Caracas hace más de veinte años y la visión de Arturo Uslar Pietri en 1936

Hace poco más de veinte años, cuando Chávez estaba a punto de ganar las elecciones, estuve en Caracas.

Aún se podía pasear por los parques, por el magnífico Jardín Botánico, en las cafeterías servían los mejores zumos de frutas que nunca probé, de frutas que llevan nombres exóticos, diferentes. Se escuchaba la magnífica música venezolana, cuyos CDs se podían comprar en las numerosas tiendas de Sabana Grande, había educación musical por doquier, en los colegios, en las escuelas (no es casualidad que allí surgiera un Dudamel). Las mujeres de Caracas, bellísimas, fuera la clase social a la que pertenecieran (y perdonen, pero es un dato objetivo). También había magníficas heladerías, pastelerías (las panaderías suelen ser allí de inmigrantes portugueses, madeirenses sobre todo)  y restaurantes, entre los que destacaban los italianos. Dos magníficas editoras, la Biblioteca Ayacucho y Monte Avila, suministraban libros de gran calidad. Los de Ayacucho son hoy coleccionables, dignos de ser conservados, con su exclente papel y calidad tipográfica, además de reunir en su catálogo lo mejor de la literatura e historia de la América hispana. El Museo de Arte Contemporáneo fundado por Sofía Imber estaba entonces en pleno funcionamiento (Chávez lo mandó a los infiernos imperialistas calificándolo –tan ilustrado él- como una intromisión cosmopolita –es decir, judía- en el espíritu venezolano y bolivariano).

Caracas no es una ciudad bonita, es como una sucesión de autopistas y pasos elevados en medio de un paisaje natural bello, con lo poco que resta de la época colonial y del siglo XIX totalmente oculto por bloques y edificios, muchos a medio terminar. A pesar de las enormes diferencias sociales, del desorden urbano y de bastante inseguridad, se notaba bastante alegría de vivir. A las siete de la tarde había que recogerse porque, decían los amigos caraqueños, la policía también se recogía.

También se notaba una enorme diferencia de clases, tan típica de todos los países de América Latina, los muy pobres y los inmensamente ricos. Estos, parecían haber fracasado en hacer de Venezuela un país próspero, más igualitario y menos corrupto. Recuerdo el horror al ver a dos hombres acuclillados comiendo basura de unos cubos que habían volcado a las puertas de un restaurante. En los morros había millares de chabolas –como las favelas de Rio- donde vivían los denostados colombianos, acusados de todos los males, de ser ladrones. Decían que había dos millones de colombianos, los inmigrantes mal vistos. Hoy me imagino que la percepción habrá cambiado, cuando Colombia ha abierto sus fronteras a los emigrantes venezolanos y el camino de la emigración se recorre en el otro sentido.

Venezuela, con las mayores reservas de petróleo del planeta, con unas tierras fértiles aptas al ganado, con potencia hidráulica, con los minerales más variados (entre ellos la preciada bauxita), está hoy empobrecida hasta límites obscenos, insultantes, para un país que tiene de todo, que incluso ha tenido y tiene una élite profesional y cultural considerable.

Y todos buscan un culpable: el imperialismo americano, evidentemente, el comunismo larvado, también evidente, Cuba, Putin, Trump, España, la corrupción endémica y el despilfarro, también. Hay culpables para todos los gustos. A cada cual con su venda ideológica. Yo, decadente, sin ganas de buscar culpables y solamente de dejar constancia de lo que podría haber sido este país, me pongo a leer al muy reaccionario mas interesante Ramón de Basterra, el bilbaino que murió loco y escribió Los navíos de la Ilustración, además de una poesía vasca interesante y evocadora. En Los navíos de la Ilustración, Basterra nos contaba lo que había sido la Real Compañía Guipuzcoana de Navegación a Caracas, ligada a la “Real Sociedad de Amigos del País”, y la enorme  influencia que tuvieron los ilustrados españoles de Guipúzcoa en el movimiento independentista.

Y, en fin, un recuerdo también a aquella Venezuela que tras la guerra española acogió generosamente tantos exiliados, como el gran jurista Manuel García Pelayo o como el médico Josep Solanes, quien escribiera En tierra ajena. Exilio y literatura desde la Odisea hasta Molloy (Quaderns Crema, Acantilado, 2016). O que acogía a los canarios que huían del hambre y del franquismo en auténticas pateras.

