
Nuno Júdice, poeta portugués bien conocido (le han sido concedidos el Premio Nacional de Poesía en España y el Rosalía de Castro), con el que me encuentro casualmente por librerías lisboetas, me ha autorizado generosamente a traducir y publicar su poema Exercício de Astronomia.
Esperemos que un día se traduzca toda su poesía en España (en México ya hay publicada una gran parte de su prosa y de su poesía).
Para Nuno Júdice, la poesía significa la sobrevivencia del yo a través de la lengua, sin que la comunicación sea la prioridad. Hay en ella siempre un ritmo, un latido que es la respiración, la oralidad, algo así como las olas del mar (muy presente también en su poesía, como en toda la poesía portuguesa). Es, nos reitera, la mejor forma de darnos a conocer.
En su escritura, prosa o verso, hay a menudo una especie de evocación del pasado, que no es nostalgia, sino recuperación de la historia, de las vidas de personas singulares, especiales, de pueblos y campos, de las costas atlánticas. Los elementos, la luz, la lluvia, el viento, la intemperie, entran en su universo lírico, lo mismo que las calles, las plazas, los pueblos, sus cafés solitarios. Leer a Júdice es entrar en la lírica portuguesa más genuina, en ese Portugal que amamos y él nos hace apreciar.
Optimista, positivo, nos ha dicho que contrariamente a lo que parece un lugar común, los jóvenes leen poesía, se interesan por esa forma de expresarse.
Sería imposible en tres párrafos dar una idea de su poesía (y de su prosa, entre la que ahora recuerdo O anjo das tempestades, El ángel de las tempestades), pero como resumen reproduzco aquí un poema, entre los cientos que podría escoger:
EJERCICIO DE ASTRONOMÍA
por Nuno Iúdice
Ahora que es de noche, las luces se apagan en la plaza
y los autobuses pasan completamente vacíos
camino de las cocheras. Con la oscuridad, veo
todas las estrellas sobre mí. Adivino el brillo
de las que no veo en los mantos de niebla de remotas
vías lácteas; y oigo la música de las constelaciones
más cercanas. Hay estrellas que dejan en su rastro
el color liso de la piel de mujeres evasivas, y
si las mirase más despacio tal vez descendiesen
hasta mí, con sus manos de fuego perdiendo
fuerza y con sus ojos acostumbrados a la sequedad
del infinito deshaciéndose en un agua nebulosa.
Mas no recuerdo ninguno de sus nombres, y
busco sólo la luz fija de uno de mis pálidos
planetas de la noche, lo que no detiene su lenta
rotación en el fondo de mi cabeza y lleva
a cuestas su cuerpo que amé hasta quedar exhausto. Tiene
la luz de las tardes más frías del otoño, y me hace
ir hasta el centro de la plaza donde se reúnen los que
perdieron el abrigo de la memoria, y gastan los labios
repitiendo el mismo nombre, en un murmullo, como
si alguien los oyese bajo el suelo. También
diré tu nombre, y oigo partirse sus sílabas
en el suelo de piedra, perdiéndose para siempre.