Nada que no sepas, novela de María Tena (anotación de lectura)

No añadiré nada que no se sepa sobre el último libro de María Tena, Premio Tusquets 2018. Ha sido suficientemente reseñado por los mejores críticos, entre ellos por Masoliver Ródenas. Pero no he querido leer ninguna crítica para no condicionar mi lectura y mi percepción.

El tema del libro es tan antiguo como el género novelístico mismo, el contraste entre pasado y presente, la búsqueda de la madre desaparecida, del tiempo perdido. Pero con un giro especial: un pasado no tan lejano, el Uruguay de los años sesenta del pasado siglo, antes de los Tupamaros y de las dictaduras del Cono Sur, una sociedad con una cierta dosis de inocencia, inocencia que la narradora aún conserva cuando vuelve desde Madrid a los escenarios de su infancia en Montevideo, en la pesquisa de qué fue lo que provocó, o causó, la muerte repentina de su madre, la vuelta precipitada de la familia a España.

María Tena conoce muy bien el país, sus gentes, y recrea con soltura aquel ambiente de las clases pudientes, una sociedad que a mí me recuerda, con más glamour ésta que la hispana de la época, a la que Juan García Hortelano describiese en El gran momento de Mary Tribune, o a la que Luis Goytisolo expusiese en el cuarteto catalán,  Antagonía.

La protagonista de esta búsqueda del pasado, de esta dolorosa indagación, se mueve entre el sueño de aquella infancia y primera adolescencia y su némesis de vivir en Madrid, casada con un tal Alvaro, que se le ha derrumbado como modelo y como marido. La vida cotidiana, el marido infiel, la agencia, los hijos, la domesticidad, y aquel Montevideo, aquel Carrasco que recuerda como el paraíso hasta la súbita desaparición de Mamá, la madre (que los dos términos usa la escritora, el familiar y filial y el social). Le han quitado a Mamá. Y ella vuelve a ese país a ver por qué, qué pasó. Su amigo de la infancia, el maduro ex tupamaro, recluído y autoexcluído de una sociedad que ya no es la suya, es quien le desvelará la verdad.

La segunda parte, con la descripción de somera de la vida y carácter de Yuyo, el desentrañar aquel misterio, me ha parecido lo más sabroso del libro. Un libro triste, un libro de desencanto, donde el pecado conlleva la condena (tanto del padre como de la madre); en este sentido, un libro que transpira un cierto puritanismo residual.

Impecablemente escrito, de frase corta, lenguaje directo y actual, la autora tiende un puente hacia ese Uruguay que pocos conocemos, ese país discreto, estable en el que tantas cosas pasaron y cuya personalidad ha inspirado y marcado a escritores y músicos, tanto del país como extranjeros. Quiero evocar a Lautréamont, Supervielle, Galeano, Onetti, Drexler, entre muchos más, y hoy, María Tena.

Si hubiera que poner un subtítulo al libro, yo elegiría el verso de la cantante Barbara, “que tout  le temps perdu ne se rattrape plus…”.

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La revolución de 1918 en Munich

Hace un siglo todo cambió. El viejo orden acababa. La Conferencia de Versalles iba a cerrar en mayo de 1919, con revanchismo y de manera ignominiosa para Alemania, la Europa del Tratado de Viena de 1815. Se desarbolaban y desmembraban con saña y codicia los dos grandes imperios, el Otomano –que se repartían Inglaterra y Francia- y el Austro Húngaro (además del ruso, que estuvo a punto de disgregarse con la guerra civil apoyada por las potencias occidentales). Estos imperios mal que bien, habían asegurado un cierto orden internacional. Ahora, Rusia estaba en plena revolución y Alemania, al borde del colapso.

