Don Ramón Ruiz-Marín López, un señor de Jaén (quinto retrato segureño)

Tío Ramón ya es ceniza desde hace muchos años pero su recuerdo perdura en mí.

Ramón Ruiz se sintió siempre del campo y para el campo. Las olivas, las fincas, los montes, eran su universo. Nació con el siglo XX en Segura de la Sierra, provincia de Jaén, en la vieja casona que era de la familia y que aun existe junto a la plaza, frente a la iglesia.

Ingeniero, conocía los árboles al tacto, palpaba la tierra y los barros, cuando veía un olivar lejano sabía, antes de pisarlo, si era bueno por el color de los árboles y la tierra. Así, hizo dinero comprando fincas, arreglándolas y vendiéndolas en plena producción.

Tío Ramón

A la sombra de su noguera, con su eterno puro

No creía en los ministerios ni en los funcionarios (“que no distinguían un chaparro de una oliva”), desconfiaba del Poder, denostaba el Plan Jaén porque “cuando Dios creó el mundo, dijo ‘Jaén, para olivas’”, no creía en Franco ni en las Hermandades de Labradores ni en los alcaldes. Creía en el trabajo.

Cuando la Reforma Agraria de la República le encargaron supervisar las fincas ocupadas por la zona de Marmolejo. Se encontró unas tierras abandonadas, ganado muerto o enfermo. “Así no defendéis la República”, les dijo a los ocupantes, que naturalmente hicieron caso omiso de sus advertencias.

El 18 de julio le pilló en el pueblo. Fue detenido por unos anarquistas que se lo llevaron en un automóvil confiscado, al juez, decían. Afortunadamente iba con ellos el comunista Ramón Peláez, con una escopeta. Cuando los anarquistas pretendieron parar en una curva para darle el paseo, Peláez empuñó la carabina y dijo “ésta no ha venido a esto”, y les conminó, amenazándoles, a seguir hasta el juzgado, salvándole así la vida. Al suegro de Ramón Ruiz, que era Presidente de la Audiencia, un aragonés recto y conservador, nadie lo salvó y lo asesinaron de mala manera junto a la verja del cementerio, a la que se había aferrado resistiéndose a ser arrastrado. En su casa de Jaén quedaron para siempre los impactos de balas en su despacho que dispararon los ‘incontrolados’ que se presentaron a tomarse la justicia por su mano y lo sacaron a la fuerza de su domicilio.

Pero Ramón Ruiz tuvo más suerte. Restablecido un cierto orden republicano, tras unas semanas detenido, fue puesto en libertad e incorporado como oficial al Ejército de la República, donde hizo toda la guerra. En el frente de Aragón recordaba cómo llegaban los Stukas de la Legión Cóndor, y el ruso con quien compartía el blocao, experto que los detectaba muy lejos, le avisaba, “cama-rrada, Stukas”, y le hacía cubrirse rápidamente. Ramón Ruiz nunca negó la intervención nazi en la guerra civil, la sufrió.

Al finalizar la guerra, su salvador Ramón Peláez fue llevado ante un Consejo de Guerra que pretendía condenarlo a muerte, pero él se presentó a testificar a su favor, ante el asombro de militares, fiscales y falangistas. Condenado a varios años, pudo ser puesto en libertad y Ramón Ruiz lo colocó en el Servicio Nacional del Trigo.

Pasaron los años, la postguerra, llegó la prosperidad de algunos, con sus Packard y sus Cadillac, pero él siguió siempre una vida austera, sin estridencias, en su gran casa de la calle Llana, en el viejo Jaén (que entonces era una ciudad bastante bonita), con su patio, su fuente y su gran palmera.

El verano, “sol y moscas”, lo pasaba en el Molino donde su árbol sagrado, el único ser vivo que le escuchaba –decía- era la noguera. Bajo ella, en su butaca de anea, leía el periódico, escuchaba las noticias en la radio de pilas (siempre se negó a instalar la luz eléctrica, impropia de cortijos) y fumaba sus puros que iban dejando pequeñas quemaduras en sus guayaberas. Leía el ABC y el diario Jaén, del Movimiento, al que llamaba despectivamente el “Trepabarcos” (el hunde barcos, como se dice ‘hundir’ en Jaén) porque durante la guerra mundial, con sus noticias de toneladas hundidas por la Kriegsmarine, había él sólo hundido varias veces a toda la escuadra inglesa.

