Misión en Angola, 12. Los colonos alemanes.

Diez días después de mi llegada, salí hacia el interior de nuestra provincia. Mi partida hacia las plantaciones de Cuanza Sur fue organizada puntualmente por el conde von Bodenberg quien vino a snrecogerme en persona al hotel con una flotilla de automóviles, todos ellos de marca alemana excepto un Land Rover con dos boys, concesión forzada al Imperio británico.

Yo le esperaba en el pequeño hall del hotel. No muy alto, delgado y con una piel de calidad casi metálica, de un bronce elegante, colonial, que contrastaba con su pelo rubio oscuro cuidadosamente peinado, el conde desentonaba inmediatamente con todo el resto del personal, algo graso y más oscuro -no en vano los afrikaners nos llamaban y creo que nos llaman “dirty whites”- que pululaba por el hall. Paso elástico, un porte entre marcial y deportivo muy distinguido y un encantador acento alemán en su portugués perfecto. Sólo con verle se comprendía que gente así hubiera despreciado a Hitler y a sus matarifes. Ellos estaban por encima de la chusma parda. Su tío Claus Schenk había demostrado –y pagado con su vida- que no todos los alemanes habían sido serviles con el poder supremo.

-Perdone, señor Vaz de Cunha- me dijo, cuando llegó, perfectamente puntual, a ver que yo ya le esperaba, cuando vengo a Luanda pierdo mucho tiempo en saludar a mis viejos conocidos, y aprovecho para despachar algunos asuntos.

-Por el amor de Dios, señor conde, atienda usted sus obligaciones, yo estoy a su disposición.

Cuando le vi hice memoria urgentemente de todas las normas de cortesía que me habían inculcado en mi familia para evitar hacer el ridículo.

 

El viaje fue largo. Al principio, pasadas la líneas de asedio de muceques que rodean la capital, fuimos bastante rápidos por esas carreteras tiradas a cordel que las obras públicas portuguesas habían trazado con la única asistencia de un brújula, cortando el monte. Eso hasta Quilemba. Después dejamos la ruta principal y empecé a ver la verdadera Angola. En algunas aldeas, al aminorar la marcha, los muleques, chiquillos descalzos corrían junto a los automóviles. En las afueras de algunas sanzalas, unos negros algo especiales, en cuclillas o andando muy despacio vagaban por los bordes polvorientos de la pista.

-Leprosos, musitó el conde.

Nunca los había visto. Algunos llevaban colgadas unas latas del muñón, otros miraban con una rara sonrisa sin labios a los coches cubriéndose los ojos con una mano roída.

-Tenemos un dispensario antileprosos. Nos traen medicamentos y productos, de higiene, más que nada, de Alemania. Un sobrino mío está al frente del mismo. Quizás tenga usted interés en visitarlo.

Yo no sabía de la existencia de lepra, sólo de las fiebres endémicas, la amarilla, el beri beri, el paludismo, el tifus, la malaria que cundía en las mulolas, la enfermedad el sueño (que por aquellos años se pretendía erradicar pegando fuego a los montes para que no criasen las moscas tsé-tsé), las viruelas y las gripes mortales, enfermedades todas justificadas por el trópico, la ignorancia de los nativos y su tradiciones antihigiénicas, refractarias a los beneficios de la civilización. La propaganda del régimen –en la que yo entonces creía bastante- ocultaba celosamente la existencia de esos leprosorios, meros barrios de lata en las afueras de algunas aldeas, alejados por un invisible pero eficaz cordón sanitario. Los alemanes, por un estricto prurito de limpieza e higiene, habían instalado algunos dispensarios por la región donde se extendían sus miles de hectáreas.

Semanas más tarde, estuve toda una tarde con Friedrich, sobrino del conde, en el lazareto. Impoluto, eficiente y alemán, allí las enfermeras y el mismo Friedrich trabajaban con ahínco. Durante todo el viaje podría después observar enfermos de antiguos males, niños con costras y llagas de la malaria crónica. De todo ésto se iban a ocupar nuestros médicos, pero en muchos de aquellos lugares, en las sanzalas y muceques perdidos faltaba mucho para que llegase la civilización. La PIDE, los guerrilleros, llegarían antes que los médicos.

