Diez días después de mi llegada, salí hacia el interior de nuestra provincia. Mi partida hacia las plantaciones de Cuanza Sur fue organizada puntualmente por el conde von Bodenberg quien vino a snrecogerme en persona al hotel con una flotilla de automóviles, todos ellos de marca alemana excepto un Land Rover con dos boys, concesión forzada al Imperio británico.
Yo le esperaba en el pequeño hall del hotel. No muy alto, delgado y con una piel de calidad casi metálica, de un bronce elegante, colonial, que contrastaba con su pelo rubio oscuro cuidadosamente peinado, el conde desentonaba inmediatamente con todo el resto del personal, algo graso y más oscuro -no en vano los afrikaners nos llamaban y creo que nos llaman “dirty whites”- que pululaba por el hall. Paso elástico, un porte entre marcial y deportivo muy distinguido y un encantador acento alemán en su portugués perfecto. Sólo con verle se comprendía que gente así hubiera despreciado a Hitler y a sus matarifes. Ellos estaban por encima de la chusma parda. Su tío Claus Schenk había demostrado –y pagado con su vida- que no todos los alemanes habían sido serviles con el poder supremo.
-Perdone, señor Vaz de Cunha- me dijo, cuando llegó, perfectamente puntual, a ver que yo ya le esperaba, cuando vengo a Luanda pierdo mucho tiempo en saludar a mis viejos conocidos, y aprovecho para despachar algunos asuntos.
-Por el amor de Dios, señor conde, atienda usted sus obligaciones, yo estoy a su disposición.
Cuando le vi hice memoria urgentemente de todas las normas de cortesía que me habían inculcado en mi familia para evitar hacer el ridículo.
El viaje fue largo. Al principio, pasadas la líneas de asedio de muceques que rodean la capital, fuimos bastante rápidos por esas carreteras tiradas a cordel que las obras públicas portuguesas habían trazado con la única asistencia de un brújula, cortando el monte. Eso hasta Quilemba. Después dejamos la ruta principal y empecé a ver la verdadera Angola. En algunas aldeas, al aminorar la marcha, los muleques, chiquillos descalzos corrían junto a los automóviles. En las afueras de algunas sanzalas, unos negros algo especiales, en cuclillas o andando muy despacio vagaban por los bordes polvorientos de la pista.
-Leprosos, musitó el conde.
Nunca los había visto. Algunos llevaban colgadas unas latas del muñón, otros miraban con una rara sonrisa sin labios a los coches cubriéndose los ojos con una mano roída.
-Tenemos un dispensario antileprosos. Nos traen medicamentos y productos, de higiene, más que nada, de Alemania. Un sobrino mío está al frente del mismo. Quizás tenga usted interés en visitarlo.
Yo no sabía de la existencia de lepra, sólo de las fiebres endémicas, la amarilla, el beri beri, el paludismo, el tifus, la malaria que cundía en las mulolas, la enfermedad el sueño (que por aquellos años se pretendía erradicar pegando fuego a los montes para que no criasen las moscas tsé-tsé), las viruelas y las gripes mortales, enfermedades todas justificadas por el trópico, la ignorancia de los nativos y su tradiciones antihigiénicas, refractarias a los beneficios de la civilización. La propaganda del régimen –en la que yo entonces creía bastante- ocultaba celosamente la existencia de esos leprosorios, meros barrios de lata en las afueras de algunas aldeas, alejados por un invisible pero eficaz cordón sanitario. Los alemanes, por un estricto prurito de limpieza e higiene, habían instalado algunos dispensarios por la región donde se extendían sus miles de hectáreas.
Semanas más tarde, estuve toda una tarde con Friedrich, sobrino del conde, en el lazareto. Impoluto, eficiente y alemán, allí las enfermeras y el mismo Friedrich trabajaban con ahínco. Durante todo el viaje podría después observar enfermos de antiguos males, niños con costras y llagas de la malaria crónica. De todo ésto se iban a ocupar nuestros médicos, pero en muchos de aquellos lugares, en las sanzalas y muceques perdidos faltaba mucho para que llegase la civilización. La PIDE, los guerrilleros, llegarían antes que los médicos.
Al atardecer nos detuvimos en un cruce con cuatro casas y muchos indígenas merodeando. Era uno de los pueblos, apenas un lugar geográfico entre los caminos que se cruzan en ángulo recto. Una sanzala de casetas con techo de zinc, gente cocinando en hornillos en las anchuras polvorientas, humaredas olorosas y multitud de andrajosos críos saltando en el polvo. Sólo destacaba una casa de mampostería algo más digna que era una especie de café, regentado por un portugués -la mayoría de mis compatriotas se daban más al comercio que a la agricultura- que se empeñó en servirnos Cinzano como única bebida además del consabido café, colado en unas tazas desportilladas. Despachamos rápidamente unas tostadas que el ayudante del conde levaba envueltas en unas inmaculadas servilletas en una maleta de mimbre y tuvimos que soportar al gordo del portugués que gritaba desde la cafetera sucia y alejaba a manotazos a unos chavales de color más claro, fruto de su emparejamiento con una negra tan gorda y sucia como él que por allí husmeaba estrujando sin cesar un viejo delantal y dando capirotazos a los chiquillos que se le colgaban de las sayas. En todo aquel poblado donde reinaba el desorden y el abandono –si es que el abandono puede reinar, que más parece que yazga- no trabajaba nadie ni nadie parecía tener alguna preocupación material en su miseria.
