Misión en Angola. 6. ¿Por qué Salazar pensó en mí?

Los vericuetos administrativos, personales y políticos a través de los cuales el Presidente del Consejo de Ministros había llegado hasta mí, joven abogado sin pleitos, no me fueron extraños. Mi familia paterna unía, a la fidelidad perruna al dictador, intereses en las colonias, aunque principalmente en Guinea Bissao y en Mozambique. Yo, otrora díscolo universitario, era a fin de cuentas un asimilado por la dictadura. Me esperaba un porvenir seguro, si gris. Mi quinta cerca de Alcácer do Sal, mis viajes, mis libros. Yo no tenía ideología, si bien no me podían incluir en el bando gubernamental, era un liberal acomodaticio y vago. Estaba en aquellos tiempos de pasante con el ilustre jurista Queiro de M., acémila afín al dictador (aunque después del 25 de abril, él y muchos de sus abogados hayan hecho alarde de sus inveteradas convicciones liberales, ‘de toda la vida’). Por el despacho de la rua Castilho pasaba todo lo que contaba en la república y mis informes, mi presencia discreta pero eficaz en reuniones de alto nivel, absolutamente secretas, en las que se jugaban los millones de la CUF o las acciones de Champalimaud, habían sido unánimemente apreciadas. Mi patrono me retribuía de tarde en tarde con la largueza de un almuerzo en el club 31 o en el cercano Pabe con algún cliente importante donde se fumaban habanos traídos de Madrid y se terminaba hablando confidencialmente de las consabidas españolas, intercambíandose direcciones de apartamentos secretos de Cascais y Estoril. La prueba de haber sido admitido en el selecto mundo de los abogados y la curia era precisamente que se hablase de las españolas en presencia del pasante. A partir de ese momento era elevado a la categoría de respetable miembro de la profesión, digno de escuchar los consejos y sugerencias de los más veteranos sobre cuál era la casa de Estoril donde la calidad y disponibilidad de la oferta era más placentera y accesible, incluso para la modesta remuneración del pasante elevado a socio.

Angola era nuestro inmenso patio trasero, nuestro espacio vital donde colocar a la emigración endémica fruto de la política antiindustrial del Estado Novo. Inmensas obras públicas, repartos de territorios grandes como términos municipales del Alentejo, iban a parar a familias portuguesas, alemanas y a concesionarios mineros extranjeros. La mano de obra gratuita, esclava, y los cuadros intermedios portugueses, aseguraban una economía saneada y una estabilidad social. Los negros, resignados desde hacía siglos, amedrentados desde remotos tiempos por los mercaderes de esclavos y por sus propios reyezuelos que vendían el excedente a los europeos para llevarlos al Brasil, eran sumisos y bondadosos. La vida era bella y el tedio invadía nuestras ciudades, construidas a imagen y semejanza de las poblaciones creadas por Salazar en las zonas deprimidas del Portugal continental; su escuela, su iglesia, sus paseos con árboles y sus almacenes pintados de rosa de esquinas redondeadas y con tejados a la portuguesa. El proyecto más reciente y más disparatado, como los años se encargarían de demostrar era la futura capital Nova Lisboa, en el centro del planalto, colonia del futuro y base de la Angola asociada del señor Doutor. Parecía como si la emulación del Brasil se reflejase en la edificación de esa nueva capital, una especie de Brasilia que nunca cuajaría.

Pero la catástrofe se cernía sobre nuestra plácida colonia. Argelia, cuya independencia hacía unos meses había provocado el éxodo masivo de europeos, algunos de los cuales llevaban allí varias generaciones, el Congo Belga, eran pruebas recientes de que no iba a ser fácil. La Unión Soviética y sus circunstanciales compañeros de viaje, los escandinavos, los americanos, los siempre benévolo, ingenuos y bienintencionados canadienses, no iban a dejarnos instalar allí un país que se saliera del reparto a compás y cartabón que los aliados habían trazado hacía más de quince años. Mi escasa experiencia diplomática, reducida a frecuentar los salones de las embajadas de Inglaterra y Estados Unidos en la colina de Lapa en recepciones encorsetadas por el protocolo, me habían desengañado hacía tiempo. Si éramos atacados, nos las deberíamos apañar solos y contra corriente.

Salazar, tras reiterarme un par de veces su consigna favorita “todo por la Nación, nada contra la Nación”, lo que era redundante y ocioso pues la sabíamos obligatoriamente todos los portugueses desde nuestra tierna infancia salazarista, me había insistido en la condición de provincia de Angola que no de colonia. Y en verdad, pobres campesinos de Tras os Montes y la Beira Alta, maestros y practicantes, capataces y mecánicos, eso era la gran mayoría de lo que la propaganda enemiga calificaba de esbirros del imperialismo y representantes del capital financiero. Y, contrariamente a Argelia, donde los franceses disfrutaban de todos los derechos y libertades garantizados por la República, ni en Angola ni en la metrópoli, no votábamos portugueses, ni blancos, ni negros ni mestizos, que en eso estabamos igualmente ayunos, sin la menor discriminación.

Desde la independencia del Congo Belga, las incursiones se habían hecho frecuentes en el norte de nuestra provincia ultramarina. Los obreros nativos de las plantaciones dudaban en unirse a los insurgentes o no, duda que era fácil de resolver porque las represalias de éstos si no lo hacían eran tan temibles como las exacciones de la policía territorial o las mucho más aflictivas de la PIDE. Pero el aplastamiento de la primera huelga en la Baixa do Cassange los habia –creía yo- apaciguado. Los sudafricanos nos ayudaban con la información y colaboraban activamente en aplastar los focos insurgentes. Ellos tenían aviones, pilotos y conocían Africa perfectamente, mientras que, en general, nuestros reclutas habían ido a la zaga, hasta entonces, en eficacia. Sólo a partir de entonces, con los Comandos que se organizaban como tropas especiales, empezamos los portugueses a estar a la altura de aquel enemigo sinuoso, que no daba la cara, difícil de aprehender. Pero cuando ya íbamos ganando militarmente, la batalla política ya había sido perdida desde hacía mucho tiempo y tuvimos que irnos, aunque esa es otra historia.

Atenazado por una vanidad desbordante, ciego a las alertas interiores, me sentía un nuevo Pimpinela, un Miguel Strogoff, un héroe antiguo, dispuesto a vencer los bandoleros, la PIDE, los bloques del Este y del Oeste. Había sido ungido por el señor Doutor y todas mis precauciones y cautelas se habían disipado. Había pensado en mí, yo era su hombre. Que yo no supiera de Africa más que cuatro cantigas recitadas por un viejo criado de mis padres que había intentado sin éxito establecerse en Mozambique, y la novela de Rider Haggard, Las minas del rey Salomón, en la versión del excelso Eça, que nosotros consideramos superior al original inglés, no importaba.

