Misión en Angola. 15. El turbio pasado del Africa occidental alemana, o Namibia, y otras conversaciones.

1905 marcó el inicio de una masacre planeada con lucidez y detalle, encomendada por Heinrich Goering, gobernador del Africa Occidental Alemana -otros dicen que era sólo el juez encargado de la represión- (cuyo vástago, Hermann, se distinguiría años después como alto jefe nazi) a un tal Eugen Fischer que la cumpliría con el característico celo tudesco y exterminaría pulcramente a cien mil hereros, especialmente mujeres y niños para asegurar la extinción de la raza. Entre otras operaciones, como sostiene el informe de Robert Pimenta, elaborado en 1916, mucha mujeres y niños hereros fueron empujados al desierto del Kalahari, donde murieron de sed. Otros métodos más expeditivos consistieron en encerrarlos en recintos construidos como inmensas cabañas y prenderles fuego con keroseno. El diligente Fischer, que años después trabajaría con igual entusiasmo junto a un tal doctor Mengele, inauguró el concepto del campo de concentración con los infortunados bantús, encerrados en inmensos Konzentrationslager de donde nunca más saldrían vivos. Recordaba yo esa histórica habilidad de los alemanes para ensayar en vivo sus técnicas de destrucción y recordaba cómo habían aprovechado la guerra civil de nuestros hermanos para poner a punto sus técnicas de bombardeo sobre la población civil. Cuando los ingleses entran en la colonia alemana en 1916 y ocupan Windhoek sólo pueden levantar acta de las atrocidades. El pueblo herero había prácticamente desaparecido.

En aquella época en Angola quedaban algunos hereros en la provincia de Moçamedes que, bellos y de distinguido porte, como son todos los de raza bantú, destacaban enseguida entre los demás boys. Ironía de la historia, la mayoría de ellos trabajaban en las haciendas alemanas, entendían y hablaban el alemán y hacían de capataces para los demás trabajadores.

En aquellas cenas y veladas que eran mi oportunidad para convencerlos de montar una operación de independentismo suave y controlado, se hablaba de todo menos de lo que yo me traía entre manos. Argelia, Leopoldville, Indochina, eran sus temas favoritos. Los últimos días en las colonias alemanas fui testigo de los grandes preparativos para celebrar la Navidad. Amontonaban caza, cerveza, vinos Rieslings apócrifos venidos del Sudoeste Alemán, en las cocinas se preparaban exóticos strudels en los que había frutas tropicales en vez de reinetas y otras ácidas manzanas.

Una vez tomados unos cuantos schnaps veían con condescendencia y con un cierto placer el desastre francés de Argelia, y no ocultaban su admiración por los comunistas vietnamitas que habían humillado al ejército galo en Dien Bien Fu. Yo pensaba que el señor Doutor tenía una idea bastante equivocada de estos colonos. No tenían miedo, no veían necesario ningún proyecto a la brasileña, no necesitaban dinero. La única Angola interétnica que podían imaginar era una donde las dos únicas razas fueran los alemanes, de amos, y los portugueses, de criados. Lo demás, para estos junkers, era paisaje.

Una de aquellas noches algo frescas del planalto, uno de los asiduos invitados, un tal Halter, nos hizo una descripción muy brillante de sus años de ocupación en París.

-Me estuve paseando durante todos esos años con mi uniforme, recibiendo sonrisas por doquier, siendo atendido el primero desde la boulangerie hasta la última sastrería -decía ufano Halter, un feliz propietario de una hacienda de café que le reportaba los suficientes beneficios como para permitirse un par de lujosos viajes a Europa al año. El último día, antes de salir, pues los americanos, no los franceses, se acercaban, a mi peluquero se le saltaron las lágrimas y me dijo que esperaba tenerme de nuevo como cliente muy pronto, “cuando acabe esta confusión señor Halter”, me decía, acompañándome a la puerta de su barbería, en pleno Montmartre. Ha, ha, y luego decían que aquel barrio era el bastión de la resistencia, unos gallinas, eso es lo que han sido toda su vida, un buena mesa y unas faldas bien ondulantes, y ya no necesitan más, concluía el plantador, entre los asentimientos y coloradotas sonrisas de los comensales.

