Fatima Naciri en la playa de Temara, Marruecos

Fatima Naciri en la playa de Temara, al sur de Rabat, año 2011
Acrílico sobre tela

Fatima fue una trabajadora marroquí que sacó adelante a sus tres hijos. Musulmana devota y ejemplar, tenía, como es natural en los musulmanes genuinos, un gran respeto por todo el mundo, fueran de la religión que fuesen. Peregrinó a La Meca, vino a España y aun recuerdo su cara de felicidad cuando al caer el sol contemplaba el riego de los árboles en la Sierra de Segura, en la provincia de Jaén, donde vino un verano. También le gustaba el mar, como muestra esta imagen. Era de una bondad y un buen sentido extraordinarios, además de una excelente cocinera ; todavía no he probado un alcuzcuz ni una harira mejores (además de la mantequilla que ella misma hacía, tortitas, tortilla de patatas, y mucho más) desde aquellos años en que viví en Rabat.

Tras una larga enfermedad del riñón, sometida a diálisis en Rabat varios años, ha fallecido el pasado mes de diciembre (Fatima Naciri, 1938-2018)

Fatima Naciri (1935-2018), travailla toute sa vie. Elle éleva ses trois fils. Elle était une musulmane exemplaire, bonne, pieuse et tolérante. Elle put faire même son pèlerinage à La Mecque, son Hadj.

Je me souviens de sa tendresse et de son bon sens, et aussi de son couscous et sa harira, les meilleures que j’ai jamais goutées.

Elle aimait les enfants, les arbres et la nature. Une vie remplie, dure, mais où elle sut faire toujours le bien, à moi, à ma fille aînée, Violeta, et bien sûr à ses enfants, ses voisins, ses amis.

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El egregio murmullo de Almeida Faria

Hace algún tiempo tuve la impertinencia de abordar a Almeida Faria, sin conocerle más que de lectura, en la feria de libros viejos de la rua Anchieta de Lisboa. Es un hombre afable, derecho como una tabla, de una austeridad elegante, que escribe en su portugués depurado, donde cada palabra encaja sin sinónimos posibles, sin metáforas muertas. Abordar su obra es complejo porque se resiste a encajar en categorías al uso.

Tras un relativo largo silencio, su último libro, O murmúrio do mundo, El murmullo del mundo, es el relato de su viaje a Bombay, Goa y Cochim en 2012, en contrapunto con las citas y diarios de otros escritores y viajeros de entonces y de ahora, desde el legendario Mendes Pinto hasta Borges o Conrad.

Goa fue el último enclave portugués en la India, arrebatado en una rápida operación militar de Nehru en 1961. Las huellas portuguesas han sido conservadas y protegidas y Goa sigue siendo una referencia cultural. Muchos goeses viven en Portugal, con nacionalidad portuguesa, venidos de Goa y de Mozambique, donde se establecieron sobre todo desde 1961 hasta 1976, cuando éste era todavía colonia. Era un trayecto común de la India al Africa austral, que también se produjo en las antiguas colonias inglesas.

En O murmúrio do mundo –que espero merezca la atención de un editor español-, se manifiesta, además de su estilo, el humor de Almeida Faria, su saludable distancia ante los mitos, rompiendo con el discurso nostalgioso habitual de quienes evocan del Imperio perdido (él llama al Portugal de entonces ‘provincia-imperio’). No quiere hacer mendespintismo, (del libro Peregrinação, 1554, donde este misterioso mercader de Indias, Fernão Mendes Pinto, de Montemor o Velho, -Almeida Faria es de Montemor o Novo, 1943- relató sus viajes, o incluso se los inventó), sino simplemente contar lo que ve, pues cada viajero ve lo que quiere ver.

