La búsqueda del coche perdido. El Seat (1ª entrega)

Los grandes Seat de nuestra santa autarquía.-

En aquella atrasada y perdida comarca de Jaén, la última provincia de la última región del último país de Europa, hubo pocos autos hasta los años setenta del pasado siglo,  intrusos en un mundo todavía de mulos, carros y borricas. Entre los primeros automóviles que circularon por los pueblos de la Sierra de Segura se recordaba el del taxista de Génave, Ramón Aguilar, que tenía un De Dion Bouton, landó, en 1934, con el que llevaban a mis tíos helados de frío a Madrid a estudiar la carrera. Un antepasado, Ramón López Aguilar, tuvo un Hispano Suiza comprado en Murcia, de segunda mano, con los faros de carburo y que los sobrinos llamaban ‘El Caimán’. Por lo visto le engañaron y el coche salió muy malo, pero Ernesto Ruiz consiguió aprender a conducir con él; después de esa experiencia no se le resistió auto alguno.

Según mi tío Pedro Ruiz López, que anotó estos detalles con cariño y exactitud en unas memorias todavía inéditas, el primer coche de mi abuelo, Ramón Ruiz-Marín Blázquez, de Santiago de la Espada, fue un Ford T, matrícula J-1877, de 1926. Lo describe así: “con el depósito de gasolina bajo el asiento cuando llegaba a una cuesta, si el depósito no estaba lleno no llegaba la gasolina porque no tenía bomba sino un alimentador que llamaban ‘nodriza’. El sistema eléctrico era por magneto y no llevaba Delco. El arranque era a manivela; los frenos, de varillas o cables sólo a las ruedas traseras. Los neumáticos eran malos y se pinchaban con cierta frecuencia, máxime porque había en los caminos clavos de las herraduras. Todavía no tenía palanca de cambios pues sólo disponía de primera, directa y marcha atrás. Tenía tres pedales y una palanca en el lado izquierdo con tres posiciones: atrás, para el freno, en medio, el punto muerto y delante, la directa. Los pedales eran el de la izquierda, a fondo, la primera velocidad, el del centro, la marcha atrás, y el derecho, el freno de pie. Ponías la palanca delante y apretabas el pedal izquierdo, acelerabas con el acelerador de mano e ibas en primera, y cuando tomaba velocidad lo soltabas y era la directa. Palanca adelante y pisando el pedal del centro era la marcha atrás. La maniobra adelante atrás era sencillísima pisando alternativamente ambos pedales”. El coche lo había comprado en Villarrobledo (Albacete) por 4.425 pesetas (en Estados Unidos costaba entonces 380 dólares).

Con aquel Ford subían de vez en cuando al cortijo –en general subían en caballerías-, vadeaban los ríos sin puentes y en él aprendieron a conducir mis tíos. Cuando mi abuelo compró el Ford mandó hacer una cocherona de piedra (que luego albergaría mi Morris Minor). Aquel Ford se quedaba de vez en cuando atrancado en el lecho de los dos ríos que había que atravesar que aún no tenían puentes; en realidad hasta bien pasados los sesenta los mulos siguieron siendo indispensables, los únicos todo terreno, tanto para transportarnos como para sacar vehículos del barro. Tío Ramón Martínez, en 1928 compró un Chevrolet con carrocería cerrada por ocho mil pesetas.

Era del modelo que se llamaba ‘torpedo’, no como los Ford que llevaban capota de lona o de una especie de gutapercha. Lo conservaría hasta estallar la guerra. Casi todos aquellos autos desaparecieron en aquellos años tremendos, requisados, robados y finalmente abandonados en alguna cuneta del éxodo. Todavía en los cincuenta y sesenta, a los coches antiguos, destartalados, cuadrados, les seguían llamando ‘foriches de pedales’; el Ford T había entrado en la leyenda hasta en Jaén. Abajo, unos cuantos Ford A, con sus respectivos precios de entonces.

