Fidel, un andaluz de Jaén. La Puerta de Segura.

Me acerco a la manifestación de agricultores. Estamos a finales de febrero, es un día muy luminoso. Por las noches hay algo de escarcha, pero luego el sol calienta bastante. Los montes están verdes, los pinares oscuros parecen relucir. Algún almendro ya en flor blanquea entre las olivas. Por la ribera del Guadalimar, chopos y fresnos aún desnudos, los troncos grises.

El pueblo de La Puerta de Segura, en la calle

Los olivares que trepan hacia las cumbres tienen ese gris azulado (¿verde?) oscuro que toman tras las lluvias, ya descargados de aceituna, sanos, trabajados por los que están atravesados en el puente. En las cooperativas se sigue moliendo aceituna, extrayendo aceite. Aceite cuidado, limpio, virgen, honesto. El aceite indispensable en nuestra alimentación.

Un aceite que les valdrá poco, que se tardará en vender y que muchos grupos de distribución saldarán en ofertas de supermercados. Los precios se han hundido. La demanda no aumenta y la oferta sí. Y los productos, la energía, los vehículos, tractores, remolques, cada vez son más caros. Y el gobierno –aunque dice ser de progreso-, con un gesto arrogante, no ha recibido aún a los agricultores. Pero el oportunismo electoral le hará sentarse al final y ofrecer dinero, que no será sino una mera cura de los síntomas, no del mal de fondo. En el gobierno no hay gente de pueblos, del campo, hay funcionarios y gente de ciudad. No hay entendimiento.

-Parece usted forastero – me dice un hombre que se me acerca amable.

Me lo dice quizás por la ropa, por la boina, por las gafas. No llevo mono azul ni zamarra como muchos de los agricultores y tractoristas que cortan el cruce sobre el puente, pacíficamente, humildemente. Alguien tendrá que escucharlos. Nunca se quejan.

-No –le desengaño- , mi padre era de aquí, nació en una casa que hay todavía junto a la iglesia, que llegaba cuesta abajo casi hasta el río, donde estaban los lavaderos. Hace mucho, casi un siglo. Luego ha habido allí una panadería, la casa la dividieron en tres.

– Ah, sí la panadería de Jacinto, me dice Fidel, congratulándose de que seamos paisanos.

– Yo no vivo aquí, pero vengo cuando puedo; paso al menos una semana.

Fidel ha trabajado dieciséis años en el Pas de Calais, no en el túnel del tren, pero muy cerca. Como miles de andaluces tuvo que emigrar. Pero volvió al pueblo, a La Puerta de Segura, en la provincia de Jaén, tras sufrir un derrame que le dejó casi un año totalmente inválido. Lo trajeron en avión a Granada. Me cuenta que su médico francés, que veraneaba en Marbella y hablaba español, le tuvo que presentar a su propia mujer y a su hijo, señalándoselos: “ésta es tu mujer, éste es tu hijo”. No los reconocía.

            – Fue de la tensión, me explica.

Poco a poco, Fidel se ha ido rehabilitando aunque su mano derecha la tiene inmóvil, en el bolsillo. Habla bien, pausado, muy correctamente, aunque el francés, que lo hablaba bien, se le ha borrado.

– Es como cuando uno le quita el disco duro al ordenador, todo se ha perdido.

Pero Fidel, que ha venido a unirse silenciosamente a la manifestación, vive bastante bien en su pueblo, tiene su casa y su salud es aceptable.

Bajo el puente que ocupan los manifestantes, los cisnes nadan en el Guadalimar, tranquilos, en este río que por el Arroyo del Ojanco también llaman el río Colorado, por el frecuente color de sus aguas (y que es exactamente la transcripción del árabe), hasta que en Mengíbar desagua en el Guadalquivir.

Me despido de Fidel, esperando volverlo a ver por las calles de La Puerta, a donde siempre retorno. Afable, me sonríe. Me muestra su mano que no me puede dar. Fidel es un hombre cabal y discreto.

El olivar en la Sierra de Segura. Pago de Pisa

El es uno de esos andaluces cuyas pocas olivas le producen menos de lo que le cuesta cultivarlas; entre otras razones, porque él ya no puede hacer las faenas del campo, como hacen muchos otros de su edad para ahorrarse jornales destallando, podando, curando y recogiendo. Para vivir.

