En el barrio bruselés de Molenbeek, en la triste rue des Étangs Noirs, más oscura que su nombre, poblada ya sólo de magrebíes, todavía se puede ver la enseña oxidada y casi sin pintura ‘Herrinkx, Atelier de Bicyclettes’. Habían pasado más de veinte años, y en uno de mis viajes al centro de Europa, cuando ya Portugal era parte del Mercado Común, me acerqué por el lugar a fin de indagar dónde había parado la familia de aquel entusiasta empleado, muerto de celo profesional a manos de oscuras complicidades triangulares entre los pides, los FNLA y Couto.
Se entraba por un gran portón que daba a un estrecho y húmedo pasadizo adoquinado. En el patio, bajo un cobertizo de uralita, todavía estaban los ganchos para colgar las bicicletas y unos cuantos cuadros oxidados que ni siquiera servían para chatarra. Al fondo, bajo un escuálido árbol de patio interior, estaba la puerta de vidrio del antiguo taller. Algunos de los ventanucos estaban tapados con contraplacado clavado en el marco. Una vieja con los pelos decoloridos y revueltos entreabrió, un abrigo sobre el arrugado camisón de color amarillento, medrosa y desconfiada.
-¿La señora Herrinkx, por favor?
– …¿sí?
-Soy un antiguo conocido de Albert Herrinkx, de Angola.
-¿Qué desea? Mi hermano murió hace muchos años.
No podía reconocer en sus rasgos frágiles, gastados, la rubicundez y fortaleza del viejo camarada… Tras explicarle brevemente quién era yo, le pregunté,
-¿Puedo hablar con usted?
Se apartó, dejándome pasar. Un gato gordo y peludo se enroscó entre sus medias de lana gris. En lo que había sido un antiguo taller había ahora una cocina, un fregadero, una mesa, sillas, una televisión sobre un baúl y un viejo sofá cubierto con una manta de viaje. Junto a un reloj de cuco parado había una fotografía enmarcada de la reina Astrid y una estantería con unos cuantos libracos. Olía a mantequilla refrita y a gato. La hermana de Herrinkx bajó el volumen de la televisión dejando sólo las imágenes y dejándose caer en el sofá, me invitó a hacerlo en una butaca también algo descuajeringada.
-Albert era un idealista. Se fue al Congo con diecisiete años. Al principio trabajó en una granja experimental cerca de Stan[1]. Pero se cansó pronto y se bajó a Katanga. El sabía hacer de todo, había trabajado con nuestro padre desde pequeño.
No dijo nada de la guerra, de los alemanes.
Las mentiras piadosas de la anciana, creando una pequeña leyenda heroica de su hermano no estorbaban mis pensaminetos y mis sospechas.
-¿Había trabajado en las bicicletas?
-En las bicicletas, con las motocicletas, hasta arreglando armas, motores de camión. Aquí en el barrio no había más que un taller de confianza, Herrinkx, o el taller de Antoine, que era el nombre de mi padre. Así que en Katanga se puso enseguida a trabajar con las minas, siempre había que arreglar un elevador, una polea, un motor. Todo le fue bien hasta que conoció a la fámula aquella.
-¿Katia?
-Le gustaban las mujeres como a todos los chicos, pero aquella… allí empezaron todos los problemas.
-Y le dejó tirado…
-No, qué va. Al contrario, no lo soltaba ni a sol ni a sombra. Aquella Catherine, que decía que era una duquesa rusa, le sorbió el seso, le saco los cuartos, lo arruinó. El tenía tan buena reputación, empezó a faltar al trabajo, a pedir dinero prestado. Ella fue quien le convenció de que se fuera a Windhoek, con los alemanes, tras la independencia del Congo belga. El se podía haber vuelto a Bélgica, donde tenía su trabajo, su familia, le hubieran indemnizado, como a todos los repatriados. Pues no, se tuvieron que ir al sur y luego todo salió mal. La dejó, se escapó. Por eso lo conoció usted en Angola, allí estaba, huyendo de la maldita furcia.
-¿Por qué a Namibia?