Celebré este acontecimiento que durante unos meses de mi vida me iba a disipar un poco el habitual aburrimiento de mí mismo y aunque era tarde, solo y con el egotismo exacerbado por aquella altísima encomienda que me pondría en el trampolín para devenir una figura de la Curia, despaché un bacalao à Brás que sólo eran capaces de preparar en O …., en la rua dos …., regado con un Porta dos Cavaleiros que no estaba tampoco nada mal. Estos excesos me permitieron dormir sin darle más vueltas al asunto y levantarme con un rabioso dolor de cabeza que sólo logré calmar a base de aspirinas y cafés.

Apenas un año después de mi accidentada vuelta al Cais do Sodré, todo se precipitaría en una lamentable cuesta abajo, con el asesinato de Humberto Delgado, la crispación y rabieta del señor Doutor y el ascenso de un vigoroso y gris Marcello Caetano que no se andaría con contemplaciones con las guerrillas y demás terroristas y que, de no ser por el contubernio onusiano, habría incluso conseguido ganar la guerra colonial. Los alemanes venderían o abandonarían sus sueños angoleños y se instalarían en otras tierras más dóciles y fáciles de manejar, principalmente en la Africa del Sudoeste, una vez levantadas las restricciones impuestas tras las dos guerras mundiales.

 

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Recuerdo de David Bellón Campos

Hijo de carpintero, nacido en La Puerta de Segura (Jaén, Andalucía), con una infancia dura ayudando a su padre en el taller, genio para la pintura, para la canción y para los negocios, David vivió poco, apenas rozó los sesenta años. El corazón lo abandonó una tarde en su bella casa La Jacarandá, en el Pedregalejo, Málaga.

De lenguaje fuerte, ocurrente, lleno de pimienta (por decirlo suavemente, que sabía propasarse), contador de historias jocosas de las gentes de allí, sus frases se nos han quedado grabadas. Sabía adjetivar las cosas con gracia. Por ejemplo, su coche era “recogido”, utilizaba mucho el adverbio ‘no obstante’ y le gustaba aseverar las cosas con un aire sentencioso.

David, en un viaje a Rabat y Marraquech

David, en un viaje a Rabat y Marraquech

Con ojos azul verdosos, un celta de Jaén, pelo blanco de plata, barba bellida y una determinación incomparable y sagacidad para ir ganando dinero, David fue el ejemplo del self made man. Pero que no le llevasen la contraria, si estaba convencido de tener razón.

Lo recuerdo al principio de su vida independiente, cuando vivía en Móstoles y vendía seguros por las casas, con su traje verde, recién casado con María Jesús. Luego se iría a Málaga, enviado por la empresa, que apreció sus cualidades de vendedor, aunque pronto él no necesitaría de empresa y volaría solo.

En aquellos veranos densos de comienzos de los años sesenta, en La Puerta, pasábamos las siestas leyendo tebeos (El Jabato, Capitán Trueno y Roberto Alcázar y Pedrín) o en las bicicletas, yendo a Polinario a bañarnos, en el río Guadalimar, o subiendo a los cortijos.

David pintaba, usando colores contundentes, muy vivos. Y tocaba en el conjunto del pueblo, por las ferias de los alrededores. Eran las canciones de finales de los sesenta, con algunas traducciones de Adamo y de italianos hoy olvidados.

En los últimos tiempos, en las vacaciones en la sierra de Segura pasamos ratos en Peñolite, en el mesón El Jaraiz, frente a los olivares y montes de Los Yegüerizos, en casas de comidas de Málaga. Nunca nos faltó conversación, ni humor, ni risas. No hablábamos de libros (aunque David leía, y además le gustaba la poesía) sino de la vida, porque él lo que más amaba era la vida. Aunque la quemó muy rápido, quizá por eso, para no llegar a la edad de la decrepitud.

David era el exceso con gracia, la exageración, el no parar. El saber contar historias, que había heredado de su madre, Marina. En estos tiempos en que parece perderse la personalidad en un mundo de espectáculo, televisión y fútbol, a David lo recuerdo como una personalidad y un carácter poco comunes.

Misión en Angola, 5. Los contubernios contra Portugal

Una vez despachado el contubernio sudafricano, el señor doutor atacó una rapsodia anticastellana de las que a mi me gustaban por aquella época y a la que no podía por menos que asintir alborozado, sintiéndome que comulgaba en todas las ideas de nuestro prócer. Pues si los boers y sus aventuras me resultaban algo lejanas, a pesar de haber leído con fruición algunos relatos de Conan Doyle, que cubrió aquella sangrienta guerra, la enemiga castellana era mi canción de cuna, los cuentos de mi infancia y mis primeros sobresalientes en historia patria. Desde los albores de Aljubarrota hasta la guerra de las Naranjas, me sabía de memoria todos los agravios perpetrados por tan avieso enemigo. Que el señor Doutor evocase el peligro castellano con motivo de la salvación de nuestras provincias ultramarinas, no hacía sino confirmarme su preclara visión de la historia.

– No se engañe usted, España está al acecho aquí al lado, las provincias de ultramar son nuestra única fuerza, nuestro cordón sanitario. En cuanto perdiésemos nuestro Imperio, esperarían a que cayéramos en sus codiciosas manos como una fruta madura. Toda la historia de Portugal no ha sido más que la de nuestra testaruda (teimosa, decía el señor Doutor) resistencia a ser absorbidos, asimilados, engullidos por Castilla. Y ha acontecido con todos los gobiernos, con todos los Estados -se embalaba el Presidente del Consejo-, desde los Felipes españoles, Godoy, los apoyos a los Miguelistas, que distaban mucho de ser tan generosos y desinteresados como el absurdo Don Miguel suponía, pues através de la ayuda se nos colaban por Duero las tropas españolas; y no olvide usted las tentativas durante la República, del socialista Prieto, para entregar armas a los irredentos de 1934, hace ahora treinta años casi justos, los editoriales del falangista ‘Arriba’ clamando por la anexión, en pleno poderío de Serrano Súñer, ese que llamaban el cuñadísimo (que el agitado Teotonio Pereira le reproducía en sus telegramas). Nuestro último bastión es Ultramar. Si lo perdiéramos no tendríamos más línea de resistencia y, ya fuera por la fuerza, que no creo, o mediante inversiones, Portugal pasaría a ser un apéndice peninsular. Nuestro designio histórico nos obliga a defender con imaginación, con energía y con visión de futuro, nuestra lusitanidad pluricontinental.

