La búsqueda del coche perdido. El Morris Minor (11ª entrega)

El Morris Minor.-

Para conocer bien una ciudad, unos montes, un paraje, yo recomendaría la siguiente receta: pasear y pintar o dibujarla. Una ciudad se conoce callejeando, descubriendo los portales, las plazoletas, los patios, los solares y los jardines abandonados (esos huecos, esos vacíos que dejan respirar a la ciudad, resquicios por los que se cuela el campo antiguo). El Madrid de antes se pasea de la mano de Galdós y Baroja. Barcelona se pasea bien con Luis Goytisolo y su Recuento, de Antagonía. Sevilla con Romero Murube, Valencia con Manuel Vicent, Valladolid con Delibes. Es triste comprobar que los barrios nuevos de las ciudades no pueden tener su poeta, su escritor que nos guíe. Aún no tienen, o nunca tendrán alma. Los barrios nuevos, las ciudades dormitorios, las urbanizaciones de adosados, se hacen para que no se pueda pasear y por tanto para que nadie se sienta inspirado a escribir sobre ellas.

Pasear suele tener aún mayor aliciente si se hace con algún propósito, buscar la pieza rota de un reloj, comprar una loneta o un bote de pintura, ir a tomar café con unos amigos o a la búsqueda de algún libro viejo. No es ir a hacer recados ni hacer diligencias, ni correr de un lado para otro sorteando semáforos.

Yo siempre he sido bastante paseante desde que mi padre me entrenaba por el largo bulevar de Menéndez Pelayo y aún hoy no soy capar de hacerme la idea de una ciudad si antes no la recorro un poco a pie. A principios de los setenta me paseaba yo por Madrid con un cuadernillo y un lápiz a la caza del coche viejo, abandonado. Las mejores calles para descubrir reliquias eran las que el tránsito evita, las que restan del urbanismo que no tenía la lógica de la vía rápida, y en el que se daban plazas y calles que no daban a ninguna parte, simplemente existían para soolaz de los moradores. Todavía hay calles así en Chamberí, en especial los alrededores de la glorieta del General Alvarez de Castro, en las zonas adyacentes de la avenida de los Toreros (recuerdo un Peugeot 202 de 1937, el de los faros en la rejilla del radiador, aparcado alli como desde hacía años, olvidado), por la Fuente del Berro, la colonia del Rayo, algunas calles silenciosas, vecinales de la Prosperidad o de la Guindalera (por cierto, hay que pasear ese barrio antes de que se lo carguen, de manos de un libro de Juan José Cuadros, sencillo poeta y escritor), muchas callejuelas que escondían esos pequeños secretos que suelen pasar desapercibidos para el paseante normal: Peugeots, viejos Seat, Arondes, algún vetusto americano de los cincuenta y, claro, los Morris Minor. Yo iba dejando papeles en los parabrisas con mi teléfono por si querían vender aquella pieza.

Sólo me llamó el propietario de dos Morris Minor, que no los vendía pero me facilitó una preciosa información, con esa solidaridad espontánea de tantos coleccionistas por sus congéneres que padecen el mismo mal. Recuerdo que me decía que cuando muriera quería ser enterrado como en una mastaba, flanqueado por sus dos automóviles.

MinorAquel simpático coleccionista monotemático me dio la dirección de don Guillermo Lewin, en Aravaca, asegurándome que tenía un Morris, de los treinta y cinco que él tenía contabilizados en todo Madrid. Y fui a verle; era un señor elegante y cortés, rico de los de antes, admiré su colección de viejos ciclos, dos o tres coches de principios de siglo, ¡¡y un tren del siglo XIX, con su vagón salón guarnecido en carmesí!! Todo ello en una nave del jardín de su casa, que estaba detrás de La Romana. El señor Lewin, de pocas palabras, las necesarias, al enseñarme todas aquellas valiosísimas reliquias –carteles antiguos, herramientas, piezas, objetos dispares relacionados con los automóviles- que se apretaban en la nave, me hizo partícipe de la ansiedad típica del coleccionista “a mis hijos esto no les gusta, lo venderán todo cuando me muera”. Tenía el Minor para diario, junto con un modesto Simca 1200 (la elegancia de los ricos de verdad, tener y no aparentar) y se lo compré por treinta y cinco mil pesetas. Era de parabrisas partido, con volante a la derecha –lo había importado en 1955 por el puerto de Bilbao-, repintado de rojo y amarillo, muy patriótico y con un letrero atrás que decía ‘ojo, volante a la derecha’. Con aquel coche llevaba a mi hija Violeta a la guardería Groucho, por los altos de General Ricardos y circulaba por Madrid encantado de la vida.

