Una vez despachado el contubernio sudafricano, el señor doutor atacó una rapsodia anticastellana de las que a mi me gustaban por aquella época y a la que no podía por menos que asintir alborozado, sintiéndome que comulgaba en todas las ideas de nuestro prócer. Pues si los boers y sus aventuras me resultaban algo lejanas, a pesar de haber leído con fruición algunos relatos de Conan Doyle, que cubrió aquella sangrienta guerra, la enemiga castellana era mi canción de cuna, los cuentos de mi infancia y mis primeros sobresalientes en historia patria. Desde los albores de Aljubarrota hasta la guerra de las Naranjas, me sabía de memoria todos los agravios perpetrados por tan avieso enemigo. Que el señor Doutor evocase el peligro castellano con motivo de la salvación de nuestras provincias ultramarinas, no hacía sino confirmarme su preclara visión de la historia.
– No se engañe usted, España está al acecho aquí al lado, las provincias de ultramar son nuestra única fuerza, nuestro cordón sanitario. En cuanto perdiésemos nuestro Imperio, esperarían a que cayéramos en sus codiciosas manos como una fruta madura. Toda la historia de Portugal no ha sido más que la de nuestra testaruda (teimosa, decía el señor Doutor) resistencia a ser absorbidos, asimilados, engullidos por Castilla. Y ha acontecido con todos los gobiernos, con todos los Estados -se embalaba el Presidente del Consejo-, desde los Felipes españoles, Godoy, los apoyos a los Miguelistas, que distaban mucho de ser tan generosos y desinteresados como el absurdo Don Miguel suponía, pues através de la ayuda se nos colaban por Duero las tropas españolas; y no olvide usted las tentativas durante la República, del socialista Prieto, para entregar armas a los irredentos de 1934, hace ahora treinta años casi justos, los editoriales del falangista ‘Arriba’ clamando por la anexión, en pleno poderío de Serrano Súñer, ese que llamaban el cuñadísimo (que el agitado Teotonio Pereira le reproducía en sus telegramas). Nuestro último bastión es Ultramar. Si lo perdiéramos no tendríamos más línea de resistencia y, ya fuera por la fuerza, que no creo, o mediante inversiones, Portugal pasaría a ser un apéndice peninsular. Nuestro designio histórico nos obliga a defender con imaginación, con energía y con visión de futuro, nuestra lusitanidad pluricontinental.
Yo recordaba al escucharle mis atisbos de la España imperial, en aquel poblacho de Badajoz, polvoriento y destartalado, donde lo único que se podía comprar eran caramelos y algún cigarro puro reseco. Se me habían quedado grabados los guardias civiles hoscos y con olor a sudor, correaje y tabaco y los arrieros agitanados que se arremolinaban ante el Mercedes de mi padre. Todos aquellos inquietantes símbolos de un pueblo taimado, brutal y maleducado, dispuesto a arrebatarnos la nacionalidad al menor descuido.
– Y hoy en día, continuaba Salazar, Inglaterra ya no es apoyo, nos toleran pero nos envidian. Incluso a Sudáfrica la considero un aliado interesado, recuerde usted los boers, cómo pretendían ir extendiéndose como una mancha de aceite hacia el norte del Cunene. Inglaterra se sirvió de la famosa Alianza durante cuatro siglos, hasta que perdió la India. No oculto que nos sirvió para contrarrestar la codiciosa España, que aún hace sólo veinte años coqueteaba con los alemanes dando a entender cuán fácil les resultaría invadirnos. Por eso les tuve que ceder las Lajes, en mis queridas Azores, para equilibrar el peso sobre la Península, totalmente escorada hacia Alemania por culpa de Franco.
