Misión en Angola. 9. Isabel

Pero en aquellos días novembrinos todo lo demás no me importaba. Pensaba en la gloria por venir, mientras reponía fuerzas con un bife en el Suisso tras aquella memorable entrevista con el señor Doutor. Mi vanidad de pasante, mi complejo de señorito alentejano que vivía de las glorias y no de las fincas, habían sido reforzados por la especial encomienda.

La misión iba a durar por lo menos un par de meses. En el despacho, el doctor Queiros de M –que alardeaba en sus ratos de un improbable parentesco con el sublime Eça- estaba perfectamente al corriente –y orgulloso de mí – de ese encargo de la Presidencia del Consejo.

Lo demás no importaba. ¿Ni siquiera Isabel? Difícil iba a ser convencerla de mi ausencia. Novia de abrigo y falda plisada, llevaba saliendo con ella desde el último año de Facultad. Católica empedernida a sus veinticuatro años, Era una mujer alegre, optimista, el modelo de mujer portuguesa, sólida, con vocación de madre y de ama de casa perfecta. Amorosa y muy tierna, si bien puritana, de una belleza simple, limpia, sin adornos, trabajadora. Su empleo en la Imprenta Nacional le permitía dedicar sus energías intelectuales al rescate de viejos manuscritos, a la preparación de ediciones de los clásicos portugueses.

Tras unos primeros meses de paseos y salidas, rigurosamente cronometrados hasta las nueve de la noche, inevitablemente acompañados con alguna aburrida prima ‘de carabina’, ahora nos veíamos solos casi todos los días. Cuando ella salía de su oficina de la rua da Escola Politécnica, tomábamos ella un carioca de limón y yo una media de leche en La Alsaciana, recatados y amartelados, después subíamos hasta el Parque Eduardo Séptimo para luego descender despaciosamente hasta Pombal. Por las zonas más umbrosas le intentaba robar algún beso menos casto, lo que sólo de tarde en tarde conseguía, sobre todo con la lluvia como aliada ya que entonces la gente desertaba el parque y los que se precipitaban a tomar los autobuses en la rotonda no tenían tiempo de observar nuestros furtivos escarceos. Luego solíamos acercarnos a cenar con su madre en el inmenso piso de la rua de San Mamede, 15. A las diez de la noche yo me retiraba prudentemente y la madre hacía como que no se daba cuenta de que ella bajaba al portal a despedirme. Algún domingo, después de misa, comíamos, derroche de tiempo y tedio, en la Lira de Oro, pagando siempre yo, que la futura suegra era bastante agarrada.

Vivía yo por entonces en la otra punta de Lisboa, en el Largo do Outeirinho da Amendoeira, en plena Alfama, por detrás de São Vicente de Fora. Barrio popular, los establecimientos militares –fabricación de botas, boinas, gorras y demás pertrechos- le restaban ese aire de fado y de canaille portuaria que abunda más abajo. Por las mañanas, las sirenas de las pequeñas fábricas de la vecindad nos ahorraban el despertador y nos ponían en marcha, quisiéramos o no. Haber elegido vivir allí era fruto de mi frustrada ambición bohemia pues más hubiera querido fugarme a París, perder los años de Derecho y no aprender código alguno. Pero un sentido del deber impuesto por los Salesianos del Campo de Ourique, gemelo del eximio de Estoril, albergue de realezas destronadas, me habían impedido largarme de aquel Portugal asfixiante y cerrado sobre sí. Por el contrario, me había aburguesado, había entrado de pasante en un despacho respetable, tenía novia formal de siete a diez. La única concesión a mis sueños de rebeldía era aquel piso con vistas, entre dos casas, al río y donde, muchos sábados, organizaba cenas literarias con algún exceso alcohólico, con mis amigos menos recomendables (y sin Isabel, por supuesto).