En Jaén no se quejan nunca, ésta es casi la primera vez que recuerdo, aunque razones no les faltan. El campo suele estar callado, es parco de palabras, pero no es insensible al abandono ni al menosprecio. Ni tren, ni carreteras decentes -como muestra la pesadilla de la N 322, en obras desde hace más de veinte y cinco años. Este día en que he conocido a Fidel había en la provincia noventa y siete pueblos parados, con las tiendas y los bares cerrados. Si no cortan carreteras pareciera que no existieran. Los diputados que les debieran representar no comparecen. Para el gobierno no existen. Como si España terminase en la M 30.

Uno tiene la tentación de recordar los versos de Miguel Hernández, de otra época, pero aún vigentes, “Jaén, levántate brava sobre tus piedras lunares, no vayas a ser esclava con todos tus olivares.”

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Un poema de Nuno Júdice

Nuno Júdice, poeta portugués bien conocido (le han sido concedidos el Premio Nacional de Poesía en España y el Rosalía de Castro), con el que me encuentro casualmente por librerías lisboetas, me ha autorizado generosamente a traducir y publicar su poema Exercício de Astronomia.

Esperemos que un día se traduzca toda su poesía en España (en México ya hay publicada una gran parte de su prosa y de su poesía).

Para Nuno Júdice, la poesía significa la sobrevivencia del yo a través de la lengua, sin que la comunicación sea la prioridad. Hay en ella siempre un ritmo, un latido que es la respiración, la oralidad, algo así como las olas del mar (muy presente también en su poesía, como en toda la poesía portuguesa). Es, nos reitera, la mejor forma de darnos a conocer.

En su escritura, prosa o verso, hay a menudo una especie de evocación del pasado, que no es nostalgia, sino recuperación de la historia, de las vidas de personas singulares, especiales, de pueblos y campos, de las costas atlánticas. Los elementos, la luz, la lluvia, el viento, la intemperie, entran en su universo lírico, lo mismo que las calles, las plazas, los pueblos, sus cafés solitarios. Leer a Júdice es entrar en la lírica portuguesa más genuina, en ese Portugal que amamos y él nos hace apreciar.

Optimista, positivo, nos ha dicho que contrariamente a lo que parece un lugar común, los jóvenes leen poesía, se interesan por esa forma de expresarse.

Sería imposible en tres párrafos dar una idea de su poesía (y de su prosa, entre la que ahora recuerdo O anjo das tempestades, El ángel de las tempestades), pero como resumen reproduzco aquí un poema, entre los cientos que podría escoger:

EJERCICIO DE ASTRONOMÍA

por Nuno Iúdice

Ahora que es de noche, las luces se apagan en la plaza

y los autobuses pasan completamente vacíos

camino de las cocheras. Con la oscuridad, veo

todas las estrellas sobre mí. Adivino el brillo

de las que no veo en los mantos de niebla de remotas

vías lácteas; y oigo la música de las constelaciones

más cercanas. Hay estrellas que dejan en su rastro

el color liso de la piel de mujeres evasivas, y

si las mirase más despacio tal vez descendiesen

hasta mí, con sus manos de fuego perdiendo

fuerza y con sus ojos acostumbrados a la sequedad

del infinito deshaciéndose en un agua nebulosa.

Mas no recuerdo ninguno de sus nombres, y

busco sólo la luz fija de uno de mis pálidos

planetas de la noche, lo que no detiene su lenta

rotación en el fondo de mi cabeza y lleva

a cuestas su cuerpo que amé hasta quedar exhausto. Tiene

la luz de las tardes más frías del otoño, y me hace

ir hasta el centro de la plaza donde se reúnen los que

perdieron el abrigo de la memoria, y gastan los labios

repitiendo el mismo nombre, en un murmullo, como

si alguien los oyese bajo el suelo. También

diré tu nombre, y oigo partirse sus sílabas

en el suelo de piedra, perdiéndose para siempre.

La estéril búsqueda de la baronía de Baudrehage

Cuando llegó a aquel verde valle por Soumagne, no muy lejos de Herstal (donde se dice que nació Carlomagno), buscando el lugar de Baudrehage, una anciana que estaba sentada en el umbral de su puerta, en su wallon casi incomprensible le desengañó al decirle que ya no existía ni torre, ni castillo, ni casa solariega alguna.

– Baudrehage – le dijo, aspirando la hache- n’est qu’un lieu dit.

