La música en Rusia siempre ha pertenecido a su alma profunda. Rusia y la música son inseparables. Por eso, tras la revolución de Octubre de 1917, el nuevo Estado se esforzó en crear una música ‘soviética’, de la nueva Rusia, al igual que haría con el teatro. Pero escoger un músico ‘soviético’ era más sutil y difícil. Tres serían los principales seleccionados, Stravinsky –pero se fue del país inmediatamente-, Prokofiev, que también pasó largo tiempo fuera, aunque volvería en 1933, y Dimitri Shostakovich, que siempre permaneció en el país.
La música siempre ha sido esencial en la cultura rusa, en la educación y en los espectáculos. Sovietizar implicaba, en cierto modo, atenuar, si no apagar, la corriente petersburguesa de la música (y de la literatura y las artes en general), considerada demasiado occidental. San Petersburgo fue siempre el escenario y palco de los grandes músicos europeos y rusos. Era una escala obligada.
Esta tendencia a imprimir un profundo carácter ruso no era nueva. Los músicos del siglo XIX ya se habían esforzado en imprimir un carácter esencialmente ruso a sus composiciones para distanciarse de la inmensa influencia alemana, sobre todo de Bach. Rimsky Korsakov, Borodin, Mussorgky y Tchaikovsky –menos, pues más influenciado por la cultura francesa- se inspiraron en los viejos cantos bizantinos y en las canciones populares de los campesinos.
Ahora había que modificar ese pasado demasiado burgués y occidental. No en vano, la capital pasa de Petrogrado a Moscú. Era eslavizar. El control de los grandes teatros –que servían muchos de ellos para el ballet, la ópera y los conciertos, como el Bolshoi o el Mariinsky, fueron, desde octubre de 1917, objeto de polémica y debate entre los distintos grupos revolucionarios.
Julian Barnes ha escrito hace un par de años ‘El ruido del tiempo’, un corto libro, como casi todos los suyos, en el que nos resume la trayectoria y trabajo del compositor ruso Shostakovich.
El libro se divide en tres partes: El aterrizaje, En el avión, En el coche. El primero trata del aterrizaje de Dimitri en este mundo, sus padres, la protección del Mariscal Tukhachevsky, el primer matrimonio, su caída –relativa- en desgracia tras la ópera Lady Macbeth de Mtsenk, que fue tachada de individualista, pesimista, formalista y decadente por el Pravda (es decir, por Stalin) en 1936. Además “amenazaba con pervertir a los espíritus más nuevos”, como decía el musicólogo oficialista soviético Martynov en 1942. Cuando se estrena esta ópera los procesos de Moscú ya habían comenzado a cercenar a los héroes de la Revolución de Octubre, entre ellos a los mejores militares, como Tukhachevsky, Antonov Ossenko (mandado volver desde Albacete a Moscú en plena guerra civil española), a los que seguirían los compañeros de Lenin como Zinoviev y Bujarin, sin contar todos los trotskystas, …
La segunda parte narra su acomodo forzoso al Poder, a Stalin, hasta en los años de la postguerra. La tercera, la sumisión a la burocracia tras el fin del “Gran Timonel” en 1953 hasta su muerte en 1975.
Tres temas planean sobre la vida del compositor: su miedo o cobardía, la persecución y coerción, y su impulso creador, que se sobrepone a los dos condicionantes anteriores. El miedo, la amenaza, el pesimismo, la miseria moral y la auto denigración marcan, según Barnes, la personalidad del músico.
El entorno pasa, del terror ordinario entre 1936 y la muerte de Stalin en 1953, a la subyugación mansa al Poder, algo menos temerosa, pero subyugación, desde la época de Khrushev hasta su muerte. Este gobernante, bastante burdo e inculto, despreciaba la música clásica y en particular la suya, que le parecía jazz, y por tanto despreciable, así como denigraba el arte abstracto.
Sólo la época de la guerra parece haber salvado la dignidad de Shostakovich para Barnes. Las purgas estalinistas ceden algo frente al enemigo exterior. Es cuando compone en unas semanas de septiembre de 1941 la Séptima Sinfonía, la del cerco de Leningrado, de la hecatombe, que se estrena en la ciudad asediada bajo el ruido de las alarmas aéreas y las bombas incendiarias, y finalmente cuando plasma en su Octava Sinfonía la victoria de la llamada Gran guerra Patriótica.
