Misión en Angola. 18. Juegos de manos, juegos de villanos

Desde mis años mozos me había sido inculcado un altivo horror hacia los juegos de envite y azar. “Juegos de manos, juegos de villanos”, recitaba mi tío Sebastião en la heredad alentejana cuando veía que me atraían los juegos de naipes de los jornaleros y peones. Es así que jamás aprendí juego alguno, salvo algunos solitarios que una prima mía –la trigueña Antonia- me enseñaba, junto a otras cosas, en las largas siestas de estío, monótonas y silenciosas.

En las granjas y haciendas alemanas, por el contrario, estos juegos no eran considerados en absoluto como juegos de villanos, sino de alto nivel. El bridge y otros que nunca supe seguir eran los medios para acercarse, para formar equipos y para conseguir introducir en la conversación. Lilo me fue adiestrando también en estas artes, en un lejano paralelismo con mi prima, y eso me serviría al menos para no hacer figura de estúpido total en aquellas veladas en las que se oían lejanos rugidos, mugidos y otros chillidos de fieras inidentificables, servidos por silenciosos boys que se eclipsaban tras el servicio para reaparecer como por ensalmo al menor gesto del conde o de otro de los huéspedes principales. Los boys tenían un especial instinto para detectar los próceres entre la morralla de plantadores sin negocio y de pisaverdes más o menos advenedizos, en cuyo ínfimo grupo sin duda me incluían.

El ritual era casi siempre el mismo. Tras una sesión en el fumoir o en la terraza que hiciera las veces, un grupo de hacendados se desgajaba y se dirigía a la sala de caza que inevitablemente existía en toda propiedad. Luego, poco a poco, los rezagados se iban acercando y, al final, un grupo nunca más numeroso que diez o doce personas se disponían a asistir en silencio a las justas naipescas. Yo, en las primeras jornadas, sólo iba de apuntador o mohíno, con cuidado de no gesticular demasiado, no obstante, por temor a despertar la cólera negra de alguno de aquellos granjeros que tomaban las partidas como estrategias militares. Si bien no jugaban jamás dinero, consideraban aquellos momentos, alejados de las inmediatas preocupaciones de plantaciones, ganado, trabajadores, como el momento más cerebral del día.

Las enseñanzas de Lilo fueron superficiales, pero suficientes para poder seguir el juego con cierto interés, descubrir las artimañas y conocer de antemano quién sería el ganador. El conde, que jugaba rara vez, era sin embargo el mejor, con una especie de elegancia y una inteligencia casi eléctrica que anticipaba las jugadas de sus adversarios. El bridge, hecho de ingenio, deducción y comunicación, exigía una memoria prodigiosa (a los que mis estudios forenses me habían entrenado), pero también un razonamiento y una capacidad de planificación en las que todos aquellos antiguos militares eran excelentes.

En aquellas plácidas veladas casi olvidaba el objeto de la misión y me dejaba adormecer por la dulce sensación de unas largas vacaciones.

Las cosas cambiaron cuando llegó Herrinkx. Las parejas Norte Sur y Este Oeste apenas estaban formadas cuando Haraldsson, el carteador, le invitó de compañero. Tiempo después, supe que el nombre oficial del compañero era ‘el muerto’. Herrinkx era un belga de Elisabethville que trabajaba para la WNLA desde el final de la guerra mundial; era un negocio mucho más lucrativo que su granja katangueña. La Witwatersrand Native Labour Association era la principal organización de contratación -no era sino una especie de leva autorizada- de trabajadores para llevar a los más fornidos a las minas de El Cabo. ‘Irse al John’ o ‘bajarse al John’ era sinónimo de un buen futuro para muchos indígenas cuyo único futuro eran si no las plantaciones interminables o las kubatas de los alrededores de Luanda.

