Las máquinas de escribir

Las máquinas de escribir sacaron a las mujeres de sus hogares, las liberaron y les permitieron trabajar en las oficinas como mecanógrafas, sobre todo durante la Primera guerra mundial, cuando los hombres estaban en el frente. El hogar y los hijos ya no serían la única ocupación de las mujeres. Bien es cierto que una mecanógrafa cobraba la mitad que su homólogo masculino, pero algo era algo. La emancipación iba avanzando. Por esos tiempos, no es casual, surgieron las sufragistas y dejaron de ser siempre las sumisas.

Esos aparatos nos acompañaron hasta hace unos treinta años. Aprender a escribir a máquina era una necesidad, teclear con los diez dedos a ciegas, saber cambiar la cinta, meter el papel de calco, gestionar los espacios, eran menudencias que sazonaban el acto de escribir.

Los teclados, qwerty, azerty, hcesarop, hispano, anglo y portugués, respectivamente, distinguían las máquinas. Sus fábricas ilustres, Underwood, Hermes (y la bella Hermes baby), la alemana Torpedo, las Olivetti, las Nakajima, las Royal holandesas, las Remington.

Royal, teclado Azerty

Royal, teclado Azerty

Las fábricas de máquinas de escribir empleaban personal especializado, como las imprentas, requerían de ingenieros, de material de calidad para todas las piezas, desde las teclas hasta los tipos, e incluso para los estuches y cajas. Nada era improvisado. Eran instrumentos de precisión.

El papel no era un asunto baladí. El de marcas de agua era importante para muchas cartas de negocios y sobre todo las de abogados. El tamaño era a menudo la elegante holandesa, más corto que el A 4 hoy generalizado. Los folios venían en resmas, que inicialmente eran de 480 hojas, no de 500.

Eran pianos laicos con su especial ritmo comercial y eficiente. Se podía comprobar la habilidad del mecanógrafo por la velocidad, por el nostálgico tableteo. Teclas en todos los tonos de grises, pero a veces verdes o negras. Escribir a máquina era una pequeña ceremonia de iniciación. Pero sólo para la prosa, pues no se sabe de poetas que hayan usado medios mecánicos.

Las máquinas de escribir iniciaron su decadencia hacia 1970 y en 1990 estaban ya amortizadas. Ahora, tras descubrir la fragilidad de ciertas redes -que Snowden ha demostrado-, los rusos han vuelto, para sus servicios más secretos, a la vieja tradición de las máquinas de escribir. Pero, en general, son objetos de colección.

Escribir en un ordenador en vez de a mano o con máquina, es como podar con la motosierra. Se abusa del corte y se destrozan los árboles por la comodidad frente al esfuerzo que requiere el hacha o el hachulejo, y en la escritura también la sintaxis y la puntuación sufren en aras de la velocidad. Las comas se distribuyen a voleo, los espacios y los párrafos son sacrificados.

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Misión en Angola. Episodio 20. La PIDE aparece.

 Mientras estuvimos el ilustre conde y yo tratando de formar un comité de notables más o menos presentable y digno de llevar a cabo la brasileñización , todo fue bastante bien. Cenas, alguna cacería a la que asistí, torpe, como mero espectador, alguna que otra resaca tras acompañar con schnaps las sucesivas celebraciones de pasadas victorias que los hacendados apreciaban más que las leyendas wagnerianas. Todo eso a la PIDE le parecía más o menos un ‘sport’, y además tenían un respeto reverencial por los alemanes, una admiración nostálgica, algo abyecta, incluso.

            Pero al nobilísimo conde se le ocurrió la peregrina idea de incluir algunos negros en el comité.

            -Nunca sería creíble una autodeterminación, una independencia sin nativos.

            -Pero eso no está en mis instrucciones, la misión…, intenté balbucear.

       -No se preocupe, no son subversivos, son más portugueses que usted. Pero necesita conocerlos, incluirlos. Ya convenceremos al señor Doutor (el gran visionario del futuro Imperio lusoafricano, Salazar), me intentaba tranquilizar el conde.

