Tiránica y de peligrosos perfumes…
El conde se había puesto manos a la obra desde que supo de mi llegada, preparando encuentros, organizando cenas y reuniones más o menos encubiertas con artes venatorias y justas musicales ; cuando apenas habíamos pasado un par de días de descanso, conociendo de punta a cabo su hermosa hacienda, ordenada como un parque, el conde me dijo :
-Rui, ahora viene la parte más ardua. Este es el plan de reuniones- y me alcanzó una hoja con sus armas grabadas en sello seco. Las he disfrazado de reuniones sociales, un poco en la tradición de la gentry alemana de Africa, sólo que con más frecuencia. En un mes tendrá el panorama completo y habrá podido pasar el mensaje a todos. Sea discreto porque algunos de mis compatriotas pueden tener simpatías con la PIDE. Tenemos de todo.
-¿Hablan alemán todos ?
-Pero yo llevaré las conversaciones en portugués. Además, también habrá algún invitado portugués de confianza, médicos, principalmente. Gracias la presencia de los portugueses hubo de vez en cuando algún atisbo de melancolía en los pesados y opulentos banquetes de aquellas semanas por las haciendas, animados siempre por la ruidosa y falsa alegría alemana que siempre ha sido pronóstico de desafueros.
-Y, en todo caso, me tranquilizó el conde, le he buscado una traductora. Es una germano brasileña. Ya la conocerá.
El conde se había percatado inmediatamente de mis supinos conocimientos en su lengua, a pesar de mis cuatro diplomas de cursos acelerados. Aunque me hubiera apetecido seguir ganduleando por aquellos jardines pero el conde había minuciosamente organizado casi todo mi tiempo, incluso el libre. La primera cena fue en su propia hacienda, un contraste curioso de la austeridad suabia y la exuberancia africana. El comedor era una sala larga, uno de cuyos lados estaba abierto sobre un porche o veranda, como la llamaban allí, que daba sobre los rumorosos jardines nocturnos donde todo tipo de insectos, pájaros y aún diversas clases de macacos chillones, se dedicaban a sus actividades vitales y no dejaban ni dormir y a veces ni hablar. El otro muro estaba cubierto literalmente de armas indígenas. Los platos y los manteles ostentaban unas discretas líneas azules, evocación del blasón familiar.
Los comensales eran casi todos alemanes, o quizás hubiera algún belga que yo no detectase, todos rubios, tostados y con el aspecto bastante rudo de viejos combatientes. El conde destacaba entre ellos por una cierta forma de conducirse y porque sus rasgos, debido a sus orígenes más mezclados, a un aporte de sangre italiana y quizás sueca le daban un aire más civilizado, menos sajón.
La tercera velada acababa, mis notas rebosaban de los bolsillos de mi sahariana, cuando Liselotte Forst apareció cuando ya estábamos de pie, esperando que los boys pasasen unos digestivos. En medio de aquella reunión de granjeros y junkers reciclados en el sisal, el algodón y el café, surgió como de ninguna parte o, quizás, como si acabase de aterrizar de un imposible vuelo directo del Berlín de hacía veinte años. Apenas tostada por el sol, no muy alta, de hecho más pequeña que muchas de aquellas inmensas hembras, fuertes, bellas y con algo de walkirias desterradas que pululaban por todas aquellas haciendas alemanas como amas, enfermeras, ayudantes, hijas, esposas. Liselotte era más menuda, perfecta, de ojos gélidos, mandíbula cuadrada y una piel finísima que lucía bajo un leve vestido caqui algo gastado. Apenas saludó a la baronesa, recibió el discreto saludo, una imperceptible inclinación de cabeza, del conde Von Bodenberg y tras algunos rodeos vino directamente hacia mí que la había estado observando desde que entró. Había logrado, y quizás fuera ésta la intención del conde, desviar mi atención de la baronesa a la que yo seguía hasta entonces peligrosamente embelesado. Era la traductora que el conde, misericorde y eficiente, me había conseguido para que yo pudiera desempeñar la misión de manera más seria que siguiendo muy por encima aquellas conversaciones que derivaban inmediatamente en dialectos impenetrables de Suabia, Sajonia, Renania oincluso de la extinta Prusia Oriental.
