desproporcionados automóviles se podían ver con suerte por los pueblos, algo desvencijados, quizá de taxis, todavía hacia mitad de los años setenta. Alguno de aquellos automóviles han ganado el indulto gracias a la moda de casarse en coches antiguos. En Turquía se conservan también muchos, de taxis, enormes limusinas en las que caben hasta nueve pasajeros. Su origen fue, como en España, el despliegue de bases norteamericanas a principios de los años cincuenta.

Hasta 1956 no tuvimos coche propio pero siempre había parientes más afortunados que nos hacían el favor de llevarnos de vacaciones, como tío Angel, que nos llevó alguna vez en su inmenso Studebaker 1950 Land Cruiser, llamado popularmente bullet nose, morro de bala, por su característico frontal. Yo no llegaba ni a las ventanillas y para subir al Studebaker me tenían que izar o casi trepar. Tío Angel Uceda, hombre bueno y cabal, siempre un poco despistado, era a veces un poco peligroso conduciendo, entre otras cosas porque estaba muy sordo, pero en aquellos años las carreteras estaban vacías, los camioneros eran todavía los caballeros del volante y un bandazo más o menos, una duda, una parada en plena calzada para consultar un mapa o saludar a un conocido, eran pecadillos que sólo de tarde en tarde provocaban algún bocinazo, más de advertencia que airado.

El Studebaker coupé de 1950 fue pensado para atraer a la generación americana de la posguerra mundial con un radiador que recordaba a un cazabombardero, una cabina que más parecía una carlinga e incluso los instrumentos de a bordo y el salpicadero, inspirados en los de un avión (no en vano Studebaker se había dedicado también a la fabricación de aviones de combate). La línea era muy parecida por delante y por detrás porque el proyecto inicial era el de un coche con motor trasero aunque después se mantuvo la simétrica forma, que se nota mejor en el dos puertas. Su creador, Raymond Loewy (1893-1986), francés naturalizado norteamericano en 1938, estará por siempre asociado a estos automóviles y a múltiples objetos cotidianos y máquinas que han dado forma al siglo XX, desde los autocares Greyhound al laboratorio espacial Skylab o el interior de los Concorde. (Ilustración del artista canadiense William H. Hall).

Studebaker ha sido la única empresa que en su largo siglo de existencia (114 años) pasó de fabricar calesas y carretas para los pioneros del oeste a automóviles. En 1852 los hermanos Studebaker abrieron una herrería en South Bend, Indiana. Durante la guerra de Secesión se habían desarrollado tanto que suministraron carretas al ejército federal y el propio general Grant, cuando devino presidente, le encargó a Studebaker un landó especial.

Durante los años cincuenta la firma fue perdiendo cada vez más dinero, al mismo tiempo que sus coches eran cada día más bellos, como en una especie de despedida. Los automóviles de South Bend dejaron de fabricarse a principios de los sesenta, tras años de continuas pérdidas, quizás sólo superadas por otro noble perdedor, Packard, su socio, que en 1959 ya fabricó apenas 2.600 automóviles. Como el Panhard y otras glorias, sucumbió a las exigencias de la concentración industrial y cayó por el precipicio del pragmatismo.Rese

Mi tío Vicente Revilla, sentado en la explanada de su cortijo, La Parrilla, desde la que contemplaba sus olivares y toda la Loma de Úbeda y las sierras de Cazorla y Mágina al sur, y por las noches, las luces de ocho pueblos, solía decir con su voz cálida de fumador y su acento andaluz que lo único que necesitaba era “un tío que le estrenase los zapatos”. Vivía holgadamente y sus preocupaciones eran sobre todo las cosechas, las lluvias a tiempo y la calidad del aceite. La afición por los buenos automóviles le venía de joven y antes de la guerra había tenido ya varios. Sus conocimientos de mecánica y su pericia de conductor se revelarían muy útiles cuando se tuvo que camuflar como señorito perseguido, en el Madrid ‘rojo’ de agosto del 36. Se había refugiado, disfrazado de obrero, en una pensión de la calle del Prado. El patrón, un gallego socarrón, le dijo que se afeitase el bigote que tenía cara de fascista; cuando se lo afeitó, el dijo, ‘ahora parece un cura’. Total, que en el tumulto y confusión de aquellos días se hizo contratar como conductor de una camioneta de reparto y así pasó la esos tres años, tan ricamente, sin recurrir a embajadas ni a otros dudosos refugios. Cuando al acabar la contienda la Falange le quiso conceder algún honor con su correspondiente prebenda por la persecución de que había sido objeto, como si fuera un excautivo, rehusó con dignidad porque en verdad no se había sentido muy perseguido, aunque sí bastante ajetreado.

Entre los últimos coches que poseyó estaba «el palomo», un Chevrolet Bel Air de 1958 blanco por fuera y marfil por dentro, una especie de grácil navío, anchísimo, con 280 caballos, con el que circulaba majestuosamente por las carreteras que cruzan los azulados olivares de Jaén, visitaba fincas y fábricas de aceite y de vez en cuando recalaba a tomar el aperitivo en el casino de Beas de Segura.IMG_1797

Tío Vicente vivía gran parte del año en su cortijo, de los de verdad, con jardines de rosales y cipreses, un larguísmo carril entre los olivos bordeado de también de negros cipreses, grandes cocheras y hasta su propia almazara. Tío Vicente era uno de los últimos representantes de una clase desocupada y amable ya extinguida, ricos con mesura, generosos y muy apegados a las cosas del campo, que no era sólo estaba para hacer dinero sino cuyo placer era administrarlo con cierta parsimonia. No era del tipo deformado del señorito andaluz despreocupado y jaranero sino de los hombres del campo, curtidos bajo el sol, que conocían sus árboles y sus gentes mejor que cualquier ingeniero.