Por una especial coincidencia del destino, después de mi aventura angoleña, Isabel trabajaría en una oficina de la rua Ivens, paralela a la de Capelo, ambos exploradores intrépidos del interior africano, continente que hasta muy finales del siglo pasado habíamos olvidado bajo la inmensa sombra de las aguerridas tribus bantús. Sólo la pérdida del Brasil y la codicia inglesa –a su vez excitada tras perder América- nos hizo sacudirnos nuestra pasmaceira[1] habitual y comprender que con sólo tener las costas, al modo de las antiguas factorías, nos íbamos a quedar sin nada, pues ingleses, belgas y alemanes multiplicaban sus exploraciones financiadas por filántropos, banqueros, ávidos mercaderes y constructores de ferrocarriles. Sus informes sobre las tribus del interior son un ejemplo de la altivez de los blancos de aquellas épocas, con un menosprecio por los que dudaban si fueran hombres o sólo homínidos.

Tras mi heroica misión, aquel noviazgo, tocado de ala, no cuajó. Isabel ha terminado como una feliz madre de cuatro hijos como esposa de un banquero importante. Vive en Estoril y afortunadamente no nos hemos cruzado más que en contadas ocasiones porque todavía tengo saudades de aquellos años. Ella ha envejecido –si se puede decir- muy bien, como madre y hoy como abuela y todavía guarda esa sonrisa de ingenuidad y bondad que tanto me atrajeron hace más de cuarenta años. Yo sigo soltero y aún no sé jugar al bridge. Yo no era un buen partido y ella quería estabilidad, menos sueños y un plan de vida.

 

Me fue difícil explicarle mi escapada sine die a Luanda –no le dije nada de plantaciones alemanas ni de viajes al interior, para no asustarla y porque las instrucciones eran de secreto absoluto.

-Serán tres meses como mucho, Isabel, y cuando vuelva podremos hacer planes para casarnos, me van a pagar bastante más, aún no sé cuánto más.

Ella me cogió la mano sobre la mesa, algo que no solía hacer pues era extremadamente prudente y casi ñoña. Estábamos en un pequeño restaurante del Bairro Alto, cerca una de esas calles con escadinhas que hacen las delicias de los enamorados lisboetas, no muy lejano por cierto de A Alcatra. Sus ojos estaban húmedos. Yo, sin embargo, excitado con la misión, no tenía muy en cuenta sus sentimientos. El encargo del doctor Salazar y mi patriótica ambición por quedar bien, por ser un leal súbdito, me costó un matrimonio probablemente muy feliz.

El problema, además, era que la red familiar alcanzaba el ultramar pues un tío suyo vivía en Luanda. Era hermano de la madre y desde hacía años había sido mentor y financiero de la familia, tras la muerte de su padre. Yo le había conocido en uno de sus viajes a la metrópoli y era imposible ir a Luanda sin ir a verle o, lo que era peor, sin aceptar su hospitalidad.

Su tío Francisco Couto era un hombre algo excéntrico, botarate en sus mejores tiempos y hoy un rico comerciante que además tenía dos hoteles, el Vila Mercedes y el Sul. Con una calva bruñida y tostada y sus trajes blancos impecables, debía ser un peligroso don Juan. Había tenido más de un lío con alguna esposa aburrida de militares en misión en el interior y mi novia lo veía con cariño pero con cierta prevención. Prudente, tenía también negocios en Johannesburgo. “A mí no me pasa lo que a los belgas de Katanga, que se han quedado sin nada”, esgrimiendo el habano, « hay que poner los huevos en distintos cestos ».

-Quédate esos meses con mi tío. Tienen una casa grandísima, una villa sobre la bahía- insistía Isabel.

-No puedo ni debo, yo tengo que trabajar, entrar y salir y allí me voy a meter en una vida familiar, con obligaciones y agobios. Además, el bufete me paga el hotel y todos los viáticos, mentí.

Isabel no entendía mi afán de independencia, era como no querer saber nada de su familia. La culpa era mía pues con cierta frecuencia había invitado a su madre y a ella, en unas castísimas vacaciones, a pasar unos días conmigo en la quinta de Alcácer y ahora ellos se consideraban como obligados a devolver la invitación por medio de tío Francisco.

El argumento supremo para deshacerme del compromiso fue que tío Francisco era un poco calavera, que sus malas influencias podrían ponerme en peligro de pecado de lesa mulata o señora de militar aburrida y que además, la esposa de su tío era una persona ensombrecida –por los correteos del infiel esposo- y de cierto –comprensible- mal café. La familia de Isabel la apodaba ‘Já pode’ porque era tacaña y mezquina y si alguien alababa un buen yantar o un buen vino, inmediatamente saltaba, ‘ya puede, para lo que me ha costado’, e inmediatamente asestaba el precio de la carne, del licor o de los cubiertos como si quisiera cobrarle la factura al súbitamente encogido invitado.

