Los automóviles en el Madrid de los años veinte (La búsqueda del coche perdido, II serie, 1ª entrega)

…Entonces, los dos eran muy jóvenes

y tenían el Chrysler amarillo y negro

Los imagino al mediodía, por la avenida de los tilos,

la capota del coche salpicada de sol…,

(Barcelona jà no es bona)

Jaime Gil de Biedma

Estaba a punto de hundirse la bolsa de Nueva York pero los grandes Gatsby proliferaban y parecía imposible que aquellos venturosos años terminasen algún día. Los españoles se gastaban alegremente el dinero ganado durante la primera guerra europea. Los agricultores propietarios, los grandes industriales, los financieros, vivían bien a costa de guerras ajenas. Annual quedaba también lejos, hundido en el polvo dorado del Rif, olvidado en los pueblos perdidos de la península donde tomaban el sol algunos hombres prematuramente viejos, enfermos, inválidos. En Madrid, las mujeres eran más bellas que nunca, suaves en sus vestidos de punto, sin corsé y a veces hasta sin medias, con el pelo corto y practicando sports.

Las grandes ciudades españolas estaban hechas a medida de los grandes y escasos automóviles que circulaban entre coches de caballos, carros y carretas. En Madrid, los tranvías y los ómnibus llevaban oficinistas desde Cuatro Caminos hasta Atocha y el metro, de inspiración más inglesa que gala, abría nuevos barrios.

Los automóviles circulaban por la izquierda, como en todo el mundo. La posición del volante no tenía, en principio, nada que ver con el lado de la calzada por el que había que circular. Inicialmente, los carros estaban obligados a circular por la izquierda; el látigo se cogía con la mano derecha y no era conveniente que al pasar junto a los viandantes, éstos recibieran un trallazo. Después se mantuvo esa tradición hasta que los americanos la cambiaron. Los primeros automóviles, por otro lado, llevaban la palanca del cambio de marchas a la derecha, en un lateral, por exclusivas razones técnicas y se suponía que los conductores necesitaban su mano más fuerte para manejarla, pues no era tan fácil de mover como las actuales. Así, pues, circular por la izquierda y llevar el volante a la derecha no estaban inicialmente relacionados. Hoy sólo los países de la Commonwealth, Japón y algunos más, mantienen la circulación por la izquierda.

Chevrolet Faeton 1927

Chevrolet Faeton 1927

Los Auburn –con nombre de color de pelo de mujer bella, como tantas protagonistas de las novelas de Fitzgerald- los Hispanos, los Renault, hacían juego con el decorado. Sus guardabarros, sus enormes faros niquelados, parecían conjugarse con los faroles de la plaza de Palacio, sus colores resaltaban sobre el gris azulado de los adoquines. Durante unos pocos años, Madrid y Barcelona parecían ciudades europeas. Muebles, automóviles, los más diversos aparatos, ropa de importación, los dandys madrileños eran más europeos que nunca. Volver a esos años es soñar que España no interrumpió su ilusión. Antes de la guerra había en España varias fábricas de automóviles, FIAT en Guadalajara, Ford y General Motors en Barcelona, mientras Dodge y Chrysler tenían ya sus cabezas de puente en el País Vasco, a través de empresas concesionarias, importadoras y fabricantes de algunos componentes.

Esos automóviles ganaron veteranía, no sólo porque fueron de la época dorada sino porque también hubo en España como unos vientos de progreso y de modernidad que parecía que iban a llevarse los restos del atraso. Eran tiempos de utopías y de ilusiones. No fue así y tuvimos que empezar, medio siglo después, el interrumpido camino.Ford 1928

No eran sólo tiempos de automóviles de lujo sino también de nuevas fábricas, bellos edificios, grandes escritores e inolvidables poetas. Le llamaron la Edad de Plata. Pero, en general, los automóviles clásicos, según las categorías establecidas serían sólo los anteriores a 1918, mientras los veteranos corresponderían a los años veinte. Ambas categorías forman lo que se ha dado en llamar la Edad de Oro del Automóvil. Si se incluyen los fabricados en la década de los treinta, el conjunto de todos los modelos construidos hasta la Segunda Guerra Mundial entran bajo el amplio calificativo de Automóviles de Época. A partir de 1945 parece que se quedan sin emblema, quizás porque se ha producido la industrialización masiva.