-Ah, pues porque era alemana, ni más ni menos. Si mi padre hubiera levantado la cabeza, él que pasó un año preso en el fuerte Breendonk, en manos de los rexistas y de la Gestapo.
La hermana se había inventado una nueva vida para la memoria de su padre y de su hermano. De luchador en la legión Wallonie había pasado a represaliado de los alemanes, mezclando adrede las dos vidas.
-¿Ha visto alguna foto de ella?, pregunté con una especial intuición de que en aquellos años no había tantas alemanas libres, disponibles y come-hombres en aquellos parajes.
-Creo que tengo alguna, aunque quemé casi todo, pero dejé una entre sus cartas.
-¿Las conserva? ¿Tiene las cartas?
-Debajo de la televisión, en ese baúl. Yo creo que no lo he abierto desde que recibí el certificado de defunción del pobre Albert.
-Mire, creo que he conocido a esa tal Catherine; si pudiéramos confirmarlo, sería importante.
-¿Para qué? Hace tanto tiempo de eso. Yo ya no quiero remover más…
-Es importante. Su hermano murió en circunstancias muy raras, no esclarecidas.
-Y ahora ¿qué más da?
– Sí da. Allí todo el mundo pensó que había sido asesinado por la guerrilla. Pero todo era muy confuso. Esa mujer quizás estuviera por medio y si ella hubiera estado por medio, hubiera sido con ayuda de la PIDE. Y si demostramos eso, tendrían que indemnizarla a usted. El Estado portugués ha pagado indemnizaciones, pequeñas, es verdad, a veces simbólicas, como reparaciones por los crímenes cometidos por su policía, sobre todo cuando se ha podido comprobar que se extralimitaron, que eran meros delitos de derecho común.
Los ojos de la anciana brillaron un instante. Yo podía ver toda la miseria en torno, el frío apenas atenuado por una peligrosa estufa, la botella de leche que compartía con el gato, una lata de galletas abierta en el fregadero. Tendría como setenta y cinco años. Casi me dio vergüenza la añagaza porque no estaba nada seguro de que mi país indemnizara a una vieja belga más de treinta años después. Pero yo también tenía mis cuentas que ajustar con el pasado, con aquella rusa que pasaba sus días tranquilos entre la gente guapa de Marbella, entre sesiones de talasoterapia y partidas, precisamente, de bridge.
La anciana se incorporó con dificultad.
-¿Me podría ayudar a retirar la televisión?
El baúl contenía ropa gastada, de hombre, un viejo salacot con el corcho de las alas carcomido, unas correas, corbatas arrugadas de colores indefinidos, monturas de gafas, cartillas bancarias, unos periódicos amarillos, casi marrones, en unas carpeta de una empresa katangueña. Y una carterilla de gutapercha que reventaba de cartas y sobres. La señora Herrinkx me las tendió, mientras escudriñaba entre la ropa mohosa, con un súbito ataque de nostalgia. Sólo había una foto. Reconocería esa mirada aunque todo el resto de la fotografía estuviera velado. Lilo sonreía con la boca mientras sus ojos miraban calculadores al objetivo. Era la expresión algo lasciva y triunfante tras sus ejercicios sexuales, aquella gimnasia para la que siempre había tenido algún incauto europeo, fuera Albert Herrinkx, el despechado checo, y todos los que por allí hubieran pasado, incluido yo mismo.
En el tranvía, de vuelta al hotel Bedford, me iba quitando todavía pelos de gato del gabán y los pantalones. Pero a la mañana siguiente, en el avión que me llevaba a Málaga, con algunos papeles y la fotografía de la Katia/Lilo encontrada en la maleta, todavía encontraba pelos de gato. Las ganancias del bridge y del casino de aquellos supervivientes alemanes serían más rápidas de liquidar que un improbable procedimiento en un perezoso despacho de la Praça do Comercio, donde se apolillaban los viejos expedientes coloniales y las indemnizaciones improbables por los crímenes de la PIDE. Madeleine Herrinkx podría vivir su últimos días sin olor a orines y con luz del sol. Precisamente quizás en la Costa del Sol. Y sin necesidad de inventarse una vida para su hermano.
[1] Stan es el nombre familiar que los belgas de la colonia daban a Stanleyville.