 

Los últimos preparativos fueron muy rápidos, apenas tenía poco más de una semana para emprender la travesía, el barco era en la época el medio normal de llegar a Luanda desde Lisboa.

Las últimas tardes con Isabel fueron raras y especialmente melancólicas, incluso para lo que era habitual en aquella Lisboa del fin del otoño en 1963. El día anterior a la partida recuerdo que almorzamos solos en el hotel Mundial, no sé porqué. Por los inmensos ventanales del restaurante, apenas probamos la comida, que está en el último piso, veíamos el castelo de São Jorge, el caserío plácido y colorido que baja por la colina. Luego siempre he pensado que aquella tarde Isabel hubiera estado dispuesta a darme, a modo de adieux. Lo que preservaba para el día de la boda. Un temblor en su cuerpo, cuando la tomé por la cintura tras la comida, la terraza bañada por un sol de otoño cálido y dorado, un estremecimiento, una mirada algo líquida de Isabel, me deberían haber puesto sobre aviso. Hoy no sé si lamentar mi cortedad (hubiera sido tan fácil tomar una habitación a mi nombre, saltándonos las inquisitoriales miradas y preguntas de los porteros del salazarismo que velaban por nuestra pureza) o alegrarme de no haberla tomado cuando se me ofrecía. Ella no puede reprocharme nada y en el fondo nos queda la saudade del amor nunca enteramente consumado. A veces, en fugaces momentos de soledad, he imaginado que ella se quedaba viuda y cumplíamos nuestro compromiso con la ternura de los sesentones. La tarde de noviembre se va oscureciendo sobre los tejados de Alfama.

Los últimos preparativos de papeles, vacunas contra la fiebre amarilla, la viruela y la malaria (allá por el Mercado da Ribeira, en el antiguo dispensario antituberculoso), no me dejaron mucho tiempo para pensar en Isabel. El día de la partida me despidió en el muelle y me llevó un libro, que aún conservo, Cartas a un joven poeta, de Rilke. Isabel, que luego ha hecho una vida burguesa, quizás hasta trivial, confortablemente trivial, fue quien me hizo leer a Florbela Espanca, a Sebastião de Gama, los sonetos amorosos de Camões, Isabel fue quien me iniciaría en el gusto por la poesía, esa forma de oración silenciosa de que gustamos los agnósticos.

Todavía conservo aquel mismo ejemplar, amarillento, usado, y de vez en cuando lo rescato del pequeño anaquel donde tengo mis libros con historia y me detengo en algunas líneas,

 

…por eso los jóvenes, que empiezan en todo, aún no saben practicar el amor: hace falta que lo aprendan…

 

Mucho iba a aprender.

El día de la partida, en el muelle, soldados de las Beiras y Tras os Montes miraban con temor la mole blanca del buque. La cabeza gacha escondía todo el laberinto de la saudade que les apelaba a sacrificios ignotos, a cruentas batallas. Los sargentos, imperiosos, iban entre las filas de aquellos campesinos que habían cambiado el hato por una pesada mochila. Tras las vallas, mujeres de negro y viejos del Restelo, dubitativos, agoreros, los saludaban tímidamente a lo lejos, impersonales pañuelos que se agitaban tristes, adioses que se lanzaban al aire fresco de aquella mañana en Belem. Entre las gentes y los taciturnos corrillos, intentaban disimularse algunos bigotillos y gafas oscuras de los pides al acecho del renuncio antipatriótico, de la duda colonial.

El navío destacaba sobre las casas y galpones, entre diminutos remolcadores, algún barco de cabotaje oxidado y sombrío. Imperturbables, los cacilleiros atravesaban alegres las dos orillas.