 

Al atardecer nos detuvimos en un cruce con cuatro casas y muchos indígenas merodeando. Era uno de los pueblos, apenas un lugar geográfico entre los caminos que se cruzan en ángulo recto. Una sanzala de casetas con techo de zinc, gente cocinando en hornillos en las anchuras polvorientas, humaredas olorosas y multitud de andrajosos críos saltando en el polvo. Sólo destacaba una casa de mampostería algo más digna que era una especie de café, regentado por un portugués -la mayoría de mis compatriotas se daban más al comercio que a la agricultura- que se empeñó en servirnos Cinzano como única bebida además del consabido café, colado en unas tazas desportilladas. Despachamos rápidamente unas tostadas que el ayudante del conde levaba envueltas en unas inmaculadas servilletas en una maleta de mimbre y tuvimos que soportar al gordo del portugués que gritaba desde la cafetera sucia y alejaba a manotazos a unos chavales de color más claro, fruto de su emparejamiento con una negra tan gorda y sucia como él que por allí husmeaba estrujando sin cesar un viejo delantal y dando capirotazos a los chiquillos que se le colgaban de las sayas. En todo aquel poblado donde reinaba el desorden y el abandono –si es que el abandono puede reinar, que más parece que yazga- no trabajaba nadie ni nadie parecía tener alguna preocupación material en su miseria.

-Están pagados por su gobierno, me explicaba el conde. Así no caen en manos de la guerrilla. Sin nada que hacer y con alcohol –¡Cinzano!- a discreción y unos escudos mantienen estos puestos estratégicos.

-Pero, ¿no hay ejército, no hay autoridad alguna?

-El ejército pasa dos veces al día por aquí, en patrulla. Tienen una base a unos kilómetros, en pleno monte. Pero se mantienen alejados de estos tugurios. Los que pasan a menudo son los pides; hemos tenido suerte de no coincidir con ninguno. Pero no se preocupe, el gordo les contará con pelos y señales quiénes íbamos, cuántos coches, cuántos boys, todo-

-Entonces ¿me tendrán localizado inmediatamente?

-Mejor, para eso he parado, para mostrar que no tenemos nada que ocultar. Usted es un empleado, un abogado que escudriña registros. No hay nada que ocultar ¿o hay?- dijo el conde con esa sonrisa afable que de vez en cuando me tranquilizaría en las semanas sucesivas, cuando tuviera que hacer frente a preguntas capciosas, a nubes de colonos alemanes cuya jerigonza apenas entendía. Como no tenemos nada que ocultar más vale que hagamos una vida de lo más normal, sin evitar encuentros.

Seguimos viaje bastante veloces por unas pistas trazadas en medio de un paisaje que no había cambiado desde la creación del mundo. Apenas vimos algún negro caminando como sin rumbo y rebaños de gacelas que desaparecían en el polvo.

Llegamos a la hacienda Boa Vista con las últimas luces del día. Mientras los boys descargaban las provisiones compradas en Luanda y mi equipaje, hizo su aparición aquella señora imponente que ya había tenido ocasión de encontrar fugazmente en el barco. La esposa de Von Bodenberg era baronesa por derecho propio y no sólo condesa consorte. Pertenecía a la rama más levantisca, aventurera e irredenta de los Von Trauchburg. Intima amiga de los archiduques de Austria que hasta poco habían vivido en su dorado exilio katangueño, era, por estirpe y gusto, una de esas alemanas africanas que apenas habían pisado la tierra de sus antepasados . Tan festejada por su belleza como inaccesible, la baronesa llevaba la vida colonial con dignidad aunque en alguna de las veladas que siguieron, cuando el alcohol fluyó en demasía y las lenguas de los granjeros se desataron, creí percibir un mohín de altanería y contrariedad ante la vulgaridad de algunos de los propósitos que en sus salones se lanzaban, rápidamente atajados en seco por el conde.

Los alemanes mantenían sus haciendas con frialdad de clínicas, plantadas en medio de campos extensos atravesados por pistas rectas, desbrozadas, señalizaciones en los cruces de las plantaciones, pulcra nitidez que contrastaba con el desorden de sanzalas y cubatas de las afueras de nuestras ciudades y fortines. De tanto en tanto, algún vehículo patrullaba discretamente con unos guardas armados de fusiles, siempre negros con un blanco, recuerdo de las matanzas de 1961 que, en general, no habían alcanzado a las haciendas alemanas sino a las nuestras, más alegres, confiadas y desorganizadas.