Herrinkx era grandón, de estirpe mercenaria y robusta, con la solidez de esos que llaman españoles de Flandes, textura germana pero un color algo del sur, restos de las mezclas de guerreros de los Tercios con las rubicundas mozas de Courtrai y de Gante. Herrinkx era además un hombre sin miedo. Los aduaneros portugueses de Calueque le tenían respeto, y se embolsaban con disimulo las comisiones que el belga les entregaba. Pasaba y repasaba la frontera con su camión Panhard sin ser inquietado, llevando de carga a cinco o seis fornidos negros congoleses destinados a trabajar en los profundos túneles de la De Beers. Alguno de aquellos negros, en realidad miembro de la guerrilla, le terminaría denunciando y nadie, ni siquiera el bien situado Couto, con quien vaciaba botellas y se entretenía con sus bailarinas frívolas en los clubes más osados de Luanda, le había advertido o alertado. Caería en la ratonera tendida a unos cuantos kilómetros de Cassinga, unas tres horas después de haber pasado la frontera. Era una ironía del destino porque allí era donde los alemanes de Krupp empezaban a invertir millones de marcos, con la cabeza de puente de algunos de los más veteranos hacendados que fueron quienes sirvieron de enlace para tamañas inversiones. Alemania, país con escaso y remoto pasado colonial, era un socio más apetecido que los americanos, de dudosa lealtad, o los escandinavos, de furibundo anticolonialismo. Los galos eran, pura y simplemente, excluidos.

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Misión en Angola. 17. Las cartas de mi (olvidada) novia portuguesa.

Noticias de Lisboa en las cartas de Isabel

Mientras yo retozaba por el planalto e iba, en los escasos ratos libres, pergeñando el necesario informe de las cien páginas para el señor Presidente del Consejo, es decir, Oliveira Salazar, Isabel fue dejando su alma dibujada en tinta sobre cuartillas de papel de hilo. Aún conservo como un estudiante romántico, muchas de aquellas cartas con su perfecta caligrafía de las monjas.

Conservo sus cartas, los libros que me dedicó, con escuetos, para Rui y una fecha, unas corbatas y unos botones de puño (gemelos). De mí no sé si guardará algo, no me lo merezco; mis cartas fueron tan escasas, tibias y al fin prosaicas, con el texto apresurado de tarjeta postal, como mis sentimientos, ocupado como estaba en las profundidades más íntimas de la raza alemana. En el fondo de mi sécrétaire, sus misivas me alivian ahora de la soledad en las oscuras noches de invierno, cuando mis amigos del club Artilharia Um ya están cansados de copas, tertulias y de fados, cuando ya me he estudiado el Diario de Noticias y releído por enésima vez O Primo Basilio o Uma familia inglesa. Al calor de la estufa, las saco de sus sobres de avión, con los colores portugueses, y lentamente voy leyendo, como por vez primera, sus inocentes noticias que me hablan de gentes desaparecidas, de una Lisboa perdida y de un amor sencillo y casto como nunca más viví. Algunas veces tuve tentaciones de quemarlas, de librarme para siempre de esa inmensa saudade; afortunadamente no lo hice y hoy son el único rastro, con mi memoria quebradiza, de aquellos años de ambición y perdición.

 

Mi querido Rui,

Hoy hemos ido la madre y yo a misa a la iglesia de São Nicolau, en la Baixa; como sabes, o debieras saber, mi querido agnóstico, es la iglesia de los marineros y navegantes. Yo he pedido que hicieras una buena travesía y como esta carta ya te llegaría después de haber desembarcado, que hicieras otra buena travesía de vuelta y que sea muy pronto…

Por aquí, las cosas igual que hace quince días. En el trabajo bien, bueno, bastante bien, porque al Dr. Lambrique no se le ocurre nada bueno. Ahora quiere que me ponga a reparar unos libros de João de Barros, tarea que no tiene urgencia alguna pues hay otros ejemplares y no hay riesgo de que se pierdan, y tengo que dejar en cambio de desempolvar unos manuscritos que proceden del convento de São Domingos y cuyo desconocido autor sospecho se trata de algún relajado por la Inquisición. Pero, claro, esas cosas al Dr. Lambrique no le pueden interesar menos. Yo me adapto y callo, para no significarme en nada, siguiendo los consejos de la madre, que cada día tiene más aprensiones.

Ayer, como no estabas, salí con Guida y fuimos hasta Belem en el tranvía. Hacía una tarde suave y azul y la ribera estaba llena de familias con niños, y toda esa gente que tanta gracia te hace, perfectamente vestidos como si fueran a la oficina, con su periódico, cogidos del brazo y dando un paseo cortito antes de meterse en un café de Belem para no coger frío, aunque no hace realmente frío.