Es decir, no era sino un lugar, un topónimo perdido entre aquellos prados y bosques de las Ardenas. La zona había sido arrasada por mil guerras, la última cuando la ofensiva de Von Rundstedt en la Navidad de 1944. Intentaron los alemanes recuperar el puerto de Amberes y desencadenar un segundo Dunkerque, y estuvieron a punto de conseguirlo. De haber parado el avance norteamericano, la guerra en el frente oeste hubiera cambiado de vencedor. Aunque nadie sabía por dónde venían avanzando los soviéticos, que forzaron a retirar un Ejército blindado SS y dieciséis divisiones de la Wehrmacht para llevarlos hacia el Este, lo que dio un respiro a los norteamericanos.

Quizás lo supiera el capitán Baudrihaye, que estaba encerrado en el offlag de Prenzlau, en Brandenburgo; allí, en aquellos viejos cuarteles prusianos convertidos en prisión de oficiales belgas y franceses, los rumores del avance ruso por Polonia eran cada vez más insistentes; se notaba en la cara y actitud de los hoscos y nerviosos guardianes. Los paseos diarios – simplemente dar vueltas al ancho cuadrilátero de hormigón entre los cuatro cuarteles- habían sido suprimidos y los paquetes de las familias y de la Cruz Roja ya llegaban muy de tarde en tarde. Había tenido un cautiverio relativamente tranquilo; uno de los jefes alemanes del campo, un militar de cierta edad destinado ‘en guarnición’, es decir, no combatiente, se decía que escribía versos a escondidas de sus subordinados. Les dejaba representar obras de teatro, normalmente de Molière, en las que el capitán no actuaba sino que era solamente tramoyista. Algún oficial incluso podía tocar un acordeón cuando eran autorizados en fechas especiales.

El pabellón de los mandos alemanes del antiguo offlag de Prenzlau

Cuando fue a Prenzlau, que está a hora y media hacia el noreste de Berlín, nadie le supo dar razón de qué era aquel offlag abandonado. No sabían, no contestaban. Y además, por toda lengua extranjera, hablaban ruso. Sólo una joven, en la entrada de la imponente catedral del característico gótico de ladrillo rojo, el backsteingotik, en vías de reconstrucción (durante todo el régimen de la RDA no reconstruyeron, naturalmente, ni una sola iglesia), sonreía tímidamente y hablaba las suficientes palabras de inglés para cobrar las entradas.

Pero volviendo al valle de Soumagne, le llevaba allí solamente una curiosidad heráldica, como esas amazonas heráldicas con las que sueñan los pequeño burgueses tratando de imaginarse unos antepasados ilustres y singulares. La familia, además de tener como todas ciertos delirios de grandeza, estaba precisada de recibir alguna buena noticia tras haber sido su militar pasado a la reserva por oscuras razones de rencillas en cautiverio, envidias y resentimientos (eso que tanto contribuyó a la famosa Depuración en Bélgica y en Francia). Además habían perdido la riqueza de sus antiguos negocios de antes de la guerra. En todo caso serían títulos algo artificiales pues es sabido que el rey Léopold I, antes de morir en 1865 había otorgado baronías a diestro y siniestro (o más bien arriba y abajo, pues había que repartirlas equitativamente entre flamencos y wallones). Su sucesor, Léopold II, colonialista y urbanista (lean El fantasma del Rey Leopoldo, de Adam Hochschild, El corazón en las tinieblas, de Joseph Conrad y El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa), también inventó muchos títulos, todos igual de “antiguos”. Los títulos genuinos de la época de las Cruzadas, los únicos de origen medieval, eran franceses. En Flandes, en cambio, sí había títulos antiguos, entre otras cosas gracias a los doscientos años de ocupación española.

A unos treinta kilómetros de Aquisgrán y otros tantos de Maastricht (la Trajectum Mosam), zonas romanas, este territorio había perdido, entre las guerras, la minería y las autopistas toda su personalidad y las casas eran bastante vulgares, los pueblos sólo tenían una tienda o un pequeño súper, el inevitable kebab donde no servían ni siquiera la insulsa Stella Artois; las mantequerías y lecherías habían desaparecido y el pan había que ir a comprarlo a kilómetros. Eso sí, todos tenían su monumento a los muertos de las dos guerras y en algunos una bandera americana recordaba que la mayoría de los caídos eran más de Iowa y Nebraska que de las Ardenas.