El palacete donde me recibió Salazar

EL palacete donde me recibió Salazar

Yo recordaba al escucharle mis atisbos de la España imperial, en aquel poblacho de Badajoz, polvoriento y destartalado, donde lo único que se podía comprar eran caramelos y algún cigarro puro reseco. Se me habían quedado grabados los guardias civiles hoscos y con olor a sudor, correaje y tabaco y los arrieros agitanados que se arremolinaban ante el Mercedes de mi padre. Todos aquellos inquietantes símbolos de un pueblo taimado, brutal y maleducado, dispuesto a arrebatarnos la nacionalidad al menor descuido.

– Y hoy en día, continuaba Salazar, Inglaterra ya no es apoyo, nos toleran pero nos envidian. Incluso a Sudáfrica la considero un aliado interesado, recuerde usted los boers, cómo pretendían ir extendiéndose como una mancha de aceite hacia el norte del Cunene. Inglaterra se sirvió de la famosa Alianza durante cuatro siglos, hasta que perdió la India. No oculto que nos sirvió para contrarrestar la codiciosa España, que aún hace sólo veinte años coqueteaba con los alemanes dando a entender cuán fácil les resultaría invadirnos. Por eso les tuve que ceder las Lajes, en mis queridas Azores, para equilibrar el peso sobre la Península, totalmente escorada hacia Alemania por culpa de Franco.

….

-Mi asistente le facilitará cuantos datos necesite, los papeles y cartas de introducción. Pero no espere que nadie de esta casa, e hizo un gesto hacia el techo, salga en su ayuda si las cosas se tuercen. No me volverá a ver. Cuando vuelva, en un par de meses, se entrevistará con mi asistente, al que deberá usted entregar un informe de por lo menos cien páginas. Quiero nombres, haciendas, datos sobre los bienes, lo que se dice en las haciendas alemanas, quiénes son de fiar, con quién podemos contar. El conde Von Bodenberg tiene buena cabeza, pero no quiero que venga por aquí, sería indiscreto, peligroso. Usted será el mensajero, el intermediario, el correo. Y además, necesitamos que no adquiera mucho protagonismo. Esta acción será llevada a cabo por Portugal y por los portugueses.

El resto de aquella velada trascurrió escuchando el cansino monólogo del señor Doutor, su disertación sobre la obra civilizadora, nuestras provincias, la voluntad de los pueblos, la subversión, la excesiva humildad de los portugueses rayana para él en el servilismo ante las grandes potencias, los informes de Teotonio Pereira –del que se fiaba sólo a medias por considerarlo un anglófilo, un exagerado y un alarmista-, las insidias de los capitalistas y de los traficantes de armas, la perversidad de los suecos, que por un lado eran los apóstoles de la democracia y por otro vendían armas a los insurgentes, los judíos y todos los demás grupos especialmente dilectos para Salazar.

Cuando salí era noche cerrada. Seguía lloviendo lentamente, con tristeza, como si nunca hubiera dejado de llover ni fuera a dejar hasta el fin de los tiempos. Un taxi me estaba esperando, con las luces discretamente apagadas y el motor parado, llamado sin duda con la debida antelación por los sumisos y silenciosos guardias republicanos que custodiaban San Bento.

Eran todavía los tiempos en que el Presidente del Consejo aún tenía cierta paciencia y conservaba una cierta esperanza en que el inmenso imperio ultramarino, venticinco veces más grande que el Portugal continental, seguiría siendo una nación plurinacional bajo el empuje de la raza portuguesa. Africa, como diría el profesor Caetano, no era sólo de los negros. Eran los tiempos suaves en que su fiel María seguía preparándole suculentos platos del Portugal profundo y oficiando de ama de llaves, de jefa incógnita del gabinete, además de servirle para espantar mosconas del tipo de la señorita Christine Garnier que hacía unos años, con motivo de unas sospechosas Vacances avec Salazar, había intentado seducirlo y robarle a su verdadera y única esposa, Lusitania. Hay encontradas versiones de si el señor Doutor cayó en la tentación. Mis amigos más iconoclastas sostienen que era impotente, mientras otros reivindican un machismo oculto del que el Presidente del Consejo gustaba hacer gala con toda la hipocresía del católico aldeano que siempre fué. El señor doutor seguiría soltero, casado sólo con Lusitania y prisionero de la residencia de san Bento y el fuerte de San Julián donde pasaba algunos días del estío.

El señor Doutor había tenido que trasladarse a San Bento a raíz de un atentado fallido. Pero no le gustaba, añoraba su pequeño y pacato piso de solterón ensimismado y se le notaba. Era difícil recordar si en todo el despacho, en el que trabajaba hasta altísimas horas todos los días de la semana, como un rey Felipe encerrado en El Escorial verificando y anotando hasta la más nimia correspondencia de Indias, era difícil, digo, recordar si había algún detalle personal. Creo que no, quizás una pluma con la que jugueteó brevemente para volverla a colocar en la escribanía. Ni una fotografía, ni un libro dejado como al azar, ni un papel manuscrito. Pareciera como si aquel despacho de maderas oscuras, barnizadas, lisas, impecables, se hubiera usado por primera vez para recibirme a mí, anónimo y gris súbdito.

-Ya recibirá el señor instrucciones, me susurró un personaje gris, de gafas, que me acompañó mudo hasta la salida, y que parecía una especie de edecán más que un secretario civil. Su cara me resultaba familiar, como un vago recuerdo de mis años universitarios.

Misión en Angola. 4. El Doctor Oliveira Salazar. Una tarde en São Bento.

Era del año la estación lluviosa. La Calzada de Estrela relucía y los rieles de los tranvías rayaban la sombra brillante en la inútil espera de un eléctrico amarillo. No había nadie en las calles, el país no estaba para muchas alegrías. Las farolas marcaban conos macilentos, dejando el fondo del parque en la penumbra. Postigos cerrados y apenas alguna ventana lejana denunciaba la presencia de algún callado vecino que tal vez escuchara la radio inglesa tras los visillos.

Podría decir que tengo nostalgia, sin embargo, de aquella tristeza que se abatía sobre la ciudad entera, bajo la llovizna. O quizás fuese el tedio, esa ceniza que cubría mi vida forense y amorosa. Pero es más probable que mi nostalgia provenga de que a partir de aquella noche empecé a perder la inocencia, el amor y la fe. Y las ganas de trabajar.