Sólo cuando la economía del país empieza a despegar, hacia finales de los años cincuenta, reaparecen tímidamente los automóviles. En los cortijos de la familia –circulando por las mismas carreteras de macadam deshecho y por los mismos carriles que habían visto a los Ford T y a los Chevrolet- predominaron entonces aquellos Seat 1400 B Especial bicolores (azul claro y blanco, verde y blanco) con un faro antiniebla en el centro de la parrilla delantera. En el pueblo, en la acera del casino, sólo había tres o cuatro coches, y tres eran de la familia. Cuando aparecía uno distinto se mandaba algún chiquillo a indagar quién había llegado. Había otros como el pequeño Citroën 5 HP con ahí-te-pudras de don Tiburcio, o el viejo Ford A de Maximino, la camioneta de Rebulle, que llamábamos la caja de cerillas, pero los coches se contaban con los dedos de las mano y sobraban. Coches para ir a la Feria de Linares -¿quizá los del garaje Arce, de Úbeda?- y bajar a misa los domingos –“a misear al mujerío”, que decía tío Ramón-, tras la rigurosa ceremonia del lavado, cepillado y abrillantado (aunque inmediatamente las polvorientas carreteras volvieran a depositar una capa rojiza en toda la carrocería). Recuerdo el día que fuimos con tío Mariano a comprar su Seat a la calle Velázquez, entonces con su magnífico bulevar, entre Goya y Hermosilla, un Especial verde y blanco marfil. También se compraban en el garaje Simpson, en Cea Bermúdez casi esquina a Bravo Murillo, hoy creo que una vulgar gasolinera. Con aquel Seat volcaría tras un adelantamiento brusco en la cuesta de Aranjuez hacia Ocaña, quedándose de canto, detenido en el borde de la calzada, mis tíos aplastados el uno contra el otro. Mandaron salir a la muchacha, Mari Loles, que era más ágil, abriendo la puerta libre de atrás como si fuera una escotilla. Unos cuantos forzudos camioneros les pusieron el coche bien y pudieron seguir ruta a Jaén sin más percances pero con bastante irritación de mi tía por la torpeza del marido y el ridículo que habían hecho.

En aquellos Seat 1400 se iba de caza, de carrileo para sorprender conejos deslumbrados por los faros en la noche. Duraron hasta bien entrados los setenta y sirvieron de taxis (con transportín), de largos zetas grises de la policía, como negros coches de Ministros y para las familias de los profesionales acomodados. Era la época en que los guasones decían que PMM significaba Para Mi Mujer, y ET, del Ejército de Tierra, Este También. Cuentan que el gran y honesto militar Muñoz Grandes fue un día ex profeso con su automóvil a uno de los restaurantes de la Cuesta de las Perdices e indignado ante el despliegue de vehículos oficiales allí estacionados, ordenó a todos los chóferes que allí esperaban junto a sus Seats negros oficiales que se volvieran sin demora al Parque, dejando así a todos los altos cargos que allí estaban de francachela, corridos y sin coche para volver precipitadamente a sus despachos.

Sin título-Escaneado-06Los viajes del veraneo tomaban una jornada entera, entre los preparativos, las paradas, los pinchazos y, a veces, las averías. Eran rutas con pasos a nivel, con animales que se espantaban, ganado que se atravesaba, compartíamos hasta la carretera nacional con los medios de transporte y vehículos del siglo pasado (“carros por arcén, multa quinientas pesetas”). Los viajes se hacían por etapas, a veces hasta con siesta por medio, y el conductor tenía que saber algo de mecánica, saber descifrar alguno de los escasos mapas disponibles y tener sentido de la orientación porque al entrar en un pueblo o llegar a un cruce lo habitual era que no hubiera señal alguna. Para llegar al centro de una población lo mejor era seguir la flecha en esmalte azul de ‘correos’ o ‘teléfonos’.

Las vacaciones eran largas, interminables, proporcionales a la duración y dificultad de los viajes porque sacar una media de cincuenta o sesenta era una proeza, sin contar con los pinchazos o las averías repentinas. Nosotros usábamos el Seat de Molina, el taxista del pueblo –‘sacar un taxi’, se dice por allí-, que venía a recogernos a Madrid para llevarnos a pasar las vacaciones de verano, cuando ni tío Angel con su Studebaker ni tío Genaro nos podían llevar. Con Molina atravesábamos La Mancha, la Sierra Morena, por Albaladejo y Montiel, sorteábamos baches, esquivábamos ovejas y cabras, cruzábamos pueblos desolados perseguidos por chiquillos en harapos y perros borriqueros. En uno de esos viajes bajo el sol manchego nos salimos de la carretera cerca de un rebaño porque una de las viajeras le cogió el volante pensando que el pastor era su primo. Y resulta que no era. Pero no pasaba nada, un poco más de polvo y nada más, la carretera no se distinguía demasiado del campo, aquello parecía más una pista en la sabana que una carretera. Aquellos viajes tanto por su duración como por los equipajes que llevábamos para las largas vacaciones eran más unas auténticas migraciones, lo que excusaba los pinchazos, las vomiteras, las averías y el sudor.