Pero afortunadamente Barnes deja entrever –aunque no lo destaca- también una honestidad, una dignidad en nuestro compositor: su desprecio hacia personajes como Sartre o Picasso, encaramados en su torre, haciéndose los revolucionarios desde su comodidad burguesa, y la lealtad a su país y a su pueblo. El propio músico no se amaba mucho, no se gustaba y quizás se avergonzaba de su silencio, como le sucedió a tantos artistas, por ejemplo Sibelius o a Gogol, que se menospreciaban a sí mismos por otras razones. Pero no se suicidó, aunque en el entierro de su amigo el músico Solomon Mikhoels asesinado por orden de Stalin, confesó “lo envidio”. Porque para él la muerte hubiera sido preferible al terror inacabable que siempre padeció. De hecho, “le gustaba pensar que no tenía miedo a la muerte, sino a la vida”, interpreta Barnes.
Como toda obra en la que su autor tome partido, hay una cierta injusticia, un obviar algunos hechos relevantes que desmentirían el duro juicio que hace Barnes del biografiado como un cobarde y amedrentado. Así, habría que recordar que Shostakovich permaneció en el Leningrado asediado compartiendo la vida del pueblo, y cómo fue que, a pesar de todo, pudo seguir trabajando, pudo crear, componer, trabajar. El precio que hubo de pagar al Poder fue denigrar en público a Stravinsky, al que admiraba (en su viaje a Nueva York), o a Soljhenitsin, al que leía ávidamente en secreto, o a Sakharov, fue el callar ante el gulag, callar ante las desapariciones y las expulsiones de sus colegas y amigos. Pero hay que señalar también que el gran ególatra que fue Igor Stravinsky nunca firmó nada para denunciar la persecución de músicos, artistas y poetas en la Unión Soviética, y eso que no arriesgaba nada. Prokofiev, por su parte, siempre calló, incluso cuando su esposa española fue mandada al gulag.
En definitiva, el libro de Julian Barnes, magistralmente escrito, en frases y párrafos contundentes, expresivos, casi al ritmo de una obra de Shostakovich (como la primera parte, llena de números y cifras que recuerdan ese enlace entre la música y las matemáticas, dos lenguajes universales), es un alegato contra el estalinismo, pero también contra el marxismo. Las tres partes del libro comienzan con un contrapunto al inicio del libro de Dickens, Historia de dos ciudades: “Lo que sabía era que que este era el peor de los tiempos”.
Hay tres libros complementarios a éste cuales son Vida y destino, Todo fluye y Por una causa justa, de Vasili Grossman, para entender lo que fue el estalinismo y lo que es la indestructible alma rusa, ese patriotismo que resiste a la opresión y que siempre renace y que permitió la derrota del nazismo. Creo, es mi personal opinión, que Julian Barnes ha obviado esta condición del alma rusa y, en el fondo, no ha entendido a Shostakovich.
El título del libro, El ruido del tiempo, está tomado del libro autobiográfico del poeta ruso Ossip Mandelstam, publicado en Rusia en 1925. Es un libro que muestra la desesperación. Mandelstam moriría en 1938 en un campo de concentración en la zona de Vladivostok,aunque se desconocen las circunstancias de su muerte, como la de Isaak Babel y tantos otros caídos en desgracia. Julian Barnes, con este título que ha copiado, quiere aludir a las perturbaciones políticas que marcaron la vida de Shostakovich: “¿Qué podía oponer frente al ruido del tiempo? Únicamente que la música está dentro de nosotros –la música de nuestro ser- que algunos logran transformar en música real”.
La vida de Dimitri Shostakovich (1906-1975) también podría ceñirse a una frase: el triunfo de la libertad de creación, aunque él la resumiría en 1961 como “torturado por una servidumbre cruel”, en mención a su relato del 8º Cuarteto para cuerda, opus 110. Es el binomio Poder y Creación, es decir, libertad frente a la opresión. Es un libro triste en el que los protagonistas son siempre la ansiedad y el miedo y en el que el compositor es mostrado sólo como un sobreviviente.
El ruido del tiempo, por Julian Barnes, editorial Anagrama, 2016, 206 págs.
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...