El taxi negro con el techo verde nilo me dejó en la esquina de la rua da Imprensa a Estrela. Un guardia, con el quepis reluciente, observaba desconfiado mis movimientos. Cuando me acerqué se puso rígido y se acercó, cortándome el paso. Le mostré un papel que traía cuidadosamente doblado en el bolsillo del gabán.

-Sígame, señor.

imagesSin necesidad de llamar, como si alguien hubiera estado atisbando por algún escondido tragaluz, la puerta de la pequeña casa que pega a la verja, se abrió, iluminando fugazmente la calzada, como un triángulo blanco. Otro guardia se adelantó, me pidió la cédula personal y tras apuntar los datos en un libro de entradas, se encaminó hacia una puerta.

-Sígame, señor.

La vivienda del Presidente del Consejo de Ministros no era, comprobé, más grande que la de muchos amigos míos, instalados suntuosamente muy cerca de allí, en la rua Borges Carneiro, en Miguel Lupi o en la rua das Praças. Ni siquiera había paneles de azulejos. Sólo un impecable suelo de mármol, que brillaba como si hubiera sido pulido ese mismo día, denotaba un aséptico lujo. Los muebles, con ser de buena factura y nobles maderas, no hubieran entonado en la quinta de mis abuelos, cerca de Moura.

El guardia me dejó unos instantes en un recibidor amplio, a donde acudió, también como por transmisión del pensamiento, sin mediación de señal acústica ni eléctrica, una uniformada criada, ya de cierta edad (anterior a la era eléctrica, desde luego), que traía en una bandeja de plata, un vaso y una pequeña frasca de cristal con agua que dejó, con apenas un tintineo, sobre un velador.

Nadie me había invitado a sentarme y allí permanecí, con mi gabán algo mojado y mis zapatos húmedos, en el mismo centro de la habitación. Apenas me atrevía a mirar hacia un gran espejo que sobre una chimenea había por temor a verme encogido, nervioso, despeinado.

Oí unos pasos quedos, sacerdotales, casi monjiles ; alguien se acercaba sin apresurarse, con seguridad.

Había visto alguna vez de lejos al señor doctor, al doctor Oliveira Salazar, en algún acto más o menos académico, pero nunca había tenido la ocasión de contemplarlo frente a frente. Me pareció elegante pero con la misma elegancia que puede portar un alto oficial de una banca londinense, sin concesión alguna al adorno o a una mínima libertad indumentaria. Creo recordar que iba de negro y con una camisa blanquísima, con una corbata oscura, quizás negra también.

Me saludó breve, casi apresuradamente, con una mano algo marmórea. La mía me temo que transpiraba a pesar de que llevaba un rato frotándola denodadamente en el bolsillo.

-Sígame, señor, tenga la bondad.

El vaso quedó en la bandeja, olvidado en aquel descabalado velador del vestíbulo, y yo empezaba a convencerme que la conocida austeridad del dictador también se extendía al vocabulario utilizable en la residencia oficial.

El señor doctor se sentó tras su despacho, una mesa severa, reluciente de barniz y con apenas un par de carpetas, unos folios en blanco, y una escribanía de cuero donde reposaba, solitaria como un proyectil perdido, una enorme estilográfica de plata.

-Tengo las mejores referencias suyas y de su familia, comenzó, con un leve atisbo de sonrisa, la única que le percibiría en toda la entrevista. Su abuelo se distinguió en las algaradas que siguieron el cobarde atentado que costó la vida a don Carlos y a don Luis. Y nuestra bella villa de Alcácer no sería la misma si no hubiera sido por la honesta y eficaz tarea de su padre –mi padre había sido durante casi ocho años alcalde de esa villa alentajana donde, efectivamente, se había desvivido por organizar un pequeño dispensario, reconstruir unas cuantas escuelas y restaurar el moruno castillo-. En fin, éso y las inmejorables noticias que me ha facilitado el señor Queiroz de M, hacen de usted la persona idónea para encomendarle una misión muy delicada.

-El señor Presidente del Consejo dirá, dije, pensando con alborozo en que me ofrecería un puesto de gobernador civil en alguna adormilada ciudad del Alentejo, territorio que me era sumamente caro y en el que mi familia se había ilustrado durante siglos con un paternalismo y un cristianismo ejemplar, además de hacer una fortuna en aceite de oliva y corcho.

-Sé, además, que habla alemán, añadió, con un suave tecleo de la carpeta que tenía sobre la escribanía.

De repente se desvanecían mis sueños de gobernación provincial. Mi presunto dominio de la lengua alemana era uno de los mitos mejor cultivados por mí en el despacho. Había pasado, en efecto, un verano en la aburridísima y pacata ciudad de Münster, por orden de mi padre que bajo ningún concepto estaba conforme con mis ociosos veraneos en la quinta, sesteando y cogiéndole su Vauxhall favorito para llenarlo de polvo por los carriles de la provincia. Unos cursos seguidos con pereza en los servicios culturales de la embajada alemana habían bastado, para que entre mis colegas abogados y pasantes, fuera el único capaz de descifrar una carta de algún proveedor, o un despacho aduanero de la Afrika Amerika Line. Pero de ahí a hablar la lengua tedesca había tanta distancia como de Lisboa a la Isla Terceira.

-Está usted al corriente, me figuro, de la situación que se vive en nuestra amada provincia Angola desde hace unos meses, del temor en que viven tantas familias portuguesas y africanas amenazadas por los asesinos comunistas…

(Otro de los mitos tejidos en torno a mi humilde persona era mi « amplio conocimiento de la vida internacional », basado en que de vez en cuando hojeaba Le Monde, que compraba, cuando no era retenido por la censura, en la Tabacaría de la rua da…., sin entender apenas los titulares, y en que de vez en cuando citaba a Churchill o a De Gaulle en algunas de mis tertulias con los colegas del despacho, todos ellos procedentes del fondo de la Beira Alta, aturdidos por la capital, deslumbrados por mis apariencias de señor cosmopolita y para quienes cualquier estadista extranjero era el marchamo de dignidad y alcurnia.)

