
¿Qué es la traición? ¿Qué es un traidor? ¿Quién lo es?
Estas son las tres preguntas que sobrevuelan el libro del escritor israelí.
Oz desapareció hace un año y ya había abordado la ambigua situación del disidente considerado como traidor. Así empieza su novela, Una pantera en el sótano: “a menudo me han tildado de traidor, en mi vida”.
El tema no es en absoluto nuevo, lo que lo hace precisamente mucho más difícil de abordar, y más en el contexto de la vida de Israel y su reconocimiento como Estado.

En Judas se habla de la traición de Judas, de Shaltiel Abravanel, un disidente judío ante el establecimiento del Estado de Israel –que fue considerado traidor por muchos judíos-, y además hay otros relatos entrelazados. El más inmediato son los meses en la vida de un estudiante desencantado que va de Haifa a Jerusalén y cuida de un anciano, al tiempo que se enamora de la nuera de éste, viuda de un combatiente muerto ignominiosamente en la guerra de 1948. El lugar es Jerusalén en 1961, cuando solamente una cuarta parte de la ciudad era israelí. La vida cotidiana de Shmuel, sus sueños, su eterna inseguridad y timidez casi paralizantes, sus recuerdos de Haifa y la rara relación con sus padres y con su hermana,
El segundo relato o nivel trata del amor, de si existe, primero, y de si podemos distinguir el amor pasión del amor al prójimo. El amor de Judas por Jesús, la desesperación del abandono, del destierro, de las despedidas. Una versión de Judas Iscariote que ha chocado a judíos y cristianos que han leído el libro
El tercer nivel de comprensión es qué significa Israel como Estado, por qué debe existir –o no-, quiénes se sienten isaraelíes y quiénes solamente judíos, aunque tengan el pasaporte, o, incluso, simplemente hebreos. Qué hay de victimismo, de error, de arrogancia, fuerza, dureza o crueldad al crearse un Estado, un poder real, civil y militar. Cómo se sienten las diferentes generaciones, sobre todo los que vinieron a Palestina con el sueño sionista, socialista, heredado en gran parte de los movimientos revolucionarios rusos, ucranianos, alemanes y polacos, de donde procedía la mayor parte de la primera inmigración, antes de 1936, sus actitudes diversas ante la población árabe.
El cuarto nivel es solamente una conjetura, un misterio. Cuál es el significado de Jesús, el judío, en el mundo judío de entonces y después, como personificación de otra religión, la cristiana.
Oz indaga sobre qué puede justificar las masacres históricas, la Inquisición, los pogroms, el holocausto y la expulsión violenta de gran parte de la población árabe del antiguo Mandato Británico en la guerra de 1948.
En todo el libro planea la duda, la incertidumbre, pues Amos Oz, judío laico, no creyente, es, sin embargo un muy buen conocedor de la tradición cultural y mística judías –léase Los judíos y los libros, escrito junto con su hija Fania Oz-Salzberger. La duda, el rechazo a una sola posible interpretación es precisamente el alma misma del Talmud que incluye todas las discusiones, apostillas, críticas, a cualquier interpretación dogmática de los textos religiosos. El Talmud es la negación del dogma como tal y es una crítica, por consiguiente, a los que se consideran poseedores de la verdad única, universal, total.
De los cuatro personajes de esta novela, uno ya está muerto, Shaltiel Abravanel. Pero, junto con los tres vivos, Shmuel Ash, Atalia Abravanel y Gershom Wald, cada uno mantiene una posición diferente, piensa de forma distinta. Wald y Shaltiel, anciano uno, difunto el segundo, encarnan esa sabiduría que el judaísmo reconoce a los ancianos, que según van alcanzando la edad patriarcal, más cerca -aunque aún lejos- están del conocimiento. Hay unas frases con las que Shmuel, el más joven, suele contestar, que son el paradigma de esta concepción de la verdad: “Sí. No. Tal vez”, “No. Sí. Puede que un poco”, “Sí. No. A veces”. Y de la escondida e inalcanzable verdad, como dice Gershom Wald en una ocasión: “Los ojos no se abrirán jamás. Casi todas las personas caminan por la vida, desde que nacen hasta que mueren, con los ojos cerrados”.