Los orígenes del Minor se remontan a 1945 cuando la Morris Motor Limited, de Cowley, Oxford, decide recuperar el maltrecho mercado del automóvil barato en la Gran Bretaña de la postguerra y le encarga a su ingeniero Alexander Arnold Constantine Issigonis el proyecto de un automóvil para suceder al Morris Eight, lo que no era nada fácil, dado el gran éxito que este vehículo había tenido en los últimos treinta. Issigonis, nacido en Esmirna (hoy Izmir, Turquía) era uno de sus mejores dibujantes y proyectistas de la empresa. Diseñó y desarrolló los dos coches más emblemáticos de la marca, el Minor y el Mini. Con el Minor después del Eight, y luego con el Mini se demuestra que no es cierto eso de nunca segundas partes fueron buenas, porque aquí hubo hasta terceras.

El antepasado del Minor, el Morris Eight, había nacido en 1934 con un motor durísimo de 918 cc. y a pesar de la depresión logró revitalizar el mercado automovilístico británico de los treinta. Este era a su vez el sucesor del Morris Oxford que Roald Dahl –el autor de Charlie y la fábrica de chocolate– menciona en su libro Going Solo cuando describe su viaje en mayo de 1941 de El Cairo a Haifa, en la Palestina británica, 200 millas a través de la península del Sinaí, que hizo en un Morris Oxford Saloon de 1932. No todos los escritores tienen el detalle de dedicarle un pequeño recuerdo a su coche, incluso con una fotografía en el texto, razón por lo que lo reseño.

Desde 1948 se vendieron en el mundo más de medio millón de Morris Minor, en sus diferentes versiones, desde la de 850 cc. hasta la última de 1.098 cc. La mecánica era muy sencilla y es un coche prácticamente irrompible, razón por la que es un buen coleccionable, y no por su rareza pues hay miles por esos mundos. Como muchas de sus piezas también se instalaban en otros modelos del grupo, no es difícil encontrar recambios y además los ingleses están muy bien organizados para el coleccionismo y hay garajes especializados en muchas localidades, siendo el principal el de Bath. Del Minor se dio el salto al Mini, que marcaría la era de Los Beatles. Entre tanto, la Morris había pasado en 1951 a ser la BMC, British Motors Corporation, tras ir absorbiendo MG, Riley y otras pequeñas marcas, prefigurando así lo que serían las grandes concentraciones de los años setenta y ochenta que aún continúan. El Minor y el Mini pasarían a figurar con honores en la galería de los coches que han sido iconos de una época, como el 600, el Volkswagen o el Tracción. El fin del Minor coincide con el fin de una cierta idea de Inglaterra, país que hasta principios de los sesenta, hasta que aparecen Los Beatles, había dormido un poco en el sueño imperial y que mantenía una sociedad con valores victorianos. El fin de esa época coincide con el drástico cambio en la línea de los automóviles.

(continuará…)

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La búsqueda del coche perdido. El Vauxhall Velox (10ª entrega)

Un Vauxhall en las olivas.-

Paseando por Lisboa me encontré un viejo Vauxhall Velox Saloon en la Travessa do Enviado de Inglaterra, callejuela cuyo nombre hace soñar. Hacía treinta años que no había visto ninguno así al natural, desde que allá en un olivar jiennense un Vauxhall Velox negro, también de tío Vicente, tiraba de un tractor que se había quedado atascado en el barro. Así eran estos potentes autos, con sus más de dos litros de cubicaje y sus seis cilindros. Se les notaba que sus antepasados habían sido tanques y que eran bastante sajones.

Sin título-Escaneado-10Estos coches eran de una potencia extraordinaria, con tres velocidades y con un sistema de dirección precursor de la dirección asistida, recirculating ball bearings. Cuando el coche estaba parado la dirección era muy suave y era fácil aparcarlo, mientras que en marcha su dirección se iba endureciendo a medida que iba tomando velocidad.