A propósito de frío, la casa se ha quedado helada y la madre se pasea con su abrigo por el pasillo dándole órdenes a las criadas, incluso a las que hace años que se fueron o se casaron, todo un poco cómico.

Esta semana se me va a hacer, mi Rui, larguísima. Cuando salgo de la oficina y subo por Garret casi espero que aparezcas en el Largo de las dos Iglesias. No quiero detenerme mucho por si me encuentro a algún amigo tuyo de esos que no hacen sino perder el tiempo en Havaneza, y me hace demasiadas preguntas. Como no sé mentir… y ya me dijiste que no diera muchas explicaciones sobre tu viaje. Eres un cazurro. Subo por Misericordia y voy andando, como cuando venías a buscarme. No tengo prisa por llegar a casa.

Ayer dijeron en la radio que en Nova Lisboa han inaugurado un hospital, “el más moderno de Africa”; ya será menos, ¿o es que los ingleses no tienen ninguno? Todos los días nos pasan la correspondiente ración africana en el parte. La Renascença es algo más discreta pero a menudo se ve que tiene que leer las notas oficiales de la Lusa. Bueno, espero que vayas por esa capital y lo veas con tus propios ojos.

Bueno, termino, a ver si echo la carta antes de que pasen a recoger los buzones y vuela rápido tantos miles de kilómetros que nos separan.

Tu Isabel que tanto…

Mi querido Rui,

Ayer cené con los Veiga Cardozo (como a ellos les gusta marcar, con z) en el restaurante italiano de la Praça de Espanha. Recordaba cuando habíamos venido por allí, el pasado junio, a la salida de aquella misa en la Iglesia de Fátima, cuando cenamos al aire libre bajo las pérgolas. La plaza está desmantelada porque las obras de la Fundación[1] no han hecho más que empezar. No sabes los árboles que han derribado. Y frente a la iglesia van a construir más edificios de la universidad. El restaurante estaba casi desierto…Los Veiga Cardozo, tan snobs, me llevaron a casa, yo creo que para apabullarme con su nuevo Humber, un auto inglés muy elegante, la verdad. Me dieron recuerdos para ti pero no preguntaron mucho, ya sabes que son bastante callados… y muy discretos, siempre que no sea para hablar de ellos mismos y de sus viajes.

Hace un mes que te fuiste y sólo he recibido tu carta, la primera, en que me hablas del desembarco, de tus primeras impresiones. Espero que tío Francisco no te aburra mucho y te deje trabajar y tener tu tiempo libre. Ten cuidado con las señoras de los militares, que me han dicho que son unas liberales de mucho cuidado…

 

Mi querido Rui,

Hoy me han presentado a un profesor español que dice dedicarse a la literatura portuguesa. Hablaba un portuñol más que macarrónico pero al fin y al cabo es bastante simpático para ser español. Era pequeño, calvo, con bigotillo y con barriguita, un poco parecido a Franco, así que no te preocupes que no era ningún conquistador. Hablaba mucho de Nicolás, Nicolás por aquí, Nicolás por allá, de …, hasta que caímos en la cuenta que hablaba del antiguo embajador, el hermano de Franco, todo ello para impresionarnos. Bueno, el caso es que parece que conoce al senhor doutor y tiene cierto enchufe. Quiere escribir un libro sobre el Padre Vieira, supongo que para deleitarse en el anticastellanismo de Vieira, y necesita ver los originales… Le hemos facilitado lo imprescindible para que no dé mucho la lata y aquí lo tenemos todas las tardes (por las mañanas debe dormir), tomando notas y fumando unos apestosos cigarros. Por cierto que tiene el bigotillo marrón de la nicotina. Cuando se va, ventilo la biblioteca, pero cada vez huele más y por las mañanas al llegar, se nota el olor a castellano.

 

Mi olvidadizo Rui,

El clima tropical no debe ser muy propicio para la escritura porque llevo ya tres semanas sin tener noticias tuyas. Sigo enviando las cartas al hotel Globo pero no sé si sigues ahí, si te has ido al interior…(entonces estaba yo en pleno periplo alemán, ya muy bien acompañado…).