En sus casas, apenas el fumoir era un lugar más acogedor, donde los trofeos de caza, las pieles y cueros varios vestían las paredes y los licores animaban algo las conversaciones. En aquellos parajes, Portugal y los portugueses hacíamos el papel de mera tierra de asilo donde los alemanes imperiales mostraban su personalidad ancestral.

 

Aquella primera cena, contrariamente a las dosis de aceite de palma y mandioca que había padecido en Luanda, en particular en la casa de Couto, fue delicada, con un leve matiz alemán y el uso apropiado y equilibrado de algunos condimentos africanos y productos de la propia hacienda. Luego me revelaron que el secreto era que la mayoría de los cocineros de las haciendas alemanas eran cabindas, tribu de negros retintos conocida por su aptitud a las labores culinarias, intuitivos e innovadores.

 

A la mañana siguiente, en el radiante amanecer, la baronesa me mostraba sus floridos senderos, donde ocupaba las radiantes jornadas de planalto, experimentando con rosas, con arbustos de variedades ignotas, cactus y suculentas que ni siquiera en nuestra Estufa Fría se podían admirar. Y todo ello con su cuaderno donde, al modo de Linneo, apuntaba variedades, fechas, tratamientos. La baronesa me iba explicando en un sucinto portugués, elegante y suave, ayudándose con leves gestos de la mano, nombres latinos, colores de desconocida paleta y exóticas formas de pétalos. Su pasión oculta eran los cactus, cuyos nombres declinaba con elegancia, rebutias, mammillarias, schulenbergeras, echeverias, y su favorito, el lithops helmutii, de germanas resonancias. Era su forma de evocar un pasado familiar dorado y feliz en el Africa Occidental alemana y en Katanga. Su gabinete de dibujo y de acuarelas era un rincón casi fresco, aislado de todos. Yo seguía sus explicaciones, mirando sus largos y finos dedos pasar páginas y estampas iluminadas, o siguiendo sus ojos de un profundo azul báltico, de hielo derretido. Una leve melancolía, como el fugaz recuerdo del exilio de un Koenigsberg desaparecido, temblaba casi imperceptiblemente en su voz.

 

 

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Misión en Angola. 11. Don Francisco Couto.

 

Que nunca falte um pérfido inimigo

Aqueles de quem foste tanto amigo!

 

Don Francisco Couto se ha llevado muchos secretos a la tumba. Desde los más triviales, como saber cuántos pequeños mulatos llevan su sangre, hasta el que más me inquieta, ¿qué papel jugaba Couto en aquellos grupos inspirados en la OAS? ¿A quién traicionó? ¿Traicionó a los alemanes y, en especial, a Lilo Forst, a mí? Creo que nos traicionó a todos y se marchó tan fresco a pasar sus últimos años sin ‘Já pode’, oportunamente fallecida en 1973 de un síncope, en alguna villa perdida de Petrópolis.

Couto era un rico mercader, hábil en todos los negocios, entre los cuales, su Hotel Sul, de rosadas columnas que imitaban mármol, su restaurante donde servían las mejores ensaladas de Luanda, aunque abusaban algo de la dulzona remolacha con sabor a moho, no era más que un divertimento, una inocente tapadera para sus conspiraciones. Por el Sul pasaban discretamente militares de alta graduación, colonos alemanes que podrían haberse pagado holgadamente el hotel Continental pero que preferían ese aire algo más provinciano y en desuso del Sul, funcionarios del Banco de Angola, despachantes de aduanas, comerciantes, empresarios sudafricanos, algún que otro americano con aire de predicador y la agenda repleta de peligrosos y turbios encargos de la CIA.

En el comedor, Couto hacía su aparición a la una en punto, con su piel cetrina bruñida, el pelo pegado a las sienes con dosis de brillantina, un fino bigote y unos ojos entre reidores y de metal negro, impecablemente vestido de lino blanco, con zapatos crujientes de dos colores y una sonrisa entre burlona y triunfal. Saludando a todos los insignes comensales, se detenía fugazmente ante el desorbitado escote de alguna bella alemana, a la que cumplimentaba con ojos libidinosos, enmascarados en obsequiosidad oriental. Aparentemente no hacía nada, simplemente ejercía de anfitrión, daba breves y mudas órdenes a los camareros negros, de inmaculados uniformes y maneras suaves, corregía la posición de unas copas, revisaba las cubetas de hielo donde se enfriaban las botellas de vinho verde, echaba un vistazo a las frutas colocadas en inmensos conos en mesas laterales. El maître, un portugués del norte, rosado y redondo frotado con agua de colonia, iba con gesto grave tras el ubicuo patrón, levemente echado hacia delante, atento al menor atisbo de reproche o sanción.

