Nadie le llevaba la contraria a Von Coerper. Además de ser el más rico de la zona, sólo comparable a los Kronheimer, era una de las más antiguas familias alemanas de Africa, aunque se decía que el Von no era antiguo sino comprado en el caótico registro civil de 1918). Y era un noble culto, que en un ala de su inmensa hacienda había instalado una colección inigualable de piedras semipreciosas que sobrepasaba las dimensiones de un mero cabinet de curiosités para ser un auténtico museo de geología. Todas ellas habían sido acarreadas desde los lugares más lejanos de lo que fueron las colonias alemanas, el Togo, el Camerún, Tanganika y la región de los grandes lagos. Cristales inmensos de cuarzos rosas y blancos, pálidas calcedonias, rojos jaspes, negrísimos ónices, aguamarinas, ágatas, verdes feldespatos. Von Coerper y su esposa estaban orgullosos de su extensa colección, codiciada por el Estado portugués, y objeto de visitas de especialistas alemanes que recalaban por la hacienda periódicamente. Más de la mitad de estos pretendidos geólogos despistados, sin embargo, me había advertido Couto en Luanda, no eran estudiosos desinteresados y más o menos estrafalarios sino prospectores clandestinos de yacimientos de diamantes, incluso algunos enviados solapadamente por los poderosos De Beers que deseaban diversificar sus minas de Kimberley. Pero las minas de Chicapa estaban bien guardadas por nosotros. Allí les era imposible acercarse. Y la Diamang sostenía toda la provincia.
Los platos, todos de carne en cantidades desproporcionadas, eran regados permanentemente con vinos portugueses y unos blancos sudafricanos que nos hacían sudar. Incluso uno de los plantadores, que volvía a tener intereses en Windhoek, se empeñó en que tomásemos uno de esos riesling apócrifos criado en sus viñedos, por si no corriéramos ya el riesgo de acabar la noche totalmente cocidos. A los postres, con el calor y los vapores, el entusiasmo guerrero iban subiendo el tono de las conversaciones hasta mostrar la faz más impúdica de los resentimientos germanos por las derrotas injustas, las paces de saldos y los tratados leoninos a que fueron sometidos por la codicia inglesa y la doblez francesa.
Había entre ellos impúdicos admiradores de todas las hazañas bélicas alemanas, que ya sabe el lector que son innumerables, aunque procuraban, delante del conde, de limitarse a las de la Gran Guerra y hacer como si la Segunda nunca hubiera acontecido, ni perdido. Por ejemplo, una velada se dedicaron a evocar las cruentas hazañas de los submarinos de Von Tirpitz (aquel feroz partidario de la guerra a ultranza) y los más viejos evocaban los naufragios y catástrofes de los mercantes y transatlánticos americanos y aliados con una malévola complacencia en sazonar la historia de la Primera guerra Mundial en el mar con detalles macabros. Particular placer les daba evocar el hundimiento y posterior aniquilamiento de los botes salvavidas del transporte inglés Cyclop de cuyos tripulantes no quedó huella jamás y sin que siquiera el Almirantazgo tuviera conocimiento de su hundimiento, fecha y lugar del mismo. Al escucharlos me parecía releer en versión germana un relato de la Historia Trágico Marítima, entre schnaps y humo de pipa, sentados en hamacas en los porches de sus haciendas. Repito que, en honor a la verdad, como Von Bodenberg despreciaba aquellas veladas de vanagloria, su presencia hacía que callasen, al menos, las hazañas, aún más dudosas de la guerra más reciente, sobre la que solía caer, al evocarla, un tupido velo de silencio.
Lilo siguió conmigo, acompañándome en aquel periplo por las haciendas alemanas. Su cuerpo era para mi la realización de todos los fantasmas enterrados por mí y mis antepasados en las ñoñas quintas del Alentejo, donde los momentos más álgidos de nuestra sensualidad transcurrían atisbando criadas y mozas que iban a los campos, o lavanderas de muslos tersos y morenos en voluptuosas tardes rosadas. Para ella, pura higiene fisiológica, un juego de émbolos y aceites, de cilindros y pistones absolutamente industriales; para mí, una necesidad y un antídoto contra la lujuria primigenia que hubieran despertado los pechos turgentes, de negros y abultados pezones, de las bellísimas jóvenes negras de piel pavonada que, completamente desnudas bajo los ligeros uniformes almidonados, servían en todas aquellas enormes fincas. Ante aquellas grupas, senos y amable hospitalidad habían sucumbido muchos colonos, sobre todo los portugueses, y el resultado era una pequeña turba de meninos de color café con leche que correteaban por las sanzalas, los caminos y detrás de los automóviles. Era el comienzo de nuestro nuevo Brasil, como presentía el sabio Presidente del Consejo, al que sólo faltaba, en efecto, el ingrediente germano. Para eso estaba yo allí.
No era ni hospitalaria ni cálida –y ni falta que hacía, era mejor así- pero tenía el doctorado en posiciones, ideas y juegos libertinos. Los alemanes hacían caso omiso de aquella liaison, algo tan natural y tan higiénico al fin y al cabo como una buena ducha. La etiqueta aceptada era que Lilo era solamente mi traductora. Sólo un checo, que trabajaba para Von Coerper como mecánico, me dijo en un susurro en el que creí percibir cierto despecho, “todos han pasado por ahí”, para que no me creyera que había hecho ninguna conquista. Pero de eso estaba convencido. Pero le eché una mirada al checo queriendo calibrar si él también habría pasado por allí. Lilo era cazadora de hombres como ellos eran de gacelas, palancas y de todo tipo de antílope que que tuviera la pésima, y fatal, ocurrencia de cruzarse por los puntos de mira de sus rifles.