Un país que fue mal administrado por sus dirigentes, que no resolvió los problemas sociales y que confió en la extracción, la economía extractiva, en vez de en la productiva. Quiero citar a Arturo Uslar Pietri (Caracas, 1906–2001), que escribió esto en 1936, pero que sigue siendo desgraciadamente actual, cuando el petróleo era considerado el maná :

Arturo Uslar Pietri

“Cuando se considera con algún detenimiento el panorama económico y financiero de Venezuela se hace angustiosa la noción de la gran parte de economía destructiva que hay en la producción de nuestra riqueza, es decir, de aquella que consume sin preocuparse de mantener ni de reconstituir las cantidades existentes de materia y energía. En otras palabras la economía destructiva es aquella que sacrifica el futuro al presente, la que llevando las cosas a los términos del fabulista se asemeja a la cigarra y no a la hormiga.

En efecto, en un presupuesto de efectivos ingresos rentísticos de 180 millones, las minas figuran con 58 millones, o sea casi la tercera parte del ingreso total, sin numerosas formas hacer estimación de otras numerosas formas indirectas e importantes de contribución que pueden imputarse igualmente a las minas. La riqueza pública venezolana reposa en la actualidad, en más de un tercio, sobre el aprovechamiento destructor de los yacimientos del subsuelo, cuya vida no es solamente limitada por razones naturales, sino cuya productividad depende por entero de factores y voluntades ajenos a la economía nacional. (…)

Pero no sólo llega a esta grave proporción el carácter destructivo de nuestra economía, sino que va aún más lejos alcanzando magnitud trágica. La riqueza del suelo entre nosotros no sólo no aumenta, sino tiende a desaparecer. Nuestra producción agrícola decae en cantidad y calidad de modo alarmante. Nuestros escasos frutos de exportación se han visto arrebatar el sitio en los mercados internacionales por competidores más activos y hábiles. Nuestra ganadería degenera y empobrece (…) Se esterilizan las tierras sin abonos, se cultiva con los métodos más anticuados, se destruyen bosques enormes sin replantarlos para ser convertidos en leña y carbón vegetal (…)

La lección de este cuadro amenazador es simple: urge crear sólidamente en Venezuela una economía reproductiva y progresiva. (…)

La única política económica sabia y salvadora que debemos practicar, es la de transformar la renta minera en crédito agrícola, estimular la agricultura científica y moderna, importar sementales y pastos, repoblar los bosques, construir todas las represas y canalizaciones necesarias para regularizar la irrigación y el defectuoso régimen de las aguas, mecanizar e industrializar el campo, crear cooperativas para ciertos cultivos y pequeños propietarios para otros.

Si hubiéramos de proponer una divisa para nuestra política económica lanzaríamos la siguiente, que nos parece resumir dramáticamente esa necesidad de invertir la riqueza producida por el sistema destructivo de la mina, en crear riqueza agrícola, reproductiva y progresiva: sembrar el petróleo». [Publicado el 14 de julio de 1936 en el diario caraqueño Ahora].

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In Flanders fields (el poeta John McCrae). La Gran guerra en los campos de Flandes, 1914-1918. Cuatro pinturas

El conocido poema del teniente coronel canadiense McCrae, caído en combate en enero de 1918 en Boulogne sur Mer, norte de Francia, me han inspirado las cuatro pinturas que se exponen más abajo, la serie In Flanders Fields.

In Flanders fields the poppies blow
Between the crosses, row on row,
That mark our place; and in the sky
The larks, still bravely singing, fly
Scarce heard amid the guns below

We are the Dead. Short days ago
We lived, felt dawn, saw sunset glow,
Loved and were loved, and now we lie
In Flanders fields.

Take up our with the foe:
To you from failing hands we throw
The torch; be yours to hold it high.
If ye break faith with us who die
We shall not sleep, though poppies grow
In Flanders fields

[En los campos de Flandes las amapolas florecen
Entre las cruces, hilera tras hilera
Marcando nuestro lugar; y en el cielo
Las alondras cantan todavía, vuelan
Pero poco se oyen entre los cañones de aquí abajo.