Contra la electricidad, pero con la radio, la Radio Nacional de España le traía noticias hasta el fondo del valle, junto al río y el molino. Así podía clamar contra Churchill, el hombre más malo del mundo, o reclamar que los paracaidistas ingleses tomasen los pozos petrolíferos, o mandar el Saratoga -el epítome de la fuerza militar, para él- a controlar a los árabes, o menear la cabeza con desaprobación cuando hablaba aquel ministro jiennense de la sonrisa hipócrita, Solís Ruiz.

Acabando agosto estaba el ritual de la Feria de Linares, donde iba a los toros, invitaba a sus amigos, fumaba sus puros. Emprender el viaje a Linares desde el Molino constituía el fin del verano cortijero, que coincidía también con la festividad de San Ramón, el 31 de agosto.

Era un hombre serio, ni de chistes ni de chascarrillos, sino de frases en general ponderadas, a veces exageradas de ironía o incluso con sarcasmo (contra los nuevos ricos, los cursis y los repipis, principalmente). Su mirada, su mal humor o enfado, que acentuaba alzando las cejas y las orejas a la vez, dejaba despavoridos a los peones, aparceros y tratantes que pretendían engañarle.

Cambiaba los nombres –a mí me llamaba Jaimero y Nasser-, detestaba la cursilería y mantenía su distancia respecto del “mujerío” –su mujer, sus hijas, sus hermanas- a las que afeaba que le contasen a los confesores lo que no le contaban a sus maridos. Cuando una hija suya pretendió meterse a monja, amenazó seriamente con hacerse protestante. En las misas, cuando llevaba al “mujerío a misearse”, se quedaba esperándolas en la puerta, con los hombres, reteniéndome, “los hombres, aquí”, hablando del campo, de las cosechas y los capachos. A mi padre, su hermano pequeño, lo ayudó cuando volvimos de Bruselas y siempre lo respetó, aunque difirieran en ideas, opiniones y muchas cosas (“era el más inteligente de todos nosotros”, me dijo un día).

Aquel a quien consultaban terratenientes (él también lo era, pero no era un propietario absentista), gobernadores, alcaldes y en secreto algún ministro, al final tenía sus dos fieles y pacientes confidentes, Vicente Muñoz, más viejo, que ya había trabajado con su padre antes de la guerra, e Isidro, que casi no hablaba, sólo escuchaba. Isidro después de la guerra recogía hierba y algunas raíces para que su mujer preparase una sopa para los hijos, casi muertos de hambre. Hablaban de la sequía, que no era tan mala como la del “año del hambre” (1946), pero que dejaba las tierras asuradas, las olivas estériles y los pastos a ras del suelo en los Campos de Hernán Perea, por la Chaparra y Cueva Rincón, en las tierras altas de Santiago de la Espada.

Nunca ejerció de cacique. Sus opiniones las plasmaba en artículos sobre la agricultura, contra las pretensiones de los primeros tecnócratas sabelotodo de Madrid –ciudad que detestaba por lo descomunal y por lo que representaba de burocracia y poder lejano-.

Él, que había sido un buen jinete, que se iba a caballo desde La Puerta a Santiago de la Espada a ver los rebaños, ordenar las cortas y las plantaciones, tuvo que renunciar a montar tras el accidente con su Land Rover que le destrozó la rodilla. Ahora llevaba bastón, la garrota, y sólo usaba el auto, para sus recados y para bajar de vez en cuando al pueblo a las tertulias que ya iban languideciendo, como la de ‘La Peña’. El auto siempre debía estar recién lavado, tras sufrir las carreteras polvorientas de macadam de entonces, desde aquel ‘pato’, el Citroën 11 L, negro, que siempre echó de menos, hasta los grandes Seat.

Le recuerdo, al final de sus días, cuando le fallaba el habla y hacía un gesto de irritación y de contrariedad porque no le salían las palabras que él quería. Dejó este mundo en 1980. Alguien de mi familia dijo que lo malo del Jaén de entonces era que “había demasiados señoritos pero pocos señores”. Ramón Ruiz-Marín López fue uno de los señores.

 

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Jean-Claude Brisville y la excelencia de la lengua francesa

Las obras del dramaturgo Jean-Claude Brisville (1922-2014) han sido representadas en España casi siempre gracias a Josep Maria Flotats, que fue su amigo. Así, tuvimos la suerte de ver Beaumarchais, el insolente hace diez años en el Español, en Madrid. Brisville y Flotats, dos personas de una gran cultura, que se han centrado en personajes históricos franceses.