En aquel cortijo cambió bastante mi forma de ver Andalucía, más cercana a la Andalucía de Manuel Halcón o de Fernando Villalón; había gusto al mismo tiempo que un ambiente muy olivarero, con el trajín de los mulos, los tractores, los jornaleros. La jornada en La Parrilla se repartía sobre todo entre la alberca en medio del olivar, las siestas de lectura, los paseos por las sendas entre olivos, con la fresca, y las veladas frente al inmenso y silencioso mar de olivos, bajo las estrellas, mientras escuchábamos las viejas historias de la familia de antes de la guerra.

(continuará…)

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La búsqueda del coche perdido. Bruselas (6ª entrega)

Tío Pablo.-

C´était au temps où Bruxelles bruxellait, como cantase Jacques Brel. Había llegado tío Pablo y mi padre, su gran amigo, me dijo “asómate al balcón y verás qué coche ha traído”. Solitario e imponente, había aparcado un inmenso Ford 1952 Crestline Sunliner descapotable azul cobalto. Era en la pequeña rue des Six Aunes (calle de los Seis Alisos, árboles que allí debieron existir hace siglos),

Rue de Six Aunes BXLuna vía del viejo Bruselas, de casas oscuras y algún modesto comercio. En aquel piso empecé a jugar con los cochecillos de hierro (los legendarios Gasquy) que me regalaban y desde la azotea ventosa contemplaba la ropa congelada en las cuerdas y el perfil oscuro de lejanos edificios, cúpulas y torres. Cuando he vuelto, muchos años después, la he visto convertida, como en un mal sueño, en un pasadizo del Ministerio del Interior belga. Fueron demolidas todas las casas de vecinos y sólo el viejo adoquinado recuerda que fue una modesta calle normal y acogedora si bien algo triste.

Tío Pablo enseguida organizó una excursión al Bois de la Cambre, su paraíso particular, su escapatoria, pues vivía no lejos de allí, en la Avenue Louise. Paul Fayt, tío Pablo, siempre me sorprendía con sus automóviles. El primer coche en que yo monté era suyo, un Ford Custom 1949. Cuando años atrás veía alguno, rara vez, por Madrid, sentía siempre una pequeña punzada de algo ya visto en una ciudad gris y lluviosa, como dibujada con tinta china, cuyas mejores fotografías son en blanco y negro, de parques muy umbríos y un lago donde la gente, los días de sol, se tumbaba en la hierba. Años después reconocí aquel lago como el gran lago del Bois de la Cambre, donde íba con mi padre y tío Pablo en su Ford. Paul Fayt pertenecía a una familia de alcurnia, entre cuyos antepasados se contaba el pintor Jan Fijt (Amberes 1611-1661), uno de cuyos cuadros está en el Museu de Arte Antiga de Lisboa.

Con parabrisas partido, un adorno en forma de proyectil en el centro del radiador y sus pilotos traseros transversales sobresaliendo un poco en las aletas, ha sido uno de mis coches totémicos. El Ford 1949, Ford Fordor Sedán, fue el primer modelo de la posguerra fabricado tras la reorganización de la fábrica. Los colores más comunes eran el negro, como el de tío Pablo, y el azul oscuro, aunque se fabricó en once colores. También existía una versión descapotable y otra de dos puertas. Del Ford 1949-50 se fabricaron 841.000 unidades, más que del Citroën Tracción Delantera, por ejemplo.l

Ese Ford ha sido inmortalizado en On a marché sur la Lune, es el coche del ingeniero. Hergé, para dibujar esos automóviles que tan bien ilustran los albumes de Tintin, se inspiró en el magnífico parque automovilístico belga, además de en los Dinky Toys, según dicen. Los tintines los descubrí a los doce años en un club de Madrid donde tenían toda la colección. Primero me atrayeron los excelentes dibujos de los coches, luego las historias. Y sobre todo flotaba ese ambiente belga que me traía como recuerdos perdidos. Probablemente recordaba esos dibujos de mis primeros años, pues existían desde los años treinta.

Una de las razones de que tío Pablo tuviera siempre buenos autos era porque no podía viajar en avión a causa de una dolencia cardíaca. Su transporte siempre era terrestre o marítimo. Todos sus coches fueron americanos, hasta que se pasó al Peugeot 403, ya en 1959. Viajaba por toda la España polvorienta de los cincuenta con sus lujosos coches, se albergaba en los Paradores, leía libros españoles, estaba suscrito al ABC y era uno de los pocos belgas que podían pronunciar ‘carretera’ con todas las erres.

