El primer diccionario español-portugués y otras curiosidades.

Hace un par de meses, cuando podíamos salir, en la feria de trastos viejos de Paço d’Arcos, cerca de Lisboa, encontré el primer diccionario español-portugués, que fue editado en 1864 por la Imprensa Nacional, en Lisboa.

Hasta entonces no existía una obra así, luso-española, lo que no es sorprendente dada la animadversión que latía –y a veces aún late – entre los dos países vecinos. Tengamos en cuenta que había habido una larga y costosa guerra de independencia contra España durante casi treinta años, desde 1640 hasta casi 1700, además de la luctuosa Guerra de las Naranjas, que hizo que España se quedara con Olivenza, u Olivença. Pero un cierto iberismo, un pequeño acercamiento, surge en el siglo XIX, quizás consecuencia de la guerra Peninsular, como llaman aquí –a la inglesa- a la guerra contra Napoleón. Esto propició que finalmente alguien emprendiese esta magna obra, una primicia.

Este diccionario en tres tomos es obra de don Manuel do Canto e Castro Mascarenhas e Valdez, nacido por el azar de la invasión francesa en Río de Janeiro, quien al regresar a Lisboa se dedicó a los estudios filológicos y lexicográficos. En su prólogo, el autor afirma que se ha servido de varios diccionarios, y en su prólogo dice admirarse que hasta no haya habido quien hiciese este importante servicio a las dos naciones.

Además del interés histórico, este diccionario es muy útil pues Do Canto incluye frases y términos anticuados que los diccionarios españoles omiten y “al haberse escrito en español, desde los primeros siglos de la monarquía, tantas páginas gloriosas para nuestra historia (la portuguesa), y tantos documentos de erudición de muchos portugueses de aquellas eras, debía traer los vocablos anticuados y obsoletos, pues de lo contrario quedaría una laguna que no perdonarían los amantes de la historia y de la literatura antiguas”.

Organizado en tres columnas, es de una gran riqueza; muchos vocablos incluyen también su etimología o las frases en que fueron utilizados por autores clásicos. Hay palabras tan curiosas como:

Alhorma: campo militar de los moros. Maurorum castra.

Canalla: gente de mala conducta, gente baja y ruin, peligrosa para la sociedad. Populi, civitatis foex. (Caza, antiguo): jauría, conjunto de perros con los que el cazador va a cazar.

Sicinnis: danza grotesca de los antiguos, que se ejecutaba al son de un solo instrumento.

Para el vocablo soga, por ejemplo, usa casi 400 palabras, explicando todos sus usos, algún refrán y expresiones en que se usa. Las sogas y cuerdas, en esos tiempos, eran de primordial importancia, y más en un país marinero. Ya figura el telégrafo, incluido el eléctrico. Pero ‘plástico’ es definido como “el nombre con que a veces se designa la fuerza generadora de los cuerpos organizados”. El diccionario tiene tantas explicaciones que sirve también al español que desee encontrar palabras difuntas, extinguidas, el origen y contexto en que se usaban, así como, en muchos casos, su analogía.

Sobre este gran filólogo ha escrito el profesor Ignacio Vázquez Diéguez una tesis doctoral (consultar  https://bvfe.es/component/mtree/ ).  Parece que Do Canto se sirvió de cuatro grandes obras españolas: el Diccionario Académico de 1852, el Nuevo de la lengua castellana, de 1846, el Nacional de 1849 y el Enciclopédico de 1855.

Un diccionario es un libro utilitario, que se usa para buscar o confirmar el significado de un vocablo. Suelen caer en desuso y por eso usados se venden por cuatro perras y nadie los quiere. Algunos, sin embargo, son monumentos, están bien encuadernados y tienen una información compleja y profunda. Y muchos son inspiradores, descubriéndonos nuevas posibilidades del lenguaje (inmediatamente me pondré a buscar lo que dijo Barthes sobre los diccionarios). Es como las enciclopedias, caídas en desuso por internet, pero cuyos contenidos no igualan a los de la Encyclopedia Britannica, cuyos textos son interesantes, sugestivos y están muy bien escritos. Ya no existe, claro, en papel; pocos tienen casas para albergar esos ilustres e ilustrados mamotretos. Yo guardo la mía de 1982, en treinta volúmenes.