Pero mientras Couto se dedicaba a estos menesteres con sus maneras algo afectadas, cardenalicias, iba grabando en su memoria la disposición de las mesas, qué comensales acudían, quién veía a cuál, medía la efusión de los saludos, espiaba la reacción de algún boer que cortejaba algún alto cargo de la administración. Couto era el meticuloso e infalible diario de todo cuanto pasaba en Luanda. El Gobernador militar le odiaba pero le invitaba a cenar por lo menos una vez al mes, lo necesitaba, los capitanes de barcos anclados en la bahía recalaban por el Sul para tomarse la última copa antes de seguir para El Cabo y Lourenço Marques, con los debidos encargos y recados de don Francisco.

Tras dos días en Luanda, su morada era mi visita obligada, inaplazable. Me citó en su casa con un tarjetón de bordes dorados, más propio de un bautizo o una pedida cursi : tener acceso a su casa era una deferencia familiar inestimable, distinción máxima a un joven recién llegado. Vivía cerca del consulado suizo, en una casa rodeada de muros con buganvilias …

La señora Couto, embutida a duras penas en un traje de organza azul gritón, me recibió con ruido de pulseras y regada de perfume francés denso y dulzón. Me entretuvo unos minutos haciendo las más dispares preguntas sin esperar respuesta, desde el trabajo de Isabel hasta las tiendas del Campo de Ourique, que era su nostalgioso barrio lisboeta. Tras un breve aperitivo, sirvieron la mesa dos mulatas escogidas entre las más feas de la ciudad, cautela innecesaria de la señora, que los cazaderos de Couto eran otros y de más postín, quien me hizo un despliegue de todas sus sabidurías culinarias de las que sólo recuerdo que el aceite de palma estaba presente en todos los platos menos quizás en el café.

Tras el opíparo y pesadísimo almuerzo, Couto me llevó a su gabinete, que daba sobre un jardín trasero, sacó un par de puros de las Azores y tras cortarlos cuidadosamente, ofrecerme uno, encenderlos y dar una primera calada profunda, se dispuso a escucharme entre la humareda.

Desde el primer momento supe que no creía un ápice mi historia. Yo maldecía por dentro aquellos militares simplones que me habían dado coartadas de un peligroso infantilismo. Pero era suficientemente discreto como para intuir un encargo de alguien de cierta importancia, aunque no sospechase aún que el propio presidente del Consejo hubiera tenido la locura de encomendarme la más mínima tarea ultramarina.

-Quédese en mi casa, Rui, dijo meneando la cabeza, se ahorrará el dinero de sus dietas, tendrá todo lo que quiera y hasta uno de mis automóviles a su disposición. Y entrada privada para las madrugadas, añadió con un brillo malicioso. Y estará más seguro, añadió, súbitamente serio.

-Señor Couto, no puedo, debe comprenderlo, todos los abogados saben que paro en el Globo, Q. de M. es muy puntilloso en esta materia, me ha exigido expresamente que esté disponible veinticuatro horas al día, que siga sus instrucciones al pie de la letra, yo soy su empleado, al fin y al cabo…

-Estos funcionarios de Lisboa no han pisado Africa, no saben nada, no saben distinguir una palanca de un antílope, un ambundo de un quimbundo, para ellos todo es lo mismo, todos negros, y luego quieren venir a poner orden tarde y mal. Primero, el Globo no es hotel para usted, está lleno de pobres, segundo, para tener entrada en los clubes donde pueda usted encontrar negocio, hay que estar mejor conectado. Pero, en fin, si así lo mandan, yo me someto, dijo, haciendo un gesto como de impotencia ante la necedad.