Los campos de Flandes, In Flanders Fields, 1918

En el arte, Kandinsky ya había  escrito en 1912, De lo espiritual en el arte. La Bauhaus estaba a punto de iniciar el cambio total en la arquitectura y el diseño, uniendo arte y técnica. La pintura, la literatura, la música eran también revolucionarias. El rumano Tristan Tzara (Sami Rosentock), había lanzado su manifiesto Dada –de sí, sí, en eslavo, sí a la libertad creativa, sí a la vida- en abril de 1918. El psicoanálisis que había comenzado hacía diez años empezaba a difundirse como terapia. Oswald Spengler había publicado ya el primer volumen de su Decadencia de Occidente que todos leían con fervor, como Mann y Rilke.

Alemania en 1918

Cuando aun no se había firmado el armisticio (el 11 de noviembre), la revolución estallaba en Alemania, de norte a sur. Empezaron los marinos en Bremen y Hamburgo, el Kaiser Wilhem II huía a Holanda. El 8 de noviembre, en Munich, donde vivían Thomas Mann, Rilke y tantos literatos, se expulsaba pacíficamente al rey y se instauraba la república bávara. Daba comienzo la revolución maximalista capitaneada por el periodista y poeta Kurt Eisner y secundada por muchos intelectuales, entre ellos Ernst Toller, Gustav Regler y Oskar Maria Graf, hoy prácticamente olvidados. Les seguían soldados desmovilizados, obreros, estudiantes. Mientras, la burguesía se encerraba en sus casas, acobardada, a la espera.

Kurt Eisner, un socialdemócrata, no era ningún ignorante. Estaba formado como neo kantiano y había publicado un libro, Nietzsche, el apóstol del futuro. Había trabajado en el prestigioso ‘Frankfurter Zeitung’. Un año después de su asesinato eran publicadas sus obras completas.

Un joven reportero que luego se hizo famoso, Viktor Klemperer, da cuenta de lo que sucede. Entre los rebeldes o revolucionarios que desfilan por las avenidas muniquesas figura un cabo desmovilizado que acaba de salir de un hospital militar en Pomerania, un tal Adolf Hitler, que incluso participará en el funeral de Eisner en febrero. El director de orquesta Bruno Walter, amigo de Mann, practicaba su música. En el funeral de Eisner, ‘el Judío’, como le acusaban muchos, asesinado por un noble ultraderechista, Heinrich Mann pronuncia unas palabras, así como el espartakista Max Levien, aunque había sido su oponente.

Klaus Mann eligiría después a Eisner como el héroe de una de sus piezas de teatro. Su hermano Thomas estaba escribiendo La Montaña mágica, trabajo que interrumpió mientras duraba esa revolución. Su protagonista, Hans Castorp es en realidad un producto de esa revolución, de la contradicción entre el progreso democrático y el comunismo de vieja escuela, entre Settembrini y Naphta.

Pero había que acabar con el desorden. Los socialdemócratas alemanes, dirigidos por Friedrich Ebert, pactan con Hindenburg para derrotar a los revolucionarios en toda Alemania. Karl Liebknecht y Rosa Luxemburg son asesinados en enero de 1919, como lo será días más tarde Kurt Eisner, el 21 de febrero.

A finales de abril de 1919, las tropas, la policía y los freikorps ahogan en sangre, a base de ametralladoras, el sueño imposible de aquellos poetas. El pequeño ejército rojo bávaro, de 15.000 soldados fue aniquilado y dispersado rápidamente. La Asociación Thule, fundadora del Deutsche Arbeiter Partei, que luego se convertiría en el NSDAP, estaba ya muy activa y clamaba por la pureza de la raza alemana, por una dictadura y por la expulsión de todos los judíos, a los que acusaba de ser los promotores de la revolución muniquesa.  El 1º de mayo desfilan por las avenidas de la ciudad los húsares prusianos y los freikorps, convenientemente uniformados. El experimento de los ‘soñadores’ ha terminado.

En España solamente Pío Baroja, en Las veleidades de la fortuna, se hace eco de esta revolución,

Stolz les habló de la revolución comunista y les señaló los puntos donde el estudiante Noske dio la batalla a los maximalistas  bávaros. Stolz era reaccionario y antisemita. Todos aquellos judíos mesiánicos, como Trotsky, Bela Kun y Zinoviev, le parecían repugnantes. Kurt Eisner, el socialista asesinado en Munich era, según él, uno de los hombres más pedantes y autoritarios.