Madrid vivía en la euforia. Revistas, libros, artículos de lujo, edificios singulares que embellecían la capital, todo daba lustre a esa ciudad algo manchega con sus ínfulas de metrópoli. La censura militar planeaba sobre pensadores y escritores pero algunos, más modernos, eludían los asuntos conflictivos y hacían aparecer automóviles en sus novelas y sus rebuscadas tramas. De entre todos, Hernández-Catá y Wenceslao Fernández Flórez eran los más automovilísticos. Pero no hubo en la literatura española ese futurismo amante la máquina cuyo mayor chantre fuera Marinetti. Al fin y al cabo, no éramos, a pesar de pequeñas excepciones locales casi sin importancia, un país industrial. Nuestros automóviles fueron marcas de lujo y efímeras que no resistieron la competencia de los países donde el titanismo empezaba a ser la norma.

Renault 1927En el Paseo de Santa Engracia había muchas de casas de repuestos, como en la calle Claudio Coello, ya cerca de Alcalá, por donde entonces daba la vuelta el tranvía. Tiendas de mostradores de madera cuyo pasillo, de baldas repletas de cajas amarillas, azules, de cuidadosos embalajes para piezas delicadas. Tiendas de olores metálicos y grasos, atendidas por hombres serios y atentos que llevaban guardapolvo azul.

¿Por qué los veinte? Porque los treinta, tras el crack de la Bolsa de Nueva York, luego la II República y todos los desórdenes, ya no fueron tiempos para tanto lujo y mucho menos para ostentarlo. Y después, en 1936, mientras el resto de Europa disfrutaba de automóviles cada vez más al alcance de la mano, de autopistas y carreteras perfectamente balizadas, nosotros nos hundíamos en la sima del odio y la destrucción. Los automóviles de aquellos años sólo los conocemos por catálogos. Nunca llegaron a entrar en España.

Mientras en 1936 había en circulación 169.000 vehículos, el parque automovilístico no sólo se redujo drásticamente (en 1950 sólo circulaban por España 67.000 coches de verdad, es decir, en condiciones de funcionar) sino que perdió diversidad debido a la pobreza y a la autarquía. Esta no fue del todo negativa ya que permitió desarrollar una incipiente industria del automóvil (SEAT, Renault) y llevó, poco a poco, a que España sea el quinto productor mundial de automóviles, eso sí, ninguno de origen español, todos con patentes extranjeras. En 1950 había en España 88.588 automóviles de turismo. Madrid encabezaba la lista, con 17.957, seguida de Barcelona, con 13.456. Teruel era la provincia que menos coches tenía, apenas 104. En matriculaciones, Madrid iba también ganando, con 1.074, mientras en Orense sólo se matricularon dos turismos. En total, lo hicieron, en toda España, 2.545 automóviles de turismo. Para hacerse una idea, en 2001 se matricularon 1.436.945.

Las matriculaciones de vehículos de motor en España de 1927 a 1950 muestran bien el descalabro que supuso la guerra:

  • 1927              28.277
  • 1928              34.731
  • 1929              37.335
  • 1930              25.209
  • 1931               13.796
  • 1932               11.105
  • 1933               17.368
  • 1934               22.571
  • 1935               26.064
  • 1940                 9.812
  • 1941                  6.744
  • 1942                 7.305
  • 1943                 7.334
  • 1944                 4.853
  • 1945                  4.101
  • 1946                 6.979
  • 1947                 6.835
  • 1948               13.861
  • 1949               10.570
  • 1950                  7.103

En cuanto a la industria, en 1947 se construyeron en España 68 automóviles, y en 1948, 227. No sabemos cuántos en 1950. El sueño había concluido. Habría que esperar al Plan de Estabilización para que se empezase a producir automóviles bajo licencia.

Libro completo en formato kindle, en http://www.amazon.com/dp/B00WM9SGA8

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Los memorables de Daniel Vázquez Díaz. El poeta Miguel Hernández

Texto de Rui Vaz de Cunha (heterónimo de Ignacio Vázquez Moliní y Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye) en el libro Los memorables de Vázquez Díaz, una  mirada al siglo XX (se vende en la librería Pérgamo, General Oráa, Madrid).