Amos Oz, un israelí que duda, probablemente se refleja y se reconoce en los dos personajes mayores: Gershom Wald y Shaltiel Abravanel (repárese que uno es askenazi y el otro sefardí), el realista y el soñador (que será considerado traidor, no sólo disidente, precisamente).
-…”estábamos entre la espada y la pared?
-No, vosotros no estabáis entre la espada y la pared. Vosotros érais la espada y la pared” -decía Shaltiel.
No en vano, Oz declaraba en 1967 que llegaba asentirse extranjero en su propio país. Los pone en juego precisamente para demostrar que es muy difícil, si no imposible, dar toda la razón a uno o a otro.
Hay además dos aspectos que hacen el libro más interesante que si fuera una mera discusión sobre el acto de la traición y la persona del traidor. A través de la descripción de la vida de Shmuel, se percibe esa Jerusalén algo sombría pero acogedora, esa vida cotidiana del Israel de 1961, pobre, llena de gentes algo desgalichadas venidas de los más diferentes países, con sus lenguas, atavíos, sus costumbres, su culinaria. También se trasluce la historia del pueblo judío. Y todo con un lenguaje bello, sin adjetivos innecesarios, sin florilegios, donde describe las callejuelas, los árboles (simbólicamente, la higuera y su sombra), la lluvia, los montes, la luna.
Para comprender y apreciar mejor el libro, en todas sus dimensiones, habría que saber más de la tradición judía pues contiene guiños misteriosos, como los ladridos de los perros en la noche, la frecuente aparición de gatos vagabundos, sin dueño, las aves nocturnas que pasan rozando la cabeza. Otros son más conocidos, como el de la parra y la higuera (mencionada), a cuya sombra se da el epítome de la paz del hombre según la Biblia. Pienso que hay mucho simbolismo encubierto y no hay palabras sin significado.
Los libros, tanto los citados como los aludidos, son los otros protagonistas de la novela de Oz (catalogar Judas de novela es algo reductor, limitado).
No falta, como es natural, el humor, centrado en ese personaje torpón de Shmuel –que se desprecia bastante así mismo, neurótico-, con sus movimientos y sus palabras, su manera de andar y mover los brazos, y sus palabras que Atalia corta siempre de manera fulminante, intemperada. Shmuel es inhibido, como heredero de todos eses rechazos y miedos de los judíos de la Diáspora, perdidos entre gentiles, con su miedo al ridículo y a molestar. Shmuel padece asma, no ha podido estar en el ejército y tiene siempre el miedo de que o consideren un desertor. Y que termina en Beer Sheva, en el Neguev, la antítesis de Jerusalén.
Y al final, Oz trae esa frase dura: “os dijo una vez que en esta ciudad cada uno es una especie de mesías, dispuesto a crucificar a sus adversarios por sus creencias, y a ser crucificado él por las suyas”.
Y es que en el libro, bajo todas esas conversaciones, historias y discusiones, hay algo más. Es un buen antídoto para todos esos que hacen la media de los israelíes (y también de otros pueblos y naciones), sin reparar en la enorme diversidad de opiniones y pensamientos, de experiencias pasadas y presentes. Israel, como lo demuestran los numerosos partidos políticos del país, sus miles de organizaciones y asociaciones, es uno de los países menos uniformes tanto en cuanto a orígenes, culturas, tradiciones y en cuanto a la idea que ellos tienen de sí mismos.
La elegancia y esa cierta sequedad de la escritura de Amos Oz (Klausner era su apellido original), que recuerda Chéjov, sirve al lector para descartar todos los estereotipos sobre Israel y los israelíes, toda certidumbre y todo dogma. Un libro ilustrador, polémico y bello.