(…)

-¿Y era curioso el aspecto de Munich durante la revolución?- preguntó Pepita.

-Nada. Todo iba tomando un aire horrible. Era como el cieno que va apareciendo cuando se revuelve un estanque.

(…)

– El alemán no puede vivir más que con disciplina estrecha. El maximalismo aquí, como todo lo popular en Alemania, tomó aire de fiesta gimnástica. Grupos marchando al paso y cantando la Internacional o la Marsellesa, músicas, tambores, tuvimos todo este estrépito hasta que empezó la canción de las ametralladoras (…)

La revolución de Munich, en la que participan espartakistas (mandados detener temporalmente por Eisner, como Max Levien, fundador del Partido Comunista Alemán), tolstoianos, utopistas, se plasma sobre todo en el papel: la prensa es nacionalizada, o más bien, socializada, se implanta la jornada de ocho horas (aunque la mayoría de las fábricas están paradas y hay miles de parados), se nacionaliza la industria minera. Las finanzas se guían por las teorías iluminadas de Silvio Gesell, Delegado del Pueblo, que considera la moneda como un residuo del pasado y propone que el dinero sea sujeto a una tasa semanal y sólo aceptado cuando los billetes lleven el sello de haber sido pagada; sostiene que el interés hace esclavos a los hombres, que la tierra y sus tesoros, su riqueza, pertenecen a todos, “no hay carbón inglés ni petróleo rumano, todo pertenece a la humanidad”. Pero sus teorías no eran tan disparatadas y serán estudiadas después, entre otros, por Keynes. Pretenden ingenuamente una paz separada de Baviera con la Entente (cuando Wilson, Clemenceau y Lloyd George lo que quieren es quitar a Alemania de en medio, quitarle sus colonias y someterla para siempre).

En conclusión, todo parece apuntar a que Eisner era un iluso, no sabía lo que quería, era pacífico, dudaba, y fue abandonado. Hará bueno ese aforismo alemán de que “quien sabe escribir un poema es un inútil en política”. Lenin, prudente y calculador, no había avalado el movimiento. La Tercera Internacional aun no se había constituido y la consigna era salvar la revolución en Rusia, no iniciar otras, de dudoso éxito. El camino hacia la constitución de Weimar quedaba despejado.

Esto y mucho más nos lo cuenta el libro de Volker Weidermann sobre aquellos sucesos: Dreamers, when the writers took power (Pushkin Press, 2018), Soñadores, cuando los escritores tomaron el poder, Alemania 1918.

No basta con ser culto, creativo y tener buena fe para dirigir la política y menos una revolución.

Leyendo esta triste historia del llamado soviet  de Baviera, no puedo por menos que ver un cierto paralelismo con otros sucesos históricos, esta vez españoles, que podría llevar el título titularse Cuando los ateneístas tomaron el poder. En efecto, don Manuel Azaña y tantos otros se encontraron con el poder en las manos en 1931, y sobre todo a partir de febrero de 1936, pero no supieron conservarlo ejerciendo la autoridad legítima de que disponían. El orden público se les fue a los republicanos de las manos, y el lumpenproletariado hizo de las suyas con las brigadas del amanecer, asaltos a cárceles y asesinatos sin cuento. Esta pérdida, esta carencia de poder cívico, netamente republicano, les fue enajenando voluntades tanto en España como en el extranjero y contribuiría en gran medida a su derrota.

Música, poder y miedo: una visión de Shostakovich

La música en Rusia siempre ha pertenecido a su alma profunda. Rusia y la música son inseparables. Por eso, tras la revolución de Octubre de 1917, el nuevo Estado se esforzó en crear una música ‘soviética’, de la nueva Rusia, al igual que haría con el teatro. Pero escoger un músico ‘soviético’ era más sutil y difícil. Tres serían los principales seleccionados, Stravinsky –pero se fue del país inmediatamente-, Prokofiev, que también pasó largo tiempo fuera, aunque volvería en 1933, y Dimitri Shostakovich, que siempre permaneció en el país.images-2

La música siempre ha sido esencial en la cultura rusa, en la educación y en los espectáculos. Sovietizar implicaba, en cierto modo, atenuar, si no apagar, la corriente petersburguesa de la música (y de la literatura y las artes en general), considerada demasiado occidental. San Petersburgo fue siempre el escenario y palco de los grandes músicos europeos y rusos. Era una escala obligada.