Su primera novela, Rumor branco, revolucionó en 1962 la literatura portuguesa. Era otra escritura, no canónica, y era la historia de una desesperación, una auténtica metáfora de aquel Portugal salazarista. Se puede leer de nuevo porque no ha envejecido pues, aparte de la historia de fondo, la forma de expresar los sentimientos y describir el campo, las chabolas, la cárcel, los sentimientos íntimos, es singular. Algunos de los siete fragmentos en que se divide se pueden leer incluso como un largo poema, especialmente el séptimo.

Tetralogía Lusitana (Paixão, Cortes, Lusitânia y Cavaleiro Andante), publicada en 1983, es un cuadro perfecto de la sociedad portuguesa de los sesenta y en torno al 25 de abril de 1974, con el trasfondo de la guerra colonial. Es un mosaico compuesto con las piezas, teselas, de unas vidas, con una imaginación rica, imprevisible, pero enraigada en lo real. Los personajes encarnan diferentes papeles y distintas visiones de lo que está sucediendo, como en un drama. Arminda es el sentimiento, Marta, lo onírico, André el caballero andante, Tiago, el niño testigo de la ocupación de tierras, etcétera. La obra, compuesta por diarios, sueños, monólogos interiores, cartas y observaciones del narrador puede leerse de adelante hacia atrás, por trozos, o de forma tradicional, del principio al fin. Me parece que expone bien esa tensión entre ciudad y campo tan presente en Portugal, dos mundos que se cruzaban pero no se mezclaban, así como el contraste entre el país de entonces, cerrado, y el extranjero, Italia sobre todo. Y todas las contradicciones de aquel proceso revolucionario que había comenzado, no con un movimiento del pueblo, sino como un golpe militar. La complejidad y riqueza de su escritura se prestaría a esos cuatro niveles de interpretación utilizados en la mística judía, aplicables al análisis de textos: la lectura simple o lineal, la que sigue los indicios dejados por el autor, más allá de lo inmediato, la que es indagatoria o comparativa (en las alegorías) y finalmente, la de descubrir el significado secreto o incluso místico, las claves de su mensaje. En la obra de Almeida Faria creo que se dan todos esos niveles de posible lectura.

Almeida Faria, incluyendo lo histórico con lo alegórico, con las metáforas, ha ido siempre a contrapelo, a contracorriente. No se ha sometido a ese cierto conformismo intelectual de sentido único que prevalecíó -y aún existe- tras el 25 de abril de 1974, cuando lo que era ‘subversivo’ era no justificar todas y cada una de las actuaciones, y errores crasos, que se llevaban a cabo en nombre de la revolución. Nos describe la atmósfera pesada, incluso de miedo, que empapaba el Alentejo y Lisboa en noviembre de 1975, y revela la auténtica desbandada que fue la descolonización, sobre lo que se guarda en Portugal un relativo y quizás culpable silencio.

Ilustración de Mário Botas

Pone boca abajo y patas arriba los mitos nacionales tanto antiguos como actuales, incluido el ‘sebastianismo’, pues observa su país sin anteojeras. Todo esto hace que una cierta crítica literaria “de sacristía” le haya pasado factura pues si fustigó el colonialismo y la dictadura, también ironizó sobre los lugares comunes de la izquierda. Su obra, aunque consciente social y políticamente, nada etérea o abstracta, es más lírica y psicológica, superando la obviedad y la inmediatez política. No acepta una catalogación fácil y resiste a tantos prejuicios que sólo encubren la debilidad teórica de muchos de esos críticos ‘administrativos’.

Innovador, Almeida Faria lee en seis idiomas, ha seguido las pistas abiertas por escritores europeos que rompieron muchos moldes. Además, como ha sido profesor de filosofía -“esa ilusión de poder conocer mejor el mundo”-, su obra tiene siempre, además del enfoque estrictamente literario, descriptivo, unas referencias y evocaciones culturales de fondo.

Esa mezcla de cosmopolitismo cultural y su origen alentejano, de una ciudad pequeña, Montemor-o-Novo, bella pero recatada, se manifiesta en su obra, que, sin perder las raíces, vuela con perspectivas universales, sin quedar encerrada en Portugal.