Rui Vaz de Cunha

Rui Vaz de Cunha

Miguel Hernández (Orihuela, 1910 – 1942, Alicante).-

La relación del poeta de Orihuela con Portugal es una de las más tristes que imaginarse puedan. Al concluir la guerra civil Miguel Hernández se aventuró como pudo hasta llegar a la raya portuguesa. Pasó por Sevilla, subió a la sierra onubense, estuvo en Aroche y, desde allí, amparado tal vez por arrieros, o por contrabandistas tan abundantes en aquellos tiempos, cruzó la frontera. No lo hizo por el paso natural, que entonces, como hoy, era el de Rosal, sino a pie siguiendo desmontes y fincas hasta llegar a una pequeña aldea llamada Santo Aleixo da Restauração. Alguien le habría informado, los arrieros o los contrabandistas, que de esa manera evitaría los numerosos controles militares del lado español.

Uno sabe que cruzar de aquella manera la frontera no es, ni mucho menos, complicado. El único obstáculo que tiene que salvarse es la ribera del Chanza, modesto cauce que en muchos sitios puede pasarse sin peligro alguno. Basta con remangarse las perneras del pantalón. Además, en aquella adelantada primavera del año 1939 no bajaría en exceso caudaloso. Para entrar en Portugal hay que salir de la carretera unos pocos quilómetros antes de llegar a Rosal. El mejor paso se encuentra casi en frente del cortijo Monteperro, que pertenece desde siempre a don Misael Baones, desde antiguo buen amigo de mi familia y propietario del afamado hierro caballar de la cercana Almonaster la Real.

No tuvo suerte Miguel Hernández. Es cierto que nada más entrar en la aldea fue socorrido por un joven del que hoy poco se recuerda. Al parecer, le insistió para que no intentara dirigirse de inmediato hacia Lisboa. Era preferible, le dijo, esperar unos días escondido hasta que la vigilancia no fuera tan severa. No tenía nada que temer, añadió. Tendría comida y un techo bajo el que descansar. Luego ya verían cómo organizar mejor su viaje hasta la capital. El poeta no le hizo caso. Pensó que era mejor seguir adelante. Alejarse cuanto antes de la frontera. Lisboa no estaba lejos.

Intentó vender un reloj de oro blanco, regalo que en su día le hiciera Vicente Aleixandre. Pero las cosas no fueron tan sencillas. Un campesino avariento no sólo se quedó con aquel reloj sino que denunció al fugitivo para recibir la vergonzante recompensa estipulada por los franquistas.

Al cabo de unos días en los que estuvo detenido en el calabozo de Ficalho, Miguel Hernández fue entregado a los guardias civiles. Pasó unos días más en la cárcel de Rosal. Magullado y hambriento fue por fin trasladado a Madrid donde ingresaría en la cárcel de Porlier. Después, no se sabe muy bien por qué, fue liberado. El poeta, ingenuo como era, regresó a su tierra donde, como es sabido por todos, inició el calvario que unos años después acabaría con su propia vida.

El dibujo que le hiciera Daniel Vázquez Díaz, cuyo paradero actual mucho me gustaría averiguar, es sin duda todavía más interesante que aquel otro que suele reproducirse siempre, el realizado por don Antonio Buero Vallejo, también excelente dibujante.

En el retrato de Vázquez Díaz, realizado al carbón, como a toda prisa, destacan las sombras del rostro casi adolescente. La mirada ingenua del poeta se pierde en la distancia proyectada por unos ojos asombrados ante el mundo. Los trazos se difuminan hasta perderse en un fondo apenas sugerido. La frente, sin embargo, es ya la de un poeta maduro, llena de pensamientos y de versos todavía no plasmados en poema alguno. Ahí es donde creo que reside sobre todo el misterio de este gran dibujo. Al contemplarlo con detenimiento, uno tiene la extraña sensación de adivinar las siniestras líneas de la que pronto será una faz yaciente, sin alma, sin aliento, a falta sólo de que alguien llegue a cerrarle los ojos, esos ojos desmesuradamente abiertos.

Lo que muy pocos conocen son las gestiones infructuosas que en Lisboa se llevaron a cabo para impedir que Miguel Hernández fuese devuelto a España. Cierto era que los tiempos, en aquel año de 1939, no estaban como para muchas aventuras románticas. Portugal se encontraba en una hora decisiva. Por una parte, las tropas franquistas acuarteladas en la frontera no auguraban nada bueno. Las ansias expansionistas de los vencedores de la guerra civil española eran evidentes. La negativa de los ingleses para vender el necesario material de guerra había impedido el rearme del ejército portugués. El estallido de la guerra mundial era inminente.