Hoy he estado toda la tarde con la tía Fernanda. Ha hecho servir el té al antiguo estilo inglés que aprendió con su efímero marido, el rico señor Dawson. Me ha preguntado por tí y ha movido la cabeza con desaprobación cuando le he dicho que estabas en Luanda. Pero como es tan discreta no ha dicho nada. Se ha pasado el tiempo hablando de cómo se van perdiendo las buenas costumbres y el respeto, recordando a su marido y sus gloriosos días en Tánger cuando él presidía el Rotary y se dedicaba a la construcción de carreteras en la zona internacional.

            La madre ya sabes que dice que tía Fernanda, que ella todavía llama Fernandinha porque le lleva un par de años, me nombrará heredera. No sé cuánto puede tener, pero vive muy bien. Su piso de la rua Castilho está amueblado suntuosamente y está lleno de bibelots caros de los años veinte, de cuando acostumbraba a ir con su marido dos veces al año a Bruselas y a París. Te confieso, y me da vergüenza decirlo y aún pensarlo, que a veces pienso en esa casa como nuestra futura casa.

 

            O Rui,

            ¿Qué te pasa? Por tío Francisco sé que estuviste casi diez días en Luanda y que luego te fuiste con tus clientes al interior, a sus haciendas del planalto. Pero él decía que te esperaba de vuelta en un par de semanas. Ya sé que es difícil escribir desde o mato, pero también se que nuestros correos, sin ser los de su Majestad, no son tan malos. hasta la portera recibe carta de su hijo que está haciendo el servicio en Vila Henrique de Carvalho, en los últimos confines de la provincia. Por cierto, que me ha dicho que la gente se va de las haciendas, que los negros atacan desde el Congo Belga, bueno, ex Belga. Ella tiene mucho miedo y tiene la radio siempre puesta, unas palometas al Espíritu Santo y hace varias visitas a San Mamede. Dice que este mes de mayo va a ir a Fátima descalza, para que su João vuelva sano de la guerra. Yo le advierto que no vaya diciendo guerra por ahí, a ver si la policía la va a fichar como traidora. No hay guerra ni nada, ¿no es verdad, querido Rui?

            Yo ya no volveré a repetir la experiencia. Sé que a tí te molestan esas supersticiones, como tú las llamas. Pero para mí lo peor de Fátima fueron las Hermanas Dominicanas y su residencia, con esa especie de ardor y entusiasmo que me parecían como postizos. Lo mejor, Aljustrel y la casa de Lucía. La gente allí sí que tenía devoción y no los padres que merodeaban, melifluos y arrobados, por entre los árboles y por las callejuelas de la aldea. Se empeñaban en que todos fuéramos a Cabeço a ver donde decían que se había aparecido el ángel. En eso tienes razón, hay un negocio por detrás. Pero no me negarás que todo aquel paraje tiene algo de mágico. Mira, ateo mío, cómo Vila Nova de Ourem ya fue elegida por los Templarios, la cantidad de restos arqueológicos, de menhires, de cromlech, que hay por todos aquellos montes. Ah, y no me negarás que la procesión de las velas no te impresionó un poco, aunque tú decías, mi masón, que olía a pies y a sobaco. A tí, recuerdo, lo que más te gustó es que parásemos a comer en Nazaré, en la casa de comidas de Adrião Batalha, y la posta de bacalao y los carapaucinhos. Allí me terminé de dar cuenta que habrá que conquistarte por el estómago, que eras un burgués.

            Bueno, y después de este repaso turístico, a ver si no dejas de ir a misa, aunque sea de tarde en tarde. Alguna capilla habrá entre los salvajes (bueno ya se que no te gusta que les llame así, pero con las noticias que llegan aquí…). Beijinhos.

Caro Rui,

Como me dijiste que fuera buscando un piso para cuando nos casemos porque no quieres saber nada de herencias improbables ni de tia Fernandinha, te doy cuenta de mis indagaciones.

He visto unos muy espaciosos por la avenida Roma, en un nuevo barrio que se llama Alvalade. No son tan grandes como el de mi madre, pero hay jardincillos frente a las casas, van a hacer escuelas y vive gente como nosotros…

 

Caro Rui,

Ayer de visita en casa de las Tavora Pedroso, que todavía hablan, en cuanto tienen ocasión, de esplendores pasados, de tristezas y de títulos perdidos. Tienen un piso atestado de adornos, tapicerías y fotografías, en la rua da Madalena, justo frente al Largo Amaro da Costa. Luego me ha dicho la tía Bernarda que se las ve por el mercado escogiendo la fruta que casi está para tirar y los puerros y nabos que casi regalan antes de levantar los puestos, las cuitadas.