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-Mi asistente le facilitará cuantos datos necesite, los papeles y cartas de introducción. Pero no espere que nadie de esta casa, e hizo un gesto hacia el techo, salga en su ayuda si las cosas se tuercen. No me volverá a ver. Cuando vuelva, en un par de meses, se entrevistará con mi asistente, al que deberá usted entregar un informe de por lo menos cien páginas. Quiero nombres, haciendas, datos sobre los bienes, lo que se dice en las haciendas alemanas, quiénes son de fiar, con quién podemos contar. El conde Von Bodenberg tiene buena cabeza, pero no quiero que venga por aquí, sería indiscreto, peligroso. Usted será el mensajero, el intermediario, el correo. Y además, necesitamos que no adquiera mucho protagonismo. Esta acción será llevada a cabo por Portugal y por los portugueses.
El resto de aquella velada trascurrió escuchando el cansino monólogo del señor Doutor, su disertación sobre la obra civilizadora, nuestras provincias, la voluntad de los pueblos, la subversión, la excesiva humildad de los portugueses rayana para él en el servilismo ante las grandes potencias, los informes de Teotonio Pereira –del que se fiaba sólo a medias por considerarlo un anglófilo, un exagerado y un alarmista-, las insidias de los capitalistas y de los traficantes de armas, la perversidad de los suecos, que por un lado eran los apóstoles de la democracia y por otro vendían armas a los insurgentes, los judíos y todos los demás grupos especialmente dilectos para Salazar.
Cuando salí era noche cerrada. Seguía lloviendo lentamente, con tristeza, como si nunca hubiera dejado de llover ni fuera a dejar hasta el fin de los tiempos. Un taxi me estaba esperando, con las luces discretamente apagadas y el motor parado, llamado sin duda con la debida antelación por los sumisos y silenciosos guardias republicanos que custodiaban San Bento.
Eran todavía los tiempos en que el Presidente del Consejo aún tenía cierta paciencia y conservaba una cierta esperanza en que el inmenso imperio ultramarino, venticinco veces más grande que el Portugal continental, seguiría siendo una nación plurinacional bajo el empuje de la raza portuguesa. Africa, como diría el profesor Caetano, no era sólo de los negros. Eran los tiempos suaves en que su fiel María seguía preparándole suculentos platos del Portugal profundo y oficiando de ama de llaves, de jefa incógnita del gabinete, además de servirle para espantar mosconas del tipo de la señorita Christine Garnier que hacía unos años, con motivo de unas sospechosas Vacances avec Salazar, había intentado seducirlo y robarle a su verdadera y única esposa, Lusitania. Hay encontradas versiones de si el señor Doutor cayó en la tentación. Mis amigos más iconoclastas sostienen que era impotente, mientras otros reivindican un machismo oculto del que el Presidente del Consejo gustaba hacer gala con toda la hipocresía del católico aldeano que siempre fué. El señor doutor seguiría soltero, casado sólo con Lusitania y prisionero de la residencia de san Bento y el fuerte de San Julián donde pasaba algunos días del estío.
El señor Doutor había tenido que trasladarse a San Bento a raíz de un atentado fallido. Pero no le gustaba, añoraba su pequeño y pacato piso de solterón ensimismado y se le notaba. Era difícil recordar si en todo el despacho, en el que trabajaba hasta altísimas horas todos los días de la semana, como un rey Felipe encerrado en El Escorial verificando y anotando hasta la más nimia correspondencia de Indias, era difícil, digo, recordar si había algún detalle personal. Creo que no, quizás una pluma con la que jugueteó brevemente para volverla a colocar en la escribanía. Ni una fotografía, ni un libro dejado como al azar, ni un papel manuscrito. Pareciera como si aquel despacho de maderas oscuras, barnizadas, lisas, impecables, se hubiera usado por primera vez para recibirme a mí, anónimo y gris súbdito.
-Ya recibirá el señor instrucciones, me susurró un personaje gris, de gafas, que me acompañó mudo hasta la salida, y que parecía una especie de edecán más que un secretario civil. Su cara me resultaba familiar, como un vago recuerdo de mis años universitarios.