Entre tanto, como de costumbre, Salazar jugaba a varias bandas. Por una parte colaboraba abiertamente con Franco. Por otra, a través de terceros países, mantenía abiertas las vías de comunicación con lo que quedaba de la República Española.

Así las cosas, en Lisboa algunos diplomáticos hispanoamericanos proseguían sus actividades en favor de los refugiados republicanos. Especialmente activos fueron los representantes de México y de Chile. En aquellos años la cónsul chilena era Gabriela Mistral. Por ciertos recuerdos familiares cuyo origen ahora no viene al caso, sé de buena tinta que ambas legaciones llevaron a cabo decididas gestiones para salvar a Miguel Hernández. No tuvieron éxito tan sólo por uno de aquellos azares que tan a menudo se dan en la vida diplomática, un almuerzo que se alarga demasiado, un teléfono que no es atendido, una ausencia inesperada de aquél que tiene que plasmar su firma en la orden oportuna.

Quién sabe si algún día no me animaré a poner orden en los muchos papeles familiares para narrar en detalle aquellos acontecimientos. Habría materia suficiente para una entretenida novela.

Los memorables de Daniel Vázquez Díaz (José Antonio Primo de Rivera)

José Antonio Primo de Rivera (Madrid, 1903 – 1936, Alicante).-

Este es un capítulo, para muestra y promoción, del libro Los memorables de Vázquez Díaz. Una mirada al siglo XX. Portada Vázquez Díaz 19 11 13Escrito por Rui Vaz de Cunha (heterónimo de Ignacio Vázquez Moliní y de Jaime-Axel Ruiz Baudrihaye).

Se vende en la librería Pérgamo de Madrid y lo vende también el editor, Romero Libros, que es de Jabugo (Huelva), romeroediciones@telefonica.net.

Rui es un portugués reaccionario pero liberal, nada carca y bastante europeista (dentro de un orden) ; le gusta romper moldes y no ser políticamente correcto, esa plaga del pensamiento actual que paraliza las mentes más lúcidas (si Allen Ginsberg volviera escribiera otra vez Aullido -Howl– empezaría así: «Vi las mejores mentes de mi generación destruidas por la corrección política y la opinión pública, miedosas, reprimidas, culpables…».

Rui Vaz de Cunha

Rui Vaz de Cunha

Tanto Rui como Ignacio Vázquez colaboran en www.estrelladigital.es con sendos blogs Cartas desde Lisboa y La mirada tranquila.-

El dirigente de la Falange, gran admirador de Rudyard Kipling, orteguiano, distinguido, de belleza clásica y visionario, fue como la némesis de Franco. A pesar de su apellido y parentesco –hijo del dictador y nieto de militares, como don Fernando Primo de Rivera, gobernador militar de Madrid y Castilla la Nueva en 1874-, no era un señorito ni un militar golpista sino una especie de filósofo de la acción futurista, un Marinetti de la política que, como él, quería “romper la superficie de la convención” (el futurista italiano se murió oportunamente en 1944, librándose probablemente del oprobio de la purga de la postguerra italiana), que, evidentemente, no pudo arraigar en la España de los terratenientes, de los clérigos de mesa camilla, de los banqueros vascongados y de políticos comilones. Su inspiración era dorsiana, como subraya Dionisio Ridruejo, con una gran influencia vascongada (los Mourlane, Maeztu, Sánchez Mazas, etc). Les robaba a las izquierdas votos en sus propios cazaderos y no gustaba del militarismo. Su muerte, execrable crimen y gran error, les hizo un favor a todos. Les vino bien. Curiosamente en Madrid, donde proliferan las placas romboidales conmemorando efímeros pasajes de algunos artistas y políticos perfectamente dispensables, no hay ninguna en la casa de la calle de Génova donde viviera José Antonio, a pesar de ese ejercicio penitente del que gustan tanto a nuestros hermanos españoles, siempre algo necrófilos, de memorias históricas y fusilados de hace ochenta años. En Portugal no tuvimos ningún equivalente a José Antonio (Homem Christo murió a tiempo en un accidente de automóvil en Italia), a pesar de tener un régimen dictatorial –teñido de un cierto despotismo ilustrado muy pombalino, a fin de cuentas- como el Estado Novo. A lo más que llegamos fue a los partidarios de la restauración de la monarquía, con Paiva Couceiro, y a los ‘viriatos’, una especie de juventudes uniformadas, más parecidos a boy scouts que a camisas pardas, negras o azules. Somos, efectivamente, un país de brandos costumes, bastante suave en comparación con otros.