Somos los Muertos. Hace pocos días
Vivíamos, veíamos el amanecer y el brillo de la puesta del Sol
Amábamos y éramos amados, y ahora yacemos
En los campos de Flandes.

Continúa el combate con el enemigo:
Con manos ya débiles te pasamos
La antorcha; tuya es, manténla bien alto.
Si pierdes la fe en los que morimos
No dormiremos, aunque las amapolas florezcan
En los campos de Flandes.]

(Traducción: La pluma del cormorán)

Green Book, la película de don Quijote y Sancho

Viggo Mortensen es Sancho Panza y Mahersala Ali Don Quijote. La película de Peter Farrely no ha tenido unas luminosas críticas entre los expertos cinéfilos portugueses, pues, como en el suplemento cultural del diario Público, Ipsilon, se han centrado en lo más obvio, en lo inmediato, el tema ya tan trillado de la discriminación racial en los Estados Unidos en los años sesenta. El árbol no les ha dejado ver el bosque, mucho más profundo y complejo, donde lo político es un pretexto para contarnos la historia de una amistad, de una cierta simbiosis, de la pérdida de la inocencia y una educación social y sentimental.

Ya hemos visto muchas películas y leído muchas historias sobre el racismo en los Estados del sur (ahora me viene a la memoria, por ejemplo, ‘Driving Miss Daisy’). Pero estos críticos, que no habrán leído la novela de Cervantes, quizás no se han dado cuenta de que la película nos atrae más porque escenifica une de los arquetipos más famosos, el idealismo de don Quijote y el realismo, el pragmatismo, de Sancho.

El gran músico negro Doc Don Shirley, que se quería presentar como un príncipe africano, con trono, vestimenta y adornos, inicia una gira musical por el Sur -como si quisiese vencer el racismo a base de conciertos de piano- para la que contrata un chófer escudero, el inefable Frank Tony Lip , que tiene los pies sobre la tierra, que al principio no le comprende pero que le defiende y le va mostrando la cruda realidad. Le hace partícipe de la música del pueblo, le enseña a comer los Kentucky Fried Chicken, que el ‘príncipe’ al principio desprecia y luego aprecia, Frank se para, con el inmenso Cadillac, en los lugares más impensables, más cutres, donde se deleita con la buena comida, mientras el gran músico permanece altivo, distante, demasiado fino para degustar esos ‘vulgares’ placeres.

Frank/Sancho coge a hurtadillas una piedra que le va a traer suerte, no tiene el pudor de don Quijote/Shirley, pero va admirando cada vez más a su patrón, lo respeta y al final, él, un blue collar racista, pide a sus familiares que lo respeten, que no le llamen ‘nombres’. Como Sancho Panza, cambia los nombres, en su incultura, como Joe Pin, Chopin. Los golpes de Lip nos hacen sonreír, como en don Quijote, y su cambio personal a lo largo de ese road movie que es un trasunto del periplo del Caballero de la Triste Figura, no emocionan.

Sancho se va quijotizando, al igual que don Quijote se va sanchificando, al como sucede en la obra de Cervantes, cuando al final es Sancho quien anima a don Quijote, evocando la posibilidad de volver a ir por esos andurriales como Caballero Andante. Shirley, al final, viene a compartir la Navidad con la familia de italoamericanos, obreros, se ha creado una amistad.

Shirley, en su idealismo, lucha a su manera contra la discriminación racial, pero la realidad es más dura de lo que se imagina, y Sancho/Lip es quien le saca de apuros, le protege y al final, comparte sus ideales. La película nos apela porque, en el fondo, se sirve de esos dos objetivos de la vida: la fama, los ideales frente a la realidad, lo cotidiano, encarnados por el Músico cultísimo, distinguido y caballero, y el humilde chófer escudero.

‘Periplo alfabético de un fumador de pipa’, por Ignacio Vázquez Moliní

No seré objetivo, lo aviso. El señor Moliní, con quien comparto impostura bajo el nombre del decadentísimo portugués Rui Vaz de Cunha, tiene la manía de escribir y no seré yo quien le desanime, al contrario. Este es más un libro de viajero que de viajes y, por tanto, no es lineal.