La firma Vauxhall se remonta a mediados del siglo XIX –su nombre viene de los Vauxhall Gardens, deformación de Falkes Hall, cerca de Londres era el lugar de encuentro de los elegantes en la época de Sir Samuel Pepys. Es una deformación del nombre normando Falkes de Breauté, lugar al sur de Londres donde hubo unos inmensos jardines que fueron destruidos para levantar casas a mediados del siglo XIX -. La firma “Vauxhall Iron Works Ltd”, se dedicaba a la fabricación de maquinaria y forja; empieza a fabricar automóviles muy pronto, en 1903.

En 1913 se fabrica el primero de los míticos Prince Henry C Type, unos de los últimos representantes de los automóviles ‘edwardians’, construídos en aquel período de prosperidad que precedió a la Primera Guerra Mundial, bajo el apacible e inteligente reinado de Eduardo VII. De los Prince Henry se harían tres series, 1913, 1914 y 1915. Hay muchos documentos gráficos de la Gran Guerra con los altos mandos militares ingleses a bordo del Prince Henry en los frentes de la Marne, de la Somme y Flandes, en el infierno de la aldea belga de Paschendaal, hoy quizá más conocida por su excelente queso.

Durante la Segunda Guerra Mundial, Vauxhall dedicó su producción a las necesidades militares, fabricando el 100 H-Type, que serviría de base a los tanques. Por otro lado, dedicó la Bedford a fabricar cerca de un cuarto de millón de camiones. Fue uno de los más importantes baluartes de la industria militar británica y entre otros, fabricó más de cinco mil tanques modelo Churchill y reparó otros tres mil; cinco millones de depósitos de gasolina; cuatro millones de componentes para lanzagranadas; casi un millón de cascos para los ‘tommies’; maquetas de camiones y aviones para engañar al enemigo y el desarrollo de los cazabombarderos y bombarderos Lancaster, Halifax y Mosquito.

Los Vauxhall tuvieron varios modelos Velox que se llamaron así porque en los años treinta ganaron muchas competiciones de velocidad. En 1937, un poco más tarde que el Citroën Tracción, fabricó el primer coche inglés monocoque, es decir, con la carrocería y el bastidor integrados. El Vauxhall Velox Saloon fue el principio del fin de la marca como diseñadora independiente (con la breve sucesión del Cresta en 1955 y del Víctor en 1961). Hoy, Vauxhall no es más que el logotipo de los impersonales y sosos Opel en Gran Bretaña, la división británica de la General Motors, que ya había adquirido la firma allá por el año 1925 pero durante lustros mantuvo sus propios diseños y modelos. Sic transit gloria mundi.

El Vauxhall negro de tío Vicente en el cortijo de La Parrilla no nos gustaba al principio a nadie, o por lo menos no le prestábamos casi atención, porque no resistía la comparación con el alado y blanco palomo, pero era un coche que se hacía de querer poco a poco, no de amours fous. Lo usaba el encargado y solía estar cubierto de polvo rojizo o de barro de llevarlo campo a través. Pero estaba siempre preparado para cualquier emergencia y mientras todos los demás sufrían averías, falta de piezas, inconvenientes, el austero y fiel Vauxhall nunca fallaba. A mí eso de que en aquel cortijo no hubiera un Land Rover o un Citroën 2 CV como en todos, sino un Vauxhall me parecía el máximo de la distinción. Al final, ya en los finales de los setenta, no lo querían ni los chatarreros y tío Vicente decía que lo iba a tirar por algún barranco. El coche dejó de ser útil cuando en 1974 subió la gasolina. Algún día tendré que escribir las purgas y selección natural que los acontecimientos mundiales y las decisiones presupuestarias o fiscales han ido causando en los parques automovilísticos, mandando al desguace de un plumazo miles de viejas glorias.

Ahí había algo con que empezar una colección pero la oportunidad, como tantas en la vida, pasó sin que nadie se percatara. Con los coches sucede como con ciertas obras de arte o con algunos paisajes, en algunos casos entusiasman a la primera, en otros se necesita como una familiarización lenta, un roce que termina haciéndolas, haciéndolos, estimables, apreciados y buscados. Ahora, hacerse con un Vauxhall debe ser en España dificilísimo y caro. Por el de la Travessa do Enviado de Inglaterra -que, al parecer, procedía de Angola, salvado de la descolonización- me pedían más un millón de escudos, cinco mil euros.