Yo quería cambiar de conversación, hablar del jardín, de automóviles –alguno de los cuales reposaba al fresco del jardín, sin una mota de polvo-, preguntarle por su negocios, pero él cortó pronto toda inquisición. Empezó un largo monólogo sobre Salazar, sobre las masacres de hacía dos años en …, sobre el comandante Galvão, con quien había cazado más de una palanca. Couto hablaba con la seguridad de quien conocía todas las debilidades de los enviados de Salazar. Al hilo de su exposición clavaba sus ojos en mí, espiando mi reacción, a ver si me cogía en un renuncio, si enseñaba mis cartas. Podría haberle contado cualquier historia menos la que me habían inculcado.

Yo había traído en un baúl pesados expedientes del despacho, códigos, material forense. Había instalado todo ello en la modesta habitación del hotel y emborronaba todas las mañanas algunos folios para que los agentes de la PIDE, los que hacían las camas, no dudasen de mi artimaña y pensasen que dedicaba largas horas al estudio de legajos y escrituras. Y ahora don Francisco me tomaba por un idiota que pretendía hacerle pasar a él mismo, al todopoderoso y sabelotodo Couto, por otro estúpido. Aterrado, pensaba en cómo reaccionaría la policía, si aquella coartada del viaje no se tenía en pie para alguien que, al fin y al cabo, no era policía. ¿O era?

Gracias a Couto fui conociendo todo lo que había de interesante en Luanda. Para compensar mi abrupta renuncia a su hospitalidad solíamos quedar al caer la tarde para dar una vuelta por la Marginal antes de recalar en el Bambi, en el Siberia o en el Copacabana, donde oficiales de permiso, comerciantes de pesados párpados aburridos y oscuros escandinavos y flamencos con nostalgias de Katanga liquidaban pausadamente long drinks dejándose mecer por la brisa y la luz de poniente. A veces nos despachábamos un par de suculentas langostas en O Farol Velho, donde encontrábamos la nata, si no la flor, de la provincia.

Según pasaban los días en esa maravillosa indolencia me iba dando cuenta que su hospitalidad era un control más ; no me podía despegar de él.

Los europeos se paseaban impúdicamente con aire de propietarios en inmensos automóviles descapotables de colores pastel. Africa parecía allí todavía, dulcemente suya. Léopoldville, Elizabethville, todo aquello había sido olvidado. La vida seguía y era bella.

Las dos primeras semanas que pasé en Luanda me dediqué a transpirar y a despistar. Por las noches, cuando el calor húmedo se hacía más soportable, iba al cine, recalando sobre todo en el Tropical, donde ví Un taxi para Tobruk, que pensaba me ilustraría sobre mis próximos encuentros con los colonos alemanes, y en el Restauração, que tenían aire acondicionado ; a veces me pasaba por la Marginal, por el Touring u otros mentideros. Pero siempre con un deliberado aire de funcionario, de pasante de abogado algo pasmado, enviado a gestionar unos títulos de propiedad, a visitar a los cartorios notariales y otras inocentes y tediosas ocupaciones. Así hacía tiempo hasta que los alemanes vinieran a buscarme, pretendiendo estar ocupadísimo en meticulosas tareas hipotecarias y registrales, expedientes de dominio y tractos sucesivos.

Una de aquellas húmedas veladas, tras otra densísima cena que me había ofrecido la señora Couto, servida esta vez por unos criados enguantados, don Francisco me llevó al fumoir. Repantigado en un amplio sillón blanco, me empezó a dar su versión de los acontecimientos. Sería aquel un primer aviso que yo, entonces ingenuo e insconsciente de la gran cámara de rumores y mentiras que era Luanda, creí ser sólo una lección de historia contemporánea y era una encubierta advertencia para que me fuese de allí cuanto antes y no jugase a aprendiz de brujo.

-Esto es todo muy complicado, joven. Todo empezó con la llegada – me dijo Couto tirando de un larguísimo puro habano, esta vez no un azoriano, que había extraído de un imponente humidor, un aparato que yo nunca había visto parecido – de un tal Míster Markson al consulado norteamericano en Luanda en 1961. Con él los americanos empezaron a meter las narices en nuestros asuntos. Desde el consulado se hacían operaciones encubiertas con el títere, el mono ese de Jonas Savimbi y su ridículo Frente Nacional de Liberación, que ya ha causado no pocas masacres en nuestras haciendas con ayuda de dólares y armas automáticas facilitadas, regaladas, por los yanquis con el pretexto de que así luchará contra los marxistas de Neto.

