Un fresco amanecer, cuando aves desconocidas comienzan a graznar en los árboles, solazábame con Lilo cuando unos discretos toques en la puerta interrumpieron nuestro amable despertar.
Por debajo de la puerta deslizaron un furtivo e inoportuno sobre. Penosa y perezosamente me desasí de los brazos de la bella alemana y fui a por la misiva. No auguraba nada bueno. Salíamos en treinta minutos y la firmaba el conde en un estilo de lo más estricto y seco. Lilo tuvo uno de esos ataques de neurastenia con los que me agobiaba cuando no estaba a la altura de sus expectativas, algo que se iba haciendo frecuente a medida que pasaban las semanas de prestaciones, que aumentaba el calor (estaba ya pasando la bella época del cacimbo) y que me hastiaba de sus bronceadas y firmes carnes y atisbaba con más interés que el puramente etnológico algunas de las mulatas de címbreos cuerpos que trabajaban en todas aquellas germanas haciendas.
El conde me esperaba, impecable en sus ropas de un afrikakorps planchado, al pie del inmenso Mercedes 300, aquel que dieron en llamar ‘adenauer’. Por el camino, me fue poniendo en antecedentes de Von Ahlefeldt. Si éste se incorporaba al comité de notables alemanes que estábamos intentando formar con pero que mejor fortuna hastan el momento, la misión estaría cumplida. Luego, era sólo seguir la corriente, impulsar esos apetitos alemanes que venían de hacía más de cincuenta años de ocupar Angola y convertirla, junto a Namibia en un país germánico. Los colonos alemanes se irían convenciendo de la bondad de los designios ocultos del señor Doutor, y a ellos les seguirían los portugueses más esclarecidos.
-Tiene línea directa con Bonn y con los americanos, claro. No creo que tanto con Lisboa; ésa será su tarea, resumía el conde. Esté atento a cuanto diga; hablará en portugués, no se preocupe. No tome notas, pero en cuanto salgamos de allí, tiene usted que preparar un informe, máximo una página, pour mémoire. Su viaje está llegando al final y los acontecimientos se pueden precipitar en cualquier momento. Los movimientos terroristas quieren dar otro golpe, del estilo del de… Es la espiral clásica: ataque lo más odioso posible que desencadene una represión indiscriminada y diez veces más fuerte que la acción que le dió origen y embaucar a los indígenas, haciéndolos que nos odien. Como habrá visto usted en su periplo, son los que trabajan con nosotros los que mejor viven. Y por eso son el blanco directo, principal, de los terroristas. Quieren deshacer esa armonía, esa muestra palmaria de que juntos podemos ir más lejos que separados.
-Sí, pero con la policía de aquí, no va a ser fácil –añadí, pues también me había percatado de cómo la PIDE parecía a veces pagada por Agostinho Neto u otro de los héroes indígenas.
-Precisamente, pero esta estrategia les ha dado resultado en Argelia y en el Congo Belga. La seguirán al dedillo aquí. Y si Salazar y los militares portugueses caen en la trampa, ya no habrá solución. Pero escuche, escuche lo que le diga el señor Von Ahlefeldt le será de gran utilidad. Con éso podrá completar su visión de Angola e informar debidamente en…
-¿Estaremos solos con él?
-No, creo que habrá otros miembros del consejo informal que hemos constituído el año pasado, cuando los portugueses habían perdido por completo los nervios tras las masacres de… Creo que estará también el barón Von Stapel. Un verdadero caballero. Es un suabo. Salió de Alemania en 1935, con un fútil pretexto de investigar no sé qué tribu africana. Así evitó la vergüenza y el oprobio, ser testigo del horror. Luego cumplió sus deberes militares en Besarabia, sin gran alarde y, herido malamente por una granada soviética, logró pasar el resto de la guerra alejado del frente, en su gabinete ; algunos no se lo han perdonado, lo han considerado casi un desertor, un pacifista que logró recurriendo a expedientes poco claros, a rehuir sus deberes con el Reich. Algunas de las personas que usted ha frecuentado, y frecuenta (dijo ésto con un cierto matiz que apuntaba a mi traductora), no le pueden ver. Von Ahlefeldt , sí.
-Von Ahlefeldt ¿también se fué de Alemania?
-No, era un patriota, un militar de carrera y aunque no le gustase el Führer sirvió hasta el final como Comandante de una División de Panzergrenadier… Los americanos no tuvieron nada contra él y tras los debidos cuestionarios, en unos meses, estaba libre. Pero sus tierras eran ya Polonia. No tenía nada, más que muchos amigos del ejército, un nombre y un gran sentido de la organización y de los negocios. Ha reconstruido su fortuna en pocos años, ya verá.