Esta tendencia a imprimir un profundo carácter ruso no era nueva. Los músicos del siglo XIX ya se habían esforzado en imprimir un carácter esencialmente ruso a sus composiciones para distanciarse de la inmensa influencia alemana, sobre todo de Bach. Rimsky Korsakov, Borodin, Mussorgky y Tchaikovsky –menos, pues más influenciado por la cultura francesa- se inspiraron en los viejos cantos bizantinos y en las canciones populares de los campesinos.

Ahora había que modificar ese pasado demasiado burgués y occidental. No en vano, la capital pasa de Petrogrado a Moscú. Era eslavizar. El control de los grandes teatros –que servían muchos de ellos para el ballet, la ópera y los conciertos, como el Bolshoi o el Mariinsky, fueron, desde octubre de 1917, objeto de polémica y debate entre los distintos grupos revolucionarios.

Julian Barnes ha escrito hace un par de años ‘El ruido del tiempo’, un corto libro, como casi todos los suyos, en el que nos resume la trayectoria y trabajo del compositor ruso Shostakovich.

El libro se divide en tres partes: El aterrizaje, En el avión, En el coche. El primero trata del aterrizaje de Dimitri en este mundo, sus padres, la protección del Mariscal Tukhachevsky, el primer matrimonio, su caída –relativa- en desgracia tras la ópera Lady Macbeth de Mtsenk, que fue tachada de individualista, pesimista, formalista y decadente por el Pravda (es decir, por Stalin) en 1936. Además “amenazaba con pervertir a los espíritus más nuevos”, como decía el musicólogo oficialista soviético Martynov en 1942. Cuando se estrena esta ópera los procesos de Moscú ya habían comenzado a cercenar a los héroes de la Revolución de Octubre, entre ellos a los mejores militares, como Tukhachevsky, Antonov Ossenko (mandado volver desde Albacete a Moscú en plena guerra civil española), a los que seguirían los compañeros de Lenin como Zinoviev y Bujarin, sin contar todos los trotskystas, …

La segunda parte narra su acomodo forzoso al Poder, a Stalin, hasta en los años de la postguerra. La tercera, la sumisión a la burocracia tras el fin del “Gran Timonel” en 1953 hasta su muerte en 1975.

Tres temas planean sobre la vida del compositor: su miedo o cobardía, la persecución y coerción, y su impulso creador, que se sobrepone a los dos condicionantes anteriores. El miedo, la amenaza, el pesimismo, la miseria moral y la auto denigración marcan, según Barnes, la personalidad del músico.

El entorno pasa, del terror ordinario entre 1936 y la muerte de Stalin en 1953, a la subyugación mansa al Poder, algo menos temerosa, pero subyugación, desde la época de Khrushev hasta su muerte. Este gobernante, bastante burdo e inculto, despreciaba la música clásica y en particular la suya, que le parecía jazz, y por tanto despreciable, así como denigraba el arte abstracto.

Sólo la época de la guerra parece haber salvado la dignidad de Shostakovich para Barnes. Las purgas estalinistas ceden algo frente al enemigo exterior. Es cuando compone en unas semanas de septiembre de 1941 la Séptima Sinfonía, la del cerco de Leningrado, de la hecatombe, que se estrena en la ciudad asediada bajo el ruido de las alarmas aéreas y las bombas incendiarias, y finalmente cuando plasma en su Octava Sinfonía la victoria de la llamada Gran guerra Patriótica.images-1