El caso es que me dio una serie de pistas para que, de vuelta a Luanda, antes de partir, hiciera algunas incursiones en determinados lugares frecuentados por los nativos más evolucionados.

Tenía una pequeñas claves y unas direcciones. Cuando llegué a Luanda descubrí, con horror, que muchas de esas direcciones eran edificios de oficinas coloniales. Mis contactos serían funcionarios del gobierno civil, de las aduanas, despachantes de mercancías, pequeños empleados civiles. Debía llevarles una serie de cartas, peticiones, documentos triviales para ser sellados. Preguntaría por nombres de personas, curiosamente ausentes o de vacaciones, algo por lo demás muy común, y en la respuesta habría invariablemente un número y un nombre, equivalentes (tras descifrarlos en mi hotel tranquilamente con las claves de bridge que el conde me facilitara) a una cita en un día, a una hora y en un café preciso.

 La primera cita fue en el restaurante Munique, muy apropiado, en la rua de Paiva Cuceiro, un jueves por la tarde noche. Después siguieron el cine Império, las boites Tamar y Flamingo, el cabaret Marialvas, el Bowling bar, y muchos otros bares como el 007, el Xeque, el Acrópolis o el Calhambeque.

……………

…………….

Mi hospedaje caluroso y algo sórdido seguía siendo mi base de operaciones, si base y operaciones eran términos aplicables a estos enredos de aficionado. El papel que me deslizaron por debajo de la puerta en el hotel a la vuelta del periplo por las planicies era para mí un auténtico arcano.

El oeste dirige la acción con la espada. Si yo gano el as, enseño muestra, exagero con los diamantes, echo la espada y después tomo el corazón, perderé sin remedio.

Cuando el jack de corazones vaya ganando, él sólo necesitará cuatro diamantes y podrá jugar seguro.

Genio cómico: el oeste sacará la reina de trébol. El sur, pasa; el oeste, pasa; el norte, echa el seis de muestra; y, por fin, el este, pasa.

El Oeste no posee los tres honores que le faltan a la espada; si hubiera tenido el criado dispuesto, podría haber atacado al rey.

Deduje, por mis escasos conocimientos de bridge, que eran comentarios basados en tan antiguo y misterioso juego. Pero entonces no supe descifrar las claves. Las evidentes eran que el oeste eran los Estados Unidos, es decir, el consulado en Luanda . El sur era los sudafricanos, el norte, Portugal, y el este, el MPLA, sostenido por los soviéticos. Pero entre pasar y no pasar o echar, no tenía claro quién ganaba, quién perdía, ni tampoco qué representaban los diamantes (¿la Diamang ?¿el WNLA? ¿De Beers?). El trébol en inglés es club; el Touring Club, pensaba yo. ¿O club de palo con el que se puede agredir? Seguía también sin saber quién pudiera ser Jack, que en francés es valet, criado, quién tenía la espada en el primer mensaje –quién hacía uso de la fuerza o amenazaba con ella-. Pero, en fin, todo esto era tan fácil que antes bien pensaba que podía ser todo lo contrario pues es sabido que el bridge admite millones de combinaciones. La máquina Enigma, cuyas virtudes exaltaba un alemán tuerto en la hacienda de Von Coerper, no hubiera sido capaz de desentrañar este misterio ya que no había clave alguna.

Copié inmediatamente los misteriosos párrafos en un papel de fumar y los metí entre la encuadernación de la Biblia que me había regalado el obispo. El papel lo dejé adrede encima de la mesa, como sin darle importancia, entre los folletos de turismo, unas facturas, las carpetas del Registro catastral y recado de escribir, para solaz de los pides que no tardarían en husmear mi cuarto una vez hubiera salido para el acostumbrado paseo vespertino por aquella Marginal que tanto había echado de menos en las chanas y mulolas aquellas cinco semanas.