            Halter también se jactaba de haber formado parte de la Legión Cóndor –de entonces databa su conocimiento del español, lo que hacía que hablase un portuñol detestable-, de haber tenido novias en todas las provincias castellanas, incluso en Salamanca, que ya debía ser difícil en aquellos años. Sus contactos en España le habían permitido encargarse de comprar tierras por Cádiz para revenderlas a compatriotas que iban abandonando Alemania desde 1944. Desde allí dió el salto al Algarve y de allí, a Cuanza Sur. Luego, al hablar más rato con este inmenso alemán de mostachos que casi le llegaban a las patillas, se descubría que nunca había pilotado un avión, había estado sólo en los servicios de tierra, al frente de los mecánicos, y que toda su formación consistía en unos cursos de maquinaria y motores. Pero en eso era excelente, a pesar de las manazas enormes, casi tan grandes como las del gigante Haraldsson, y era el responsable de que toda la maquinaria de las grandes haciendas alemanas funcionase como un reloj, a pesar de los negros, como él decía y de que las aduanas portuguesas retrasasen siempre las franquicias para las piezas de recambio que se hacía traer directamente de Alemania. Tenía también intereses en la Ford Werke.

Conservar la colonia segura con el correspondiente dispositivo militar era el único proyecto que entendían aquellos plantadores. Un territorio ocupado en toda regla, sin mezclas ni imaginación. Para ellos, los negros eran netamente inferiores y sólo podían ser, como mucho, terroristas, bandoleros o carne de cañón. La debacle francesa no interesaba. A ojos de estos junkers de la época del kaiser Guillermo II, adoctrinados en la guerra total de Clausewitz, la derrota francesa en Indochina, la claudicación –así la llamaban- de Argel, no era sino una prueba de su debilidad, de su irrelevancia militar y de su afeminamiento como raza, confirmada en ambas guerras mundiales, en franco-prusiana y en cuantos enfrentamientos históricos habían tenido con los detestados franceses.

Veía yo que las utópicas tesis y proyectos del Senhor Doutor iban a tener que recorrer un arduo camino hasta ser aceptadas. Tras muchas reuniones, el único convencido de ellas era el conde. Me sabía el papel y hacía mi exposición al comienzo de las cenas, antes de que el alcohol hubiera empezado a nublar las mentes y enturbiar los ojos de aquellos agricultores soldados. Ante su impermeabilidad, sin embargo, empecé a sospechar si todo ésto no era más que un embeleco imaginado por el Presidente del Consejo y por su fiel secretario administrativista para ir ganando tiempo mientras preparaban una gran ofensiva militar de guerra total, a la alemana.

-¿Cuándo ganaron esos caballeros (los franceses) la última batalla?, repetía Von Coerper desde la cabecera de la mesa con una sardónica sonrisa- antes de Waterloo, sin duda.

-Crimea…-aventuraba alguno menos francófobo.

-Hace más de cien años y si no hubiese sido por los ingleses, no hubiera vuelto ni un francés de Sebastopol- concluía, chispeando de ironía y lanzando miradas de soslayo a los escasos invitados portugueses y belgas (si éstos eran flamencos, cumplimentaban a Von Coerper, ach so, ach so, con grandes gestos y risotadas, algunos de ellos golpeándose alegremente las altas botas con sus inseparables chicotes, como animándose).

-Pero sin embargo tienen París lleno de nombres de la guerra de Crimea –añadía Halter, el experto en temas franceses, debido a sus paseos y holganzas en el plácido París ocupado.

-¿Qué se puede esperar de un ejército al que no se le ocurrió otra cosa que enviar al cursi de Giraudoux a formar las tropas portuguesas que iban a los campos de Flandes ?, cortaba otro granjero colorado y agitado.

Yo me temía que terminasen metiendo al ejército portugués en las diatribas, ironías y sarcasmos que lanzaban enardecidos contra el francés y miré al conde. Aunque todos sabíamos que habíamos hecho un pobre papel en los campos de Flandes, donde se quedaron la inmensa mayoría de nuestros camponeses[1] enviados como carne de cañón para satisfacer al inglés…

-Compromisos ineludibles de Portugal , nuestro país casi adoptivo, para con su madrastra Inglaterra, terció y cortó Von Coerper, que había captado mi inquietud por cómo derivaba la conversación.