-Aquel tipo era un estúpido, añadió, como examinando cuidadosamente la vitola, se dedicó a enredar con unos cuantos asimilados que se las daban de listos, todos becados por nuestro gobierno para que estudiasen en Coimbra. Allí, en nuestra tierra, se hicieron marxistas, conspiraron con los otros pretos de Guinea, de Mozambique, de Cabo Verde, nosotros mismos les dimos alas. Bueno, el caso es que este Markson, que parecía salido de algún Peace Corps, no, ni siquiera, del Ejército de Salvación, se dedicó a suministrarles materiales, a inflamarlos, a hablarles de los derechos humanos. Un imbécil. No se daba cuenta de que le utilizaban, que eran ya más comunistas que Lenin. Ellos ya habían vuelto de los derechos humanos que el curilla aquel quería inculcarles. Pero como los portugueses hemos sido siempre unos acomplejados, el que un tipejo, por el hecho de ser alto y rubio, ya nos impone, aunque no sea más que un meapilas del consulado americano les protegiese, nos tuvo un tiempo indecisos. Hasta que nos abrieron los ojos en febrero del 61. Pero cuando nos despertamos, le quitamos las ganas de volver a las andadas. Le tiramos al mar.

-¿Lo tiraron al mar, al americano?

-Bueno, no , de momento sólo su automóvil ; se libró por los pelos pero su Buick acabó en el agua durante la manifestación en marzo de ese año. Ya nos tenían hasta la coronilla, [1] . Los americanos de Kennedy son de lo más hipócrita, quieren Africa para los africanos, pero sólo para los africanos negros, los demás no contamos, no existimos. El yanqui se esfumó, yo creo que su embajador en Lisboa lo repatrió en el primer avión. Pero en fin, el mal estaba hecho, además de Savimbi, el Holden Roberto, otro oportunista, ya se había montado su gobierno de opereta en Léopoldville –Kinshasa, que la llaman ahora – y recibía dinero de todos, hasta de los suecos. Ahí nos empezaron a hacer la pinza todos los que se dicen nuestros aliados. Y luego le fueron creciendo enanos por todas partes, que si pro castristas, que si maoistas, todos los seminaristas de Luanda, .

Couto se iba encendiendo por momentos en su antiamericanismo, tan ibérico ; parecía que había ido coleccionando agravios para echárselos en cara al primer yanqui que traspasase la terraza del club.

-¿No se les ocurrió sublevar las Azores con el pretexto de que éramos fascistas ? Con aliados como ésos no necesitamos amigos. Tanto pregonar el anticomunismo y en el fondo –y en la forma- lo único que les interesa es mangonear toda Africa, y toda Europa, y el mundo entero, bramaba Couto alzando el diapasón[2].

[1] Pá es una expresión coloquial, como la española ‘hombre’. El traductor la ha conservado por un prurito de fidelidad a la forma de hablar de Couto, que salpicaba sus largas disertaciones de pás, con un afán de populismo verbal que no le iba nada.

[2] Pero es verdad que el entonces general que dirigía los Servicios Secretos norteamericanos, Donovan, había inventado y animado un movimiento independentista azoriano en 1940 para convertir nuestro archipiélago en una especie de Puerto Rico o, aún mejor, en un Hawai cualquiera.

La feria de La Puerta de Segura (Jaén, Andalucía), hacia 1920

Se celebraba en La Puerta de Segura entre el 22 y 24 de septiembre y bajaban de la sierra los ganaderos y pastores. Venían tratantes de toda la provincia y de Albacete y Ciudad Real. El lugar era cerca del río Guadalimar. Todavía hacia 1967 había una pequeña feria. Hoy toda esa zona está edificada.

Esta fotografía, junto con otras de la época (que publicaré en este blog), se las doné al ayuntamiento de La Puerta hace años. No tengo noticias de que  las hayan utilizado para nada  ni, por supuesto, que las agradecieran.

 

Feria de La Puerta1

Dos artículos sobre la Sierra de Segura

El Parque Nat. De Segura, Cazorla y Las Villas

 

http://www.estrelladigital.es/blog/jaime.axel.ruiz.baudrihaye/ciervos-arboricidas/20150311220927232283.html

 

 

El Yelmo

El Yelmo

El Yelmo y la violación de su cima pétrea.