Fue pocas jornadas después, en medio de la noche oscura cuando la puerta del cuarto se abrió despacio. Una débil corriente hizo aletear las ligeras cortinas en la ventana abierta de par en par. El calor no me dejaba dormir profundamente por lo que inmediatamente me incorporé. Al principio sólo ví al conserje, cabizbajo y como avergonzado, su alcohólica nariz miñota más roja que de costumbre. Tras él, dos hombres. Uno era sólido, con el pelo cortado a cepillo. El otro, como un fin de raza de los que se encuentran entre los sifilíticos de las callejuelas aledañas a Martim Moniz. El grandullón se abalanzó sobre mí, como si yo hubiera pensado jamás en defenderme o en saltar por una ventana. El sifilítico, de lacio bigote mandarín, me clavó unas esposas bien apretadas y así bajé los tres pisos del hotel, en silencio y cuidando de no caerme por las escaleras. Uno de ellos, no podría decir cuál, pero debía ser el gordo, tenía un fétido aliento a cena copiosa y mal digerida (aún me sorprende cómo la PIDE no utilizase como tortura el arma más irresistible el hedor de muchos de sus esbirros, pero, claro, ellos no eran conscientes de su propia hediondez).

Apenas cruzaron palabra alguna y ya me encontraba apretado entre ambos en el asiento trasero de un gran automóvil negro que olía a colillas. Fui rehaciendo el recorrido por las calles desiertas de Luanda intentando averiguar a dónde me llevaban. En una esquina se tambaleaba un negro borracho, a la luz macilenta de alguna timba. Cada rato nos cruzábamos con algún jeep militar lleno de soldados adormilados que patrullaban la ciudad. Pasamos por calles sin iluminar, por zonas de solares. Nos alejábamos de la avenida Marginal y del centro de la ciudad. No reconocí el edificio, aunque me pareció recordar que habíamos pasado por las inmediaciones del Banco de Angola.

Misión en Angola. Episodio 21. El bridge y la inteligencia de la PIDE

Excuso contar todos aquellos interrogatorios, siempre de madrugada, en sótanos calientes y sin aire renovado desde hacía años, con la boca seca delante de los cafés que los pides saboreaban con fruición o la botella de zumo que alguno bebía ostensiblemente con deleite mientras me espiaba de reojo. En los cuartos que íbamos pasando, los policías con insomnio jugaban interminables, silenciosas y aburridas partidas de ajedrez, para avivar su mente y su improbable espíritu de deducción, con el incierto resultado de conseguir que excitasen su fanatismo viendo por todas partes peones subversivos que entorpecían la marcha del emperador o rey y de sus secuaces torres y caballos. De vez en cuando, en aquellas idas y venidas de calabozos y salas de interrogatorio, me cruzaba con algún detenido, conducido esposado y cabizbajo. Solían ser mestizos, los más claros modelos de assimilados, fruto de nuestra obra colonizadora pues, como siempre ha sido, los más espabilados eran los primeros en organizarse, emprendiendo el arduo camino de la subversión, aquél contra el que el señor Doutor había proclamado su famoso rápidamente y masivamente (es decir, rápida y masiva represión). No los encontraba dos veces, masivamente eran torturados y rápidamente desaparecidos, aunque entonces yo aún no fuera consciente de la dimensión de la acción policial, crédulo del proyecto afrobrasileño. Pero aún así, evitaba cruzar sus miradas por miedo a que los ajedrecistas dedujeran algún enlace oculto. Yo, privilegiado, sólo recibía algún bofetón puramente educativo, docente, de cuando en cuando. No en vano el ochenta por ciento de los pides alardeaban de tener estudios superiores. No eran de la turba soldadesca de las Beiras, lejos de tal.

Uno de los momentos más interesantes fue cuando el pide que respondía al nombre, probablemente de préstamo, Senac, me mostró un pequeño papel de fumar con unos números :

A J 5 4           Q 8 6 3           7 2                  K 10 9

A K J 10         Q 8 4              7 6 5 3 2        9

3                     A J 5 4           K 2                 Q 10 9 8 7 6

Q 10 4 2        6 5                  A J 7 3           K 9 8

Toca oeste, y debajo, N/S Vulnerable.