En la obra de Almeida Faria encontramos la indagación de los sentimientos sobre el telón de fondo de la realidad del momento, cruda, evidente (como las tierras ocupadas y la persecución de propietarios, no sólo de los terratenientes, en el Alentejo de 1975), la huida despavorida de los civiles de Luanda y el ejército portugués cruzado de brazos; en suma, la sociedad estremecida de aquellos años. En la Tetralogía, al final, parece planear ese sentimiento de salvarse del miedo, de una cierta resignación y el deseo de vivir, eso mismo que vemos en Chéjov, por ejemplo, “mis queridas hermanas, nuestra vida no se ha acabado todavía. ¡Viviremos! La música es tan agradable, tan alegre, que creeríamos estar a punto de saber por qué vivimos, por qué sufrimos… ¡Si lo pudiéramos  saber, si lo pudiéramos saber!” (Las tres hermanas).

Ha publicado también relatos. Vanitas, 51, avenue d’na, por ejemplo, es la mejor guía para visitar la Fundación Gulbenkian, una especie de ekphrasis de algunas de las obras más queridas de Caluste Gulbenkian, entre ellos los cuadros de Fantin-Latour. Los paseos de un soñador solitario es un relato de tipo borgiano, donde sale a relucir, con ironía, la persona de un hijo de Rousseau (quien estaba tan preocupado del bien común que abandonó varios en la Inclusa, por aquello Émile ou de l’éducation). Ambos han sido publicados en España por una pequeña editorial –parece que son siempre las pequeñas las que osan- pues sólo Alfaguara se atrevió en 1985 a publicar Lusitania, lo que además no tenía mucho sentido editorial por ser solamente el tercer volumen del cuarteto o tetralogía. El foso comercial entre creación y edición sigue siendo demasiado ancho y, salvo los dos escritores más conocidos, Pessoa o Saramago, siguen pesando bastante esas ‘costas voltadas’, ese dar la espalda, de España hacia Portugal.

Entre sus amigos se contó el novelista Vergílio Ferreira, y hoy el escritor brasileño Raduan Nassar (Brasil ocupa un lugar importante en el imaginario de Almeida Faria), así como los españoles César Antonio Molina y Adolfo García Ortega. También, Eduardo Lourenço, el pensador y analista literario más importante de Portugal, que ha escrito los prefacios de algunos de sus libros, entre ellos al Murmullo del mundo. Y entre sus influencias podemos rastrear a Faulkner, mas también a Shakespeare y Cervantes, además de ciertas preferencias por René Char o Saint-John Perse.

Almeida Faria nunca ha alzado la voz, es demasiado elegante para ello, ni impreca ni imparte sermones y consejos. Es un librepensador sin presunción alguna. A través de su obra, con una lírica que denota su gran acervo cultural, su profundidad y sensibilidad, de un murmullo constante, egregio, nos acerca a la historia de Portugal. ¿Es su obra ficción o documento? Los acontecimientos están siempre ahí, en la realidad más vivos que la propia ficción.

Para terminar, leamos un párrafo de su primer libro, Rumor branco, que expresa muy bien ese deseo irrefrenable, la necesidad, de escribir, que comparten tantos escritores:

escrever como derradeiro desafio. desejo de construir deitando tudo abaixo. escrevo como se fosse chorar ou dar um grito largo ou emudecer e isso se nota no que escrevo. esse fim de mim e começo de mim.

[escribir como el desafío final. deseo de construir echando todo abajo. escribo como si fuese a llorar o a dar un grito largo o a enmudecer y eso se nota en lo que escribo. ese fin de mi y ese comienzo de mi.]

