Rebuscar y husmear en los alfarrabistas de Lisboa (alfarrabista es palabra de origen árabe que designa un librero de lance) es uno de los entretenimientos que ofrece la capital portuguesa. Suelen ser una caja de sorpresas porque los portugueses leen en varias lenguas y los libreros también han adquirido bibliotecas de refugiados de toda Europa. Por aquí ha pasado todo el mundo. Hay libros en las más diversas lenguas.
Hace poco he descubierto un libro olvidado, desconocido, On borrowed peace (La paz prestada, en una edición de la prestigiosa Faber and Faber, 1943), del noble alemán antinazi, el príncipe Hubert zu Loewenstein, uno de esos alemanes egregios que no claudicó jamás ante el nazismo.
Ya entonces, antes de la guerra, contaba los avatares de una familia conservadora y noble perseguida por los zelotes nazis desde la llegada de Hitler al poder. Nada era pues desconocido para el que quisiera saber. Lo que demuestra, tristemente, que los libros, o no se leen, o se pasan por alto. Loewenstein escribió unos cuarenta, pero, como se ve, a los políticos no les interesaba lo que auguraba y sus advertencias pasaron desapercibidas. Esto pasa desde el origen de los tiempos y ya Camões se quejaba de “cantar a gente sorda y endurecida”.
Loewenstein fue olvidado quizá porque era católico y los críticos parecen detestar la religión católica, el Papa y el Vaticano. Tildado seguramente como conservador, fue postergado, aunque contribuyó en gran medida a la reconciliación dentro de Alemania y al resurgir del europeísmo. Contrasta este olvido con la atención concedida a los escritores, psicólogos, cineastas, músicos, alemanes, en general de izquierda, que a veces fueron menos combativos contra el nazismo y se acostumbraron a un exilio dorado.
A Konrad Adenauer, empeñado en la americanización forzada de la RFA le resultaba quizá molesto este aristócrata, puramente alemán y liberal, que sostenía que la mayoría de los alemanes no fueron realmente nazis, “si hubieran sido tan seguidores (de Hitler), no se hubiera precisado de la Gestapo, el control totalitario y los campos de concentración”. Fue un adalid contra la tesis de la responsabilidad colectiva, que pretendía culpabilizar a toda Alemania del nazismo, algo parecido a lo que se hizo ignominiosamente en Versalles en 1919 y que sembró precisamente las bases de la reacción del nacional-socialismo.
Pero a los aliados también les resultaba molesto pues encarnaba la verdadera Alemania, mientras que los designios de los aliados eran acabar de una vez con Alemania. A estos alemanes no se les hizo caso, como no se le hizo a Von Stauffenberg y a los conspiradores del 20 de julio de 1944 (hubo muchas más conspiraciones, todas neutralizadas por la Gestapo y la SS). Los bomaberdos masivos eran el único argumento. Eso sí, conservando en lo posible su infrastructura industrial. La destrucción, de la que habló el escritor W. G. Sebald, se cebó sobre todo en objetivos civiles, en ciudades.
Por las páginas de Loewenstein, un fresco de la sociedad de la época, pasan muchos políticos ingleses, el checo Benes, el filósofo tomista francés Jacques Maritain. También se extiende en detalles de protocolo, de viajes, de instalaciones en casas inglesas y americanas y de sus escritos.