El tal Senac estaba encantado con su hallazgo, al parecer entre las páginas de un libro del padre Vieira que yo transportaba conmigo, sin haber conseguido leer una sola página en toda mi estadía. Para él, ahí estaba la clave de todo. No conseguí jamás convencerlo que era una fórmula del bridge, una partida que el conde, o el barón, o alguien, me había puesto una tarde como ejercicio. Muchos años después, aún me entretengo repasando todo el expediente, que me ha sido devuelto tras el 25 de abril y del que transcribo parte de los papeles y fórmulas mágicas que hicieron soñar a los pides con una gran conjura germano belga para entregar el sur de Angola a los nostálgicos de Windhoek.

Los esbirros de la PIDE tenían ese odio atávico al señorito de Estoril y Cascais, con quien identificaban el juego del bridge. El bridge que sin embargo no es un juego sino un deporte, como yo trataba de convencerlos, ni más ni menos que el fútbol, a bola, como decían ellos. Pero mi supina ignorancia del balompié y su resentimiento de clase fueron obstáculos insalvables para demostrarles que yo era inocente de toda conspiración.

Perdí la cuenta de los días y las noches que pasé en tan buena compañía, conté lo poco que sabía -ellos ya sabían aparentemente todo- y traté de no corroborar todo lo que ellos afirmaban. En fin, intenté sobreponerme al miedo y la desorientación, convencido de que el senhor Doutor, al fin y al cabo, me echaría un cable. Y como al único que podía denunciar era a él, estaba con el ánimo relativamente tranquilo. Hablé mucho de Couto, cuya frecuentación consideraba una buena coartada.

Se encasquillaron en varios papeles y misivas que los del hotel, horribles colaboracionistas, les debían haber pasado. Todavía recuerdo cómo insistían una y otra vez en un mensaje absurdo y absolutamente misterioso que decía:

La única defensa posible es alzarse con el trébol y así el Este podrá obtener dos ruffs.

También recuerdo su turbación y desconcierto generalizado cuando se me ocurrió soltar la palabra maniqueo en una de aquellas madrugadas húmedas y mareantes. Ellos creían que aludía a Pina Manique, ese histórico comisario de policía que aterrorizó a los liberales, para los pides un héroe, un precursor, lo que contribuyó aún más a hacerme más impopular si cabe entre aquellos energúmenos. Durante días estuvieron preguntándome qué quería exactamente decir con esa especie de insulto, tras haber escudriñado cuanto diccionario -que debería ser malísimo- pudieron encontrar en sus mugrientas oficinas. Lo hallaron de lo más sospechoso. Incluso creyeron que me refería a otro tal Manique, un oscuro subversivo que ellos habían hecho desaparecer hacía unos meses.

Creo que mi libertad sin cargos fue un alivio para sus tórridas y acorchadas mentes. Había uno especialmente, apodado ‘el Adobe’, que paseaba una panza tensa como un tambor y su aire gaseoso entre las mesas con una especie de rabia contenida porque « no entendía ». Era alentejano y mi heredad en Alcácer do Sal, en cuyas tierras había trabajado su padre, le mantenían en el dilema de la revancha popular y el respeto reverencial de generaciones con un analfabetismo sideral por cuyo perpetuación tanto nos habíamos esforzado las clases altas, incluso despidiendo al osado jornalero que enviase a su hijo a una escuela, práctica bastante habitual en nuestras quintas y haciendas.

La confusión general terminó de extenderse por los servicios cuando un avispado pide, ex seminarista, pálido, granujiento y probablemente onanista, cayó en la cuenta de que en el distrito norteño de Zaire existía el puente de M’Bridge, sin duda apto para que los terroristas que venían del ex Congo Belga introdujeran las armas por aquellos parajes. Que encima uno de los palos del juego sean los diamantes ya los terminaba de sacar totalmente de quicio. La conspiración iba tomando forma entre cafés, cigarros y vasos de cachaça. El ‘seminarista’, que respondía al nombre de Isaque, Isaque Salgadoera, el sedicente experto en cartografía.