[1] La Fundación Gulbenkian empezaría a construirse por aquellas fechas cerca de la Plaza de España, en los Jardines de Santa Gertrudis, donde antaño estuvo la Colonia Balnearia Infantil.

La poesía es premonitoria. Los refugiados de hoy en un poema de Albert Samain (1858-1900)

Albert Samain, poeta simbolista francés, fallecido de tisis en 1900, a los 42 años, 220px-Albert_Samainparece que hubiera visto llegar los refugiados, los desposeídos, frente a la crueldad confortable de una Europa bienpensante y egoísta.

 

Pieds nus, manteaux flottants dans la brise, à l’aurore,

Tels, un jour, sont partis les enfants ingénus,

Le coeur vierge, les mains pures, l’âme sonore…

Oh! comme il faisait soir, quand ils sont revenus!

 

Pareils aux émigrants dévorés par les fièvres,

Ils vont, l’haleine courte et le geste incertain,

Sombres, l’envie au foie et l’ironie aux lèvres;

Et leur sourire est las comme un feu qui s’éteint.

 

Ils ont perdu la foi, la foi qui chante en route

Et plante au coeur du mal ses talons frémissants,

Ils ont perdu, rongés par la lèpre du doute,

Le ciel qui se reflête aux yeux des innocents.
Même ils ont renié l’orgueil de la souffrance,

Et la multitude au front bas, au coeur dur,

Assoupie au fumier de son indifférence,

Ils sont rentrés soumis comme un bétail obscur.

 

Leurs rêves engraissés paissent parmi les foules;

aux fentes de leur coeur d’acier noble bardé,

le sang altier des forts goutte à goutte s’écoule,

et puis leur coeur un jour se referme, vidé.

 

Matrone bien fardée au seuil clair des boutiques,

Leur âme èpanouie accueille les passants;

Surtout ils sont dévots aux seuls dieux authentiques,

Et, le front dans la poudre, adorent les puissants.

 

Ils veulent des soldats, des juges, des polices,

Et rassurés par l’ordre aux solides étaux,

Ils regardent grouiller au vivier de leurs vices

Les sept vipères d’or des péchés capitaux.

 

Pourtant, parfois, des soirs, ils songent dans les villes

Aux ceux-là qui près d’eux gravissaient l’avenir,

Et qui, ne voulant pas boire aux écuelles viles,

S’étant couchés là-haut, s’y sont laissés mourir;

 

Et le remords les prend quand, aux penchant des cimes,

Un éclair leur fait voir, les deux bras étendus,

Des cadavres hautains, dont les yeux magnanimes

Rêvent, tout grand ouverts, aux idéals perdus.

 

Albert Samain, La Symphonie HéroÏque

Misión en Angola. 16. Sobre Von Coerper y algunas diversiones algo licenciosas.

Nadie le llevaba la contraria a Von Coerper. Además de ser el más rico de la zona, sólo comparable a los Kronheimer, era una de las más antiguas familias alemanas de Africa, aunque se decía que el Von no era antiguo sino comprado en el caótico registro civil de 1918). Y era un noble culto, que en un ala de su inmensa hacienda había instalado una colección inigualable de piedras semipreciosas que sobrepasaba las dimensiones de un mero cabinet de curiosités para ser un auténtico museo de geología. Todas ellas habían sido acarreadas desde los lugares más lejanos de lo que fueron las colonias alemanas, el Togo, el Camerún, Tanganika y la región de los grandes lagos. Cristales inmensos de cuarzos rosas y blancos, pálidas calcedonias, rojos jaspes, negrísimos ónices, aguamarinas, ágatas, verdes feldespatos. Von Coerper y su esposa estaban orgullosos de su extensa colección, codiciada por el Estado portugués, y objeto de visitas de especialistas alemanes que recalaban por la hacienda periódicamente. Más de la mitad de estos pretendidos geólogos despistados, sin embargo, me había advertido Couto en Luanda, no eran estudiosos desinteresados y más o menos estrafalarios sino prospectores clandestinos de yacimientos de diamantes, incluso algunos enviados solapadamente por los poderosos De Beers que deseaban diversificar sus minas de Kimberley. Pero las minas de Chicapa estaban bien guardadas por nosotros. Allí les era imposible acercarse. Y la Diamang sostenía toda la provincia.