Isabel se fue quedando pequeña agitando lentamente su brazo, el Restelo blanquísimo al fondo del escenario, y un barullo de militares y reclutas gritando por la borda, minutos más tarde, muy atrás la solitaria Torre del Bugío, la silueta de la Sierra de Sintra no era sino un borroso perfil. Muchos años después he recordado siempre aquellas dos escenas, la terraza del Mundial, cogidos de la cintura, en una tarde luminosa contemplando los tejados y azoteas de Lisboa y su cara, sonriente con lágrimas, en el muelle ruidoso de aquella mañana de niebla triste, un día propicio para la vuelta del todavía deseado Don Sebastián, el Encubierto. Aquel era el mismo muelle, no podía menos que evocarlo, encumbrándome a los altos designios que para mí tenía trazados el señor doutor, de los grandes moementos de la humanidad, de las expediciones de Vasco de Gama y de Magallanes, de la navegación al océano infinito.

[1] Pasmaceira es un estado de pasmo habitual en las ciudades lusas, mezcla de aburrimiento, hastío y desgana, pero al fin y al cabo, muy agradable y apacible (nota del traductor).

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Misión en Angola. 8. Un almuerzo con militares

La comida brasileña nunca ha sido mi fuerte. Las carnes algo salvajes, las potentes alubias, los frutos tropicales y las cantidades de cerveza que hay que ingerir para hacer circular todos los excesos grasos, me parecen más propicias a los posteriores galopes inmisericordes por las fazendas y los sertões. Pero, como por una misteriosa red de desconocidos que se hubiera puesto en marcha a raíz de mi reunión con Salazar, y sin duda convocados y alertados por aquel edecán silencioso, a los pocos días recibí una invitación para una comida en A Alcatra, un restaurante brasileño relativamente discreto. Los restaurantes y casas de comidas o casas de pasto en Lisboa están casi todos en torno a los ejes comerciales de la Baixa, y de las avenidas da Liberdade y de la República. Bastaba darse una vuelta por el Martinho o por un par de establecimientos en las Portas de Santo Antão, como el Gambrinus, para estar al corriente de todos los rumores, novedades, nombramientos y hasta infidelidades conyugales de los que en Portugal contaban.

En A Alcatra, no. Decorado con los colores brasileños, desentonaba en ese barrio algo abandonado, por las cuestas del Conservatorio y junto al dormido Largo da Academia de Ciencias. Es un barrio entre eclesiástico y docente, poco frecuentado y donde todavía hay muchos talleres de carpintería, encuadernadores, herreros y alguna que otra imprenta. El diario O Seculo y sus empleados no molestaban nada a la discreción del lugar elegido pues todos se suelen echar a la Baixa y a la Praça do Comercio a la búsqueda de noticias y comunicados ministeriales con los que justificar la tinta de sus insulsas páginas.

Eramos cinco en la mesa, en un reservado alejado de las miradas indiscretas. Me llamó la atención uno de los militares, rubio como un alemán, con un leve bigote, ojos azules muy claros, gélidos, con un aire de afrikaaner y que sin embargo era un minhoto curtido en la lucha contrainsurgente, a quien se atribuía gran parte de la paternidad de los planes Centauro Grande y Marfil Negro. Bebía y fumaba sin parar cigarrillos ingleses y su voz me recordaba la de algunos comentaristas radiofónicos, aguardentosa y cálida. Los otros tres eran obviamente de menor graduación y escuchaban o asentían más que iniciaban. Uno, Saraiva, pertenecía a la unidad de helicópteros que se había hecho famosa en Cabora Bassa. Era risueño y había algo casi de inocente en su mirada, aunque no me hubiera gustado estar en su punto de mira. Delgado, de perfil casi zorruno, debía ser un excelente e intrépido tirador. Nos dió consejos para mantenerse sanos, como beber agua con ajo, no beber ni fumar (no probó el vino) y soltó algún que otro chascarrillo. A mi me cayó mal porque me recordaba los andaluces, a los zarzueleros españoles, siempre de broma, como dicen en la ópera Carmen.

El tercero era algo fanfarrón y se limitaba a apostillar al rubio, que debía ser un coronel, pero añadiendo siempre alguna hazaña o anécdota personal. Había estado destinado en Angola varios años, de los cuales el último en Luanda a cargo de la guarnición del fuerte que hay en la inmensa bahía, dedicado al entrenamiento de los nuevos comandos. Por último, un tipo trigueño, seco, con un perfecto corte militar, no fumador, no bebedor, austero y gélido como un jesuita, era según deduje, miembro de un servicio de la Inteligencia Militar.