-Están pagados por su gobierno, me explicaba el conde. Así no caen en manos de la guerrilla. Sin nada que hacer y con alcohol –¡Cinzano!- a discreción y unos escudos mantienen estos puestos estratégicos.
-Pero, ¿no hay ejército, no hay autoridad alguna?
-El ejército pasa dos veces al día por aquí, en patrulla. Tienen una base a unos kilómetros, en pleno monte. Pero se mantienen alejados de estos tugurios. Los que pasan a menudo son los pides; hemos tenido suerte de no coincidir con ninguno. Pero no se preocupe, el gordo les contará con pelos y señales quiénes íbamos, cuántos coches, cuántos boys, todo-
-Entonces ¿me tendrán localizado inmediatamente?
-Mejor, para eso he parado, para mostrar que no tenemos nada que ocultar. Usted es un empleado, un abogado que escudriña registros. No hay nada que ocultar ¿o hay?- dijo el conde con esa sonrisa afable que de vez en cuando me tranquilizaría en las semanas sucesivas, cuando tuviera que hacer frente a preguntas capciosas, a nubes de colonos alemanes cuya jerigonza apenas entendía. Como no tenemos nada que ocultar más vale que hagamos una vida de lo más normal, sin evitar encuentros.
Seguimos viaje bastante veloces por unas pistas trazadas en medio de un paisaje que no había cambiado desde la creación del mundo. Apenas vimos algún negro caminando como sin rumbo y rebaños de gacelas que desaparecían en el polvo.
Llegamos a la hacienda Boa Vista con las últimas luces del día. Mientras los boys descargaban las provisiones compradas en Luanda y mi equipaje, hizo su aparición aquella señora imponente que ya había tenido ocasión de encontrar fugazmente en el barco. La esposa de Von Bodenberg era baronesa por derecho propio y no sólo condesa consorte. Pertenecía a la rama más levantisca, aventurera e irredenta de los Von Trauchburg. Intima amiga de los archiduques de Austria que hasta poco habían vivido en su dorado exilio katangueño, era, por estirpe y gusto, una de esas alemanas africanas que apenas habían pisado la tierra de sus antepasados . Tan festejada por su belleza como inaccesible, la baronesa llevaba la vida colonial con dignidad aunque en alguna de las veladas que siguieron, cuando el alcohol fluyó en demasía y las lenguas de los granjeros se desataron, creí percibir un mohín de altanería y contrariedad ante la vulgaridad de algunos de los propósitos que en sus salones se lanzaban, rápidamente atajados en seco por el conde.
Los alemanes mantenían sus haciendas con frialdad de clínicas, plantadas en medio de campos extensos atravesados por pistas rectas, desbrozadas, señalizaciones en los cruces de las plantaciones, pulcra nitidez que contrastaba con el desorden de sanzalas y cubatas de las afueras de nuestras ciudades y fortines. De tanto en tanto, algún vehículo patrullaba discretamente con unos guardas armados de fusiles, siempre negros con un blanco, recuerdo de las matanzas de 1961 que, en general, no habían alcanzado a las haciendas alemanas sino a las nuestras, más alegres, confiadas y desorganizadas.
En sus casas, apenas el fumoir era un lugar más acogedor, donde los trofeos de caza, las pieles y cueros varios vestían las paredes y los licores animaban algo las conversaciones. En aquellos parajes, Portugal y los portugueses hacíamos el papel de mera tierra de asilo donde los alemanes imperiales mostraban su personalidad ancestral.
Aquella primera cena, contrariamente a las dosis de aceite de palma y mandioca que había padecido en Luanda, en particular en la casa de Couto, fue delicada, con un leve matiz alemán y el uso apropiado y equilibrado de algunos condimentos africanos y productos de la propia hacienda. Luego me revelaron que el secreto era que la mayoría de los cocineros de las haciendas alemanas eran cabindas, tribu de negros retintos conocida por su aptitud a las labores culinarias, intuitivos e innovadores.
A la mañana siguiente, en el radiante amanecer, la baronesa me mostraba sus floridos senderos, donde ocupaba las radiantes jornadas de planalto, experimentando con rosas, con arbustos de variedades ignotas, cactus y suculentas que ni siquiera en nuestra Estufa Fría se podían admirar. Y todo ello con su cuaderno donde, al modo de Linneo, apuntaba variedades, fechas, tratamientos. La baronesa me iba explicando en un sucinto portugués, elegante y suave, ayudándose con leves gestos de la mano, nombres latinos, colores de desconocida paleta y exóticas formas de pétalos. Su pasión oculta eran los cactus, cuyos nombres declinaba con elegancia, rebutias, mammillarias, schulenbergeras, echeverias, y su favorito, el lithops helmutii, de germanas resonancias. Era su forma de evocar un pasado familiar dorado y feliz en el Africa Occidental alemana y en Katanga. Su gabinete de dibujo y de acuarelas era un rincón casi fresco, aislado de todos. Yo seguía sus explicaciones, mirando sus largos y finos dedos pasar páginas y estampas iluminadas, o siguiendo sus ojos de un profundo azul báltico, de hielo derretido. Una leve melancolía, como el fugaz recuerdo del exilio de un Koenigsberg desaparecido, temblaba casi imperceptiblemente en su voz.