Los platos, todos de carne en cantidades desproporcionadas, eran regados permanentemente con vinos portugueses y unos blancos sudafricanos que nos hacían sudar. Incluso uno de los plantadores, que volvía a tener intereses en Windhoek, se empeñó en que tomásemos uno de esos riesling apócrifos criado en sus viñedos, por si no corriéramos ya el riesgo de acabar la noche totalmente cocidos. A los postres, con el calor y los vapores, el entusiasmo guerrero iban subiendo el tono de las conversaciones hasta mostrar la faz más impúdica de los resentimientos germanos por las derrotas injustas, las paces de saldos y los tratados leoninos a que fueron sometidos por la codicia inglesa y la doblez francesa.

Había entre ellos impúdicos admiradores de todas las hazañas bélicas alemanas, que ya sabe el lector que son innumerables, aunque procuraban, delante del conde, de limitarse a las de la Gran Guerra y hacer como si la Segunda nunca hubiera acontecido, ni perdido. Por ejemplo, una velada se dedicaron a evocar las cruentas hazañas de los submarinos de Von Tirpitz (aquel feroz partidario de la guerra a ultranza) y los más viejos evocaban los naufragios y catástrofes de los mercantes y transatlánticos americanos y aliados con una malévola complacencia en sazonar la historia de la Primera guerra Mundial en el mar con detalles macabros. Particular placer les daba evocar el hundimiento y posterior aniquilamiento de los botes salvavidas del transporte inglés Cyclop de cuyos tripulantes no quedó huella jamás y sin que siquiera el Almirantazgo tuviera conocimiento de su hundimiento, fecha y lugar del mismo. Al escucharlos me parecía releer en versión germana un relato de la Historia Trágico Marítima, entre schnaps y humo de pipa, sentados en hamacas en los porches de sus haciendas. Repito que, en honor a la verdad, como Von Bodenberg despreciaba aquellas veladas de vanagloria, su presencia hacía que callasen, al menos, las hazañas, aún más dudosas de la guerra más reciente, sobre la que solía caer, al evocarla, un tupido velo de silencio.

Lilo siguió conmigo, acompañándome en aquel periplo por las haciendas alemanas. Su cuerpo era para mi la realización de todos los fantasmas enterrados por mí y mis antepasados en las ñoñas quintas del Alentejo, donde los momentos más álgidos de nuestra sensualidad transcurrían atisbando criadas y mozas que iban a los campos, o lavanderas de muslos tersos y morenos en voluptuosas tardes rosadas. Para ella, pura higiene fisiológica, un juego de émbolos y aceites, de cilindros y pistones absolutamente industriales; para mí, una necesidad y un antídoto contra la lujuria primigenia que hubieran despertado los pechos turgentes, de negros y abultados pezones, de las bellísimas jóvenes negras de piel pavonada que, completamente desnudas bajo los ligeros uniformes almidonados, servían en todas aquellas enormes fincas. Ante aquellas grupas, senos y amable hospitalidad habían sucumbido muchos colonos, sobre todo los portugueses, y el resultado era una pequeña turba de meninos de color café con leche que correteaban por las sanzalas, los caminos y detrás de los automóviles. Era el comienzo de nuestro nuevo Brasil, como presentía el sabio Presidente del Consejo, al que sólo faltaba, en efecto, el ingrediente germano. Para eso estaba yo allí.

No era ni hospitalaria ni cálida –y ni falta que hacía, era mejor así- pero tenía el doctorado en posiciones, ideas y juegos libertinos. Los alemanes hacían caso omiso de aquella liaison, algo tan natural y tan higiénico al fin y al cabo como una buena ducha. La etiqueta aceptada era que Lilo era solamente mi traductora. Sólo un checo, que trabajaba para Von Coerper como mecánico, me dijo en un susurro en el que creí percibir cierto despecho, “todos han pasado por ahí”, para que no me creyera que había hecho ninguna conquista. Pero de eso estaba convencido. Pero le eché una mirada al checo queriendo calibrar si él también habría pasado por allí. Lilo era cazadora de hombres como ellos eran de gacelas, palancas y de todo tipo de antílope que que tuviera la pésima, y fatal, ocurrencia de cruzarse por los puntos de mira de sus rifles.