Yo callaba y escuchaba. Casi no sabía ni dónde estaba Angola y apenas seguía sus historias del mato[1], lugares impronunciables y desconocidas siglas de regimientos. Todos coincidían en su odio a la PIDE, policías despreciables que pensaban les iban a estropear sus planes. No creían en la represión policial sino en el combate puro y estaban perfectamente seguros de la superioridad sobre unos grupos de insurgentes, muchos de ellos incluso extranjeros –congoleños- que, una vez totalmente aniquilados, permitirían incluso elevar el prestigio de Portugal entre los negros que hubieran tenido alguna duda.

-Los negros nos piden que les protejamos, decía el rubio. Si fallamos se echarán en brazos de los terroristas. Ellos se pondrán siempre del lado del más fuerte, siempre ha sido así. Lo que respetan es la autoridad y lo que quieren es trabajo en las haciendas, el médico y el enfermero, el padre –el misionero- que les atiende. Ellos no tienen problemas con nosotros, al contrario, están deseosos de que les metamos en nuestras unidades.

-Mire, apostillaba el inexorable fanfarrón, cuando liberamos una aldea de la frontera, al aterrizar no había nadie. A la media hora, iban saliendo negros del mato corriendo hacia los helicópteros, sonrientes, felices de que hubiéramos llegado a poner orden. Nos daban información, les tuvimos que obligar a enterrar a los muertos insurgentes, querían dejarlos allí, como escarnio.

-A nosotros no nos pasará como a los franceses en Indochina, Angola no es una colonia, es parte de Portugal, es lusitana, reiteraba el rubio.

Me iban contando sus hazañas, sus experiencias, cuya importancia iba aumentando a medida que avanzaba el almuerzo y bajaban las botellas de cerveza. Pero salvo el fanfarrón, que era más astuto, todos creían todavía en la guerra clásica, con sus fronteras, sus criterios de amigo-enemigo, la finalidad última de aniquilar al enemigo. Por eso cuando hablaban de los terroristas o de los bandoleros hablaban siempre de infiltración fronteriza, de invasión, de penetración. Todo era como si un ejército clásico hubiera traspasado las fronteras de nuestra provincia y bastase con devolverlos a sus países para resolver el problema.

-En el mato, de lo que se trata es de sobrevivir, si juegas a la estrategia eres hombre muerto. Apuntar, avanzar, disparar, no preguntar. Si preguntas te matan.

El fanfarrón, que gustaba de ser llamado Dumba, león, el nombre que le habían puesto sus hombres, se extendía en panegíricos sobre el orden portugués y del entrenamiento de sus comandos.

-Cuando empezamos, los campins, y los saloios también, que han salido del pueblo y no tienen puta idea de lo que es la guerra, se paraban a cargar munición, miraban para abajo, perdían el control del terreno, no sabían hacer las dos cosas a la vez y terminaban muertos. Ahora avanzan por el barro, por el polvo, por los espinos, con una mano en el gatillo y con otra recargando los peines.

Era de las primeras promociones del CIOE, salido de Lamego con una formación mejor que la de un boina verde norteamericano. Pero le pegaba demasiado al whisky y a los cigarrillos.

Cuando llegamos a los postres, mucha naranja pelada y mangas preparadas –que en esto los militares eran más sobrios y no gustaban del dulce- y antes de los cafés, me fueron dando los consejos. El coronel llevaba, como siempre, la iniciativa.

-No pise una misión extranjera, no se acerque por los periódicos, lea A Provincia de Angola, ni un periódico extranjero, ni siquiera sudafricano. Durante el tiempo que esté en Luanda haga la vida de un viajante de comercio o, mejor, de un abogado, de lo que es, que ha ido a consultar catastros y registros para sus clientes, vaya al Teatro Nacional, a algún cine. Lo más gris posible. Espere en el hotel. Hotel Globo, en la calle Salvador Correia. Le llegarán noticias y la hoja de ruta. Le vendrán a buscar. Queremos que vaya primero a Quilumbo y después a Quitulo, en Cuanza Sur. Son zonas muy ricas, cafetales con organización alemana.

