La búsqueda del coche perdido. El Seat 600 (2ª entrega)

Adelante, hombre del 600.-

 …la carretera nacional es tuya”; una canción cañí y jocosa con la letra de Moncho Alpuente sacó a la palestra el humilde y maravilloso 600. Este auto es el que más ha tenido protagonismo en el paisaje español y hasta en el folclore. El modelo de Barcelona era una réplica exacta del Fiat italiano. Con cuatro plazas (un decir, porque íbamos hasta seis), un peso de 500 kilos, y una velocidad máxima de 90 por hora, fué mejorando durante sus diecisiete años de vida activa (que la pasiva, en manos de piadosos nostálgicos, dura hasta ahora). Dotado al principio de una cilindrada de 600 centímetros cúbicos, pasó después a ser de 767, con más fuerza para llevar a las todavía algo numerosas familias españolas. Las innovaciones incluyeron versiones descapotables y también aquella de cuatro puertas, el feo y desgraciado Seat 800 -que nada tenía que ver con el curioso Fiat 600 Multipla, que parecía un coche al revés. Del Seiscientos se hicieron cerca de cuatro millones de vehículos, en Turín, Barcelona y alguna otra fábrica; sólo en España, casi 800.000.

España, a principios de los sesenta del pasado siglo se dividía, automovilísticamente, en cinco clases: los que tenían un Seat 1400 C o más, los que tenían un Seat 600, los que iban en las Guzzis, los de las bicicletas y los del burro o la alpargata. Gracias a López Rodó, la clase ‘b’ iba ganando terreno.

Nosotros también tuvimos dos Seiscientos, el primero blanco (M-183.724) y el segundo, azul (M-246.855). Con el primero, mis padres llegaron hasta Bruselas a visitar la Expo de 1958. Luego se acercaron por Holanda y Alemania. A la vuelta, el 600 venía tan campante, cargado de juguetes, ropa buena y una televisión Saba. En España, la televisión fue simultánea al Seiscientos. Los hispanos ya estábamos motorizados y entretenidos, aunque sólo unas horas, porque no había programación todo el día. Las marionetas de Herta Frankel, los policías montados del Canadá y Rin Tin Tin entraban en nuestras salitas.

La calle Alcalde Sainz de Baranda, uno de los pocos bulevares que nos han dejado en Madrid, junto con su paralelo de la calle Ibiza fue mi primer paisaje madrileño. Me llevaban al Retiro con mi coche de pedales que suscitaba la envidia, la demanda y el compromiso de todos los niños del parque y allí estrenamos el 600 blanco o gris claro. Todavía recuerdo ir a tomar las curvas en la Glorieta del Angel Caído –el único monumento a Lucifer que existe en España -. En el primer piso de nuestra casa, el 21 de la calle, había hasta una casa de citas, un meublé y recuerdo el fuerte y turbador perfume que dejaban algunas de sus huéspedas. En la acera de enfrente, el cine Sainz de Baranda, donde iba a ver películas del Oeste y de guerra, como Duelo en el Atlántico; más allá, el mercado y la siniestra casa escenario del famoso crimen de Jarabo, donde daba la vuelta el tranvía 61. Menéndez Pelayo era también un larguísimo bulevar y hacia la calle Doce de Octubre, estaba todavía la estación de ferrocarriles de Vicálvaro, por detrás del hospital del Niño Jesús y unos enormes e interesantes descampados llenos de cascotes, latas y gatos muertos.Sin título-Escaneado-01

Con aquellos Seiscientos íbamos los domingos de excursión a los pueblos de la sierra, con nuestras tarteras, llenas de abundantes y jugosas tortillas de patatas, croquetas, manteles de colores y cestas con embutidos. Las favoritas eran al Monte del Pardo, donde mientras jugábamos a la guerra en los restos de los nidos de ametralladoras, los mayores, los Leonato, los Alarcón, los O’Connor (con una de cuyas pecosas chicas tuve yo mi primer flechazo no correspondido), los Baquera, se refrescaban en alguno de los aguaduchos que por allí había. Las excursiones eran todavía fáciles, Madrid terminaba en Moncloa y en las Rondas, la Castellana era una carretera que iba hasta el destartalado pueblo de Fuencarral, y a la vuelta no había atascos. Cercedilla, El Escorial, Guadarrama tenían más campo que urbanizaciones y de vez en cuando se paraba en alguna casa de comidas donde los mayores echaban un vinito con un cigarro.

En verano emprendíamos la gran odisea de llegar hasta Andalucía. En España, los automóviles iban por delante de las obras públicas. La salida de Madrid tenía varios pasos a nivel, entre las chabolas y chatarreros del barrio de los Ángeles, incluído el de Aranjuez; la cuesta de la Reina era nuestra primera prueba para el mareo. Tras comer en alguna sombra o en un bar de Valdepeñas llegábamos a Infantes y a partir de allí seguíamos por las carreteras sin asfaltar de los polvorientos Campos de Montiel, con baches abismales; pasado Albaladejo, para atravesar Sierra Morena, nos daba la bienvenida un triágulo oxidado que decía ‘tres curvas’, y eran como cien, y una encina de la que colgaban muertas y semipodridas las alimañas que cazaban los pastores y que ofrecía despojos interesantes.  Aquellos polvorientos y cervantinos caminos –desde Don Quijote no había pasado nadie por allí- podían convertirse en barrizales, como a la salida de Montiel donde ya nos quedamos atascados varias veces y nos tuvieron que sacar un par de mulos del barro. En Montiel las casas tenían como un zócalo rojo de las salpicaduras del barro y la gente miraba pasar los rarísimos coches que por allí se aventuraban como si fueran alucinaciones. En aquellos viajes de estío nos dábamos por contentos cuando no teníamos ningún pinchazo y cogíamos los sesenta por hora algún rato. Ya nos tuvimos que volver alguna vez por una junta de culata quemada o quedarnos las horas muertas tras dos pinchazos sucesivos por El Bonillo, en otra ruta que por un tiempo intentamos abrir. Cuando llegábamos por fin al pueblo, sudados, aturdidos y con olor a vómito, el coche tenía una capa de fino polvo rojo que lo africanizaba.

Una vez en el campo, no nos volvíamos a mover hasta finales de septiembre o incluso primeros de octubre, los trayectos eran cortos y el Seiscientos lo más que hacía, que no era poco, era volver a la cercana Sierra Morena a llevar de caza al personal o subir a Santiago de la Espada a la codorniz. Las bicicletas, el carro y el puro borceguí sustituían al automóvil.

(continuará…)

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