Tio Pablo tenía dinero por su familia (negocios en el Congo) y fue uno de los numerosos jóvenes belgas, muchos con orígenes del catolicismo boy scout, que pasaron a Francia y de ahí a España para terminar en un inmenso campo para prisioneros aliados en Miranda de Ebro. Este era el filtro desde el que se dirigían a Lisboa o a Tánger para incorporarse a las fuerzas aliadas en Londres, o que cruzaron clandestinamente el Canal de la Mancha. Todavía recordaba, entre bromas, lo mal que cocinaban los ingleses en aquel Londres que resistía estoico bajo las V1 y las V2. Estas bombas, los primeros missiles, también cayeron en la capital belga y en Amberes, entre octubre y diciembre de 1944. Cuando iba a caer una V1 –recuerda mi familia- primero se oía como el zumbido del motor de un avión que de repente se paraba, entonces durante casi un eterno minuto una especie de tic tac y después era cuando la bomba se precipitaba, se desplomaba literalmente al suelo. Durante esos apenas sesenta segundos, los bruseleses contenían el aliento y esperaban resignados la sacudida de la explosión.Sin título-Escaneado-14

En los años 50, tío Pablo disfrutaba de la vida y por tanto de los buenos automóviles. Empezó a comprarse las maravillosas exageraciones americanas después de haber incrustado su pequeño enigual negro (el Volswagen) bajo la trasera de un camión y salir vivo de milagro. En sus coches hice mis primeras excursiones. Años después, tras la muerte de mi padre, tío Pablo fue mi único y último vínculo con la Bélgica brumosa y gris, añorada, de mi primera infancia. Me traía pequeños regalos pero sobre todo era como si el espíritu de mi padre volviera por unas horas con él. La última vez que le ví acababa de volver de un viaje por el sur de España, como siempre, en solitario, y recordaba con emoción cómo había vislumbrado a lo lejos en la noche las luces de La Puerta de Segura, cuando iba de Córdoba a Valencia. Esa sería la última y fugaz visión de aquellas tierras que su gran amigo español le enseñó a amar.

En otro viaje anterior se quedó a dormir en El Escorial, en el Hotel Felipe II, para poder absorber demoradamente el espíritu de un rey que él, a pesar de ser belga, admiraba a contracorriente de la leyenda negra que en aquellos años cincuenta estaba de moda en Bélgica (ya me decían en el colegio que los belgas eran malos y eran enemigos de España), y vino en un Plymouth Plaza que relucía como un transatlántico frente a las escalinatas del hotel. Tío Pablo tenía más de Egmont que de Orange e interpretaba la historia sin los prejuicios imperantes.

Tío Pablo murió en 1968 al volante de un demasiado veloz y ligero BMW, estrellado contra el pilar de un puente cerca de Namur, tras patinar sobre el agua que caía a torrentes. Su final, sólo cinco años después de mi padre (a cuyo fin llegaría demasiado tarde por no poder coger un avión; me lo encontré, alto y elegante, con una sonrisa afable y reconfortante de hombre, que no olvidaré nunca, a la vuelta del cementerio), coincidía con el fin de una etapa de mi vida.

(continuará…)

La búsqueda del coche perdido (5ª, de Bruselas a Madrid)

De Bruselas a Madrid.-

Esta etapa de mi vida se inicia hacia 1952 o 1953, donde alcanza mi más lejana y nebulosa memoria, cuando empecé a hablar y a distinguir objetos y, naturalmente, los coches. Empieza en Bélgica, lo que tiene hasta un involuntario simbolismo ya que fue un jesuita belga quien inventó la propulsión mediante vapor en 1768; su nombre era Ferdinand Verbiest. En Bélgica destacarían también, en la primera mitad del siglo, dos marcas precursoras de la industria del automóvil, la Minerva y la Métallurgique. Minerva comenzó su historia con los hermanos De Jong, fabricantes de bicicletas y de motores que en 1900 construyen su primer automóvil, de 6 caballos, dos cilindros, transmisión por cadena y tres velocidades. En el Salón de Bruselas de 1908 presentaron un coche de 38 caballos con un motor sin válvulas, adelantándose incluso a los Daimler. Los Minerva ganaron muchos premios con ese tipo de motor en los años que precedieron a la Gran Guerra aunque las malas lenguas (¿de la competencia?) dijeran que la única forma de que un Minerva pudiese ganar una carrera era ponerlo delante de todos a la salida porque entonces las carreteras eran bastante estrechas y era muy difícil adelantar. Después de 1935 los Minerva deportivos y civiles prácticamente desaparecieron. Los últimos se fabricaron a finales de los cuarenta y eran una especie de Land Rover de injerto, los Land Rover belgas, de los que aún se pueden ver algunos (el último lo ví en la Chaussée d’Alsemberg, en Uccle). Sólo era posible destruir uno de estos Minerva todo terreno y militares serrándolo por la mitad. Pero la fábrica cerró en 1956.

Otros belgas célebres fueron los Métallurgique, marca que tuvo una vida corta pero brillante, especializada en vehículos de carreras y de sport. A partir de 1905 Métallurgique se dedicó a fabricar automóviles rápidos y en 1908 tenían ya cuatro velocidades, lo que era una novedad que no se generalizó hasta 1911. La mayoría de los Métallurgique eran –cómo no- exportados a Inglaterra y llevaban carrocería de Vanden Plas, carrocero que aún hoy existe. La empresa fue después adquirida por Minerva y también desapareció, dejando Bélgica de ser un país fabricante.

El automóvil en Bélgica deja huella cultural muy pronto y el mismo Maurice Maeterlinck, dramaturgo y poeta, será un enamorado de los autos y de la velocidad.

Mi padre había salido de la España seca y agostada y en París el azar un amor veinteañero lo llevó a la antigua provincia española. Hombre del sur, nací en el norte umbrío, gris y confortable de una Bruselas de casas con paneles de madera, buena calefacción, alfombras y parqués. Vieron mis días las impolutas y asépticas salas del hospital Edith Cavell, en honor de la valiente enfermera inglesa fusilada por los alemanes por albergar heridos y fugitivos británicos durante la primera guerra mundial. Es todavía una de las mejores clínicas de Bruselas y conserva sus cuidados y severos pabellones de ladrillo rojo en el barrio de Uccle.