Madrid 1936, la España que pudo ser

Cuando pensamos en 1936, todo el mundo imagina uniformes, milicias, disparos, desorden, en pueblos destruidos, todo antiguo, cutre y algo siniestro (o quizá heroico, para algunos). Es algo que nos han contado, como se habla de una mala cosecha, de un año de sequía, y no de las cosechas normales, anuales. El mito de la España negra, que viene del 98, ese gusto lúgubre por rasgarnos las vestiduras.

Pero había entonces una España que no encaja con esa imagen sórdida, negativa, vieja, de iglesias quemadas, de paseos, ejecuciones y checas. Parece como si solo el relato del Madrid de Corte a Checa, ese libro tan interesante de Agustín de Foxá, y la ‘memoria histórica’ que saca de las cunetas ejecutados vilmente, siguiera ocupando el escenario de la imaginación.

Pero el otro día encontré en la Feira da Ladra, en Lisboa, un par de revistas de arquitectura, Nuevas Formas, del año 36, que me trajeron otra idea de esos años.

Sus fotografías, artículos, anuncios, me hablan de un Madrid en la que se construía con gusto, en la que había cierta prosperidad burguesa, de una España que iba por buen camino, a pesar de todo, pero que fue destruida en una guerra y que después, mandó al exilio a sus más egregios profesionales, artistas, escritores, poetas, arquitectos, músicos. El resultado, ya lo sabemos, fue un tremendo vacío cultural y educativo, una pérdida del buen gusto que aún hoy arrastramos. El «envilecimiento estético» del que hablaba don Julio Caro Baroja.

Algunos se quedaron, por convicción o porque no tenían dónde ir. Y se esforzaron en mantener vivas las brasas de la inteligencia. Demasiado tarde y demasiado pocos.

La diferencia con la guerra mundial -a la que la española pertenece en el siglo XX, como ha señalado Eric Hobsbawm-, es que la liberación creó un optimismo, fomentó una creatividad, que en España no sucedió. Sucedió en Italia, en Francia, en los Estados Unidos, a pesar de la guerra fría. En España, solamente “apagada y vil tristeza” (Camões, Os Lusíadas).

Calle Serrano, 106

En fin, hojear la revista Nuevas Formas ha sido como descubrir aquella España, aquel Madrid que pudo ser y no fue.

Ílhavo y Aveiro, esa luz atlántica

(Fue publicada otra versión en El Laberinto español, suplemento de http://www.cronicapopular.es)

Portugal es un país de luz, pero algunos lugares parece que han sido hechos de y por la luz, como la ría de Aveiro e Ílhavo. La luz cambia con las nubes, el curso del sol, las tempestades. Cada día es diferente, como es cada estación del año. Al despedirse el sol, nos deja la inmensa noche atlántica sobre el mar oscuro. A lo lejos, la ráfaga del faro más alto del país. En los días de niebla parece querernos recordar las playas belgas de Knocke le Zoute, tras las dunas y con el océano gris. No es casual que toda la poesía portuguesa haya cantado el mar, desde Camões hasta Ruy Belo o Sophia de Melo Breyner, pasando por Álvaro de Campos (Pessoa) y Nuno Júdice. La «mar océana» ha sido la gran protagonista de la historia del país, y en Aveiro e Ílhavo el viajero sensible lo siente.

A unos cincuenta kilómetros al sur de Oporto, en una costa cuya luz que Raul Brandão llamaba “dorada y viva, hecha de agua azul y traspasada de sol”, se encuentra la ciudad de Aveiro y su Ría de características muy especiales en cuanto a la geología, el mar y el clima. El paisaje es singular, con una barra de arena que corre paralela a la costa, llamada Costa Nova.