Pero afortunadamente Barnes deja entrever –aunque no lo destaca- también una honestidad, una dignidad en nuestro compositor: su desprecio hacia personajes como Sartre o Picasso, encaramados en su torre, haciéndose los revolucionarios desde su comodidad burguesa, y la lealtad a su país y a su pueblo. El propio músico no se amaba mucho, no se gustaba y quizás se avergonzaba de su silencio, como le sucedió a tantos artistas, por ejemplo Sibelius o a Gogol, que se menospreciaban a sí mismos por otras razones. Pero no se suicidó, aunque en el entierro de su amigo el músico Solomon Mikhoels asesinado por orden de Stalin, confesó “lo envidio”. Porque para él la muerte hubiera sido preferible al terror inacabable que siempre padeció. De hecho, “le gustaba pensar que no tenía miedo a la muerte, sino a la vida”, interpreta Barnes.

Como toda obra en la que su autor tome partido, hay una cierta injusticia, un obviar algunos hechos relevantes que desmentirían el duro juicio que hace Barnes del biografiado como un cobarde y amedrentado. Así, habría que recordar que Shostakovich permaneció en el Leningrado asediado compartiendo la vida del pueblo, y cómo fue que, a pesar de todo, pudo seguir trabajando, pudo crear, componer, trabajar. El precio que hubo de pagar al Poder fue denigrar en público a Stravinsky, al que admiraba (en su viaje a Nueva York), o a Soljhenitsin, al que leía ávidamente en secreto, o a Sakharov, fue el callar ante el gulag, callar ante las desapariciones y las expulsiones de sus colegas y amigos. Pero hay que señalar también que el gran ególatra que fue Igor Stravinsky nunca firmó nada para denunciar la persecución de músicos, artistas y poetas en la Unión Soviética, y eso que no arriesgaba nada. Prokofiev, por su parte, siempre calló, incluso cuando su esposa española fue mandada al gulag.

En definitiva, el libro de Julian Barnes, magistralmente escrito, en frases y párrafos contundentes, expresivos, casi al ritmo de una obra de Shostakovich (como la primera parte, llena de números y cifras que recuerdan ese enlace entre la música y las matemáticas, dos lenguajes universales), es un alegato contra el estalinismo, pero también contra el marxismo. Las tres partes del libro comienzan con un contrapunto al inicio del libro de Dickens, Historia de dos ciudades: “Lo que sabía era que que este era el peor de los tiempos”.

Hay tres libros complementarios a éste cuales son Vida y destino, Todo fluye y Por una causa justa, de Vasili Grossman, para entender lo que fue el estalinismo y lo que es la indestructible alma rusa, ese patriotismo que resiste a la opresión y que siempre renace y que permitió la derrota del nazismo. Creo, es mi personal opinión, que Julian Barnes ha obviado esta condición del alma rusa y, en el fondo, no ha entendido a Shostakovich.

El título del libro, El ruido del tiempo, está tomado del libro autobiográfico del poeta ruso Ossip Mandelstam, publicado en Rusia en 1925. Es un libro que muestra la desesperación. Mandelstam moriría en 1938 en un campo de concentración en la zona de Vladivostok,aunque se desconocen las circunstancias de su muerte, como la de Isaak Babel y tantos otros caídos en desgracia. Julian Barnes, con este título que ha copiado, quiere aludir a las perturbaciones políticas que marcaron la vida de Shostakovich: “¿Qué podía oponer frente al ruido del tiempo? Únicamente que la música está dentro de nosotros –la música de nuestro ser- que algunos logran transformar en música real”.

La vida de Dimitri Shostakovich (1906-1975) también podría ceñirse a una frase: el triunfo de la libertad de creación, aunque él la resumiría en 1961 como “torturado por una servidumbre cruel”, en mención a su relato del 8º Cuarteto para cuerda, opus 110. Es el binomio Poder y Creación, es decir, libertad frente a la opresión. Es un libro triste en el que los protagonistas son siempre la ansiedad y el miedo y en el que el compositor es mostrado sólo como un sobreviviente.

El ruido del tiempo, por Julian Barnes, editorial Anagrama, 2016, 206 págs.