-¿Qué hace un portugués de Lisboa con nosotros esta noche?, dijo, retadora.
-Estoy arreglando unos documentos por encargo de mi bufete de Lisboa ( a esas alturas ya me había aprendido la lección y le había añadido detalles para darle más credibilidad). Los títulos de propiedad de muchas haciendas están algo enrevesados. Pasaré unos días en Quilumbo.
-¿Y después?
-Quitila, las haciendas de los Manhardt…las haciendas alemanas…
-Ah, sí, por río Bungo, …peligroso…
-Roca Quitondo, a ver al señor Kremer, Kisuka, al señor Kroel…
-Está usted empeñado en meterse en la boca del lobo ¿le han dicho que por allí operan los terroristas?
Dijo terroristas como hubiera podido decir gusanos, escoria, violadores.
-Sí, pero me han asegurado que…
-Mire, tendrá que andar con cuidado. Acabo de llegar de Quitila, hemos hecho el viaje en tres vehículos, íbamos armados y llevábamos un Land Rover con dos guardias abriendo paso, bueno, para lo que sirven sus guardias, me fío más de mí misma.
-¿Va usted armada?
-Depende de a qué llame usted armas, me fijó sus ojos helados que de repente parecían haberse derretido un instante.
Liselotte me llevó hacia un extremo del porche. La sinfonía de grillos, pájaros nocturnos, algún aullido lejano (¿o eran rugidos?) era casi ensordecedor, nadie nos podía oir.
-¿Dónde está alojado? ¿con los condes?
-Sí, pero usted, ¿qué hace aquí?
-Yo soy otra invitada, bueno, una invitada casi permanente. Mi padre era muy amigo del conde, le sacó de algún aprieto hace quince o dieciséis años. Llámeme Lilo.
-¿Vive usted aquí?
-Normalmente vivo en Frankfurt, pero ahora llevo casi dos meses aquí. No sé porqué, es aburridísimo, no se puede salir casi y estoy perdiendo el tiempo. Los hombres están todos casados y debo mantenerlos a distancia, los jóvenes están estudiando o trabajando en Alemania. Bueno, pero ahora con usted, una cara nueva, todo será más divertido. ¿Se quiere venir mañana a la hacienda de los Von Coerper? Está lejos, iremos en dos vehículos, con boys, con armas. Por el camino podremos cazar alguna gacela.
-El conde me ha asegurado que…
-Olvídese del conde, se viene conmigo. El sale demasiado tarde siempre.
Ella organizaba todo sin consulta previa. Me cogió la mano y me la apretó. Podía oler su perfume. Yo no quería mirar hacia la sala, temía tener todas las miradas clavadas. Pero no, volvimos y los señores departían en su lengua animadamente, vaciando uno tras otro vasos de alcohol fuerte, tirando de sus pipas y de cigarros. Las señoras se habían eclipsado oportunamente tras las mamparas de cañizo. Para evitar los torbellinos de mosquitos y otros insectos más inquietantes, las luces eran tenues o incluso no había luces, dejando los porches y alrededores del jardín en una incitante penumbra.
-Venga, le voy a enseñar algo.
Pedí licencia al conde que me hizo un gesto distraído con la mano. Podía dejar tranquilamente la sociedad de aquellos nobles granjeros. Seguía a Lilo por un pasillo con ventiladores, poco iluminado.
-¿De qué hablan, tan animados?
-De la guerra, de cosechas, de los bandoleros, pero sobre todo de la guerra y de las guerras.
-¿De todas las guerras?
-Sí, desde la de los Hereros hasta la última, algunos llevan generaciones guerreando, con intervalos agrícolas, antes en Pomerania, ahora en el Africa portuguesa.
Lilo hablaba con cierta ironía de todos aquellos, como sin mucha simpatía. Por el pasillo iba a mi lado, rozándome. Salimos al jardín sonoro, selvático, donde la noche africana se hacía fresca. Un boy dormitaba en un rincón, con un largo palo entre las piernas.
-¡Cómo vigilan!
Lilo lo evitó y entramos en un bungalow.
-Espere.
