Visitar una ciudad no es sólo mirar, sino escuchar. Pero el ruido en las ciudades ha alterado su sonido. Antes, las ciudades ofrecían sonidos urbanos, los relojes que marcaban las horas, las campanadas de los oficios religiosos, los rieles de los tranvías, las campanillas de aviso, los carruajes y los cascos de las caballerías, los afiladores, los organillos, los barquilleros. En las calles se cantaba, se anunciaban mercancías, los camareros tenían sus códigos («¡marchando una de gambas!», «¡oído, cocina!»), los ciegos entonaban sus cantinelas y hasta los pordioseros recitaban.
Los alcaldes, afanosamente, fomentan el ruido y prohiben el sonido. Insensibles al ruido -¿recuerda algun lector una multa por tocar la bocina?- pero quisquillosos con los vendedores ambulantes, han terminado por eliminar el rico y promiscuo paisaje sonoro. En los mercados ya no se grita la mercancía, ya no hay vendedores, las campanas han sido silenciadas, sólo las sirenas de ambulancias, los automóviles y los bares parecen tener derecho a hacer ruido y emitir sonidos.
Pero Lisboa es más silenciosa, en los cafés no hay televisión o está sin sonido, no hay tragaperras, los clientes no gritan sino susurran. Hay rumor de ciudad, también los automóviles infectan el paisaje sonoro, las discotecas barullentas del Bairro Alto (¿quién puede dormir allí?) dan la alata, qué duda cabe. Pero hay bahías de silencio en las cuales se pueden apreciar,
Los rieles de los tranvías que aun quedan,
La sirena de un barco saliendo del puerto río abajo en la niebla,
Las campanadas de la iglesia de la Madalena,
Las salmodias de ciegos como antiguos romances, cerca de la rua das Pretas,
Pájaros ocultos en patios secretos,
Las gotas de lluvia que crepitan contra los cristales,
El agua de las fuentes en jardines olvidados.
Para recordar la necesidad del silencio, del sosiego, nada mejor que ir a la poesía del portugués José Tolentino Mendonça, sacerdote y poeta que nos habla de la necesidad del silencio en nuestras vidas (La amapola y el monje, A papoila e o monge). Un silencio que puede ir puntuado con sonidos, como la música, los pájaros o las olas del mar.
Otro día habrá que hablar de ese derivado del sonido que es el eco.
(En honor del libro de R. Murray Schafer, El paisaje sonoro y la afinación del mundo, Intermedio Editores, 2013, ISBN 978-84-616-6090-2)
Hoy día, lo hemos ruidificado todo; hasta el campo. Hace pocos años, no más de 15, los trabajos agrícolas como la recolección de la aceituna eran trabajos tradicionales, sin maquinaria, solo los sonidos de los pájaros, perros y de las personas que allí trabajaban recogiéndola; sus voces, los ruidos de caer alguna vara, espuertas, rastrillos, de hablar entre ellos y algún vehículo aislado. Hoy vibradoras, sopladoras, quad, tractores… todo tipo de maquinas que funcionen con gasolina o gasoil… cada día estamos mas sordos. Cada día reconocemos menos sonidos. Cada día disfrutamos menos de la naturaleza y sus alrededores
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