Mis primeros recuerdos se remontan al Palais de Justice, desde el que se contemplaba en la bruma toda la ciudad antigua y a los pies, el barrio des Marolles, bruegheliano y español. La ciudad coronaba a Balduino -yo atisbaba el desfile en una gran avenida sobre los hombros de mi padre que me alzaba sobre la multitud de sombreros grises; era una Bruselas que se rehacía, capital neutra entre París y Bonn. Bélgica era el lugar del cruce de culturas, un país tampón y algo artificial entre Alemania y Francia creado en 1830. La capital tenía sin embargo personalidad propia desde el fin de la Edad Media. En el siglo XIX había conseguido un statu quo de ciudad cosmopolita, liberal y hospìtalaria (Victor Hugo, Rimbaud, Verlaine y Baudelaire, entre otros muchos, como el poeta catalán Josep Carner, allí encontrarían refugio), elegante y que todavía había mantenido sus gentes, sus barrios y sus costumbres, que a veces se remontaban a la época de la dominación española. El Congo todavía le suministraba sus diamantes y la vida era bella o lo parecía. Entonces todavía Bruselas bruxellait, como añoraba Brel. Hoy la Place de Brouckère y el Boulevard Anspach son apenas una frontera, una barrera frente a los barrios degradados más allá del bulevar de Midi, abandonadas por los bruseleses y ocupadas por almacenes de ropa usada, comida china barata y lugares bastante infrecuentables.

Sin título-Escaneado-02Era una Bruselas ordenada y civil. Pero hay un Bruselas de antes y después de la Expo. Antes, era una bella ciudad, de distinguidas, singulares construcciones (de arquitectos como Victor Horta o Paul Hankar), sus bulevares y plazas eran un modelo de urbanismo que conjugaba la comodidad con el respeto a la historia. La Avenue Louise, que tan bien evoca Marguerite Yourcenar en ‘Souvenirs Pieux’, tenía paseos enarenados para los caballeros y amazonas que cabalgaban hacia al contiguo Bois de la Cambre, un gran bosque de hayas en medio de la ciudad que es lo que resta, junto con el bosque de Soignes, de la antigua Silva Magna (bosque grande) que dividía la actual Bélgica en dos mitades y que explica la división entre los flamencos del norte y los valones del sur. Sus avenidas y calzadas de bello adoquinado y sus barrios no habían sido aún sacrificados al automóvil. Después de 1958, Bruselas quedó desfigurada para siempre, llena de cicatrices de hormigón, de túneles horadados en sus bulevares y de barrios destartalados como Midi y St. Gilles. Schuiten y Peeters dibujan una Brüssel de pesadilla en un álbum de tiras dibujadas o tebeo, en la que la destrucción ha llegado al absurdo. Afán demoledor que no ha parado y que se ha propagado por todo el mundo, desde Alejandría a Casablanca, desde Madrid a Moscú. Destruir lo bello para hacer más vías rápidas, más túneles, más bloques y garajes. Nadie sabe lo que esa ciudad ha padecido. Si los bombardeos casi la respetaron en las dos guerras mundiales, el verdadero lo perpetraron los mismos belgas a finales de los cincuenta.

Cuando salí de Bruselas empezó una vida muy diferente. Un día (todavía no acierto a saber si bueno o aciago) yo salí de aquella ciudad en un Super Constellation cuatrimotor de la Sabena con mi padre y mi hermana en un cesto y abrí los ojos al uso de razón en un Madrid deslumbrante de luz, con mujeres de vestidos claros, viejos taxis y autobuses de dos pisos, tranvías atestados y los brazos abiertos y la amplia sonrisa de Clark Gable de tío Juan en la terminal de Neptuno. A partir de aquel día las imágenes de Bruselas se desvanecieron como por ensalmo, y sólo retazos de conversaciones, interrumpidas al aparecer yo en la sala, dejaban caer algunas palabras que recordasen el país abandonado. Fui olvidando hasta el francés, que dejó paso al castellano …y en el primer colegio ya no era más que el belgicano.

En Madrid, la Castellana y el Paseo de Coches del Retiro, eran el lugar del paseo parsimonioso en buenos automóviles, que eran muy escasos. Los coches buenos eran de los muy ricos, de los nuevos ricos o de los diplomáticos, que por aquel entonces podían traerse algo así como un coche al año, gracias a su franquicia, que revendían a familiares y allegados. Los taxis eran los buenos Austin, muchos Citroën 8 de principios de los años treinta, y después empezaron a circular los Peugeots 203 Familiar y Citroën 15 Six, algún Renault Colorale, todos con transportín (donde a mí me gustaba ir); otros eran reliquias que habían atravesado la guerra civil y sobrevivido a las requisas y a los bombardeos y tenían matrículas anteriores al 60.000 que era donde se había detenido la numeración en 1936. Los taxistas iban con uniforme azul oscuro, un poco más oscuro que el azul de Vergara y con una gorra con visera acharolada. Los autos se concentraban semanalmente para la revisión municipal en el Paseo de Coches, cerca de la Casa de Fieras, lo que me permitía revisarlos a mí también, pues ese era mi territorio con mi coche de pedales, aquella grúa Austin de Tri-Ang enviada desde Bélgica, una auténtica originalidad entre los juguetes cutres de los niños españoles.Sin título-Escaneado-13

Después vendrían los Seats 1400 B y paulatinamente el cosmopolita parque de taxis iría perdiendo variedad, y después también singularidad cuando un avispado munícipe decidió que los taxis tenían que ser blancos en lugar de negros con su raya roja. Menos mal que en Barcelona no han cometido semejante tontería y mantiene sus taxis negros y amarillos que son una reminiscencia de los colores de los años veinte. En la ciudad condal tienen seny, se nota en todo.