(continuará…)

La búsqueda del coche perdido. El Rover P 4 (9ª entrega)

El Cíclope de la calle Padilla.-

Nuestros buenos amigos, los Lowenthal, británicos de toda la vida aunque con tres generaciones murcianas de Águilas, por las minas. Eran tan típicamente ingleses, que además de haber mantenido su nacionalidad y carácter, así como los deberes para con su patria, por ejemplo, cuando Henry pasó a Gibraltar al estallar la Segunda Guerra Mundial para alistarse en la RAF, se traían los coches de su isla. Así sucedió con aquel Rover en el que cabía la numerosa familia.DSCF4412

El Rover verde relucía como un tanque destacando entre los pocos utilitarios aparcados –nuestro 600- en la entonces casí vacía calle Padilla, aunque algunas veces durmiese junto al Mercedes 190 SL rojo con techo negro del actor Paco Rabal, que también vivía por allí cerca, junto a la siempre excelente pastelería La Húngara, en la que comprábamos los pasteles de crema cocida, los plunqueis (plum-cakes) y las barras de frambuesa, todavía uno de los mejores productos que salen de su horno.

En los cincuenta y sesenta madrileños, la calle Padilla era una calle tranquila, adoquinada, casi siempre bastante vacía y con espacio para las personas y los automóviles, todavía a medida del hombre. En ese tramo de la calle Padilla aún subsistían hasta hace poco casi las mismas tiendas que hace cuarenta años y los vecinos se conocían y saludaban. Ya sólo queda el bar El Cantábrico, aunque Silverio se fue de este mundo hace tiempo. El cuidaba que los percebes y las gambas fueran los mejores que se servían en Madrid y que la cerveza fuera bien tirada, una rareza ya, con su correspondiente espuma densa y cremosa, sólo la justa. El Segoviano, con su cortecillas de buen tocino, sus buenos guisos y sus tortillas de patatas, que alcanzan casi la perfección, decente casa de comidas de obreros, rodríguez y gente del barrio, el panadero, Emilio; el frutero de la esquina de Porlier, cuyo establecimiento llevaba desde los cuarenta, Mateo, de baldosines, materiales de construcción y mosaicos esquina a la calle General Díaz Porlier -entonces Hermanos Miralles-, la tienda de ultramarinos La Rosa del Azafrán con su frontal de los años treinta y La Húngara. Se fueron también Adolfo Eli, lapidario, que estaba junto a otra compatriota, La Alemana, donde comprábamos las mejores mermeladas y embutidos que había entonces en Madrid y que cambió de lugar. La cristalería está todavía en su lugar con los mismos dibujos enmarcados y el garaje Bolívar ha dejado paso a una tienda china. La calle aún conserva cierta identidad a pesar de haber pasado sobre ella los furiosos, desaforados, ochenta y noventa.

El Rover P4 significó el resurgimiento de la casa Rover, de Solihull, que a pesar de su veteranía, llevaba estancada años (sus orígenes fueron las máquinas de coser y después las bicicletas, 1886). Fue diseñado por Raymond Loewy –como el Studebaker- y fué lanzado en el otoño de 1949 en el Salón de Londres y tenía tres faros, con uno central, por lo que fue apodado El Cíclope. El diseño con un faro central era una pequeña gracia que evoca el ‘bullet nose’, pero sin faro. En aquellos años el adorno central era fundamental en la estética imperante y de ella da cuenta el Tucker, el Panhard ‘Grégoire’, el Kaiser o hasta el mismo Fiat/Seat 1400 B. Este modelo de Rover causó un enorme impacto en el mercado –la mayor sorpresa del Salón, se dijo- y fue uno de los coches británicos con más personalidad de la primera mitad de los años cincuenta. Sólo una vez lo vi en dificultades cuando se quedó una vez calado en un badén lleno de agua de una tromba repentina en Puerto Lápice, en una de esas gotas frías de las que hoy se asombra el personal y llevan aconteciendo desde Plinio el Viejo, por lo menos, pues el que fue Procurador de Roma en Hispania ya las menciona en sus libros.