Pero si el arte de la deducción y el análisis no eran lo suyo, eran excelentes en reclutar los más variopintos confidentes, soplones, infiltrados, provocadores y demás ralea con cuyos informes algo borrosos iban nuestros serviciales pides construyendo sus castillos de cartas, no de bridge, para, a su vez, tener entretenido al poder de la metrópoli. Por ejemplo, conocían todas mis andanzas con Lilo de primera mano. Ello hizo que aunque no hubiera estado enamorado, me acompañase una sensación de abandono cuando descubrí que aquel placer había traído esta desgracia, como la purga de mi pecado, lo que venía aconfirmar todas las crudas advertencias que nos hacían los Salesianos en los ejercicios espirituales sobre los vicios de la carne y el consiguiente castigo por pecar contra el único mandamiento que importaba, el sexto.

A pesar de que habrían pedido verificaciones a Lisboa y los informes sobre mi pasado no podían ser más que lo más apaciguado y mediocre que el objeto de sus pesquisas, los pides seguían enfrascados y absolutamente ofuscados por aquellas inocentes claves y muestras del bridge, embotado el entendimiento entre tabaco y cachaça, en un mareo total. Por fin, gracias al barón Von Ahlefeldt, al conde y a un par de militares con algo de sentido común (y a la longa manus de Marcello -Caetano-, sospecho hoy), una buena mañana quedé en libertad sin más explicaciones. El fanfarrón de A Alcatra, aquel militar que llamaban Dumba, y que yo al principio había calificado para mi uso personal como un militarón, estaba pacientemente esperándome en un UMM flamante con neumáticos blancos de la policía militar. Noté su mirada mezcla de reproche, simpatía y bienvenida.

Pasé tranquilamente un par de semanas en el fuerte de San Miguel, bajo plena jurisdicción militar y a los cuidados de Dumba. Las tardes somnolientas, regadas con whisky de importación y mucho naipe (no bridge, desgraciadamente) las aproveché para ordenar mis notas que remitiría, una vez llegado a Lisboa, al pequeño funcionario de San Bento. No eché en absoluto de menos el hotel Globo ; las piedras edificadas por nuestros ancestros en el sólido y eterno fuerte mantenían una temperatura mucho más llevadera en aquellas salas abovedadas por las que entraba el aire marino. Reconocí que había sido injusto con Dumba que unía, a su fiereza militar natural, un extraordinario sentido común y un desprecio por los malolientes pides que él consideraba militares frustrados y tan cobardes que se habían refugiado en la tortura, la delación y la molicie para eludir el servicio de las armas. « Sólo disparan contra la gente desarmada », escupía Dumba, haciendo un gesto de asco con la boca.

Dumba, desde nuestro encuentro en Lisboa, había estado instruyendo comandos sobre el terreno y unos pides borrachos de los que seguían a nuestros soldados para ir limpiando las zonas de simpatizantes de los terroristas, le habían hablado de Couto y de mí.

-Decían que trabajabas para los belgas y para la ONU.

-¿De dónde se sacaban esas historias ?

-Un tal Couto, ¿lo conoce ?

-Sí, claro, es el tío de mi novia.

-Un pájaro. Por lo visto les habló de sus andanzas por las haciendas alemanas, de sus contactos con un belga…

-¿Herrinkx ?. Ha muerto, lo mataron en el sur.

-Ellos decían que el belga transportaba armas para la guerrilla, aprovechándose de su trabajo de reclutamiento de trabajadores para la De Beers.

