…Entonces, los dos eran muy jóvenes
y tenían el Chrysler amarillo y negro
Los imagino al mediodía, por la avenida de los tilos,
la capota del coche salpicada de sol…,
(Barcelona jà no es bona)
Jaime Gil de Biedma
Estaba a punto de hundirse la bolsa de Nueva York pero los grandes Gatsby proliferaban y parecía imposible que aquellos venturosos años terminasen algún día. Los españoles se gastaban alegremente el dinero ganado durante la primera guerra europea. Los agricultores propietarios, los grandes industriales, los financieros, vivían bien a costa de guerras ajenas. Annual quedaba también lejos, hundido en el polvo dorado del Rif, olvidado en los pueblos perdidos de la península donde tomaban el sol algunos hombres prematuramente viejos, enfermos, inválidos. En Madrid, las mujeres eran más bellas que nunca, suaves en sus vestidos de punto, sin corsé y a veces hasta sin medias, con el pelo corto y practicando sports.
Las grandes ciudades españolas estaban hechas a medida de los grandes y escasos automóviles que circulaban entre coches de caballos, carros y carretas. En Madrid, los tranvías y los ómnibus llevaban oficinistas desde Cuatro Caminos hasta Atocha y el metro, de inspiración más inglesa que gala, abría nuevos barrios.
Los automóviles circulaban por la izquierda, como en todo el mundo. La posición del volante no tenía, en principio, nada que ver con el lado de la calzada por el que había que circular. Inicialmente, los carros estaban obligados a circular por la izquierda; el látigo se cogía con la mano derecha y no era conveniente que al pasar junto a los viandantes, éstos recibieran un trallazo. Después se mantuvo esa tradición hasta que los americanos la cambiaron. Los primeros automóviles, por otro lado, llevaban la palanca del cambio de marchas a la derecha, en un lateral, por exclusivas razones técnicas y se suponía que los conductores necesitaban su mano más fuerte para manejarla, pues no era tan fácil de mover como las actuales. Así, pues, circular por la izquierda y llevar el volante a la derecha no estaban inicialmente relacionados. Hoy sólo los países de la Commonwealth, Japón y algunos más, mantienen la circulación por la izquierda.
Los Auburn –con nombre de color de pelo de mujer bella, como tantas protagonistas de las novelas de Fitzgerald- los Hispanos, los Renault, hacían juego con el decorado. Sus guardabarros, sus enormes faros niquelados, parecían conjugarse con los faroles de la plaza de Palacio, sus colores resaltaban sobre el gris azulado de los adoquines. Durante unos pocos años, Madrid y Barcelona parecían ciudades europeas. Muebles, automóviles, los más diversos aparatos, ropa de importación, los dandys madrileños eran más europeos que nunca. Volver a esos años es soñar que España no interrumpió su ilusión. Antes de la guerra había en España varias fábricas de automóviles, FIAT en Guadalajara, Ford y General Motors en Barcelona, mientras Dodge y Chrysler tenían ya sus cabezas de puente en el País Vasco, a través de empresas concesionarias, importadoras y fabricantes de algunos componentes.
Esos automóviles ganaron veteranía, no sólo porque fueron de la época dorada sino porque también hubo en España como unos vientos de progreso y de modernidad que parecía que iban a llevarse los restos del atraso. Eran tiempos de utopías y de ilusiones. No fue así y tuvimos que empezar, medio siglo después, el interrumpido camino.
No eran sólo tiempos de automóviles de lujo sino también de nuevas fábricas, bellos edificios, grandes escritores e inolvidables poetas. Le llamaron la Edad de Plata. Pero, en general, los automóviles clásicos, según las categorías establecidas serían sólo los anteriores a 1918, mientras los veteranos corresponderían a los años veinte. Ambas categorías forman lo que se ha dado en llamar la Edad de Oro del Automóvil. Si se incluyen los fabricados en la década de los treinta, el conjunto de todos los modelos construidos hasta la Segunda Guerra Mundial entran bajo el amplio calificativo de Automóviles de Época. A partir de 1945 parece que se quedan sin emblema, quizás porque se ha producido la industrialización masiva.