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La búsqueda del coche perdido. Ford Taunus (4ª entrega)

Ford Taunus 12m (G13) (1952-1955)

Ford Taunus 12m (G13) (1952-1955) (Photo credit: Wikipedia)

El mapa-mundi en un capot.-

 Mi primera imagen del mundo como una bola, de un globo terráqueo, no la recibí en el colegio ni en un atlas ilustrado, sino en un Ford Taunus 12 M aparcado junto al Palais de Justice de Bruselas; allí tenía al mundo, entre sus faros, en el morro del capot. Mi querida y jovial tía Rosanne me apuntaba el coche y me preguntaba si sabía localizar España. Y reconocía la península, mi España soñada, lejano país cálido de luz y vacaciones. En casa hasta me negaba a hablar francés con un rotundo ‘soy español’, inicio de mi dualidad vital, mediterránea y nórdica, que aún conservo.

¿Quién en la Ford alemana decidió instalar en su frente aquel extraño logotipo, adorno mundial que evocaba quizás el afán expansionista o la universalidad de la marca? Los adornos del capot servían para orientar el estacionamiento, con unas reglas geométricas que permitían calzar el vehículo en lugares exiguos. Los adornos centrales, como los parabrisas partidos, las aletas de los guardabarros permitían mover aquellos coches sin dirección asistida facilitando las maniobras, trucos de examen de conducción que ahora han desaparecido con las formas redondeadas, neutras, aerodinámicas.

Los Taunus son coches hoy escasos que ni en las colecciones son muy buscados, habiendo otros modelos mucho más importantes, caros y representativos. Incluso en las miniaturas, sólo Tekno o Wiking los han rescatado del olvido, economy cars sin gran historia.

Mi tía Rosanne entonces tendría unos dieciocho años y toda su alegría y entusiasmo, que nunca perdió. Fue ella quien primero me hizo escuchar la Pastoral de Beethoven para hacerme comer; me la interpretaba y me contaba dulces historias de ovejas y bosques. Me llevaba, de entre los squares de Bruselas, a aquéllos que pudieran tener más sol y más niños con quien jugar (ambas cosas, difíciles). El que más frecuentábamos era el del antiguo palacio de Egmont. Luego viajó, estudió, vivió y se casó en Estados Unidos y hasta el final mantuvo su interés por la vida y las gentes, por los países y por los libros, con un buen humor y sus grandes ojos verdes que todo lo abarcaban. Cuando la reencontré, en 1967, pareció como si de pronto mi temprana infancia se precipitase como un líquido que ha estado mezclándose sin llegar a unirse. Uní los cabos sueltos del recuerdo y descubrí la otra cara simpática de Bélgica –aunque Rosanne ya vivía en Estados Unidos-, la Bélgica que ríe y hace chistes, amante de la buena vida y de la cultura. Gracias a ella descubrí, entre otras cosas, a Simon y Garfunkel. Rosanne es la única figura femenina que conservo de mi casi borrada infancia belga.

El Ford Taunus fue la versión alemana de su primo inglés, el Ford Cónsul, salido de la factoría de Dagenham en 1951. La marca Taunus se debe a las montañas que se alzan en la margen derecha del Rhin, entre Wiesbaden y Frankfurt, lugar emblemático para la iconografía y los mitos wagnerianos. El Consul tenía más cilindrada y era un cuatro puertas. Ambos eran la muestra de que la Ford había recuperado al fin su capacidad de producción en Europa, tras la devastación de la guerra (la factoría de Coventry padeció un devastador bombardeo).

La Ford se había instalado en Alemania en 1925, en Berlín, y en 1931 ya tenía construida una enorme planta en Colonia. La empresa prosperó bajo el III Reich, sobre todo desde el comienzo de la guerra, duplicando sus ventas entre 1938 y 1943. Los nazis la confiscaron con estratagemas legales e hicieron de la Ford en Alemania, que había pasado a llamarse Ford Werke, un centro de producción militar importante. Pero nunca llegaron a nacionalizar la Ford, que mantuvo un 52% de participación norteamericana (los dividendos, cuidadosamente separados en la contabilidad, fueron pagados tras la guerra), entre otras razones para poder acceder más facilmente al mercado internacional de materias primas.

En 1943, según la investigadora alemana Karola Fings (autora de, Working for the enemy: Ford, General Motors, and forced labor in Germany during the Second World War; Trabajando para el enemigo), la mitad de su mano de obra eran prisioneros franceses, rusos, ucranianos y belgas e incluso en 1944 las SS llevaron algunos prisioneros de Buchenwald. Según Fings, la jornada era de doce horas diarias, con una pausa de un cuarto de hora, la dieta eran 200 gramos de pan, café, no había almuerzo, sólo una cena de espinacas y tres patatas o una sopa de hojas de nabos. Pero no echemos la culpa sólo a Volkswagen: todas las fábricas de automóviles del mundo han sido utilizadas en una u otra ocasión con fines militares. Las fábricas alemanas lo fueron quizá más que otras dado su afán expansionista, invasor, como por ejemplo la Daimler-Benz AG. Salió de la guerra en relativo buen estado, con una estrategia clara, un inventario intacto y los centros de producción ya preparados para esa posguerra que veían venir desde hacía años. La compañía aceptó gustosa el trabajo esclavo de civiles, prisioneros de guerra, judíos y otras víctimas de los campos de concentración. En diciembre de 1999, el gobierno alemán y cincuenta firmas que se aprovecharon del trabajo de esclavos (entre otras Bayer, Opel, BMW, Volkswagen y Daimler), han creado un fondo de más de cinco mil millones de dólares para indemnizar a las víctimas.