-Yo creo que no, parecía un personaje inofensivo y nada politizado. Y la De Beers le pagaría bien, no necesitaba…

-Bueno, nosotros hemos visto de todo, suecos, americanos, vendiendo armas, traficando con la guerrilla, hablando con nosotros para luego informar de nuestras posiciones al enemigo. Aquí en Africa con el mambo que hay montado todas las ideas que pudiéramos traer del país dejan de ser válidas en cuanto desembarcamos.

-Herrinkx era hombre de confianza de Von Bodenberg. Por eso participó en nuestras reuniones. Al revés, si lo mataron era porque era un tipo cabal.

-A alguien le estorbaba, afirmó rotundo Dumba, aspirando el humo de un cigarrillo más. Y no a los guerrilleros, ésos no saben nada de ésto. Lo matarían los negros, pero la orden salió de otro lado. De aquí cerca.

-¿Couto ?

-¿Sabe usted que llenaron el camión de cajas de fusiles checos ? ¿que hicieron fotografías de todo antes de levantar el cadáver del que, curiosamente, no hay ni una sola fotografía ?

Un portugués en La Montaña mágica

La Biblioteca Nacional de Lisboa, en el Campo Grande, es de construcción racionalista, con techos de madera y corcho que amortiguan el escaso ruido (los portugueses son silenciosos) y unos tapices y unos frescos sobre los descubridores dignos de admiración. Suele presentar pequeñas pero interesantes exposiciones de literatos, historiadores y personalidades que nos hablan de ese Portugal tan desconocido en España. Y en sus vitrinas suelen encontrarse joyas bibliográficas, cartas, documentos que completan la biografía del personaje elegido.

Hace un par de meses visité la exposición sobre Los dos últimos publicistas, Sampaio Bruno y França Borges, lo que  despertó mi curiosidad por estos republicanos lusitanos de finales del XIX.

 imgresBuscando en la biblioteca, donde se puede adquirir la carta de lector semanal, mensual o anual inmediatamente, he caido en una gran confusión, pues resulta que otro França Borges, éste militar, es el que está debidamente catalogado, con trabajos sobre infantería, sobre la región de Torres Vedras y sobre vinicultura.

 He tenido que explorar en la hemeroteca para encontrar al França Borges que buscaba. Difícil, pues sus artículos están dispersos en periódicos olvidados, finiseculares, de esos que duraban unos meses o como mucho un par de años. La siguiente expedición deberá ser a la Hemeroteca.

 Pero tras sucesivos descubrimientos, he podido saber que Hans Catorp y Joachim Ziemssen conocieron a França Borges en Davos, donde fallecería el portugués en 1915. Joachim y su primo ya habían fallecido, el primero de tisis, el segundo en combate a principios de la Gran Guerra, como cuenta Thomas Mann en La montaña mágica.

 António França Borges nació en 1871 en Sobral de Monte Agraço, a unos cuarenta kilómetros al norte de Lisboa, en la región llamada Estremadura.

 -Yo no soy un hombre de letras, sólo un hombre de propaganda, les comentó a Joachim y Hans cuando el ubicuo y sabihondo italiano, Settembrini, le abordó en una terraza donde Borges reposaba rodeado de libracos.

 Con ello, quiso librarse de ser sometido a un interrogatorio intelectual, en francés, además, pero lo único que consiguió fue la inmediata simpatía de Hans ante su modestia.

França Borges sostenía ubi libertas, ibi patria, por lo que Suiza, aun en la alta montaña, constituyó un descanso a su azarosa vida y a su exilio. Allí, en sus dos últimos años de vida, encontraría la paz de espíritu suficiente para leer todo aquello que no tuvo tiempo y aun para empezar un diario, sepultado en cualquiera sabe qué archivo portugués. Mann pudo saber de él cuando visitó Davos con su esposa en 1912, para inspirar su novela.

 Los disidentes o Generación Nueva, como les llamó Teófilo Braga fueron los pensadores más heterodoxos –pero malos políticos, un poco como los ateneistas españoles, como Manuel Azaña- que Portugal dio en su conjunto y que allanaron el camino para la República, que tan mal terminaría por sus propias limitaciones (con el Estado Novo de Salazar).