En una película interpretada por Jean Gabin, Monsieur (Jean-Paul Le Chanois, 1964), éste hace de banquero desengañado y bondadoso, se presenta como mayordomo al volante de su Rover 90, la versión siguiente al 75, ya sin el faro ciclópeo que desapareció en 1952 (por prescripción facultativa de las autoridades de Tráfico probablemente, como hicieron cambiar los faros pegados de los Land Rover). La película es regular y quizá nunca se llegó a proyectar en España, porque a Jean Gabin le solía dar por una libertad amorosa poco compatible con nuestras rancias y honestas costumbres. Además eso de que un mayordomo se permitiera tener un Rover debía ser todavía más escandaloso.

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Dos libros de Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye disponibles en edición digital (amazon.es)

Jaime-Axel  Ruiz Baudrihaye, autor de este blog, da al público, en formato digital (la negativa de las editoriales se  presiente  y se siente), una novela, Declaración de ausencia, y un relato de sus años estudiantiles y antifranquistas, Comunistas y Pilaristas.

En Declaración de ausencia, la historia sucede en el Madrid del otoño de 1963, un acontecimiento inesperado, inoportuno, sacará de su rutina acomodaticia a un abogado sin historia y le hará cambiar de vida. Todo lo que era aceptado, todo el manto de olvido y engaño de una familia se pone al descubierto. La mano del ángel se ha manifestado.

Es una historia verosímil y, por tanto, una descripción un tanto notarial. Historias parecidas probablemente no serían infrecuentes en aquellos años. Hace medio siglo las secuelas de la guerra civil todavía estaban latentes y las actitudes morales de vencedores y vencidos no eran tan puras. Hay algunos datos y hechos reales y otros ficticios. El grupo del Liceo existió, así como las actuaciones de la policía política española, había muchos colaboracionistas franceses refugiados, emboscados, en Madrid, la vida en Casablanca durante la Segunda Guerra mundial y la entrega de alemanes a los nazis por las autoridades francesas de Vichy ocurrió, la  vida en el Congo Belga, entre otros sucesos que ocupan estas páginas, responden en gran parte a la realidad.

En Comunistas y Pilaristas, se cuenta la historia, autobiográfica de un estudiante de la clase media madrileña pasa del colegio religioso y privado, el Pilar de la calle Castelló, al fragor de la Universidad de 1968. En pocas semanas muchas de sus ideas van a cambiar; descubre un país diferente que, curiosamente, no terminaba en la Castellana, y dará el paso a integrar la lucha contra una dictadura, que si ya entonces estaba algo reblandecida, todavía era lo suficientemente violenta, zafia y ajena al entorno europeo para concitar la animadversión de liberales y personas con sentido común. Entre la familia conservadora, las inquietudes culturales, el papel del Partido Comunista de España en la lucha antifranquista de aquellos últimos años, la clase obrera de cuya existencia apenas sabía, los despachos laboralistas, se pondrán de manifiesto las contradicciones de este joven burgués, su romanticismo atrasado, su altruísmo y sus flaquezas.

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La búsqueda del coche perdido. El Hillman Minx (8ª entrega)

El Hillman Minx.-

Extrañado de que nunca aparecieran Hillman Minx 1954 en las subastas ni en las ofertas de venta, pregunté a mi amigo Pedro Vicente, gran historiador portugués y al mismo tiempo amante de los automóviles clásicos (que todo es compatible y los autos no están reñidos con saber desempolvar e interpretar archivos olvidados). Su explicación fue que aquellos Hillman fueron coches bastante malos, endebles, y pocos han sobrevivido. El malévolo Dave Barry (How to buy a car, Miami Herald, 1990) sostiene que tenía menos atractivo que un estacionamiento municipal y que era tan atrasado tecnológicamente que por su radio todavía se escuchaban los discursos de Churchill.

El único automóvil que compró mi padre fue precisamente un Hillman Minx, y de segunda mano. Cuando dio recado que venía con el coche lo esperé toda la noche despierto en la casa de mi primo, a las afueras del pueblo, a través de cuyas persianas se colaba la luz de los faros de los autos que emprendían la cuesta hacia el perdido Benatae, en la Sierra de Segura, de Jaén. Cada vez que unos faros que se reflejaban en la pared de mi cuarto me hacían contener la respiración hasta oír, decepcionado, cómo seguía adelante el coche carretera arriba. No llegó hasta la mañana siguiente pero ¡qué maravilla! Traía un coche que yo nunca había visto antes, un coche inglés, silencioso, cómodo, diferente y de un precioso azul grisáceo metalizado. En la puerta del Casino de Orcera todos salieron a verlo, abrirle el capot y a opinar, que es la afición primera de todo vecino y deporte