            No se trataba en absoluto de crear una OAS ni otros disparates por el estilo. Había que hablar con dirigentes negros, con lo más lúcidos de ambas partes y, sobre todo, con los alemanes, de poderosas influencias en Bonn, Brasil, Sudáfrica e incluso Estados Unidos, para tratar de formar un movimiento sólido, inter-étnico que fuera preparando la salida del seno de la madre patria de una manera ordenada y con mano de hierro sobre los insurgentes. Las instrucciones me llegarían después, meticulosamente preparadas por la mente ordenada del Conde Von Bodenberg, mi contacto en Angola. Nunca habría pruebas escritas ni comprometedoras.

Tras las bravuconadas de rigor, las advertencias para que no cayera en los brazos de la bellas mucandonas como tanto campesino llegado de Tras os Montes que en su vida había visto un par de nalgas bien firmes (« en cuanto cumplen veinte años dejan de ser atractivas »), me dieron muchas instrucciones complementarias, muchas explicaciones, todas verbales, que yo iba intentando almacenar en mi memoria. Ni un papel, ni una orden escrita. Nada. Si la PIDE me preguntaba, yo era el abogado del bufete Q. de M. En prospección jurídica, nada más. Oportunamente, recibiría las invitaciones de un tal Herr…..para ir a Quilumbo, en …… Una vez en “zona alemana”, me podría mover con más libertad, gracias a su pequeño estado dentro del estado donde la Policía Internacional de Defensa del Estado –la PIDE- no metía las narices. Las plantaciones alemanas, relativamente autónomas y más opacas a los pides, serían nuestra base de operaciones.

Debía sortear a la PIDE, a la CIA, a los intelectuales herbáceos de Luanda, al servicio de información militar y a las seductoras bailarinas de las boites de Luanda. Y, como me habían advertido en San Bento, si me cogían en un renuncio, en un contacto comprometido, sería bajo mi exclusiva responsabilidad, nadie daría la cara por mí.

La recompensa, que el señor doutor había dejado ambiguamente entrever, sería una embajada, un gobierno civil o una alcaldía, a mi elección.

Años después, alguno de aquellos comensales vendría a ocupar puestos importantes en el llamado movimiento de los capitanes, cubriéndose de gloria con el asalto a la embajada española, tolerado si no impulsado por alguno de aquellos veletas. El fanfarrón murió hace poco en Setúbal, donde vivía retirado dedicado a su modesto negocio de autocares por la costa vicentina. El rubio, el coronel, se ha sumergido en el alcohol para tratar quizás de olvidar todo lo que pasó después, los bombardeos con napalm, las ejecuciones de población civil, los horrores, sus hombres descuartizados y destripados por las alevosas minas, arma favorita de todas las guerrillas soviéticas. El paracaidista vive feliz, ya viejo, flaco y sano, como siempre, en Estremoz, rodeado de nietos y dedicado al cultivo moderno del olivar. De quien nunca más he sabido es del siniestro. Oí decir que había dejado el ejército y había ganado mucho dinero con el tráfico de armas, que estaba tan pronto en Casablanca como en Johannesburgo y que nunca llegó a participar en el 25 de abril. Alguien me ha dicho que le han visto frecuentar los clubes alemanes de Portoalegre y de Petrópolis.

En los días que precedieron mi partida, entre ponerme al día en la historia de nuestra provincia, consultas con el médico de la familia, el doctor Juvenal Esteves –con el que tantas veces departimos sobre la influencia del Derecho Romano en las formas de propiedad y servidumbre del Alentejo- y las obligadas y discretas visitas a despachos ignorados, lejos de las sedes ministeriales más conspicuas, me fui informando mejor de qué estaba pasando en Africa, en nuestras provincias. El plan, finalmente, bien regado con oro de nuestras reservas, no era tan descabellado. ¿No acababa Benjamim Pinto Buli, secretario general de la llamada União dos Naturais da Guiné (UNGP), de pactar con las autoridades portuguesas la creación de un régimen de autonomía interna? Sudáfrica, Rodesia, eran otros ejemplos a seguir.