Pero volviendo a los años cincuenta, aquel Ford 12M con su pequeño motor de 1172 cc, algo así como la cuarta parte de sus tíos de América, dos puertas, y una solidez a prueba de óxido era un compacto alemán. Su chapa no la tenían muchos franceses, todo hay que decirlo, como el Renault 4/4 y el Dauphine que morían de oxidación, y nosotros hicimos la experiencia de la frágil chapa del Seat Seiscientos en una tarde lluviosa frente al Banco de España, cuando bajábamos embalados por la calle Alcalá y no pudimos frenar de pronto, patinamos por el asfalto y nos estampamos contra la trasera, que permaneció insultantemente incólume, de un Taunus.

En España de esos Taunus hubo muy pocos. Sólo algunos afortunados, residentes en los puertos francos de Canarias, Ceuta o Melilla, otros con placas TEG, Territorios Españoles del Golfo de Guinea, o SH, Sahara.

Otro automóvil alemán que tengo que recordar porque a mi padre le gustaba y quizá soñaba con tener un día, es el BMW 501. Fué el primer coche que la fábrica produjo tras el desmantelamiento y destrucción de sus plantas durante la guerra (porque fabricaban los motores de los Messerschmidt y otros aviones). Estos inmensos y pesados coches se fabricaron desde 1951 hasta 1964 y se les conoció como ángeles barrocos, porque eran construidos en Baviera y por sus curvilíneas formas. A pesar de su elegancia, nunca tuvieron demasiado éxito, quizás porque eran demasiado caros y lujosos, a pesar del milagro alemán y de que fueron los autos emblemáticos de la generación Adenauer.

No menciono apenas los Mercedes salvo el de los Salinas (en un próximo capítulo), un 160 de aquellos en que mandaron los alemanes en los años 1947 y 1948 que en España inmediatamente bautizaron como el ‘Lola Flores’ debido al castañeo de su motor que recordaba el ruido de unas castañuelas; los Mercedes fueron siempre para mí más objeto de contemplación que de identificación. Esta serie Mercedes se inició con el mítico 260 D, la primera berlina Diesel, como el viejo taxi que encontré estacionado en Varsovia, cuyos turbios orígenes y cómo habría llegado hasta la ciudad mártir, tendría su causa en que fue recuperado por los polacos tras la retirada alemana.

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La búsqueda del coche perdido. El Volkswagen (3ª entrega)

El Volkswagen, un «enigual».-

Los coches para un niño no tienen marca, son cacharros con ruedas que andan solos, hacen ruido y echan humo. Luego, empiezns a ponerles nombres y a ser repelentes aprendiendo sus marcas aunque todavía no sepan distinguir las flores, los animales o los peces.

La Bruselas de aquellos tempranos años cincuenta se iba poblando de pequeños Volkswagen que contrastaban con los inmensos automóviles americanos que se pusieron de moda tras el Plan Marshall. Los belgas, amantes de los coches, gastaban -y gastan- en coches mucho más dinero de su renta que un alemán o un francés (Bélgica siempre fue un paraíso para los Porsches, esa especie de versión aplastada del VW, con un cierto aire de sabandija, uno de cuyos afortunados adeptos fue Georges Rémi, Hergé, el creador de Tintin) y la avenida Louise, la Grande Place, la Place de Brouckère y el lujoso barrio de Uccle estaban llenos de Buicks, Studebakers (como el del padre de Jacques Brel) y Cadillacs. Los americanos establecieron fábricas de montaje de automóviles dentro del Plan Marshall.

Pero lo que más había eran Volkswagen y por eso para mí eran todavía un enigual, un égal. Un enigual era un Volkswagen de color negro o gris oscuro, con un cristal ovalado atrás, o dos, en el primer modelo, split le llaman los coleccionistas, y un escudo en el curvado capot delantero que representaba un castillo con un perro o lobo rojo entre sus dos torres.

El Volkswagen tuvo unos orígenes bastante infames. El III Reich surgía del puño de Hitler y el ingeniero Ferdinand Porsche se percató rápidamente de que los grandiosos planes del Führer de construir autopistas, autobahn –para que luego circulasen los tanques- era una ocasión inmejorable para llevar adelante sus proyectos de un coche de nuevo tipo. No deja de ser curioso, sin embargo, que en 1932, Porsche había sido invitado por Stalin para un proyecto similar, que el ingeniero declinó por su aversión al régimen soviético. En 1936 ya se podía ir por autopista de Basilea, en la frontera suiza, hasta Kiel, junto a Dinamarca, y desde Aquisgrán, frontera belga, hasta Koenigsberg, hoy Kaliningrado. Todas las ciudades alemanas importantes estaban ya unidas por las autobahn. En Italia, Génova, Brescia, Milán y Turín lo estaban desde 1932.VW

La necesidad de construir y desarrollar las comunicaciones, que en Alemania empezó con Bismarck, era la consecuencia de ser Alemania e Italia estados muy recientes; la unificación databa sólo de 1870. Como en Estados Unidos, las vías de comunicación eran esenciales para construir países realmente unificados y no sólo sobre el papel.