Sí, en efecto, todos sabíamos de los luctuosos acontecimientos que habían sacudido nuestra obra civilizadora. Hacía apenas unos meses, grupos de terroristas procedentes del antiguo Congo Belga habían atravesado la frontera, se habían adentrado en los distritos de Zaire y Uige, y sin motivo aparente (por lo menos para nosotros, que estábamos apaciblemente dormidos en los laureles de nuestro extenso y anacrónico imperio basado en el sano principio de que el Estado garantizaba la pax lusitana mientras unos cuantos empresarios hacían su agosto entre inmensas plantaciones, concesiones mineras y la explotación a fondo del negocio del Estado con sus vías férreas, construcciones y otros benéficos proyectos ) habían atacado a los colonos europeos, asesinando a centenares de ellos (sólo a principios de 1961, habían también matado a ochocientos en el norte del país) sin distinguir entre sexos o edades. Los servidores angoleños no había sido la excepción y habían sido asesinados a veces con mayor crueldad que los propios blancos, por traidores. Otros, más afortunados o más listos, se habían unido a los atacantes y habían desaprecido en la selva. Finalmente, habían quemado las plantaciones y destruido las granjas, así como una misión salesiana y un dispensario médico. Los nombres de Lucunga, Ucua, Mucaba, Songo, Sanza Pombo, Carmona, Negaje, Ambriz,…habían quedado grabados en nuestra memoria de los horrores de los inicios de lo que iba a ser una larga guerra colonial.

El gobierno portugués veía con aprensión la posibilidad de que se reprodujera en Angola el mismo proceso que había llevado a la independencia de la colonia belga, con esa escalada de masacres, de provocaciones para desatar la represión militar y policial –que en Angola no se había hecho esperar y había sido violentísima e indiscriminada- . Así hasta lograr que los blancos abandonasen el Congo. La comunidad internacional, bienpensante, liberal y envidiosa de nuestro subsistente Imperio, ignorante del humanismo portugués que subyacía en nuestra misión civilizadora, nos dejaría solos frente al peligro. Pero, en fin, también habían dejado sola a Francia en Argelia, a la España republicana, a Checoslovaquia, a Polonia. La solidaridad y la razón de Estado no suelen ir del brazo.

Manteníamos todavía un imperio que era veinticinco veces la extensión de Portugal, de lo que alardeábamos en los aeropuertos, en la Gares Marítimas donde, en grandes paneles, proclamábamos Portugal não é um país pequeno. Angola tampoco era pequeña, era catorce veces Portugal. Desde hacía apenas diez años se había empezado a explorar y colonizar el planalto, terra incógnita hasta los años cuarenta. Hacía un par de años había habido ya algunas agitaciones, como la intentona del general Botelho Moniz, vendido a los anglo-americanos, que hizo que el señor Doutor tuviera que quitarle la cartera de Defensa, la crisis del paquebote Santamaría, los enredos del embajador americano, la actitud envidiosa de Francia que, como siempre, hacía el caldo gordo a todos los que podían poner en peligro o arruinar algunos de sus rivales…

-No es mi voluntad entrar en ese juego espiral para que Inglaterra y los Estados Unidos terminen aconsejándonos, forzándonos a marcharnos de nuestras provincias de Ultramar. Ya hace unos años, en plena guerra mundial, usted era muy joven, sería un niño, yo había sopesado la idea de trasladar el gobierno y la capital a Luanda, a lo que siempre fue São Paulo de Loanda. Si no lo hice fue porque tuve las suficientes garantías de los ingleses de que impedirían una posible invasión española y germana, esa segunda guerra de las Naranjas con las que soñaban muchos en Madrid, entre ellos el perverso cuñado del general, ese don Nicolás que se dedicó a trasegar cereal para sus camiones…, pero además, a la postre, no quise que pareciera que huíamos, como sucedió con don Pedro en 1808, y que, como bien sabe, permitió que Brasil se separase de la madre patria.

Ahora se trata de nuevo de Brasil. Al cabo, Brasil no fue una mala experiencia y hoy conviven allí en una feliz concordia racial los portugueses con los africanos y con todos los demás ciudadanos que han venido de todo el mundo, de Italia, de Alemania, de Yugoslavia, del Japón. Recuerde que si Dios creó los blancos y los negros, Portugal creó los mestizos. Angola no puede dejar de ser lusíada. Es una prolongación del territorio metropolitano, cada vez debe estar más unida a él, más identificada con él. No renuncio a la realización del Portugal Mayor, esa idea que llevamos desde ha ce siglos, que nos impulsó a conquistar nuevas tierras.

Pero si hubiera existido la ONU en 1822, añadió el Presidente del Consejo, alterándosele la voz, con un pasajero fulgor de indignación, Brasil no existiría, sería tierra de barbarie sin la aportación fecunda de los portugueses y de la inmigración europea. Africa no es de los negros solamente

Yo había leído hacía poco la obra de Stefan Zweig y, como muchos, me preguntaba si ese sería el país del futuro y cuándo acontecería ese futuro incesantemente anunciado, pues el futuro se acercaba a toda prisa y Brasil seguía en manos de los garimpeiros y de los bon vivants a pesar de los esfuerzos de Goulart por encarrilar los tumultos políticos amazónicos.

-La única solución para conservar Angola, continuó sin pausa el señor Doutor, hablando en el vacío, sin mirarme, sin preguntarme ni mostrar el mínimo interés por mi reacción – es convertirla en un nuevo Brasil, un Estado asociado a Portugal, con fuertes vínculos culturales y comerciales. Sólo así podremos conservar Africa. Así conseguiremos vencer el cerco de incompresión internacional. Y si Angola resiste, Mozambique, Guinea, Cabo Verde resistirán. No quiero otra Katanga, no quiero una Argelia, ni una Goa (creía percibir que la voz clara del doctor se empañaba, dudaba un segundo). No podemos dar lugar a eso, ni abandonar a esos pueblos que sólo en nosotros confían para continuar su camino hacia el progreso y la civilización.

No apruebo, y esto que quede en entre estos muros –dijo, mirando furtivamente a la estantería de madera, lugar idóneo para que hubiera malévolos micrófonos disimulados tras las pilas de libros de la hacienda del Estado-, la táctica del general …de la tierra quemada, no somos animales, quiero que la paz reine en Portugal y todo su Imperio. Lo que quieren los bandoleros es que perdamos los nervios. Hay que evitar los dislates de algunos militarones.

Salazar hizo una pausa, tocó un timbre a su derecha y me miró, por primera vez, como invitándome a responder. Durante unos minutos permanecimos en silencio, mientras se retiraba la sirvienta de almidonados mandiles y negras sayas con la bandeja y los vasos vacíos, tras haber dejado otros sobre la mesilla de cristal. Yo pensaba en los grandes sueños de Norton de Matos, cuya familia era amiga de la mía, que gustaba de repetir « Angola será un nuevo Brasil ». Preferí no aludir al egregio virrey, gobernador, embajador, porque temía que hubiera caído en póstuma desgracia para Salazar. Y además, ¿para qué quitar al señor doctor la ilusión de que lo que decía era una idea novedosa, genial ?

