Eso decía Azorín, que era especialmente bondadoso en sus críticas y seguía ese sabio principio “si no tienes nada bueno que decir, no digas nada”. Primero, hay que respetar a todo el que le da por escribir. Ya es algo, mantener la lengua viva. Y en cualquier libro, aunque no nos entusiasme, siempre encontramos algo que nos puede inspirar, una pequeña sugerencia, una imagen, una palabra, un adjetivo.
Seguir a los críticos tiene el peligro de que muchos se guían por la moda del momento, cuando no por motivos más venales –las editoriales mandan- o por amistad con el escritor. Y entierran a escritores muy dignos mientras ensalzan a otros, de méritos dudosos. Ponen arbitrariamente en su lugar (presunto) a los escritores, y unos ocultan a otros, se estorban, se tapan.
Sin contar con las afinidades políticas, que a veces, como en Babelia, el suplemento literario de El País, tan políticamente correcta, parecen llevar la delantera sobre toda consideración literaria. Esto en España es de siempre. Así fueron defenestrados históricamente muchos escritores de derechas (término horrible para definir a alguien), como Manuel Machado, que tuvo la mala ocurrencia de quedarse en la España franquista.
Un problema, además, es que determinados autores, a base de ser ensalzados, hacen sombra a otros, tan buenos o mejores. Véase el caso de García Lorca, que casi eclipsa a Jorge Guillén o a Luis Cernuda. O Pessoa, que oculta a Camilo Pessanha (1867-1926).
Y tantos otros, olvidados, por mor de las modas, como el poeta portugués Ruy Cinatti.
En Portugal, la omnipresencia de Saramago casi oculta a otros escritores de mayor envergadura, como Antonio Lobo Antunes.