Después de los 1400 (incluido el Seat 1400 B Especial del que sólo se fabricaron poco más de 17.000 vehículos) aparecieron los 1400 C y 1500. Nosotros tuvimos los dos, el 1400 C gris marengo M-344.610 y el 1500 crema M-426.582. Empezábamos a ser clase media digna de tal nombre.

Seat 1500

Seat 1500

Con el 1500 aprendí a conducir por los carriles y en la explanada del cortijo. La paciencia de tío Juan, vista hoy, debía de ser proverbial porque era un coche de lujo para dejarlo en manos de un indocumentado como yo o permitirme llevarlos un rato por las solitarias carreteras manchegas. Entre otras cosas, me cargué una vez la palanca de cambios, que iba al volante, y tuve que frenar con el freno de mano porque seguía con el pie en el embrague. Sacarse el carnet de conducir es como la verdadera mayoría de edad. El Código civil no cuenta, para la mayoría de edad son otras cosas, el primer cigarrillo, la primera novia o el primer beso y el carnet de conducir. Son pequeños escalones en la edad, etapas que van marcando la autosuficiencia. Como el pasar de la temprana infancia a la niñez es saber nadar y montar en bicicleta.

Aquellos buenos Seats todavía forman parte de nuestro imaginario, como en las viejas fotografías de boda de pueblo, con el auto al fondo, como una muestra o un símbolo o promesa de prosperidad más importante que las arras.

(continuará…)

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4 comentarios en “La búsqueda del coche perdido. El Seat (1ª entrega)

  1. Allà por los años 50 mi padre trabajaba de ingeniero en una fábrica del Poble Nou de Barcelona. Cada dia venia a buscarle un chófer de la fábrica, unos días era Poli y otros dias era Luis, en un flamante Seat 1400. Yo entonces tenía 6 o 7 años y recuerdo que uno de ellos venía antes de hora y me llevaba al colegio. Me hacía sentir importante ir en aquel «aiga», y presentarme ante mis compañeros acompañado de aquel chófer con gorra de plato conduciendo ese Seat 1400 negro con el cambio de marchas en el volante.

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  2. Entrañable artículo del que me pierdo detalles quizá porque era demasiado niño o estaba socialmente alejado para conocer a todas las personas que aquí se mencionan. Recuerdo a D. Genaro el farmacéutico y el Citröen de D. Tiburcio, el otro farmaceútico. No llegué a conocer el taxi Seat de Molina. Eugenio (Molina) tenía un taxi Chevrolet cuando yo le conocí. Tenía su cochera en lo que hoy creo que es el mercado. Medía el nivel de gasolina del depósito introduciendo una vara. Era un buen hombre. Por último, no llegué a conocer los Seat 1400 que se mencionan aquí. Quizá dejé La Puerta antes (1956). El primer Seat 1400 que vi allí fue el del gobernador, o de alguien de su numeroso séquito, cuando, con gran pompa y circunstancia, vino a La Puerta para inaugurar el teléfono. Sería en 1954. Espero con indisimulada ansiedad la continuación de este artículo. Muchas gracias por esta dosis del elixir de fugaz juventud que Vd. nos ofrece. Un saludo muy cordial.

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  3. ¡Qué maravilla! Enhorabuena por tantos recuerdos, contados con excelente verbo y por esas fotografías entrañables, en el fondo, de no hace tanto tiempo. He recordado eso del ahí te pudras, donde antes de la guerra iba siempre mi madre y mi tío, tiernos infantes con muchos lazos y perifollos, encantados en el Fiat de mi abuelo, hasta que se soltó un neumático en la calle de Los Madrazo y toda la familia acabó empotrada en un kiosco de horchatas y limonadas.
    Quedo impaciente a la espera de nuevos capítulos.

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