-Pero, señor Presidente, yo ¿qué puedo hacer en estos planes? Es un honor inmenso para mí que me haya llamado, pero estoy un poco confuso…

Había olvidado todo lo que había pensado decirle, las ideas, hasta las palabras. Asentí, sin más diálogo, a cuanto él iba diciendo, incapaz de argumentar nada, a pesar de que yo era tenido en mi pequeño círculo de amigos como uno de los más ocurrentes, con más ideas. Allí, en aquel despacho severo, se me habían ido todas las fuerzas, todas las ideas. Estaba mudo y sólo asentía, fascinado por aquel monólogo perfectamente coherente, como un informe judicial, que el doctor iba declinando con una voz monótona, lisa.

-Necesito alguien, ajeno a toda administración, a todo movimiento político. Es más, incluso que sea más liberal, como sé que es usted (me conocía y sabía, sin duda, de todos mis deslices de salón), para ir a Luanda, a Novo Redondo, a Gabela, visitar los colonos alemanes de Quilumbo, Vila Nova, Cela, todas esas quintas que se extienden por el Cuanza Sur, y encontrarse con una serie de personas cuyos nombres y acceso mi secretario le facilitará, para explorar la posibilidad de crear un movimiento natural, angoleño, blanco, que pueda hacer algún activismo por una independencia como la de la Unión Sudafricana, como la que está tramando el zorro de Ian Smith en Rodesia. Pero debemos contar sobre todo con los alemanes. Tienen el sisal, el café, tienen contactos con los emporios mineros del Transvaal y de Africa del Sudoeste, tienen dinero y están organizados. Pero no quiero aventuras del tipo Lagaillarde[1].

La misma prehistórica sirvienta (algo así como una ursulina camarera de las que nos deleitaban en las pudibundas Pousadas de Portugal en Estremoz o Elvas cuando paraba camino de mis cacerías), procedente probablemente de la cantera inagotable de Vimieiro, trajo otra bandeja de plata con el consabido vaso y correspondiente su frasca de cristal -ya no era la legendaria María la que le servía directamente-. Habían pasado varios minutos desde que el doctor había presionado el botón. En aquella casa, en aquel gobierno, no había prisa, ese era el mensaje. Quizás era la misma frasca que había dejado hacía un rato en el vestíbulo. Con la misma agua.

El señor doctor se sirvió con parsimonia. Nadie me ofreció agua nunca más. Era una estrategia para vencerme por la sed y que aceptara aquel dudoso, y quizás peligroso, encargo.

-Ya se que los alemanes pretendieron colonizar nuestro planalto, resarciéndose de la pérdida del Sudoeste en 1919, dijo el señor doutor, como adivinando mis reservas. Y los italianos, los ingleses, todos acechan, todos querrán cobrarse los despojos de nuestra provincia si algún día la abandonáramos.

Sorbió con parsimonia del cristalino vaso y añadió, firme y profético, « lo que no sucederá mientras yo viva».

-El mayor peligro, sin embargo, es Sudáfrica. Su codicia no tiene límites. Yo sólo puedo parar la presión sudafricana, anglo-holandesa, en el fondo, oponiéndoles la fuerza de una colonia bien organizada, multirracial. Y eso, mi querido amigo, sólo con alemanes podemos confiar en llevarlo a buen puerto. Los portugueses tenemos blandas costumbres, no nos aferraríamos a la presa, abandonaríamos. Portugal va a garantizar, qué duda cabe, la seguridad militar, las fronteras. Pero precisamos de un proyecto civil, de un programa económico. Y la columna vertebral de la futura economía angoleña pasará, en los campos, por los hacendados alemanes. De los puertos, de las refinerías, de la Bahía de los Tigres, objeto de la codicia sudafricana, nos ocuparemos nosotros. Pero el interior será alemán.

[1] Uno de los jefes de la OAS, muerto en Madrid en febrero de 1961.

Misión en Angola. 3

El coronel A.M.

El ayudante del coronel se eclipsa tras dejarme en el despacho. Por la ventana, una palmera afligida bajo el viento y la lluvia; al fondo, la luz resalta la familiar, tranquilizante silueta de la sierra de Arrábida, allá por Palmela.

Huele a tabaco. Sobre la mesa hay un pesado cenicero de cristal lleno de colillas. En los muros, mapas de Angola, un manoseado plano de Luanda, panoplias, banderines y metopas de las diversas unidades especiales de los Comandos. Entra el coronel. Me parece más bajo que en las fotografías, más insignificante, pero al mismo tiempo me impresiona profundamente. Apenas le reconozco en el lejano recuerdo de la primera vez que le ví, hace casi veinte años. Su mirada apenas se detiene en mí. Me invita a que me siente. Enciende el enésimo cigarrillo de la mañana. Su uniforme está impecable.

-Bien, doutor da Cunha. Se preguntará usted la razón por la que le hemos convocado, -sin dejarme contestar, traspasándome con unos ojos acerados prosigue-, hemos encontrado un importante cartapacio sobre sus andanzas. Estaba en los locales de la policía. La PIDE – me aclara-. Nos hemos llevado una sorpresa. Muchos de mis colegas le tenían por un caetanista[1], por un reaccionario. Estos papeles van a ser su rehabilitación. ¿No sabía usted nada? ¿Por qué no se ha presentado a las nuevas autoridades? ¿Por qué no ha pedido todavía…?

– Mi coronel, no creía que fuera necesario, si se refiere usted a mi incidente, mi percance, en Luanda, hace más de diez años, yo…

-¡Cómo, percance! Estuvo usted metido en la mayor conspiración, en el mayor embrollo desde el secuestro del Santa María y le llama usted incidente, percance. No terminó usted en Caxias o en Peniche porque le salvaron mis compañeros, concretamente, según veo, el entonces capitán Veiga Seoane. Si no hubiese sido por él, usted no hubiera recobrado la libertad hasta la primavera pasada.

No sabía si el coronel A.M. me estaba amonestando, felicitando, tranquilizádome o amenazando con un proceso, ahora que las tornas habían cambiado.