Madrid vivía en la euforia. Revistas, libros, artículos de lujo, edificios singulares que embellecían la capital, todo daba lustre a esa ciudad algo manchega con sus ínfulas de metrópoli. La censura militar planeaba sobre pensadores y escritores pero algunos, más modernos, eludían los asuntos conflictivos y hacían aparecer automóviles en sus novelas y sus rebuscadas tramas. De entre todos, Hernández-Catá y Wenceslao Fernández Flórez eran los más automovilísticos. Pero no hubo en la literatura española ese futurismo amante la máquina cuyo mayor chantre fuera Marinetti. Al fin y al cabo, no éramos, a pesar de pequeñas excepciones locales casi sin importancia, un país industrial. Nuestros automóviles fueron marcas de lujo y efímeras que no resistieron la competencia de los países donde el titanismo empezaba a ser la norma.
En el Paseo de Santa Engracia había muchas de casas de repuestos, como en la calle Claudio Coello, ya cerca de Alcalá, por donde entonces daba la vuelta el tranvía. Tiendas de mostradores de madera cuyo pasillo, de baldas repletas de cajas amarillas, azules, de cuidadosos embalajes para piezas delicadas. Tiendas de olores metálicos y grasos, atendidas por hombres serios y atentos que llevaban guardapolvo azul.
¿Por qué los veinte? Porque los treinta, tras el crack de la Bolsa de Nueva York, luego la II República y todos los desórdenes, ya no fueron tiempos para tanto lujo y mucho menos para ostentarlo. Y después, en 1936, mientras el resto de Europa disfrutaba de automóviles cada vez más al alcance de la mano, de autopistas y carreteras perfectamente balizadas, nosotros nos hundíamos en la sima del odio y la destrucción. Los automóviles de aquellos años sólo los conocemos por catálogos. Nunca llegaron a entrar en España.
Mientras en 1936 había en circulación 169.000 vehículos, el parque automovilístico no sólo se redujo drásticamente (en 1950 sólo circulaban por España 67.000 coches de verdad, es decir, en condiciones de funcionar) sino que perdió diversidad debido a la pobreza y a la autarquía. Esta no fue del todo negativa ya que permitió desarrollar una incipiente industria del automóvil (SEAT, Renault) y llevó, poco a poco, a que España sea el quinto productor mundial de automóviles, eso sí, ninguno de origen español, todos con patentes extranjeras. En 1950 había en España 88.588 automóviles de turismo. Madrid encabezaba la lista, con 17.957, seguida de Barcelona, con 13.456. Teruel era la provincia que menos coches tenía, apenas 104. En matriculaciones, Madrid iba también ganando, con 1.074, mientras en Orense sólo se matricularon dos turismos. En total, lo hicieron, en toda España, 2.545 automóviles de turismo. Para hacerse una idea, en 2001 se matricularon 1.436.945.
Las matriculaciones de vehículos de motor en España de 1927 a 1950 muestran bien el descalabro que supuso la guerra:
- 1927 28.277
- 1928 34.731
- 1929 37.335
- 1930 25.209
- 1931 13.796
- 1932 11.105
- 1933 17.368
- 1934 22.571
- 1935 26.064
- 1940 9.812
- 1941 6.744
- 1942 7.305
- 1943 7.334
- 1944 4.853
- 1945 4.101
- 1946 6.979
- 1947 6.835
- 1948 13.861
- 1949 10.570
- 1950 7.103
En cuanto a la industria, en 1947 se construyeron en España 68 automóviles, y en 1948, 227. No sabemos cuántos en 1950. El sueño había concluido. Habría que esperar al Plan de Estabilización para que se empezase a producir automóviles bajo licencia.
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