En efecto, la estructura del libro es alfabética en vez de itinerante, ya que relata sus estancias, algunas a tiro de piedra de su casa, como la L de Lapa, barrio lisboeta donde mora el escritor, según la inicial. Están representados los cuatro continentes con diecisiete europeas ciudades, cuatro asiáticas, cuatro americanas y tres africanas.

Vázquez Moliní, grand flâneur, es todo lo contrario de esos viajeros ingleses o franceses, a menudo condescendientes, que miran con superioridad al pueblo visitado. Moliní nos cuenta de personajes, de sus dudas y extravíos, sus sorpresas, todo acompañado de una pipa bien olorosa. Nunca juzga. Como mucho, deja caer un comentario irónico, como cuando en Arles le dejan comer a deshora sin que le suceda lo que a tantos viajeros que se topan con la eterna, marmórea, inamovible respuesta francesa: “désolé, la cuisine est fermée”. O cuando compara los procedimientos de los guardianes de la revolución iraní en la puerta de la Mezquita de Qum con el derecho administrativo español, complejo, contradictorio y muchas veces incumplido.

Su hilo conductor es una afición ya caduca, decadente y destinada a la prohibición total por los guardianes de la Sanidad orwelliana, como es fumar en pipa. Dije que no sería objetivo. La pipa es un residuo de civilización. Mi padre también fumaba en pipa y sus cachimbas las guardamos como pequeñas reliquias, así como algunas latas vacías de Amphora, Dunhill, Capstan’s o State Express que sirven para guardar tornillos, monedas viejas, gomas de borrar y sacapuntas.

Además de las equivocaciones, despistes y desorientaciones del viajero normal, Moliní añade tres problemas más al viaje: encontrar un lugar donde le dejen humear, conseguir un buen tabaco y escoger bien la pipa. Todo ello da en el humor, además de que escudriña los lugares más imprevistos para poder fumar en paz. No en vano, cita a Potocki (Manuscrito hallado en Zaragoza) y la teoría del laberinto para justificar su libro.

Además, el viajero encuentra personas, evoca amistades, como la del inefable Primitivo Martínez, en Beirut, al que yo tuve el gusto de conocer años después en Rabat, donde dirigía el instituto Cervantes (de antes de la institución). En La Habana, bajo la H, nos habla de don Ramón, en Kyoto les hace a sus anfitriones una sopa de ajo. Es un viajero con afectos, no un instagram con piernas.

Algunos de los lugares que describe son hoy casi leyenda, como Sidi Bu Said, Beirut o Marienbad. Otros se prestan al paseo como Rávena o Nicosia. Incluso alguno, como en el libro de Potocki, son inventados, tal Faronípolis, que es un homenaje a su admirado escritor Luis Landero. En Gijón, con la X regionalista, licencia poética para poner una ciudad o lugar que no sea Xanadú, donde no ha estado, resulta que hasta pierde la pipa.

Al final hay un pequeño glosario con las marcas de tabacos (algunas supongo que desterradas para siempre de la industria por mor del Estado salubre) y de las pipas, que hoy serán casi objeto de colección. Me quedan dos dudas: cómo olerá el tabaco Latakia, y cómo serán, y cuáles sus efectos de fumarlas, las pipas de Espuma de mar, Aphros en griego, de donde viene Afrodita. ¿Será que fumar en pipa es afrodisíaco y no quiere confesarlo?

En definitiva, el libro de Ignacio Vázquez Moliní es un canto a la libertad de movimientos, a la libertad individual y a la curiosidad viajera, con humildad, sin arrogancia y sin perjuicio de terceros para que no les moleste el humo.

Ha sido editado por Alud Editorial, pequeña empresa onubense que se atreve a publicar obras diferentes. Al final, podríamos decir, como el belga Magritte, Ceci n’est pas une pipe, ceci n’est pas un livre, sino un entretenimiento que nos deja con una sonrisa y con ganas de que su próximo alfabeto tenga entradas mayúsculas y minúsculas y así habrá 56 lugares.

[ Periplo alfabético de un fumador de pipa, por Ignacio V. Moliní, Alud Editorial, Fuenteheridos, Huelva, Octubre de 2018 ]