 

[1] Mato es selva, bosque.

 

 

Misión en Angola, 7. Lo que era nuestra provincia ultramarina.

Angola era nuestro inmenso patio trasero, nuestro espacio vital donde colocar a la emigración endémica fruto de la política antiindustrial del Estado Novo. Inmensas obras públicas, repartos de territorios grandes como términos municipales del Alentejo, iban a parar a familias portuguesas, alemanas y a concesionarios mineros extranjeros. La mano de obra gratuita, esclava, y los cuadros intermedios portugueses, aseguraban una economía saneada y una estabilidad social. Los negros, resignados desde hacía siglos, amedrentados desde remotos tiempos por los mercaderes de esclavos y por sus propios reyezuelos que vendían el excedente a los europeos para llevarlos al Brasil, eran sumisos y bondadosos. La vida era bella y el tedio invadía nuestras ciudades, construidas a imagen y semejanza de las poblaciones creadas por Salazar en las zonas deprimidas del Portugal continental; su escuela, su iglesia, sus paseos con árboles y sus almacenes pintados de rosa de esquinas redondeadas y con tejados a la portuguesa. El proyecto más reciente y más disparatado, como los años se encargarían de demostrar era la futura capital Nova Lisboa, en el centro del planalto, colonia del futuro y base de la Angola asociada del señor Doutor. Parecía como si la emulación del Brasil se reflejase en la edificación de esa nueva capital, una especie de Brasilia que nunca cuajaría.

Pero la catástrofe se cernía sobre nuestra plácida colonia. Argelia, cuya independencia hacía unos meses había provocado el éxodo masivo de europeos, algunos de los culaes llevaban allí varias generaciones, el Congo Belga, eran pruebas recientes de que no iba a ser fácil. La Unión Soviética y sus circunstanciales compañeros de viaje, los escandinavos, los americanos, los siempre benévolo, ingenuos y bienintencionados canadienses, no iban a dejarnos instalar allí un país que se saliera del reparto a compás y cartabón que los aliados habían trazado hacía más de quince años. Mi escasa experiencia diplomática, reducida a frecuentar los salones de las embajadas de Inglaterra y Estados Unidos en la colina de Lapa en recepciones encorsetadas por el protocolo, me habían desengañado hacía tiempo. Si éramos atacados, nos las deberíamos apañar solos y contra corriente.

Salazar, tras reiterarme un par de veces su consigna favorita “todo por la Nación, nada contra la Nación”, lo que era redundante y ocioso pues la sabíamos obligatoriamente todos los portugueses desde nuestra tierna infancia salazarista, me había insistido en la condición de provincia de Angola que no de colonia. Y en verdad, pobres campesinos de Tras os Montes y la Beira Alta, maestros y practicantes, capataces y mecánicos, eso era la gran mayoría de lo que la propaganda enemiga calificaba de esbirros del imperialismo y representantes del capital financiero. Y, contrariamente a Argelia, donde los franceses disfrutaban de todos los derechos y libertades garantizados por la República, ni en Angola ni en la metrópoli, no votábamos portugueses, ni blancos, ni negros ni mestizos, que en eso estabamos igualmente ayunos, sin la menor discriminación.

Desde la independencia del Congo Belga, las incursiones se habían hecho frecuentes en el norte de nuestra provincia ultramarina. Los obreros nativos de las plantaciones dudaban en unirse a los insurgentes o no, duda que era fácil de resolver porque las represalias de éstos si no lo hacían eran tan temibles como las exacciones de la policía territorial o las mucho más aflictivas de la PIDE. Pero el aplastamiento de la primera huelga en la Baixa do Cassange los habia –creía yo- apaciguado. Los sudafricanos nos ayudaban con la información y colaboraban activamente en aplastar los focos insurgentes. Ellos tenían aviones, pilotos y conocían Africa perfectamente, mientras que, en general, nuestros reclutas habían ido a la zaga, hasta entonces, en eficacia. Sólo a partir de entonces, con los Comandos que se organizaban como tropas especiales, empezamos los portugueses a estar a la altura de aquel enemigo sinuoso, que no daba la cara, difícil de aprehender. Pero cuando ya íbamos ganando militarmente, la batalla política ya había sido perdida desde hacía mucho tiempo y tuvimos que irnos, aunque esa es otra historia.