[1] 50.000 portugueses quedaron enterrados en el fango de flandes en la Primera Guerra Mundial en una especie de tributo en especie ofrecido por Portugal a los aliados. Mal instruidos, fueron pasto de la artillería alemana en pocas semanas.

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Misión en Angola. Cap 14. El concepto alemán de los indígenas.

El conde estaba desde muy temprano en sus plantaciones y ya estaba al corriente de mi nuevo sistema de transporte y compañía, según me hizo saber un viejo alemán de bismarquianos mostachos que era una especie de administrador. Podía irme. En la cena siguiente el conde estaría para hacer de introductor.

El viaje a la hacienda de Von Coerper, una de las más grandes del territorio, fue largo. Al final iríamos ella y yo solos con los boys, mudos, sordos y ciegos –especialmente invidentes- ante nuestras confianzas. Las doradas e interminables piernas de Lilo llegaban hasta el borde altísimo de unos shorts breves. Hicimos una parada larga, en medio del día, a la sombra de un inmenso baobab que, por los rastros de rodadas, era parada obligada en aquel itinerario. La sombra del baobab estaba salpicada de agujeros blancos y sólo su inmensidad conseguía abrigarnos del sol. Es un árbol que parece casi un tubérculo gigante, con un tronco grueso, elefantiásico, pero hueco. Los boys alzaron como diligentes autómatas, entre los dos coches, una tienda para nuestro almuerzo y se alejaron discretamente hacia unos matorrales que había a cierta distancia. La tarde se hizo fuego sobre el hielo.

De la posterior travesía, pasada la tumultuosa y placentera siesta, sólo recuerdo como en sueños la discusión de Lilo sobre si era mejor llevar los neumáticos llenos de agua o de aire, y si el chófer sabía o no lo que se hacía. Debía saberlo pues llegamos a la hacienda sanos y salvos tras horas de una pista. En las semanas siguientes aprendí a respetar a esos guías, chóferes, scouts, que tenían un instinto para encontrar los mejores pasos en los barrizales y para evitar las trampas de los indígenas en las que podían haberse precipitado nuestros autos, o para encontrar siempre el árbol al que arrimarse, o la pista por la que eludir un encuentro peligroso con algún amigo del MPLA.

Todas las haciendas alemanas se distinguían inmediatamente de las portuguesas que vimos a lo lejos, por un especial orden en las plantaciones, por las perfectas hileras empenachadas de palmeras, todas de la misma altura, que bordeaban los caminos en una rigidez vegetal en medio de la desordenada jungla, por las barandas y porches como recién pintados, por la pulcritud de los boys que acudían a desembarazarnos de nuestros equipajes. Un clima de prosperidad y eficacia reinaba en aquellos campos y hasta las habitaciones de los negros, cubiertas de zinc, simples, escuetas, fumigadas con desinfectante y pasadas por cal. Y, como luego comprobé, porque los negros eran casi invisibles, la distancia entre ellos y los amos alemanes era como la que había de Luanda a Berlín. Cada vez que nos cruzábamos con indígenas éstos debían saludar, descubrirse si iban con sombrero, salirse del camino dejando amplio paso e inclinarse levemente, sobre todo si íbamos con alguna señora. Los alemanes habían conseguido, en una tierra tan cálida, caliente, establecer algo de glacial, de distante, que amedrentaba a los negros, espantaba a los portugueses y mantenía a raya a los sicarios de la PIDE.

Von Coerper pertenecía a una familia de la Alta Pomerania que se había instalado en Africa del Sudoeste en 1906. Su padre había combatido en el Africa Occidental Alemana en la guerra de los Hereros, y luego en el frente ruso en 1917, y había debido salir, con la fortuna perdida, tras la abusiva entrega de las colonias alemanas a Inglaterra y Francia. Sólo los portugueses habían permitido a algunos colonos alemanes expulsados de Tanganika, de lo que ahora es Namibia, y del Camerún, instalarse en sus colonias, por un acuerdo tácito con los ingleses. Los menos se habían instalado en los años treinta, mientras la mayoría había llegado después de la segunda guerra mundial. Su hacienda era de las más grandes de Angola, sólo superada por las gigantescas de los Kronheimer y el auténtico virreinato de Von Ahlefeldt, a los que tenía que ir a ver dentro de unos días, según la cuidadosa y exacta agenda que me había proporcionado el señor Caetano.