Aveiro

En la Barra o Costa Nova, las casas pintadas con bandas verticales de color, los palheiros, se fueron construyendo a partir de 1808, cuando los más importantes pescadores allí se trasladaron desde Aveiro. Hacia 1822 empieza el uso balneario, compatible entonces con las faenas pesqueras. Los palheiros son modestos edificios de dos plantas que antes fueron casetas de pescadores en las que guardaban el pescado para secar y salar. Tienen dos pisos como máximo, una balaustrada, un porche y unas mansardas (en Portugal llamadas con el sugestivo nombre de aguas furtadas). Son de tablas de madera, de bandas pintadas de blanco y rojo, o blanco y azul, aunque las antiguas eran de un solo color. Hace muchos años, la arquitectura y el gusto eran peculiares, las casas se construían a gusto del dueño, no del arquitecto y éste, profesional raro, más escaso que hoy, era ilustrado, veía revistas extranjeras, viajaba. Entonces, los arquitectos constituían una cierta élite. Las buenas influencias estéticas llegaban hasta el extremo occidental de Europa.

Aveiro y su vecina Ílhavo son los dos centros ancestrales de la pesca del bacalao por los mares de Groenlandia y Terra Nova. Era la llamada ‘faena mayor’. Junto a ella, la pesca de altura más cercana, y la de bajura, con las famosas xávegas, nombre de los barcos y de esas redes de arrastre que se lanzan al mar y se recogen gracias a las yuntas de bueyes que tiran del copo en la playa, escena tantas veces reproducida en las guías turísticas. En Ílhavo, además de apreciar sus casas modernistas, una visita a su Museu Marítimo será la parada necesaria para entender mejor la industria e historia de la zona, la historia de Portugal.

Palheiros, Costa Nova, Ílhavo

La Gafanha de Nazaré está formada por aldeas de pescadores en torno a la Ría en lo que fueran zonas pantanosas y arenosas, hoy plantadas de inmensos pinares, pero donde también proliferan acacias y cambrones. El observador de aves saldrá también satisfecho.

La segunda industria floreciente fueron las salinas, de las cuales hay ya registro en el siglo X, aunque hoy quedan muy pocas, habiendo sido muchas de sus balsas convertidas en piscifactorías. La sal, monopolio real, fue un producto estratégico sobre todo para un imperio marítimo como el portugués.

Una tercera industria es la cerámica fina. La fábrica de cerámica de Vista Alegre, fundada en 1824, continúa activa y con buena salud aunque la propiedad haya cambiado. Las primeras instalaciones respondían a ese capitalismo algo filantrópico que era capaz de hacer compatible el trabajo infantil -véanse las fotografía de la exposición permanente- con la protección social, con la construcción de viviendas para los obreros en una especie de ciudad-jardín idealizada, con su iglesia y sus escuelas. Hoy también hay un bello hotel, el Montebelo, anexo a la fábrica, moderno, sin impacto paisajístico y muy bien acondicionado.

Aquí la industria prosperó gracias a las inversiones del Estado, a los pinares que suministraban combustible para la cerámica y el cristal. Es una manifestación práctica de lo que Mariana Mazzucato ha señalado en El Estado emprendedor de que es gracias al Estado, a las inversiones estatales, como las empresas privadas han podido prosperar. Así, las infraestructuras, la protección del paisaje y las plantaciones los extensos pinares-, los espigones para impedir que desaparezcan las playas, amenazadas por la construcción de edificios y bloques. Esto ha sucedido en las Landas francesas y también en toda esta costa portuguesa.

Tras la Primera Guerra Mundial, Portugal se enriqueció, Inglaterra era su mejor aliado y sus colonias eran rentables. Flotaba un cierto optimismo que la nueva República (fundada en 1910), bastante inestable, no llegó a desmoronar. De ahí tanta construcción modernista y luego Déco. De hecho, el llamado Estado Novo, la dictadura de Salazar, siguió impulsando una cierta modernidad –a veces teñida de imperialismo y nostalgia- y no travó ni el Art Nouveau ni el Art Déco.

De estos dos movimientos quedan muchas trazas en Aveiro y en la cercana Ílhavo. Todo es de una volumetría sensata, con equilibrio, sin destrozos demasiado visibles pues los portugueses han tenido el gusto de conservar el decoro.