La hacienda de Von Ahlefeldt era, en efecto, una auténtica provincia dentro de Cuanza Sur. Auténticas carreteras y no simples picadas polvorientas o embarrizadas como en nuestras haciendas portuguesas, con explanadas en las que podrían aterrizar hasta aviones de carga, silos, una central lechera, incluso un pequeño ferrocarril para transportar las mercancías hasta los muelles de los camiones. Von Ahlefeldt era uno de los puntales de la agricultura angoleña y su exportador privado más importante. Von Bodenberg había querido que me entrevistase con él, que viera con mis propios ojos las posibilidades de una independencia controlada. « Con un par de empresarios como él, se pueden garantizar cinco ministerios y la viabilidad de esa especie de Estado asociado, es decir, de un Portugal asociado a Angola », ironizaba el conde. Durante aquellas semanas había percibido, incluso entre los más simpatizantes con nuestro país, un cierto sarcasmo cuando hablaban de nuestro gobierno y sobre todo, de la administracióm de la provincia. Aquello no dejaba de molestarme y me venían a la mente las tres palabras con que don Francisco Couto había despachado a los germanos : « insociables, apartados y luteranos ».
Seguimos la carretera de Cela sobre un asfalto a menudo deshecho por las lluvias y porque lo habían echado prácticamente sobre la tierra, sin mayor preparación, para alguna inauguración apresurada del gobernador Silvino Silveiro Marques, ávido de ser congratulado por Lisboa, de hacer fotos para el servicio de propaganda y de quedarse con unos contos de las contratas hechas de cualquier manera.
Kilómetros antes de llegar a la hacienda principal ya se divisaban los edificios a lo lejos, cultivos ordenados hasta perderse de vista, tractores especiales sobre las plantas de café, blancos y negros con ropa de trabajo, riegos por aspersión más allá. Junto a este emporio, las ordenadas haciendas alemanas que había ido visitando eran pequeños chalets de recreo con jardincillos de adorno. Von Ahlefeldt estaba con frecuencia ausente en viajes de negocios a Sudáfrica, Inglaterra o Alemania. Pero el conde se había encargado de reservar con antelación esta audiencia, convertida en una especie de consejo de administración de los alemanes más influyentes. Lilo fue discreta, pero firmemente, dejada fuera del grupo. « Von Ahlefeldt habla perfectamente portugués », me había tranquilizado el conde. En los últimos días había notado que no era bien recibida y que el conde, cuando quería confiarme algo especial, me apartaba de ella con el pretexto de presentarme algún hacendado candidato al comité de notables.
Por su parte, ella, una vez consumados sus propósitos higiénicos, pasaba del furor a la mayor frialdad, ocupándose de asuntos para mi desconocidos, cartas a empresas lejanas, recados imposibles o conversaciones en inescrutable alemán con alguno de los colonos menos simpáticos y más herméticos. El conde, que observaba su proceder, no parecía muy conforme con su papel, autoatribuído, de traductora y secretaria. Lilo transportaba, además de papeles misteriosos en una abultada cartera de cuero negro, una máquina Torpedo en su funda de metal gris.
En aquel almuerzo conocí al barón Ernst Von Stapel. Delgado, pequeño, para un alemán, era originario de Hannover. No era un importante empresario ni hacendado sino que había sido invitado por su gran ascendiente entre los más ilustres junkers de Angola. Condecorado varias veces como héroe de guerra, había estado involucrado en la conspiración de Von Stauffenberg y sólo se había librado de la horca gracias a su glorioso historial. Después de la guerra, los aliados le habían marginado de todo puesto, había debido traspasar la farmacia familiar, vender sus pertenencias y partir. En Angola había descubierto un mundo nuevo, el interés por los pueblos semiprimitivos que, como él decía con razón, habían ya desaparecido de los territorios controlados por los ingleses. Los últimos bosquimanos, o mucancalas, como son también llamados, por ejemplo, se encontraban en el sur de la provincia, expulsados del Kalahari, que había sido su hábitat inmemorial. En Angola quedaban seis mil ; en Sudáfrica sólo 3.500.
Las plantas y las tribus indígenas eran las pasiones del barón. Su hacienda, pequeña, diminuta, incluso, donde vivía con su mujer, Irene, una alemana de Rusia, de ojos menudos y chispeantes, sonriente y excelente cocinera, siempre con un delantal y sus andares de matrona que contrastaban con la delgadez del barón, era apenas un pretexto para dedicarse a sus investigaciones etnográficas. Tras aquel almuerzo fui invitado a pasar unos días en su casa. Lilo se quedó en Novo Redondo, a regañadientes, en medio de un calor casi pestilencial. No en vano la capital de Cuanza Sul había sido desde el inicio de la colonización masiva, hacía casi cien años, llamada ‘cementerio de blancos’.
Tras aquellas semanas de dislates de cama por las noches y esfuerzos políticos y diplomáticos durante la jornada, los cinco días con Von Stapel fueron la única retribución sana de mi aventura angoleña. Hasta pensé, en aquel plácido gabinete llenos de mapas, máscaras, utensilios, piedras, cerámica, herbarios y libros, en escribirle a Isabel, pero ya era demasiado tarde. Allí pudo haber dado un giro mi vida desocupada y banal. Por un momento, pensé ofrecerle al barón mis servicios como secretario archivador, acompañarle en todas sus exploraciones etnográficas, ordenar sus fichas, llevar un diario de todos sus hallazgos, de sus comentarios y observaciones. Hubiera abandonado la pesadísima profesión de abogado y hubiera sido más útil a la sociedad (aunque el concepto mismo de utilidad me produce cierto sarpullido, pues en su nombre hasta se hicieron hornos crematorios). Pero hoy, casi treinta años después, no caben lamentos ; fue exclusiva culpa mía no haber dado aquel paso.