Diccionario viene de Dictio, acción de decir, de dico que tiene dos acepciones, consagrar, pero también decir. De ahí, dictado, dictador, dictamen (sentencia), dictus (precepto, aforismo), juez (ius dice), jurisdicción, iuris dictio.

La importancia del diccionario y las gramáticas en la consolidación de las naciones, en su afirmación como pueblo y en sus relaciones culturales y políticas es innegable. En España recordemos solamente a Antonio de Nebrija o a Pompeu Fabra. En Inglaterra recordemos la reverencia que tienen por Samuel Johnson, el gran árbitro de la opinión y del lenguaje del siglo XVIII; hoy, para el inglés yo me quedaría con The Chambers, publicado por primera vez en 1901 (el año de la muerte de la reina Victoria). En cada vocablo incluye la pronunciación, la definición y la etimología. Incluye las versiones inglesas de América, Suráfrica, Oceanía y Asia, así como un repertorio de frases y citas procedentes de otras lenguas que se usan en la vida corriente (latinas y francesas, sobre todo).

Los norteamericanos tienen un especial respeto por Noah Webster, que emprendió la tarea de hacer un diccionario que incluyese los términos yanquis, con sus versiones específicas de cómo hablaban en el nuevo país y como deletreaban las mismas palabras, como color, en vez de colour, o theater en vez del británico theatre, por ejemplo. El diccionario apareció, con 2000 páginas, en 1828 (ver The Dictionary wars: the American fight over the English language, de Peter Martin).

Los franceses tienen a Littré (1801-1881) que empezó siendo miembro de l’Académie des Inscriptions, esa gran institución tan esencialmente francesa creada por Colbert para tratar de las inscripciones y medallas en tiempos de Louis XIV, que después se ha dedicado a la historia y la arqueología (el historiador J. H. Elliott ha dicho que ese afán archivístico, racionalista, ha hecho la delicia de los archiveros y la desgracia de los historiadores, pero por lo menos se conservan). En su discurso de recepción en l’Académie Française, bajo la famosa Coupole, Littré dijo que “no había que confundir el uso con el arcaísmo y no había que pretender renovar la lengua envejeciéndola” y que un diccionario debía incluir tanto el neologismo autorizado como el arcaísmo digno de revivir. El otro gran lexicógrafo francés vendría un siglo después, en la persona de Paul Robert (1910-1980), nacido en Orléansville (hoy Chlef, oeste de Argelia), que en 1964 lanza el Gran Diccionario Alfabético y analógico de la lengua francesa, en ocho volúmenes. En efecto, Robert y sus sucesores siempre han prestado una gran atención no sólo a los vocablos sino a la asociación de ideas, para la que un buen diccionario es una herramienta preciosa. Como curiosidad, Robert, cuando fue movilizado en 1940, trabajó en el servicio de mensajes cifrados del ejército francés.

Curiosamente, los portugueses y brasileños no tienen claramente delimitada ni siquiera su ortografía, como lo demuestra el muy discutido Acuerdo Ortográfico. Los brasileños, además de hablar con otro acento, lo cual es lógico entre todos los países de la misma lengua, escriben muchas palabras de forma diferente, a veces provocando malentendidos. Pero en la lengua portuguesa el asunto sigue sin ser pacífico.

El español más clásico es el de la Lengua Castellana, de la Real Academia, cuya primera edición data de 1770. Uno de estos ejemplares, editado por Joaquín Ibarra, en un solo volumen, que perteneció a la escritora doña Carolina Coronado, lo tiene a la venta el librero lisboeta António Trindade en la rua do Alecrim. Carolina Coronado, como es sabido, pacense, murió en Lisboa en 1911.

Pero yo echo de menos esos diccionarios con ilustraciones, como el de Vox de 1945, que viene acompañado de cuadros con dibujos relativos al arte, las caballerías, los navíos, las piezas de un telégrafo, etcétera, y que ayudan al lector y al escritor a encontrar no ya sólo el significado de los vocablos, sino a encontrar nuevos. El diccionario de María Moliner me ha frustrado, entre otras cosas porque nunca he comprendido muy bien su clasificación, y otros muchos me han decepcionado, incluso el de la Real Acedemia; por ejemplo, cuando busco palabras que usa Azorín.