Entretanto, el espíritu del fordismo se había impuesto en la Alemania que ha había salido tan maltrecha del armisticio del 11 de noviembre de 1918. Había que demostrar que la nueva Alemania era capaz de superar a los norteamericanos. Era uno de los medios para convencer al alemán de que era un ser superior sin nada que envidiar al americano del Ford T. En 1934 Porsche entregó al Führer una memoria en la que le prometía fabricar varios prototipos antes de doce meses. En 1938, cuando es presentado en el salón del automóvil de Berlín, el coche se llamaba «KDF-Wagen» (Kraft Durch Freude, algo así como ‘la fuerza a través de la alegría’) y su precio no rebasaba los mil marcos, que era una de las condiciones. La marca final fue adoptada del propio slogan, el coche del pueblo. La construcción de la fábrica empezó en 1938 y poco tiempo después, tras fabricar unos cuantos automóviles para uso civil, fue transformada en lo que de verdad les interesaba, en industria de guerra.DSCF7231

Tras la Segunda Guerra, el volks-wagen, coche del pueblo, es vuelto a fabricar (sorprende lo poco destruidas que estaban las fábricas alemanas, a pesar de tanto bombardeo). Se impone en una Europa en la que todavía se notaban las ruinas, era el coche al alcance de todas las economías. Triunfó sobre otros economy cars por su fiabilidad y dureza.

Con su motor trasero refrigerado por aire (de ahí su ruido tan característico, otro recuerdo que penetra en los maniáticos de los coches y que algunos autos nos han dejado grabado, como el Saab y el Citroën Dos Caballos), sus 1131 centímetros cúbicos (en 1938 tenía dos versiones, 704 y 984 cc), transmisión trasera, cuatro metros de largo y un metro y medio de ancho, el Volkswagen supo evolucionar perfectamente en esos treinta años. Del VW se vendieron veinte millones de coches, desde 1949 hasta el cese de su producción en Alemania, treinta años después, en las distintas motorizaciones y adaptaciones, siempre con esa inconfundible y precursora silueta ‘bio’. Fue fabricado en una veintena de países, los últimos en Méjico y Brasil.

Ha sido uno de los coches más emblemáticos del siglo XX junto con el Ford T. A la leyenda del VW contribuyeron principalmente sus propietarios, los mejores publicitarios que nunca haya tenido una marca, desde los aventureros, los colonos portugueses y belgas en África, pasando por los funcionarios alemanes y los hippies californianos (no de manera espontánea sino gracias al elaborado lanzamiento que hizo el publicitario Bill Bernbach). Fue la imagen del milagro alemán y la del inconformismo, un mismo signo para dos mensajes muy diferentes, lo que hubiera hecho las delicias de tantos sesudos estudiosos de los símbolos lingüisticos si les hubiera dado por pensar en los automóviles. Del nazismo a la contracultura en un mismo automóvil que además es identificado con un insecto.

El Volkswagen ha tenido el privilegio de convertirse no sólo en un hito de la industria automovilística sino de una forma de ser y de pensar. Los redondos eniguales fueron durante casi treinta años un símbolo (significado/significante). Primero de las clases medias de Alemania, Benelux, Dinamarca y Suiza, sobre todo. Luego de los jóvenes universitarios norteamericanos, y al fin, símbolos de la generación beatnik y de los hippies. Se podría trazar quizás una frontera geográfica del VW, porque sus ventas fueron mucho más importantes en los países del norte, y menos en Francia, Italia o Inglaterra. En Bélgica proliferaban y hasta el Rey Balduino, en sus habituales vacaciones en Motril, daba ejemplo de pequeño burgués conduciendo su propio Volkswagen.

Hoy son, por lo general, objetos de colección en muchos países y su marca ha sido sustituída por su apodo: el beetle, el escarabajo, la coccinelle, los carochas portugueses o los fuscãos brasileños.

En España, merced a la autarquía y al proteccionismo que se impuso para resguardar nuestra incipiente -con patentes extranjeras- industria del automóvil, en especial la SEAT, los Volkswagen se veían poco y además eran caros para nosotros. Lo que en Europa era un utilitario, aquí era un lujo, algo que sucedería también con otros modelos y marcas de los que se hablará más adelante.

(continuará…)

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La búsqueda del coche perdido. El Seat 600 (2ª entrega)

Adelante, hombre del 600.-

 …la carretera nacional es tuya”; una canción cañí y jocosa con la letra de Moncho Alpuente sacó a la palestra el humilde y maravilloso 600. Este auto es el que más ha tenido protagonismo en el paisaje español y hasta en el folclore. El modelo de Barcelona era una réplica exacta del Fiat italiano. Con cuatro plazas (un decir, porque íbamos hasta seis), un peso de 500 kilos, y una velocidad máxima de 90 por hora, fué mejorando durante sus diecisiete años de vida activa (que la pasiva, en manos de piadosos nostálgicos, dura hasta ahora). Dotado al principio de una cilindrada de 600 centímetros cúbicos, pasó después a ser de 767, con más fuerza para llevar a las todavía algo numerosas familias españolas. Las innovaciones incluyeron versiones descapotables y también aquella de cuatro puertas, el feo y desgraciado Seat 800 -que nada tenía que ver con el curioso Fiat 600 Multipla, que parecía un coche al revés. Del Seiscientos se hicieron cerca de cuatro millones de vehículos, en Turín, Barcelona y alguna otra fábrica; sólo en España, casi 800.000.

