El fin del terrorismo de ETA ha propiciado la eclosión de muchos libros sobre esos más de treinta años de miedo, división y dolor en el País Vasco y en toda España. Algunos son novelas realistas de merecido éxito, otros, análisis e indagaciones sobre qué hubo detrás de tanta muerte, de tanto fanatismo, como el de Edurne Portela (‘El eco de los disparos’).
Pero pocos indagan sobre el propio dolor, sobre el asesinato de un ser querido. ‘El comensal’, de Gabriela Ybarra (Ediciones Caballo de Troya), es quizá el primer testimonio de ese dolor. Los más cercanos y afectados se ven aun incapaces de traducirlo a palabras, lo mismo que sucedió en muchas de las víctimas de los campos de exterminio nazis, que prefirieron el silencio, o el suicidio, al relato.
Gabriela Ybarra es la nieta de Javier de Ybarra, industrial, filántropo, hombre de cultura, que fue alcalde de Bilbao y presidente de la Diputación Foral de Vizcaya, que fue secuestrado y asesinado por unos etarras -hasta hoy no identificados y, por tanto, terriblemente impunes- el 22 de junio de 1977, unos días después de que todo el pueblo español hubiera votado, de manera ejemplar y cívica en las primeras elecciones libres desde febrero de 1936. El mensaje de ETA era claro, les daban igual la democracia, las elecciones, la muerte era su única consigna y su solo leitmotiv.
El título del libro, nos explica la autora, viene de que en su familia siempre se guarda un lugar y unos cubiertos en la mesa para ese comensal que nunca volverá.
Gabriela Ybarra nos ofrece un relato minimalista, casi telegráfico, como el de una agencia de noticias. Y lo entrelaza de manera muy sensible con la muerte por cáncer de su madre, años después. Dos pérdidas, dos muertes violentas -que el cáncer es una violencia- que marcan a toda la familia para siempre.

Es un relato duro, precisamente por esa ausencia de adjetivos, porque excluye la pena -ese método para hacer sensacionalismo que daña tantos libros sobre tragedias-. Hay un tipo de narración casi forense que se limita a exponer los hechos, a veces hasta los más nimios detalles, que son un contraste helado con la realidad de un asesinato -sin necesidad de adjetivos- y la despiadada e irremediable muerte de una mujer joven, madre de tres hijas.
Las 160 páginas del libro bastan para que sepamos, o más bien, sintamos, pues es un libro conmovedor, cómo el mal puede afectar a una familia y a una sociedad. Años de escolta obligatoria para los hijos de Javier de Ybarra, que la ETA se empeñaba en exterminar por esa época en que el odio parecía ser el único argumento de unos cuantos miles de vascos hacia el resto de sus conciudadanos, vecinos y, por supuesto, al resto de los españoles.
El lector se pregunta, al final de esa lectura casi angustiosa pero que no se puede dejar, si la autora ha necesitado contarlo como una especie de terapia para poder expresar, sacar afuera de alguna manera ese dolor que comparte con sus hermanas y con su padre y que no habría forma de supurar en el mero silencio. Quizá este testimonio sirva para que la familia pueda descargarse del peso del silencio, esa especie de omertà que ha contaminado durante años el País Vasco, donde unos se iban, otros callaban y muchos miraban para otro lado.
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