No muy lejos está la Pousada –Parador- que data de 1960 y es un edificio moderno pero de buen gusto, leve, bien construido, junto a la Reserva Natural das Dunas de São Jacinto. En el lado sur de la bocana, el Farol da Barra, el faro más alto de Portugal, que se puede ver desde muy lejos.

Todas estas tierras son de una belleza sin pretensiones, callada, recogida, con la luz del océano como gran protectora. El escritor Eça de Queiroz, que había nacido no muy lejos de allí, en Póvoa de Varzim, consideraba que la “Costa Nova era uno de los lugares más deliciosos del planeta”. Sin embargo, su amigo y compañero de pluma, Ramalho Ortigão, no habla de ella en su libro-guía Las playas de Portugal. Todavía no tenía la consideración de zona balnearia.

En Aveiro, veremos los moliceiros, especie de grandes góndolas decoradas y pintadas con ingenio y gracia que recorren el canal y la ría. Se llaman así porque antiguamente transportaban el moliço, una mezcla de limo, algas y sargazos que se utilizaba como abono. Hoy son una atracción turística. Aquí hay que probar los dulces a base de yema de huevo (entre ellos esa rosca imponente, la lampreia de ovos), el barquillo –llamado bolacha americana-, y experimentar los restaurantes (yo me quedo con el más auténtico, lleno de portugueses que vienen en familia, O Mercantel, en un primer piso de una sosegada calle, la rua António Lé). Habrá que probar el bacalao, pero sin olvidar el rodaballo o los mariscos. Y quien guste, las anguilas.

Los moliceiros

Al ayuntamiento de Aveiro se le antojó hace unos pocos años autorizar el mamotreto del Fórum, un centro comercial con aparcamiento subterráneo. Ocurrencias que tienen los alcaldes en busca de inmortalidad. Pero pasemos por alto ese exabrupto arquitectónico y fijémonos en todo lo que hay de bello y apacible, que representa mucho mejor la esencia del alma portuguesa.
Para los aficionados a los automóviles antiguos, hay que recordar que en Aveiro se celebra cada primavera la feria más importante de toda la península ibérica, la Feira de Autos Clássicos.

Sobre los riesgos de saturación, hace quince años la experta medioambiental portuguesa Luisa Schmidt ya alertó y prestó su pluma para alertar de los riesgos de sobreedificación en la Barra de la Ría de Aveiro que, como toda esa zona, corre el riesgo de una grave erosión costera. El Ayuntamiento de Aveiro, en un afán de modernidad mal entendida, decidió autorizar la ocupación inmobiliaria de la Costa Nova y de muchos espacios junto a la Ría que beneficiaban solamente a las empresas constructoras y no añadían nada, sino que restan, al paisaje.

El viajero desearía que se estén quietos y paren con los afanes de atraer más turismo de masas, que puede acabar con el encanto sosegado de esas playas, gafanhas y barras. El viajero busca sosiego, serenidad, que para movimiento ya tiene las mareas, los vientos, la luz siempre cambiante, del alba al crepúsculo .

En la Feria del Libro de Madrid, caseta 354.

Solamente en la caseta nº 354, de Sin Tarima Libros, se puede encontrar el libro, que describe las andanzas de un joven madrileño que procedía del Colegio de Nuestra Señora del Pilar, en la calle Castelló, en el tan conservador y ordenado barrio de Salamanca, estudiante de Derecho en la Complutense, donde la vida era entre amena, por todos los descubrimientos que íbamos haciendo, y agitada, de lucha contra una dictadura agonizante.

Habla también el autor de sus inicios profesionales como abogado laboralista. Y terminan los episodios no nacionales, significativamente, con las elecciones de junio de 1977, que fueron el primer paso a la constitución de la democracia y las libertades en España. Todo ello sin acritud y sin que sea la crónica de un desencanto.