 

http://www.estrelladigital.es/blog/jaime.axel.ruiz.baudrihaye/monte-yelmo-lleno-antenas-sierra-segura-jaen/20150304220940231424.html

 

Misión en Angola. 10. Luanda

Sao Paulo de Loanda se tiende en torno a una de las más bellas bahías del mundo. El inmarcesible tuerto no habla de ello porque en Os Lusíadas cuenta otras historias de Vasco de Gama y de la carrera de la India, pues al fin y al cabo, don Luis de lo que sabía era de Asia, donde había estado ejerciendo los más diversos oficios y seduciendo mozas de cien razas.

            En lo que llamaban el mar del Congo o el Océano Ethiópico, a cuarenta grados de latitud merdional, Paulo Dias de Novais funda la primera factoría – le dió su nombre- en 1576, sólo once años después de Río de Janeiro, como consciente de su vocación subalterna y negrera. Cuatrocientos años después, casi día por día, sería abandonada por nosotros en circunstancias que preferimos olvidar, dejando a los angoleños a merced de los clanes, los mercenarios extranjeros y la miseria en uno de los países con más recursos naturales del mundo por metro cuadrado.

Era el acceso principal al reino incierto pero irredento de N’Gola, lo que las viejas cartas de navegación francesas llaman Partie d’Angola o Dongo. Hasta bien entrado el siglo XIX nos limitamos a ocupar las costas porque el único tráfico eran los esclavos. Su enlace con el Brasil, casi premonitorio, a la vista del tardío proyecto cuya promoción el señor Doutor me confiaba, era precisamente el suministro de mano de obra a nuestra colonia americana. Angola fue la madre negra del Brasil y ahora se quería que siguiese el ejemplo de sus hijos y nietos. Inmensas fortunas de negreros luego ennoblecidos se fundaron en aquellas playas y en aquella bahía porque durante siglos, la sola utilidad de las factorías africanas fue proveer de negros a los plantadores del Brasil, enviándolos en crueles y mortíferos viajes, a los puertos de Bahía, Pernambuco y Río.

Los fortines -con nombres como San Miguel, la punta de San Pedro, el Fuerte de la Vera Cruz o el Fuerte Fernando- y presidios no eran más que los puntos de apoyo del trasiego de aquel ébano tierno y sufrido, tratado con desmesurada crueldad. Las iglesias, locales donde se forzaron aquellos bautizos decretados por nuestro carísimo y pundonoroso rey Felipe II (III de España), que no quería que todos los que murieran en las travesías fuesen al infierno, sino por lo menos al purgatorio, dándoles una oportunidad. Todas estas cristianizaciones en masa se sucedieron en el Carmo, en San José, en Nazaré, con sus paneles heroicos de la batalla de Ambulia, la cabeza de don …efímero rey del Kongo, y los acostumbrados naufragios tan apreciados por nuestros escritores, hasta hacía poco más de un siglo, iglesias inocentes, bien cuidadas, que visité raramente mientras estuve en Luanda, pero cuyos campanarios y su contraste con los edificios circundantes eran la única prueba, junto con el fuerte, de que habíamos llegado antes del siglo XX. La otra prueba estaba al otro lado del Atlántico, en la población negra del Brasil que tanto admirábamos ahora.

Pero todo ésto no era más que el fruto de mis febriles y apresuradas lecturas en la quinta de mis padres en Alcácer cuando supe que debía partir para esa Africa para mí ignota. Nadie me había contado nunca aquellos detalles que ahora descubría en libros sospechosos guardados en lo más recóndito de los anaqueles, pertenecientes a mi abuelo masón del que ya creo haber hablado más largamente en otra parte.

Recuerdo la indignación de mi entonces ya anciano padre cuando quise indagar sobre la fortuna de nuestra familia, súbitamente alertada mi conciencia al comprobar que dificilmente todas aquellas quintas, montes, torres y predios pudieran haber salido de los entecos olivos y de unos rebaños más que magros. Pero el tabú de los orígenes de nuestra fortuna solo ha sido comparable al que reina sobre el origen de nuestra estirpe, en la que algunos quisieron ver sangre profana, hebrea.