Me preguntaba qué papel iba a jugar Lilo en todo este periplo, qué pensarían los alemanes de un portugués que les roba su doncella. Pero no pensaban nada, primero porque Lilo era res nullius, no era de nadie, y segundo porque estaban demasiado preocupados con sus cosechas, con la lluvia que tardaba, con los insurgentes. Y además no era doncella. A mí me consiguió quitar en nueve semanas y media todas las prevenciones católicas que guardaba. No que fuera yo un virginal mozo, que ya el amor venal me había permitido conocer las profundidades de alguna española, normalmente andaluza o extremeña, que enseñaban con displicencia a los más tímidos unas escasas y ciertamente demasiado pasivas artes en los turbios y sifilíticos locales que abundan por detrás del mercado da Ribeira, en el Poço Borratèm y por Martim Moniz.

Mientras la tarde se deshacía en colores de miel en las verandas, los hacendados me iban escuchando con forzada paciencia, mordiendo sus pipas o jugueteando con sus fustas. En general recibían la novedad, la brillante idea del señor Doutor, con una cierta prevención, algunos con no disimulado sarcasmo. Sus preocupaciones inmediatas eran la mala cosecha de algodón, el descenso de ventas del sisal y los nuevos cultivos de robusta y los experimentos con arabica.

Sólo el aval del conde –a quien la idea de un Brasil africano le parecía plausible- les hacía confiar en que no era un provocador más. Ya habían pasado por muchas traiciones, exilios, derrotas, como para creerse al primer funcionario llegado de Lisboa con el encargo de formar un movimiento de independentistas blancos. El modelo de Ian Smith lo contemplaban con desprecio, como una muestra más de la volubilidad británica. Se consideraban infinitamente superiores a nosotros y aquellas prevenciones, aquellas maniobras de maquiavelismo de vía estrecha les parecian fútiles. Sólo creían en la represión pura y simple, militar. La PIDE era para ellos una especie de intrusión de gestapistas aficionados y matones sin más inteligencia. Encerrados en una visión de los más boer[1], casi todos creían que podrían repetir la hazaña del aplastamiento de la rebelión y exterminio de los Hereros. Como había subrayado un tal Haraldsson.

-Esto les pasa a ustedes por su inútil Estatuto de los Indígenas, con el que minaron su propia colonia- graznaba la torre desde la esquina de la mesa (el conde procuraba alejarlo de la presidencia de la mesa para que no molestase y no nos llegasen sus improperios, pero la voz de Haraldsson saltaba todas las cautelas del protocolo). La cena continuaba, servida por aquellos silenciosos boys perfectamente adiestrados bajo la dura mirada de una especie de báltico, un tal Haraldsson, ya de edad con una cicatriz que le surcaba la frente tostada como una raya roja, con cara de verdugo desocupado que solo con las pupilas transparentes, con esos párpados sin pestañas, los tenía convencidos de que era el mismo diablo, el mítico Mwene Puto. Haraldsson se había lucido en la guerra en el frente del Este en hazañas que nadie osaba evocar, ni siquiera él mismo. Su historia oficial lo hacía apenas responsable del transporte por las estepas ora heladas ora enfangadas de un armón con cuatro inmensos percherones. La elegancia de Von Bodenberg bastaba para intimidarlo, pues el conde eludía saludarlo y el báltico no se atrevía a abrir la boca en su presencia. Sólo en algunas veladas regadas abundantemente de cerveza angoleña, se había ido de la lengua, pero Lilo había rehusado -entonces no supe porqué- traducirme aquellos relatos que mantenían a los alemanes con los ojos fijos, unos, y con una visible incomodidad a los menos beodos. Helmut Haraldsson era el eslabón perdido de los caballeros teutónicos que asolaron las llanuras polacas y rusas desde tiempo inmemorial, a la caza del eslavo.