English: Hillman Minx Special 4-D Saloon 1955

English: Hillman Minx Special 4-D Saloon 1955 (Photo credit: Wikipedia)

nacional español. Yo estaba orgulloso de mi padre porque una vez más había demostrado que era distinto a los demás. Luego haría mi primer viaje largo en coche sólo con él hasta Madrid. ¡Qué bien conducía! A pesar de todas las curvas y de lo suave que andaba no me mareé, quizás por primera vez también, ni siquiera en el paso de la Sierra Morena. Por la carretera de Andalucía íbamos a más de cien y él decía que donde se podía correr con seguridad no era arriesgado ir tan rápido, que había que ir a la marcha que la carretera y el tráfico aconsejasen, ni más lento ni más rápido (la primera lección de conducir de mi vida). A los lentos les llamaba tortuguitas y de los madrileños se guardaba por la forma recortada de adelantar, costumbre ésta a la que siguen apegados.

Mi padre tenía, tras pasar fríos siderales en su moto MV Agusta, por fin su propio coche y yo creía haber subido de categoría de repente, con un elegante coche inglés, raro, singular. En realidad, no era sino un utilitario con ciertas ínfulas. Ya no era yo el pariente pobre, siempre teniendo que ir siempre en utilitarios como el Seat 600 o de prestado en los grandes coches de la familia, en el taxi del pueblo o en la ‘pava’, como llamaban al coche de línea. Porque en su corta vida sólo tuvo ese coche en propiedad, aunque también conducía un Citroën Dos Caballos del Servicio de Extensión Agraria o cabalgaba la MV. Con ésta tuvo algún percance, como cuando le entraron unas abejas por la camisa y tuvo que tirarse de la moto o cuando patinó en la arenilla de una curva a la salida del pueblo y volvió con las manos desolladas a que lo curasen en la botica.

El Hillman Minx MK VII Special, con matrícula 116.922 de Madrid, gris metalizado, lo heredó mi padrino, marino mercante acostumbrado a los barquinazos, que lo bautizó Popotito, por calentarse tanto. Años después, a mediados de los setenta, iba yo en el coche de línea y lo vi todavía haciendo humildemente de taxi en Valdepeñas, pintado de un blanco vulgar con una inmensa baca. Me debí haber bajado a intentar recuperarlo, recomprarlo, salvarlo.

La casa Hillman es ilustre; fue creada en 1907 por William Hillman, al comienzo para construir sólo coches de competición. A partir de 1932 se integró en el grupo Rootes (con sus parientes próximos los Humber y los Sunbeam) y su fábrica estaba en Coventry. Los Hillman Minx MK VII  nunca tuvieron el éxito ni el prestigio de otros coches del grupo, como los Minx de las series II y III, similares a los Sunbeam Rapier y al Singer Gazelle, a partir de 1958. Estos fueron los que recogieron los laureles dejando en la sombra a su antecesor que era considerado por la crítica de la época “un pequeño gran coche” (costaba menos de la mitad de un Rover P4 75 y era un 25% más caro que el Morris Minor). Ali y popotito al fondo 001Aún recuerdo su buena suspensión, su motor silencioso, su peculiar botón de arranque, como un timbre, y el capot bastante largo que le daba empaque.

Quizás haya quien piense que era un coche pretencioso, que quería ser un Humber y no llegaba, muy pesado para un motor de 1265 cc. Era verdad que se calentaba con facilidad (aquel viaje a Valencia en el verano del 62, donde sólo la comodidad del entonces reciente Hotel Astoria –hoy aún un buen hotel- haría olvidar a mi padre los avatares de las estepas castellanas, polvo sudor y hierro, que decía Manuel Machado) y las cuestas se le hacían difíciles, pero fue uno de los últimos coches ingleses que dejaron ver su característica silueta y su linaje.

Un último dato curioso sobre los Hillman es su rama asiática pues fueron fabricados también en Japón por la casa Isuzu de 1952 a 1957, dentro de un programa de reconstrucción de la industria japonesa en el que participaba la Rootes. Estos Hillman nipones terminaron casi todos en Australia y Nueva Zelanda, donde hoy son interesantes y mimadas piezas de colección.