-Yo, mi coronel, me presté inocentemente a una operación del senhor Doutor -noté que le impacientaba mi vieja terminología- quiero decir, de Salazar en la que llegué a creer de buena fe. La PIDE fue la que desbarató todo, me confundieron, pero yo no…

– Olvídese, está todo muy claro, aunque usted no sabe todo lo que aquello acarreó, dónde terminaron su amigos los Bodenberg, su amiguita…Forst, el capitán …, Couto,…

No quise interrumpirle, pero sí sabía cómo habían acabado todos. Al acabar la entrevista, que no duró más de diez minutos, el ayudante ya estaba a mi espalda con mi paraguas y mi gabardina y el coronel había encendido otro cigarrillo y miraba obstinadamente por la ventana, contemplando el aguacero. Apenas se volvió.

-En adelante, no sea usted tan ingenuo. Son tiempos complicados. Todos estos papeles se quedan aquí, no se preocupe. Para nosotros está claro. Pero no se le ocurra hacer alusión alguna a todo aquello. Sabemos que es usted discreto, ni siquiera ha hecho alarde de su detención por la PIDE, como tantos nuevos opositores a Salazar que nos ofrecen de repente sus servicios…Vaya tranquilo y guarde silencio.

Salí con el corazón ligero bajo una lluvia que limpiaba las calles y mi pasado, mi turbio pasado salazarista debido a un torpe malentendido. Pasé bajo el Arco de San Vicente y emprendí el descenso pasando por la travessa das Mónicas, donde moraba mi amiga la poetisa, Mello Breyner.

Alfama era un hervidero de revolución y de insolencia. Los cafés oscuros y las ginginhas todavía albergaban parroquianos húmedos y tristes. Limpio mi pasado, por fin, me proponía ir a dar un portazo al despacho de Queiroz de M, que ahora presumía de liberal y hacía tan ímprobos como inútiles esfuerzos por reconocer compañeros suyos de la universidad o del colegio entre los nuevos dirigentes. Daba la impresión de que de repente hubiese sufrido un ataque de amnesia, habiendo perdido toda memoria útil, salvo para los códigos.

Desde ese momento, yo dejé de ser un fascista vergonzante. El mismísimo coronel A.M. me había amnistiado. Mi expediente estaba libre de toda mancha sospechosa. Ahora era un ciudadano más de Abril. Yo también era povo unido. Jamás me vencerían.

Creo recordar que la primera vez que vi al coronel A.M. fue precisamente a dos pasos de aquí, en casa de unos aristócratas arruinados, en uno de esos palacetes disimulados en el caserío de Alfama.

Entonces A.M. era un brillante capitán condecorado por su excepcional valor en acciones de guerra. Se había lanzado con admirable coraje, al frente de un puñado de hombres, a un ataque certero contra la guerrilla anexionista que, financiada por el siniestro Nehru, pretendía privarnos de nuestra querida Goa –como efectivamente nos privó-, que en aquellos años era todavía más portuguesa, si cabe, que Póvoa de Varzim.

Se bailaban, con lo que podríamos denominar un cierto desenfado contenido, las congas pegadizas, el repetitivo chá-chá-chá y aquellos swings.

Se habían formado varios corrillos, en los que los hombres, cada cual con su whisky and soda en la mano, discutían del tema de siempre. La situación en Oriente, decían, estaba bajo control. Las últimas operaciones en la India ponían a salvo la tranquilidad del resto de las provincias. Tanto Goa como Timor e, incluso, Macau, estaban ahora definitivamente a salvo. Fue entonces cuando alguien se dirigió a A.M., que permanecía en otro corrillo, charlando, entre alegres carcajadas, no precisamente de ultramar.

– Enhorabuena por lo de Goa, capitán. Un par de lecciones más como ésas y Nehru corre a Londres para pedir que el ejército británico regrese a Delhi.

Recuerdo que A.M., a modo de respuesta, hizo un gesto vago con la mano en la que tenía el cigarrillo americano, como quitándose importancia, con falsa modestia.

Me fijé en la cruz solitaria que relucía en su pecho. El propio Presidente del Consejo se la había impuesto esa misma mañana en São Bento. Por méritos de guerra.

El capitán A.M. reunía todas las cualidades para llegar algún día a ser uno de los garantes del régimen. Quiso el destino que no fuera así.

Al cabo de los años, a la vez que confirmaba su arrojado valor y sus extraordinarias dotes de mando, descubriría lo insostenible de un modelo de Portugal que sólo podía arrastrarnos al abismo.

Como el excelente hombre de acción que era, puso en marcha junto con un puñado de oficiales un movimiento de rasgos marcadamente izquierdistas que, a la postre, acabaría tanto con la dictadura como con las provincias de Ultramar.

No sé en qué momento A.M. comprendió que todos los territorios situados más allá del Portugal continental, fuera Madeira y Azores, no eran sino colonias que más temprano o más tarde habría que abandonar a su suerte. Lo de provincias de Ultramar ya no se lo creía.

Debo confesar que, incluso hoy en día, no he comprendido esa lógica tan pretendidamente aplastante de los capitanes de Abril. Sí comparto que Portugal nadaba contra la corriente de la Historia. También que era imposible prolongar la carnicería que cada semana cubría de ataúdes anónimos los muelles de Alcántara y de Santa Apolónia. Los descargaban siempre los mismos estibadores taciturnos, una y otra vez, al amparo de la noche. Luego, ya de amanecida, se reunían todos en las tascas de las inmediaciones de la estación de Santa Apolonia.

Creo, sin embargo, que tal vez existiese la fórmula mágica que hubiese salvado las provincias ultramarinas. Sobre todo Angola. De hecho, si Oliveira Salazar hubiese tenido un mínimo de sensatez, buscando los apoyos precisos, prescindiendo de sus peores enemigos, que no estaban, como siempre creyó, en el mato[2], en las fábricas y en las aulas universitarias, sino en las filas de su propia policía política, en las siniestras guaridas de la PIDE, tal vez la misión que me encomendó hubiese sido la primera piedra para levantar en África aquel nuevo Brasil interétnico, moderno y también democrático que nos hubiera salvado a todos.

Luego vino la revolución. Abril y sus capitanes, con A.M. al frente y el general Spínola de compañero de viaje.

Portugal necesitaba desesperadamente una poción que evitase, o al menos, aliviase su terrible agonía. Todavía hoy mantengo, al igual que en 1974, que no era aquella la medicina adecuada.

De no ser porque en aquella lejana aventura perdí el amor y la paz de espíritu, todo habría tenido un final feliz. Pero no adelantemos acontecimientos. Regresemos a lo que ocurrió diez años antes.

 

[1] Seguidor de Marcello Caetano, Presidente del Consejo tras el accidente cerebral de Salazar.

[2] En la jungla.