Boceto al óleo

Boceto al óleo

José Antonio no creía en la igualdad –aunque sí en el control de las riquezas de los poderosos y en la protección de los trabajadores- ni en la democracia, simple juego de multitudes sometido a la demagogia de cuatro charlatanes y las cantinelas de fabuladores políticos. Creía en el deber de las élites de prestar su servicio a las masas, guiándolas. Las necesidades del combate dialéctico, la premura de la lucha casi callejera, hicieron que José Antonio no puliera más sus escritos ni profundizase más en sus ideas, distantes del nazismo y del fascismo italiano entre otras cosas, porque reconocía la esencia cristiana de España y veía con enorme desconfianza el nihilismo nazi. Sus escritos, inmediatos, efímeros, de brega, parecen hoy demasiado panfletarios, aunque escritos en buen castellano. El, para combatir la vieja España, quería imponer la verdad por la fuerza, con la energía organizativa que limpiase el rancio polvo de la corte, la decadencia de los terratenientes holgazanes y la avaricia de banqueros sin escrúpulos. Ni adulaba ni halagaba. En cierto modo, creó una nueva estética política, una retórica, diferente de las decimonónicas monárquica y republicana. No era actor de la política. En ese sentido, era el anti-orador.

Yo recuerdo haber leído hace muchos años uno de sus libros. Tal vez Nicolás Franco, en los muchos años en los que fue embajador en Lisboa, se lo regalaría a mi padre. Luego se perdería entre el desorden inexcusable de los anaqueles de mi biblioteca de Alcácer, que algún día prometo remediar. El libro se titulaba La hora de los enanos. En un pequeño volumen bien encuadernado se reproducían los que hubieran sido discursos parlamentarios de José Antonio. Se había presentado a diputado en las Cortes constituyentes de la República Española con el objetivo único de reivindicar la memoria de su padre, el general Primo de Rivera fallecido en el exilio de París, dictador militar desde 1923. Sin embargo, al no conseguir el acta de diputado, José Antonio decidió pronunciar una serie de conferencias y publicar multitud de artículos con el propósito de honrar la memoria paterna. Todo aquello ocurrió varios años antes de la fundación de la Falange, en una etapa que algunos han denominado prefascista. Refiriéndose a los nuevos diputados republicanos, encabezados por Ortega y Gasset, afirmará aquello de “aquí están los ridículos intelectuales, henchidos de pedantería. Son la descendencia, venida a menos, de aquellos intelectuales que negaron la movilidad de la tierra y su redondez, y la posibilidad del ferrocarril, porque todo ello pugnaba con las fórmulas. ¡Pobrecillos!”

Poco después José Antonio Primo de Rivera apostaría definitivamente por el fascismo.

Todo ello se vino abajo con la guerra y el franquismo, quedando en boca de unos cuantos decepcionados seguidores, como la “revolución pendiente”, una especie de mesianismo político que alimentó unas cuantas mentes. Heredero de la tradición heleno-latina, detestaba las imposiciones germánicas y el racismo. En el fondo, fue mejor que no viviese para ver a muchos de sus secuaces convertidos en ministros, en adoradores del Tercer Reich o en estraperlistas , o en las tres cosas a la vez. Quiero pensar que, de haber vivido, hubiera sido más como Dionisio Ridruejo quien, dicho sea de paso, es un gran ausente en la galería de retratos de Vázquez Díaz.