Dominado por mi vanidad, ciego a las alertas interiores, me sentía un nuevo Pimpinela Escarlata, un Miguel Strogoff, un héroe antiguo, dispuesto a vencer los bandoleros, la PIDE, los bloques del Este y del Oeste. Había sido ungido por el señor Doutor y todas mis precauciones y cautelas se habían disipado. Había pensado en mí, yo era su hombre. Que yo no supiera de Africa más que cuatro cantigas recitadas por un viejo criado de mis padres que había intentado sin éxito establecerse en Mozambique, y la novela de Rider Haggard, Las minas del rey Salomón.

Celebré este acontecimiento que durante unos meses de mi vida me iba a disipar un poco el habitual aburrimiento de mí mismo y aunque era tarde, solo y con el egotismo exacerbado por aquella altísima encomienda que me pondría en el trampolín para devenir una figura del colegio de abogados, despaché un bacalao à Brás que sólo eran capaces de preparar en O Velho Macedo, en la rua da Madalena, regado con un Dão que no estaba tampoco nada mal. Estos excesos me permitieron dormir sin darle más vueltas al asunto y levantarme con un rabioso dolor de cabeza que sólo logré calmar a base de aspirinas y cafés.

Apenas un año después de mi accidentada vuelta al Cais do Sodré, todo se precipitaría en una lamentable cuesta abajo, con el asesinato de Humberto Delgado, la crispación y rabieta del señor Doutor y el ascenso de un vigoroso y gris Marcello Caetano que no se andaría con contemplaciones con las guerrillas y demás terroristas y que, de no ser por el contubernio onusiano, habría incluso conseguido ganar la guerra colonial. Los alemanes venderían o abandonarían sus sueños angoleños y se instalarían en otras tierras más dóciles y fáciles de manejar, principalmente en la Africa del Sudoeste, una vez levantadas las restricciones impuestas tras las dos guerras mundiales.

Dos artículos sobre Andalucía

 

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Olivo viejo en el Haza de las Carrascas, Segura de la Sierra

En Estrella Digital publico todos los jueves un artículo sobre las cosas más variopintas, entre otras sobre Andalucía:

 

http://www.estrelladigital.es/blog/jaime.axel.ruiz.baudrihaye/jaen-necesita-gran-arquitecto/20150204212758227605.html

 

http://www.estrelladigital.es/blog/jaime.axel.ruiz.baudrihaye/andalucia-escila-y-caribdis/20150128214701226570.html

 

A un árbol, de Vicente Wenceslao Querol

Pino piñonero o doncel. Cortijo de Cristales (Sierra de Segura, Jaén, Andalucía)

Pino piñonero o doncel. Cortijo de Cristales (Sierra de Segura, Jaén, Andalucía)

Se dice que el español no gusta de árboles, pero ello es un tópico más. Unamuno estimaba al poeta valenciano Vicente Wenceslao Querol (1836-1889), hoy olvidado, y señala su poema A un árbol, como ejemplo del arraigo, de la vuelta a la tierra, al lugar:

El día en que yo vi la luz primera,
plantó mi padre en su risueño huerto
ese árbol que admiráis en primavera,
de tiernas hojas y de flor cubierto.

Yo entré en la sociedad, donde hoy batallo,
con la esperanza audaz de los mancebos,
cuando él ennoblecía el fuerte tallo
cada nueva estación con ramos nuevos.

Yo abandoné, buscando horas felices,
mi pobre hogar por la mansión extraña,
y él, inmutable, ahondaba sus raíces
junto al arroyo que sus plantas baña.

Hoy, rugosa la frente y seca el alma,
cuando hasta el eco de mi voz me asombra,
vengo a encontrar la apetecida calma
del tronco amigo a la propicia sombra.

Y evoco las memorias indecisas
de la edad juvenil, sueños perdidos,
mientras juegan sus ramas con las brisas
y al alegre rumor cantan los nidos.

Mi vida agosta ese dolor interno
con que los ojos y la frente enluto:
él abre en mayo su capullo tierno
y da en octubre el aromado fruto.