Misión en Angola, cap. 2

Octubre de 1974

Los archivos de la PIDE (Policia Internacional de Defesa do Estado) están abiertos y a disposición del pueblo soberano. La rua Antonio Maria Cardoso[1] de Lisboa está llena de papeles, de cajas desfondadas. Algún trapero rebusca entre los archivadores rotos, entre las astillas y los restos de mobiliario y cajones. Cuando algunos celosos pides[2], sin saber que sus amos hacía horas que habían desertado, intentaron una desesperada defensa, la ira de nuestro pueblo, a pesar de sus « blandas costumbres », provocó estragos en la ominosas y vulgares a más no poder, oficinas de la policía política.

Paseo ahora furtivamente entre una multitud greñuda, de pantalones acampanados, barbas –nunca había visto tantas barbas (¿o es que se las han dejado crecer desde marzo pasado?), puños cerrados, gritos y consignas. Los muros del barrio están cada día más llenos de pintadas, de convocatorias, de consignas, siglas desconocidas, algunas quizás improvisadas. El grupo más prolijo parace ser el MRPP, pero no le van mucho a la zaga el PRP, el FPL, el FPLN, el MES, la CDE, URML, ARPML, CMLP, PCML, y así sucesivamente, cambiando el orden de la L, libertad o liberación, o leninista, la M, movimiento, marxista, la P, popular, pueblo, portugués. Parecen acertijos plantados en las esquinas para que los lisboetas vayamos descifrando claves dignas de máquinas de cifrar. Por todas las esquinas nos recuerdan, ‘o povo unido...’; está copiado de la Unidad Popular chilena, pues nosotros no inventamos nunca nada. O povo unido…”, no queda mal. La rima es pegadiza, como la de una canción de verano.

Tras el desastre chileno, me temía que los soviéticos intentarían otra experiencia en uno de los puntos débiles de esta Europa de tercera que formamos en la península ibérica.

Han aparecido también no pocos artistas que se inspiraron en el realismo de la Revolución cultural para ilustrar con fruición al pueblo. Me recuerdan a los muralistas mexicanos. Se adelantan a las nacionalizaciones de la banca, al reparto de tierras y a la movilización imparable de un ejército popular. Las fachadas de Lisboa despliegan mensajes revolucionarios, campesinos del brazo de soldados, obreros y empleados tras banderas victoriosas.

Entre tanto dislate y alegría revolucionaria mi atuendo burgués, encorbatado y serio, llama algo la atención. A menudo me piden la documentación. De momento, el carnet de abogado es la mejor garantía. Todavía creen que un abogado es parte del pueblo. ¡Qué ingenuidad! El pueblo unido, unido a no se sabe muy bien qué, pero unido al fin y al cabo.

El otoño acude a su cita con Lisboa. La lluvia lava las calzadas. Se lleva panfletos y papeles sueltos. Los carteles se despegan de las tapias. Las plazoletas y los largos se vacían al caer la tarde. La gente se refugia en cualquier ginginha[3], o en los cafés, a comentar las novedades de la jornada. Se trabaja poco –salvo los periodistas y los aguerridos soldados populares- y eso contribuye al debate peripatético.

Un ocio filosófico se extiende por este jardín plantado junto al mar, ahora barrido por un vendaval de reuniones permanentes, convocadas con cualquier motivo o pretexto.

Antes, las únicas reuniones autorizadas en Portugal eran los funerales, las bodas y los almuerzos dominicales con la familia. De repente, los lusitanos hemos descubierto que es mucho más divertido reunirse con gente que no conocemos de nada, con la que no tenemos el más mínimo interés en dialogar y con las que no tenemos que respetar ni las formas ni tan siquiera el más mínimo recato.

Mis compañeros de despacho, que cada día se levantan más de izquierdas, salen del bufete –incluso los hay que ni siquiera llegan a entrar- para precipitarse en cafés, tertulias, asistir a reuniones de barrio, de comités, de escuelas alternativas, ir a películas de arte y ensayo en cines imposibles o participar en obras de teatro de vanguardia que nadie comprende, en las que todos gritan, incluido el público.

Los que tienen hijos en edad escolar están estableciendo cooperativas autogestionarias. Se denuncia al Ministerio de Educación a aquellos maestros más recalcitrantes. Son obstáculos que frenan el proceso revolucionario.

Los periodistas turiferarios del pasado han sido despedidos fulminantemente y salen precipitadamente hacia Río y Madrid. Todo el mundo en la calle lleva algún libro encima, hatos de periódicos bajo el brazo, revistas, declaraciones y proclamas diversas que recogen por las esquinas de la Avenida, donde los harapientos ardinhas[4], pobres pero alegres como siempre, se dedican a repartirlas. Hay ansia de escritos, de libertad.

En pleno tumulto he recibido una citación firmada nada menos que por el propio coronel A.M. No he dicho nada en el despacho. Como los horarios y la puntualidad han sido declarados a extinguir debido a que son armas del capitalismo para explotar a la clase obrera y a su aliado objetivo, las clases profesionales de la revolución científico-técnica (de aquel olvidado checo, Radovan Richta), podré escabullirme sin que se note.

Mantengo una cierta calma por no haber sido convocado a Cova da Moura, nido revolucionario de los militares, sino a un tradicional cuartel. Me abstengo, no obstante, del primer café de cada mañana. Me desayuno apenas con mi acostumbrado bolo de arroz acompañado de un café Delta del gran Nabeiro, de Campo Maior, en el Alentejo.

El cuartel, pasados los primeros controles de la Policía Militar, unos tipos con pinta un poco de paletos y no mucha marcialidad, con patillas, cabellos crespos bajo las gorras, vuelve a tener la apacible pero siniestra apariencia anterior al mes de abril.

Los mismos automóviles negros en el patio, los mismos pasillos vacíos, azulejos dieciochescos en las escaleras, peldaños abrillantados. Sólo la mirada algo insolente, desafiante, de algún soldado, recuerda que estamos en octubre de 1974.

Los despachos están en la parte alta del Campo de Santa Clara, un barrio que no frecuento mucho desde que me mudé del Largo do Outeirinho da Amendoeira a otro barrio Siempre me ha parecido un poco olvidado a pesar de sus vistas, su tranquilidad y de la feria da Ladra que anima los martes y los sábados las inmediaciones del parquecillo que tantas saudades me trae.

[1] La sede principal de la PIDE en Lisboa.

[2] Los miembros de la policía política.

[3] Taberna popular donde se consume la ginginha, un aguardiente de cerezas.

[4] Ardinha: chaval que vende periódicos por las calles.