El territorio ha sido desde remotas épocas carolingias, un país sin pueblo sino con pueblos, sometido a dinastías precarias y durante siglos, dependiendo del Arzobispado de Lieja, es decir, de algo sin personalidad. Tierra de compromiso, no patria, a merced de los Orange o de los alemanes, luego de Napoleón y, por fin, en 1830 formando parte del nuevo país inventado, tapón entre Prusia y Francia, Bélgica, con un Flandes que sólo se diferenciaba de Holanda porque era católico y una Wallonia que parecía un Departamento francés. Sorprende que este triángulo carolingio fuera sólo un nudo de autopistas a tres países, como si el exceso de sedimento histórico le hubiera arrebatado y apagado el alma. De ahí esa especie de falta de personalidad, que quizás sea su propia personalidad.

Siempre que volvía a Lieja, ciudad algo fantasmal a partir de las seis de la tarde, intentaba descubrir algo del pasado pero sus calles anodinas de color hollín eran una sucesión de tiendas de marcas banales y kebabs y gente con el rostro cerrado. Sólo una vez compró algo, por pasar el rato, Servitude et grandeur militaires de Alfred de Vigny, con el que pretendía ahondar y escudriñar en la mentalidad del capitán.

El área de paseo del offlag

En la zona carbonífera de Lieja, así como en la de Charleroi, había cada vez más socialistas y pocas familias monárquicas. Una de ellas era la dinastía militar de los Baudrihaye, que ya existía desde la fundación del Estado, en 1830, y que perduraría incluso durante las dos guerras mundiales. Las inquietudes creadas por las marchas de mineros tras la bandera roja harían del futuro capitán un anticomunista testarudo. Ironía de la historia, sería el Ejército Rojo, concretamente, el 70º ejército soviético y el 3º ejército blindado del Grupo de Ejércitos del Vístula, quienes le liberasen a finales de abril de 1945. Tardó cinco meses en poder llegar a Bruselas a través de ciudades alemanas que mostraban sus muñones chamuscados y estaciones desarticuladas en uno de los convoyes organizados para repatriar militares, prisioneros y sobrevivientes de los campos. Pero en aquellos trenes nunca volverían las dos amiguitas de sus hijas, Irène y Sylvie Grumberg, esas que venían a merendar y jugar los domingos por la tarde a la gran casa con jardín en Woluwe-St. Lambert.

Edificio del offlag

El capitán había rechazado siempre evadirse (lo que sus camaradas le reprochaban) pero se había también negado a ser intercambiado por prisioneros alemanes, algo que muchos oficiales flamencos aceptaron de inmediato. Esa disciplina (docilidad, le reprochaban sus camaradas) frente a sus guardianes y sus simpatías derechistas le jugarían una mala pasada cuando la Liberación, que para él supuso Depuración. De todas maneras era para preguntarse qué podía haber sentido –servitude et honneur militaires-, un soldado de profesión que nunca ha invadido país alguno y la única vez que ha hollado suelo enemigo ha sido como prisionero. La campaña de Bélgica en 1940, recuérdese, duró quince días. La debâcle.

El pabellón 2

Tras buscar arduamente las huellas de alguna casa solariega, algún torreón, aunque fuese una granja que justificase esa baronía inventada o soñada, lo único que descubrió fue que un tal Lambert Baudrihaye había firmado una acta del nuevo gouvernement belge, en 1834, que trataba de algo tan trascendente como la navegación de gabarras por el canal de Maastricht. Ni siquiera pudo verificar si era verdad, como decía su amigo Joan Mundet, bibliófilo tenaz, que había visto una lista de la Guardia Valona de Carlos III en la que figuraba un tal Badraye, que algún antepasado hubiera servido en España.

Quizá todo provenga de la confusión lingüística, tan propia de esas tierras entre holandeses, alemanes, flamencos, wallones y franceses. Baud significaría en viejo alemán fuerza, la terminación haye, es un seto, pero también una barrera. Obsérvese Den Haag, La Haya, en francés La Haye. ¿Pero hage? Qué es real, qué significa un apellido? Al cambiar el nombre, cambian el concepto, el lugar y el origen y todo desaparece.

Salvo que encuentren algún documento, el sueño de la supuesta baronía, esa especie de obsesión decimonónica por los árboles genealógicos, se ha esfumado. Mejor será, porque la nobleza y la firmeza de espíritu, como la del capitán a lo largo de su vida, es mucho más valiosa y superior a un título entregado por un rey.