Además de Dumba, mi último gran amigo de aquellos tiempos fugaces del Planalto fue el barón Von Stapel, al que había conocido demasiado tarde. Con él reanudé la relación cuando casi doce años después se instaló en Lisboa, en un piso queirosiano de la rua Mouzinho da Silveira, frente al palacio Medeiros. En aquel piso, entre libros y mapas antiguos, con ese olor a polvo de sabiduría de las viejas bibliotecas, he pasado lo mejor de la década de los ochenta, lejos de los tumultos políticos y en la placidez de los tiempos pasados. Allí descubrí mi pasión por la bibliofilia y el spicy tea, única bebida que parecía tolerar el barón.
Recuerdo cómo, ya pasada la Revolución de los claveles, sacó una tarde un viejo archivador y, tras buscar unos minutos, extrajo dos papeles amarillentos, uno en francés, otro en alemán. Este, con una pequeña fotografía en el ángulo superior derecho. Era de un joven en uniforme -no distinguía bien las solapas, pero Von Stapel susurró, SS-.
-¿No le resulta un rostro familiar?
-Sí, algo me dice…
-¿Y el apellido?, Fürst.
-No caigo.
-Este señor no es sino el padre de su querida en Angola, de aquella señorita que no le dejaba un minuto, Liselotte…Forst, una leve variación de Fürst.
Ante mi sorpresa, el barón continuó.
-Yo tampoco lo supe hasta mucho más tarde, en Brasil. Su padre se estrenó como SS en Francia, tiene prohibida la entrada en ese país. Se refugió en Brasil donde vive su retiro con toda tranquilidad, admirado y reconfortado por el club alemán de Curitiba. De ahí la gran fluidez de aquella chica en portugués. Ella llegó al Brasil con apenas cinco años. Y después, en Angola trabajó para la PIDE, la naturaleza le llevaba a ese campo. Ella fue la que me denunció y la que le denunció a usted y, por supuesto, la responsable de la muerte de aquel belga.
-Lilo, ¡imposible! Al belga Herrinkx lo mató la guerrilla.
-No saque conclusiones tan pronto ¿Cómo cree que aquellos pides, que no sabían alemán, que rehuían acomplejados el contacto con los colonos alemanes, sabían tanto de toda aquella operación? Liselotte traducía para usted y también para la policía política portuguesa, no sea usted ingenuo.
-Sí, la verdad es que los tipos de Luanda sabían todo, pero yo lo atribuí a los chóferes de los Land Rover que nos condujeron por todo aquel periplo.
-No, esos no hablaban más que quimbundu y un poco de portugués. Fué ella. Desapareció de Angola al poco. En todo caso, aquí tiene dos documentos de su ilustre padre; como verá, la joven no podía tener mejor currículum, y me tendió los papeles para que los viera con tranquilidad.
-Bueno, pero ella no iba a ser culpable de lo que su padre hubiera hecho, dije, devolviéndole aquellos documentos tan evidentes.
-Sí, de acuerdo, pero vivió siempre con él, bebió en sus fuentes, y luego el conde y yo fuimos atando cabos. Nada más llegar usted, se hizo la encontradiza, lo sedujo, lo acompañó, estuvo presente en todas las cenas y reuniones, con el pretexto de traducirle y de hacer de cicerone. Esta señorita no había nunca frecuentado nuestras reuniones, no era como nosotros.
-¿Actuó por resentimiento?
-Y porque le pagaban bien. Ella no tenía dinero, vivía, digamos -dudó un momento en decirlo- de una prostitución de lujo, para entendernos.
-¿Y cómo un hombre tan avezado como el conde pudo recomendármela, contratarla ?
-El conde era demasiado aristócrata para pensar mal de la gente. Y se la había recomendado Halter…
-¿El de la Legión Cóndor ? Menuda recomendación.
-Sí, pero un militar de los pies a la cabeza, y eso al conde le hacía perder toda prevención. Para él un militar siempre era honorable.
-¿Qué habrá sido de ella ?
-No se preocupe, se volvió al Brasil, cazó un diplomático español algo viejete, ya en fin de carrera y me parece que ahora vive un retiro dorado en la Costa del Sol, con la herencia del viejo.
Yo me sentí póstumamente algo humillado en mi donjuanismo pues lo que pensaba una conquista no era más que trabajo a sueldo de la PIDE. Eso sí, la Policía Interancional de Defensa del Estado me proporcionó nueve semanas de desafuero total, como nunca más he tenido en toda mi lusitana existencia.
La rua do Patrocinio baja trazando una leve curva desde el Campo de Ourique, enfrente mismo del café de mis encuentros galantes de otrora, A Tentadora, hacia la rua Santo Antonio a Estrela. Está empedrada de guijos negros, irregulares. A la derecha, un despacho de pan donde, desde hace años, salazarista impenitente, el señor Alves sirve a una clientela de abuelas y de niños que van a la escuela, disertando sobre el estado de nuestra nación, y un poco más abajo deja a su izquierda el viejo palacio de los…. La bordean casas modestas y algo decrépitas. Frente al palacio está el cementerio alemán, siempre cerrado, con unos cipreses grandes y sombríos y unas tumbas románticas con letras góticas y verdín. Descansan allí incluso algunos oficiales de la Kriegsmarine cuyo navío fue hundido por los ingleses en el largo de Ericeira allá por 1944. Y unos viejos nobles, comerciantes olvidados y algún que otro nazi emboscado en la postguerra que vivió sin ser molestado en nuestra Lisboa del Estado Novo.
Allí nos encontramos el 24 de septiembre de 1989 unos pocos viejos amigos para acompañar en su último destierro al barón Von Stapel. Las primeras tormentas habían ocultado el sol, trayéndonos un otoño triste que duraría meses. Las calles rezumaban agua y yo pensaba en los lejanos días claros del planalto, en la veranda de Von Stapel, en su esposa Jutte de una modestia antigua, de vieja alemana digna y laboriosa. Un circunspecto empleado de la embajada alemana, oficioso y taciturno, era el único enlace oficial y germano en aquel responso. Los demás, amigos descubiertos hacía unos instantes para perdernos inmediatamente en la lluvia triste y no volvernos a vernos más.
Von Stapel, viudo, encerrado en su viejo piso de la rua Mouzinho da Silveira que olía a libros, había pasado sus últimos años recopilando cuidadosamente sus estudios y completando sus fichas sobre los últimos bosquimanos del distrito de Namibe y de Huila, intentando corroborar las conclusiones algo superficiales del padre Carlos Eastermann, otro estudioso, todo lo que había sido su pasión durante toda su pacífica e inofensiva vida, en la que se preció de la amistad del gran estudioso que fue nuestro Antonio de Almeida. Algunas tardes, avaro de mi tiempo y que hoy me parecen pocas ahora que ya no está, le había hecho compañía y le había escuchado disertar con su todavía fuerte acento alemán, en un portugués que tenía algo de brasileño, sobre los kwengo, los vazama o bosquimanos negros, los kwankhala, los khun, los mucucuancalas y los cassequeles, entre otros innumerables grupos que las guerras civiles habrán dispersado o llevado a la total extinción pero que durante la colonia se mantuvieron preservados y aislados, sin ser inquietados.