España, a principios de los sesenta del pasado siglo se dividía, automovilísticamente, en cinco clases: los que tenían un Seat 1400 C o más, los que tenían un Seat 600, los que iban en las Guzzis, los de las bicicletas y los del burro o la alpargata. Gracias a López Rodó, la clase ‘b’ iba ganando terreno.

Nosotros también tuvimos dos Seiscientos, el primero blanco (M-183.724) y el segundo, azul (M-246.855). Con el primero, mis padres llegaron hasta Bruselas a visitar la Expo de 1958. Luego se acercaron por Holanda y Alemania. A la vuelta, el 600 venía tan campante, cargado de juguetes, ropa buena y una televisión Saba. En España, la televisión fue simultánea al Seiscientos. Los hispanos ya estábamos motorizados y entretenidos, aunque sólo unas horas, porque no había programación todo el día. Las marionetas de Herta Frankel, los policías montados del Canadá y Rin Tin Tin entraban en nuestras salitas.

La calle Alcalde Sainz de Baranda, uno de los pocos bulevares que nos han dejado en Madrid, junto con su paralelo de la calle Ibiza fue mi primer paisaje madrileño. Me llevaban al Retiro con mi coche de pedales que suscitaba la envidia, la demanda y el compromiso de todos los niños del parque y allí estrenamos el 600 blanco o gris claro. Todavía recuerdo ir a tomar las curvas en la Glorieta del Angel Caído –el único monumento a Lucifer que existe en España -. En el primer piso de nuestra casa, el 21 de la calle, había hasta una casa de citas, un meublé y recuerdo el fuerte y turbador perfume que dejaban algunas de sus huéspedas. En la acera de enfrente, el cine Sainz de Baranda, donde iba a ver películas del Oeste y de guerra, como Duelo en el Atlántico; más allá, el mercado y la siniestra casa escenario del famoso crimen de Jarabo, donde daba la vuelta el tranvía 61. Menéndez Pelayo era también un larguísimo bulevar y hacia la calle Doce de Octubre, estaba todavía la estación de ferrocarriles de Vicálvaro, por detrás del hospital del Niño Jesús y unos enormes e interesantes descampados llenos de cascotes, latas y gatos muertos.Sin título-Escaneado-01

Con aquellos Seiscientos íbamos los domingos de excursión a los pueblos de la sierra, con nuestras tarteras, llenas de abundantes y jugosas tortillas de patatas, croquetas, manteles de colores y cestas con embutidos. Las favoritas eran al Monte del Pardo, donde mientras jugábamos a la guerra en los restos de los nidos de ametralladoras, los mayores, los Leonato, los Alarcón, los O’Connor (con una de cuyas pecosas chicas tuve yo mi primer flechazo no correspondido), los Baquera, se refrescaban en alguno de los aguaduchos que por allí había. Las excursiones eran todavía fáciles, Madrid terminaba en Moncloa y en las Rondas, la Castellana era una carretera que iba hasta el destartalado pueblo de Fuencarral, y a la vuelta no había atascos. Cercedilla, El Escorial, Guadarrama tenían más campo que urbanizaciones y de vez en cuando se paraba en alguna casa de comidas donde los mayores echaban un vinito con un cigarro.

En verano emprendíamos la gran odisea de llegar hasta Andalucía. En España, los automóviles iban por delante de las obras públicas. La salida de Madrid tenía varios pasos a nivel, entre las chabolas y chatarreros del barrio de los Ángeles, incluído el de Aranjuez; la cuesta de la Reina era nuestra primera prueba para el mareo. Tras comer en alguna sombra o en un bar de Valdepeñas llegábamos a Infantes y a partir de allí seguíamos por las carreteras sin asfaltar de los polvorientos Campos de Montiel, con baches abismales; pasado Albaladejo, para atravesar Sierra Morena, nos daba la bienvenida un triágulo oxidado que decía ‘tres curvas’, y eran como cien, y una encina de la que colgaban muertas y semipodridas las alimañas que cazaban los pastores y que ofrecía despojos interesantes.  Aquellos polvorientos y cervantinos caminos –desde Don Quijote no había pasado nadie por allí- podían convertirse en barrizales, como a la salida de Montiel donde ya nos quedamos atascados varias veces y nos tuvieron que sacar un par de mulos del barro. En Montiel las casas tenían como un zócalo rojo de las salpicaduras del barro y la gente miraba pasar los rarísimos coches que por allí se aventuraban como si fueran alucinaciones. En aquellos viajes de estío nos dábamos por contentos cuando no teníamos ningún pinchazo y cogíamos los sesenta por hora algún rato. Ya nos tuvimos que volver alguna vez por una junta de culata quemada o quedarnos las horas muertas tras dos pinchazos sucesivos por El Bonillo, en otra ruta que por un tiempo intentamos abrir. Cuando llegábamos por fin al pueblo, sudados, aturdidos y con olor a vómito, el coche tenía una capa de fino polvo rojo que lo africanizaba.

Una vez en el campo, no nos volvíamos a mover hasta finales de septiembre o incluso primeros de octubre, los trayectos eran cortos y el Seiscientos lo más que hacía, que no era poco, era volver a la cercana Sierra Morena a llevar de caza al personal o subir a Santiago de la Espada a la codorniz. Las bicicletas, el carro y el puro borceguí sustituían al automóvil.

(continuará…)

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