La llegada fue tremenda y además, errada. En efecto, empecé a dar saltos de alegría cuando vi los promontorios de roca rojiza emergiendo de las aguas y el cerro cónico sobre el que se alzaba lo que luego supe era São Miguel. Los marineros que pasaban a mi lado me miraban con sorna y pronto descubrí que había tomado la isla de cabo por la Tierra Firme. Los canadienses también se equivocaron, lo que me produjo un cierto consuelo a mi bisoñez de agua dulce. Aunque ya estaba acostumbrado al calor pegajoso del barco, esto era mucho más serio ; toda la ciudad bañaba en el mismo ambiente, sin la menor corriente de aire. Los trámites aduaneros, tan minuciosos como inútiles, demoraban horas. « ¿Que venía a hacer en Luanda ? ¿Por cuánto tiempo ? ¿Cuánto dinero traía ? ¿Para quien trabajaba ? ¿Dónde me hospedaría ? ¿Cuáles eran mis señas, mi trabajo y mi ocupación en Lisboa ? ¿A quién conocía en Luanda ? ». La lista de preguntas era interminable y redundante, haciéndome repetir lo que ya venía inscrito en todos los papeles que había debido ir recolectando en Lisboa, en escritorios y despachos morosos, impenetrables y de procedimientos inextricables, durante las tres semanas que habían precedido mi partida.

En el tumulto del desembarco, tras los sudores de la aduana y los policías, olvidé despedirme de algunos de mis compañeros de travesía, me precipité en el primer taxi que encontré y aterricé en el hotel Globo tras una carrera algo desordenada entre centenares de automóviles, muchos más que en Lisboa. El interior me recordaba a esos hoteles a los que van los españoles en Figueira da Foz, destartalados, con olor a coles y en cuyos pasillos se acumulan escobas, cubos de limpieza y montones de sábanas y toallas de colores indefinidos que cambian una vez a la semana. Empecé a encontrar la misión mucho menos apasionante y romántica. Ni lujo ni misterio. Tras almorzar una sopa indefinible y un guiso aún más misterioso con exageración de mandioca, tomé la dispendiosa decisión de gastarme el dinero en, por lo menos, comer decentemente de entonces en adelante. Los militares de A Alcatra me habían asignado el hotel, domicilio obligatorio, pero no me habían hablado de cuaresmas ni penitencias.

La primera impresión de la ciudad, adormecida en el sopor tropical, era la abigarrada mezcla de razas y sobre todos los andares ondulantes, como bailando, de los negros. Los portugueses blancos se pegaban a las aceras que eran de las pletóricas negras, sonrientes, brillantes y de coloridos vestidos. Apenas entendía su habla hecha de risa y canto. Ante aquella explosión de vida, nuestros trasmontanos funcionarios eran de una raza inferior, apocada y amedrentada. Los cafés y plazas eran como un veraneo permanente y me preguntaba cuándo y para quién trabajarían todos aquellos felices desocupados. Luanda era mejor que Lisboa.

En Luanda no entendía a los negros pero, al fin y al cabo, no importaba mucho pues sólo balbucían siempre frases como “sólo mañana”, o “no hay”, o “no es posible” (nao dá).

Su indolencia era pasmosa y les veía derrengados por escalones y entradas de edificios oficiales, sentados en el suelo a la sombra espesa de algún árbol inidentificable, tumbados en bancos y apoyados siempre en paredes y columnas en la sombra de los edificios oficiales. A menudo, dormitaban en los autos y camionetas, esperando no se sabía muy bien qué o a quién. Merodeaban por peluquerías y salones de belleza, al olor de las hembras, como si sus vidas no fueran más que crecer y multiplicarse, siguiendo al pie de la letra, pero con exceso de celo, las enseñanzas de los misioneros.

Había entonces en nuestra provincia unos doscientos mil blancos y casi cinco millones de negros, en sus diversos matices, incluyendo mulatos. Pero, salvo que el señor Doutor consiguiese desviar la emigración hacia Europa de nuestros paisanos, nunca conseguiríamos, calculaba yo, llegar a tener una mínima masa, un peso suficiente para controlar la provincia. Y aquí se me aparecían los claros, prístinos y visionarios designios de nuestro padre de la patria, intentando engrosar aquellas colonias alemanas que serían bastión, refuerzo y consolidación de la obra civilizadora de los europeos.