-Creo que está usted equivocado, con todos los respetos –aventuraba yo- el Estatuto de 1933 de lo que peca es de no haber permitido que éstos se sintieran de verdad portugueses, sino casi siervos…

-Y ¿qué pretende?, ¿hacerlos ciudadanos?, insistía el báltico, ustedes no los pusieron en su sitio, están llenos de caridad católica, son como los polacos, añadía, con una mueca de desprecio que abarcaba Polonia, Portugal y todo lo que no fuera teutón.

-Bueno, ahora ya es tarde para debatir leyes pasadas, terciaba el conde, lo importante es ver qué se puede salvar todavía, si somos capaces de aprender la lección del Congo Belga, de Argelia…

-A sus cinco millones de negros, divididos en tribus, algunas irreconciliables, se les puede dominar perfectamente, está todo inventado, miren la Unión, Rodesia del Sur, no invente brasiles, que no hace falta. En Brasil tenían la amenaza por todas partes, los Estados Unidos que daba lecciones como siempre, todos los masones de las colonias españolas que prodigaban el mal ejemplo, aquí no hay problema, estos africanos todavía necesitan cien años para ser de verdad peligrosos. Y ni soviéticos ni nadie lograrán echarnos de aquí. Mano dura y ya está, concluía triunfante Haraldsson, echándose otro vaso de schnaps al gaznate, más bermejo que nunca.

Algunos comensales asentían, mientras el conde, demasiado elegante para entrar en liza, como buen anfitrión, me miraba con aire desconsolado. Con aquellos energúmenos no había esperanza.

Yo meditaba mientras sobre el nihilismo alemán y su habilidad para llegar al apocalipsis con orgullo y convencimiento, miraba por los amplios ventanales y veía a lo lejos a la baronesa podando tranquilamente sus rosales con un servidor negro que la seguía eficiente como un autómata con su carretilla. A lo mejor tenían razón y lo que teníamos los portugueses eran demasiadas contemplaciones. Como repetían muchos granjeros alemanes, “a los negros se les dan órdenes, no se habla con ellos”. Indestructible argumento.

Para mis lectores portugueses, les recuerdo que en 1905, los Herero, una tribu de habla bantú que eran los antiguos amos de Namibia, de remotos orígenes etíope-abisinios, se sublevó contra los colonizadores alemanes. Armados, con uniformes y con una decente organización militar, no era una siempre algarada de una tribu díscola. El castigo fue terrible y miles de ellos fueron exterminados y sus jefes ejecutados. No hubo apenas prisioneros. Ya en aquellos años 60 , el lugar de Okahandjia, donde están enterrados muchos de los legendarios dirigentes de aquella guerra, como su jefe Maherero, era un lugar de peregrinación.

 

[1] Boer quiere decir campesino en holandés.

Fotos antiguas

El morbo de las memorias de la guerra no me atrae. Está demasiado trillado y hay demasiado maniqueismo. Pero a veces, entre viejos papeles, aparecen fotografías perdidas como ésta de la entrada de las tropas nacionales en La Puerta de Segura, provincia de Jaén, en marzo de 1939.

La entrada de los nacionales en La Puerta

La entrada de los nacionales en La Puerta

En La Puerta acogieron a los refugiados de Espejo, pero el pueblo vivió en cierta calma, sin “paseos”, durante toda la guerra. Entre otras personas que contribuyeron a mantener el orden estaba el alcalde, Vivas, fontanero, de izquierdas y hombre sensato y honradísimo que yo llegué a conocer en los años sesenta, siempre con sus pantalones de azul de Vergara, de obrero, y sus gafas redondas. ¿Por qué no se recupera su memoria pues fue un español cabal en aquel maremágnum de despropósitos?

Es difícil encontrar otras fotografías con los puños en alto –que las habría- pues serían quemadas por sus poseedores, ante el miedo que se implantó. También es difícil encontrar las cartas que recibían las familias de los movilizados en el frente. Sin embargo, en algún cajón o alguna cámara estarán aun, y serían útiles para recrear cómo era la vida cotidiana, en ambos lados.