Hace poco más de veinte años, cuando Chávez estaba a punto de ganar las elecciones, estuve en Caracas.
Aún se podía pasear por los parques, por el magnífico Jardín Botánico, en las cafeterías servían los mejores zumos de frutas que nunca probé, de frutas que llevan nombres exóticos, diferentes. Se escuchaba la magnífica música venezolana, cuyos CDs se podían comprar en las numerosas tiendas de Sabana Grande, había educación musical por doquier, en los colegios, en las escuelas (no es casualidad que allí surgiera un Dudamel). Las mujeres de Caracas, bellísimas, fuera la clase social a la que pertenecieran (y perdonen, pero es un dato objetivo). También había magníficas heladerías, pastelerías (las panaderías suelen ser allí de inmigrantes portugueses, madeirenses sobre todo) y restaurantes, entre los que destacaban los italianos. Dos magníficas editoras, la Biblioteca Ayacucho y Monte Avila, suministraban libros de gran calidad. Los de Ayacucho son hoy coleccionables, dignos de ser conservados, con su exclente papel y calidad tipográfica, además de reunir en su catálogo lo mejor de la literatura e historia de la América hispana. El Museo de Arte Contemporáneo fundado por Sofía Imber estaba entonces en pleno funcionamiento (Chávez lo mandó a los infiernos imperialistas calificándolo –tan ilustrado él- como una intromisión cosmopolita –es decir, judía- en el espíritu venezolano y bolivariano).
Caracas no es una ciudad bonita, es como una sucesión de autopistas y pasos elevados en medio de un paisaje natural bello, con lo poco que resta de la época colonial y del siglo XIX totalmente oculto por bloques y edificios, muchos a medio terminar. A pesar de las enormes diferencias sociales, del desorden urbano y de bastante inseguridad, se notaba bastante alegría de vivir. A las siete de la tarde había que recogerse porque, decían los amigos caraqueños, la policía también se recogía.
También se notaba una enorme diferencia de clases, tan típica de todos los países de América Latina, los muy pobres y los inmensamente ricos. Estos, parecían haber fracasado en hacer de Venezuela un país próspero, más igualitario y menos corrupto. Recuerdo el horror al ver a dos hombres acuclillados comiendo basura de unos cubos que habían volcado a las puertas de un restaurante. En los morros había millares de chabolas –como las favelas de Rio- donde vivían los denostados colombianos, acusados de todos los males, de ser ladrones. Decían que había dos millones de colombianos, los inmigrantes mal vistos. Hoy me imagino que la percepción habrá cambiado, cuando Colombia ha abierto sus fronteras a los emigrantes venezolanos y el camino de la emigración se recorre en el otro sentido.
Venezuela, con las mayores reservas de petróleo del planeta, con unas tierras fértiles aptas al ganado, con potencia hidráulica, con los minerales más variados (entre ellos la preciada bauxita), está hoy empobrecida hasta límites obscenos, insultantes, para un país que tiene de todo, que incluso ha tenido y tiene una élite profesional y cultural considerable.
Y todos buscan un culpable: el imperialismo americano, evidentemente, el comunismo larvado, también evidente, Cuba, Putin, Trump, España, la corrupción endémica y el despilfarro, también. Hay culpables para todos los gustos. A cada cual con su venda ideológica. Yo, decadente, sin ganas de buscar culpables y solamente de dejar constancia de lo que podría haber sido este país, me pongo a leer al muy reaccionario mas interesante Ramón de Basterra, el bilbaino que murió loco y escribió Los navíos de la Ilustración, además de una poesía vasca interesante y evocadora. En Los navíos de la Ilustración, Basterra nos contaba lo que había sido la Real Compañía Guipuzcoana de Navegación a Caracas, ligada a la “Real Sociedad de Amigos del País”, y la enorme influencia que tuvieron los ilustrados españoles de Guipúzcoa en el movimiento independentista.
Y, en fin, un recuerdo también a aquella Venezuela que tras la guerra española acogió generosamente tantos exiliados, como el gran jurista Manuel García Pelayo o como el médico Josep Solanes, quien escribiera En tierra ajena. Exilio y literatura desde la Odisea hasta Molloy (Quaderns Crema, Acantilado, 2016). O que acogía a los canarios que huían del hambre y del franquismo en auténticas pateras.
Un país que fue mal administrado por sus dirigentes, que no resolvió los problemas sociales y que confió en la extracción, la economía extractiva, en vez de en la productiva. Quiero citar a Arturo Uslar Pietri (Caracas, 1906–2001), que escribió esto en 1936, pero que sigue siendo desgraciadamente actual, cuando el petróleo era considerado el maná :

“Cuando se considera con algún detenimiento el panorama económico y financiero de Venezuela se hace angustiosa la noción de la gran parte de economía destructiva que hay en la producción de nuestra riqueza, es decir, de aquella que consume sin preocuparse de mantener ni de reconstituir las cantidades existentes de materia y energía. En otras palabras la economía destructiva es aquella que sacrifica el futuro al presente, la que llevando las cosas a los términos del fabulista se asemeja a la cigarra y no a la hormiga.
En efecto, en un presupuesto de efectivos ingresos rentísticos de 180 millones, las minas figuran con 58 millones, o sea casi la tercera parte del ingreso total, sin numerosas formas hacer estimación de otras numerosas formas indirectas e importantes de contribución que pueden imputarse igualmente a las minas. La riqueza pública venezolana reposa en la actualidad, en más de un tercio, sobre el aprovechamiento destructor de los yacimientos del subsuelo, cuya vida no es solamente limitada por razones naturales, sino cuya productividad depende por entero de factores y voluntades ajenos a la economía nacional. (…)
Pero no sólo llega a esta grave proporción el carácter destructivo de nuestra economía, sino que va aún más lejos alcanzando magnitud trágica. La riqueza del suelo entre nosotros no sólo no aumenta, sino tiende a desaparecer. Nuestra producción agrícola decae en cantidad y calidad de modo alarmante. Nuestros escasos frutos de exportación se han visto arrebatar el sitio en los mercados internacionales por competidores más activos y hábiles. Nuestra ganadería degenera y empobrece (…) Se esterilizan las tierras sin abonos, se cultiva con los métodos más anticuados, se destruyen bosques enormes sin replantarlos para ser convertidos en leña y carbón vegetal (…)
La lección de este cuadro amenazador es simple: urge crear sólidamente en Venezuela una economía reproductiva y progresiva. (…)
La única política económica sabia y salvadora que debemos practicar, es la de transformar la renta minera en crédito agrícola, estimular la agricultura científica y moderna, importar sementales y pastos, repoblar los bosques, construir todas las represas y canalizaciones necesarias para regularizar la irrigación y el defectuoso régimen de las aguas, mecanizar e industrializar el campo, crear cooperativas para ciertos cultivos y pequeños propietarios para otros.
Si hubiéramos de proponer una divisa para nuestra política económica lanzaríamos la siguiente, que nos parece resumir dramáticamente esa necesidad de invertir la riqueza producida por el sistema destructivo de la mina, en crear riqueza agrícola, reproductiva y progresiva: sembrar el petróleo». [Publicado el 14 de julio de 1936 en el diario caraqueño Ahora].