Pasó tras una cortina y oí rumor de ropa. Cuando salió llevaba un biquini verde. Yo sólo los había visto en fotografía, desde que en 1953 Brigitte Bardot se exhibiese en la playa de Cannes para martirio de los hambrientos sexuales. En Portugal estaban rigurosamente prohibidos en las playas públicas y sólo en algunos hoteles muy exclusivos de Estoril y Cascais habían permitido a los huéspedes extranjeros lucirlos. Pero yo no tenía acceso a esas piscinas.
-¡Vamos! ¡A bañarnos!
-¿De noche?
-¿No tiene calor? ¡Vamos!
Me tuve que quedar en calzones mientras ella se tiraba a la piscina y empezaba a salpicarme, a intentar darme ahogadillas. El juego duró lo que aguantó mi fidelidad a Isabel, cuya visión fugaz, inoportuna y culpable, se desvaneción cuando la última pieza del biquini de Lilo se quedaba flotando en el agua oscura como una tierna hoja caída de un árbol del jardín. Su cuerpo era irreprochable, si bien el pelo era algo áspero. Resabio de mi pedantería académica, evoqué a nuestro excelso tuerto, andando, as lácteas tetas lhe tremiam. En aquel país de predadores, fui predador de una desnudez lunar, tibia, con un impulso antiguo, animal, que nunca había conocido.
A la mañana siguiente fue ella la que vino a despertarme con una sonrisa -gratitud satisfecha- que no había visto la noche anterior.
Yo recorría la hacienda con el orgullo de la fiera que ha hecho suyo un animal salvaje, su presa, y la difusa culpabilidad de haber sido infiel a Isabel. Infidelidad relativa, sin embargo, pues Isabel era aún doncella a pesar de mis libidinosos intentos en las oscuridades del cinema San Jorge.
Lilo me enseñó algo que en Africa era casi irrelevante y que los nativos veían con una mezcla de estupor y de hábito, estupor antes las carnes blancas expuestas al mirar de las gentes, hábito, pues ellos tenían una tendencia climática a la desnudez. Desde antes de la unificación alemana, en las tinieblas confusas del siglo XIX de reinos pequeños y dispersos por tierra germánicas, habían proliferado los clubs de nudistas, algo que el señor Doutor había siempre execrado y que en Alemania formaba parte de la cultura saludable del cuerpo, la freikörperkultur, concepto que no venía en mi método de alemán de Jasper Otto Sauer con el que empecé hacía años a balbucear la difícil lengua wagneriana.
El conde estaba desde muy temprano en sus plantaciones y ya estaba al corriente de mi nuevo sistema de transporte y compañía, según me hizo saber un viejo alemán de bismaquianos mostachos que era como el administrador. Podía irme. En la cena siguiente el conde estaría para hacer de introductor.

Nos cruzamos con convoys…
El viaje a la hacienda de Von Coerper, una de las más grandes del territorio, fue largo. Nos cruzamos con convoys de camiones. Al final iríamos ella y yo solos con los boys, mudos, sordos y ciegos –especialmente invidentes- ante nuestras confianzas. Las doradas e interminables piernas de Lilo llegaban hasta el borde altísimo de unos shorts breves. Hicimos una parada larga, en medio del día, a la sombra de un inmenso baobab que, por los rastros de rodadas, era parada obligada en aquel itinerario. La sombra del baobab estaba salpicada de agujeros blancos y sólo su inmensidad conseguía abrigarnos del sol. Es un árbol que parece casi un tubérculo gigante, con un tronco grueso, elefantiásico, pero hueco. Los boys alzaron como diligentes autómatas, entre los dos coches, una tienda para nuestro almuerzo y se alejaron discretamente hacia unos matorrales que había a cierta distancia. La tarde se hizo fuego sobre el hielo.
De la posterior travesía, pasada la tumultuosa y placentera siesta, sólo recuerdo como en sueños la discusión de Lilo sobre si era mejor llevar los neumáticos llenos de agua o de aire, y si el chófer sabía o no lo que se hacía. Debía saberlo pues llegamos a la hacienda sanos y salvos tras horas de una pista. En las semanas siguientes aprendí a respetar a esos guías, chóferes, scouts, que tenían un instinto para encontrar los mejores pasos en los barrizales y para evitar las trampas de los indígenas en las que podían haberse precipitado nuestros autos, o para encontrar siempre el árbol al que arrimarse, o la pista por la que eludir un encuentro peligroso con algún amigo del MPLA.
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