Brisville fue secretario de Albert Camus, cuya muerte le siguió doliendo toda su vida. Admiraba a escritores menos conocidos, como a Dino Buzatti y Ernst Jünger, y entre los franceses a Julien Gracq, Vauvenargues, Sénancour (cuyo Obermann era uno de los libros preferidos de Unamuno), Roger Nimier, René Char, Jean Grenier y Michel Déon.

En mi opinión, ha reflejado perfectamente en su obra el sutil carácter francés, su tono natural, su forma, que se expresa sobre todo en el lenguaje.images

Nunca fue un hombre fácil pues era demasiado crítico, sobre todo con “la raza de los escritores con el dedo alzado, siempre dispuestos a dar lecciones”, como Philippe Sollers o Mauriac, de distintas generaciones. Era despiadado en sus recuerdos, por ejemplo cuando nos dice que André Breton, tras la muerte de Elsa, estaba sobre todo preocupado porque el Presidente de la República aun no le había llamado para darle el pésame.

Sobre su época, también era caústico e hizo suya la frase que oyó de una campesina “antes, la gente era ignorante; ahora, es idiota”. Osó además, en su libertad irreductible, criticar algunos símbolos como la torre Eiffel, el Sacre Coeur, la Tour Montparnasse, otros tantos “ultrajes a la belleza, e imbecilidades dominantes”. No era ni quería serlo, ni en lo social ni en lo cultural ni político, ‘políticamente correcto’.

Era, como el decía, “el hombre de su vida”, un solitario, refractario a la compañía. La prensa, aun reconociendo su valía, nunca le fue muy favorable. En sus libros De mémoire y Quartiers d’hiver nos da cumplida cuenta de sus pensamientos y recuerdos. Se puede decir que fue un escritor y dramaturgo estimado pero no amado por la crítica, como se resume en la acerva crítica que le hiciera Jerôme Garcin.

La dernière salveCentrándonos en su escritura, se servía y dominaba la lengua francesa como pocos. Es uno de los escritores que han contribuido a mantenerla en ese nivel de pureza, sobriedad, economía del discurso y belleza que siempre la ha caracterizado. Ha contribuido así, sin pertenecer a escuelas ni promociones oficiales, al esfuerzo de defensa en el que los intelectuales y escritores franceses llevan empeñados muchas décadas, sobre todo ante la amenaza del inglés de andar por casa que se ha enseñoreado de la comunicación mundial.

Sus obras abordan épocas de la historia de Francia (1750, L’antichambre), Napoleón en Santa Helena (La dernière salve, La última salva), la Restauración con esos dos chaqueteros históricos, Talleyrand y Fouché (Le souper, La cena, “le Vice appuyé sur le bras du Crime”, como dice Chateaubriand en Mémoires d’Outretombe), los debates filosóficos (Pascal y Descartes). Pero también se ha recreado en la época actual, con una sutil e inteligente venganza en Le fauteuil à bascule, contra su editor, cuando fue cesado como director de la colección Le livre de Poche (en España, Carlos Barral debería haber hecho algo parecido cuando fue expulsado de Seix Barral, o el editor y escritor Mario Muchnick al ser relegado sin preaviso ni contemplaciones por el grupo Anaya). También ha dejado obras, como Saint Just, una de sus primeras (1957), o Le bonheur à Romorantin, drama de costumbres.

Son obras de pocos personajes, de diálogos caústicos, donde cada palabra encaja en la idea. Fundamental es, pues un actor culto, de perfecta dicción, con maestría en la voz y el tono, en los matices de la conversación, los silencios, las respuestas fulgurantes. Quizás deban ser casi francófilos, o unos buenos afrancesados para representarlas mejor, y con personalidad, lo que Stanislavsky llamaba el actor con personalidad, con carácter. Son obras en las que cuenta principalmente el personaje, no el escenario. Recordemos, por ejemplo, el papel de Talleyrand que hizo Sacha Guitry para el cine.

En Francia su teatro ha sido publicado habitualmente por Actes Sud, esa gran y cuidadísima editorial de Arles fundada por el belga Hubert Nyssen que tantos escritores ha descubierto y puesto en la palestra.