El retrato expresa muy bien esa especie de figura apolínea del adalid de la Falange. De hecho, el cuadro pintado en 1944 se titula ‘Retrato espiritual de José Antonio’. Sin aditivos pilosos -a los que tan aficionados eran los viejos políticos de toda laya-, con un perfil de torero y una mirada fría, es el retrato de un desaparecido. José Antonio, hombre de alcurnia, era singular en la España de entonces. Conducía un descapotable rojo (escarlata, dice Ernesto Giménez Caballero), sabía vestir tanto el smoking como el mono azul, leía mucho. Además de ser un hombre con grandes dones de simpatía y buena educación, gracejo, decían algunos, emanaba de él una sinceridad que hasta sus adversarios, socialistas y nacionalistas no podían por menos que admirar. Su última carta expresa bien su carácter: “…esta muerte en la que no cabe la ironía (…) me horripila morir fulminado por el trallazo de las balas, bajo el sol triste de los fusilamientos, frente a caras desconocidas y haciendo una macabra pirueta…”. Tras su muerte (el recurso de casación había sido visto, pues estaba señalado par el 24 de julio de 1936, el director de la cárcel de Alicante entregó sus últimos escritos a Indalecio Prieto, quien los reproduce: “(los sublevados) un grupo de generales de honrada intención, pero de desoladora mediocridad política” (…) detrás está el viejo carlismo intransigente, cerril, antipático; las clases conservadoras, interesadas, cortas de vista, perezosas; el capitalismo agrario y financiero, es decir, la clausura en unos años de de toda posibilidad de edificación de la España moderna” y proponía “la deposición de las hostilidades y el arranque de una época de reconstrucción política y económica nacional sin persecuciones, sin ánimo de represalias, que haga de España un país tranquilo, libre y atareado”. No tenía nada que ver con lo que luego devendrían muchos falangistas de la segunda hora, revanchistas y aprovechados.

El Saab 92 «…et in Lusitania felix» (La búsqueda del coche perdido, 18ª entrega)

De España nem bom vento nem bom casamento, solían decir los portugueses; pero no don Fernando, elegante y amable lisboeta que un aciago día atropelló a Manolita Soto, gijonenca solterona y rica que pasaba unos días en nuestra casa y cruzaba por donde no debía. Don Fernando, desolado durante semanas (“eres más cumplido que un portugués”, dicen los extremeños) y hasta que a Manolita le quitaron la escayola, venía a visitarla todos los días, le traía flores y bombones; lo más importante era que tenía un coche muy raro, que hacía un singular y suave petardeo parecido al de las motos y despertaba la curiosidad de la gente, con su elegante matrícula portuguesa negra con letras blancas (otra cosa que ya se ha llevado por delante la uniformización cosmética impuesta por la Unión Europea).

Saab

Saab

Don Fernando nos paseaba en su Saab 92 por el barrio del Retiro, por los bulevares modestos de Ibiza y Sainz de Baranda y así quedó por primera vez grabado en mi retina este extraordinario coche, del que en Portugal quedan bastantes ejemplares a disposición de los coleccionistas, gracias a que perteneció a la EFTA (Asociación Europea de Libre Cambio, en la que estaban Gran Bretaña y los países escandinavos) y por tanto importaba coches suecos sin tantas restricciones como en nuestra autárquica España. En Lisboa todavía se ve algún Saab 96 funcionando o aparcado en las Avenidas Novas y en los vetustos barrios de las viejas clases medias, reminiscencia de un pasado que tuvo cierto encanto. Los llamaban marrecos, jorobados, por su característica forma.

La SAAB (Svenska Aeroplan Aktiebolaget) se constituyó en 1937 para producir aviones para la Real Fuerza Aérea sueca y a partir de 1949 empezó también a fabricar automóviles. Los Saab desde el 92 hasta el 96 fueron unos excelentes automóviles, ganadores de numerosos rallyes a principios de los años sesenta. El motor de dos cilindros y dos tiempos, colocado transversalmente, era de 764 cc, y la caja de tres velocidades estaba situada en la prolongación del motor con un dispositivo de rueda libre que permitía cambiar de marcha sin embragar. La transmisión era delantera y la suspensión independiente en las cuatro ruedas; era pequeño pues medía un poco menos de cuatro metros y pesaba 762 kgs. Nunca ha sido una marca que haya entusiasmado a las masas, pero hay que subrayar que Saab es de las pocas que siguió haciendo coches con personalidad hasta que la General Motors decidió abandonarla a su suerte.

Aquel Saab de don Fernando fue a mis ojos de niño la primera noción de Portugal, país amable y antiguo. La segunda sería una jornada en Viana do Castelo donde admiré a los catorce años todos aquellos taxis Mercedes. Muchos años más tarde, en mi primer viaje al Portugal del 25 de abril encontré una Lisboa tristona, decrépita, con gente mal vestida y todas las tiendas de la Baixa cerradas. Pero los taxis seguían siendo Mercedes 180 de los años cincuenta, en las callejuelas se podían ver Simca, Rover, Vauxhall, viejos doctores conducían con decoro sus viejos e impecables Volvos 544 con treinta años y abundaban los autos ingleses ya un poco destartalados, como los Austin Cambridge o los Standard.Saab Montecarlo2

Hasta finales de los ochenta, debido al parón económico, se veían circular todavía vehículos de los años cincuenta e incluso anteriores. Sus coches armonizaban con naturalidad en sus vetustas calles, en las placetas con almeces umbrosos, o en los barrios de los años sesenta, ocupados por retornados de las colonias y probos funcionarios. Los más comunes eran los Volkswagen, los Mini, los modestos Ford Anglia, los Cortina, los Mercedes (que los coleccionistas alemanes han recomprado llevándoselos por trailers enteros), los Peugeot 404, los viejos Triumph y los Rover P6, los DS. Como Portugal no sufrió una guerra civil ni una invasión extranjera, su patrimonio -incluidos los coches antiguos- se ha ido conservando a través de los siglos.

¿Dónde habrán ido a parar los Austin Cambridge, los Peugeot 203, los Volvos 122 Amazon? ¿En qué quinta perdida u oscuro garaje habrán acabado sus días? De vez en cuando, el paseante curioso atisba en las traseras de un almacén, en el fondo de un garaje o un jardín de Estoril, alguna reliquia tan deteriorada que no se puede reconstruir o por la que piden un precio disuasorio, disparatado. En mis años portugueses –años de demorado deambular por las calles lisboetas a la búsqueda de rincones, vistas, libros viejos y coches perdidos- he podido aún captar fugazmente algunas de las viejas glorias circulantes o ya dormidas.

IMG_1067En los sesenta y setenta los coches más populares en Portugal eran el Ford Cortina, el Escort, el Volkswagen 1200 y los Minis y de todos éstos todavía se ven bastantes y es fácil comprarlos para iniciar una modesta colección. En Portugal circularon además muchos coches repatriados de Angola y Mozambique antes de 1976, algunos con el volante a la derecha porque habían sido importados desde la entonces Rhodesia o de Sudáfrica. En los garajes aún se ve alguno con la G de Guinea. En el interior de Portugal, en las sucatas, chatarreros, y desguaces todavía se encuentran muchos coches que quizás con un poco de empeño podrían volver a rodar y hacer las delicias de muchos coleccionistas. www.fotold.com es una página de la red creada por Alvaro Silva donde los aficionados pueden ver las maravillas que circulaban por Portugal y sus colonias.IMG_2063

El paseo por Lisboa es especial porque la capital lusa es una ciudad de curvas, barroca. Curvas en sus edificios, ventanas, cúpulas, escalinatas con barandas centrales como las de Montmartre, jardines medio abandonados que se atisban tras una puerta cochera, las vilas, especie de corralas con patio, como había antes en la baja Andalucía, curvas en sus empinadas calles que remontan las colinas. Cela decía que una ciudad que se precie debe tener por lo menos siete; Lisboa tiene más: Graça, Penha de França, Sant’Anna, San Mamede, Santa Catarina, Estrela, Lapa, Alfama, San Sebastião da Pedreira, Ajuda, Alcántara y quizás algún otro promontorio que olvido. Las alturas y cuestas le dan perspectivas, matices de luz, y el paseo tiene siempre el aliciente de la búsqueda, sea del libro viejo, del objeto raro que todavía venden en una cacharrería, para descubrir un patio o un jardín abandonado o sobre todo un coche viejo aparcado en un callejón olvidado. En Oporto, una ciudad antigua, detenida casi en los años de Camilo Castello Branco y sus amores de perdición, esconde aún más secretos porque tuvo más influencia inglesa. Garajes que, como el de Bragança & Irmão, en la calle Miguel Bombarda (que está llena de galerías de arte y por feliz coincidencia existe también este modesto taller) parecen museos, con su Pontiac 42 coach, un Peugeot 402 de 1935, Volvo 444, un Auto Union y otros muchos olvidados y polvorientos, con los capots abiertos esperando reparaciones que se eternizan durante años a la espera de esa pieza nunca encontrada. El oficial sabía lo que tenía y lo mostraba orgulloso al curioso impertinente.IMG_1708

Al final los paseantes de ciudad nos hacemos nuestras rutas para ver si aún existen las viejas tiendas, las abacerías que todavía abundan en las calles portuguesas y que hace unos años todavía existían por las laterales del Paseo de Extremadura y de Bravo Murillo. Nos hacemos los caminos de las capillas o de las casas singulares; y por qué no, la de los coches de otra época, varados, embarrancados para siempre.

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