La ventaja del diccionario de la Real Academia, al que le faltan muchos vocablos, no ofrece analogías y a veces incluye o excluye términos de forma muy discutible, es que acepta todas las versiones para denominar un objeto, una fruta, un animal, usadas en los países de habla española, reconocidas por sus respectivas y correspondientes academias.

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Salir del tumulto consumista

La crisis inesperada, pero no menos previsible, como nos debían haber demostrado pasadas pandemias (y algunas aún vigentes, como el ébola), pone en entredicho el modelo de economía de España, con el consumo y el turismo como los principales motores y palancas de la economía. Ortega y Gasset (En torno a Galileo), ya habló de esos fenómenos naturales que alterarían nuestra confianza en la ciencia, “esa fe en la que vive el hombre actual”,

“se nos habría caído la casa en que estábamos instalados, no sabríamos, en todo lo material, a qué atenernos, volvería a azotar a la humanidad la plaga terrible que durante milenios la ha sobrecogido y mantenido prisionera: el pavor cósmico, el miedo de Pan, el terror pánico. Pues bien, la cosa no es tan absolutamente remota de la realidad como puede suponerse”.

Sociedad alegre y confiada, espectáculo de sí misma, eternamente bulliciosa y divertida. Estábamos en un crescendo paroxista, el mismo que ha convertido nuestras costas en muros de hormigón, nuestras calles en terrazas para beber y dar ruidosas carcajadas, mientras hemos despreciado los laboratorios, las bibliotecas y las aulas de música. Nos creíamos dioses, invencibles, superiores.

Ahora descubrimos (como quien descubre el Mediterráneo) que nos faltan servicios esenciales, que nuestra investigación ha sido postergada, que hemos invertido mucho más en hoteles, restaurantes y bares que en hospitales, personal sanitario y protección civil.

Hemos fomentado una forma de vida gregaria y tumultuaria: grandes almacenes, extensas superficies comerciales, outlets, autopistas, aeropuertos, descomunales, monstruosos navíos de cruceros que contaminan más que una ciudad. No hay más que ver nuestras calles, una sucesión de tiendas de ropa, cosméticos, bares y restaurantes.

En muchos países se descubren ahora las consecuencias de las políticas ultraliberales, tipo thatcheriano, de privatizar servicios sanitarios y de reducir el papel del Estado.

Pero poníamos el maquillaje y adorno de las bicicletas municipales para los barrios acomodados (¿cuántos obreros y empleadas del servicio doméstico usan la bicicleta para ir a trabajar?), que no son municipales sino de poderosas empresas contratistas perfectamente vinculadas, amigas, de los ayuntamientos. Son las mismas que instalan por doquier anuncios innecesarios, paneles que estorban el paisaje urbano, etc). Ponían los alcaldes estos adornos para “hacer como si”, para disimular el derroche de energía, de gasolina, para disimular el fomento del automóvil que llevan a cabo esas mismas empresas de bicicletas (como Vinci o Decaux -que se puede leer cadeaux, regalos-) haciendo estacionamientos subterráneos, privatizando aeropuertos, mercantilizando estaciones ferroviarias.

Todo esto debe ser abolido pues ha demostrado que es incapaz de enfrentar los grandes retos que de vez en cuando llegan. ¿A qué llamábamos Estado Social de Bienestar? ¿A un Estado que financiaba principalmente el consumo desaforado, el tumulto general y que ahora se demuestra que le estalla por las costuras? ¿A un Estado que debe recurrir al ejército a falta de una sanidad pública bien financiada y dotada? Muchos ayuntamientos han sido máquinas para enriquecer a especuladores inmobiliarios.

A lo mejor debemos cambiar el modelo y pensar más en Investigación, Sanidad, Seguridad y protección civil, en sanear de pólipos y trombos de una circulación financiera que esté más orientada a toda la población y no sólo a los grandes consorcios bancarios y empresariales.

En España, siempre ha habido muchas voces que han reclamado el sentido común y el buen sentido, desde Miguel de Unamuno a María Zambrano, pasando por Antonio Machado y Ortega. Pero las teorías aburren y sólo convencen a unos pocos mientras aburren a la mayoría. Así que no les hicimos caso, eran mera referencia estética de unos cuantos. Para muchos eran unos tristes, unos cenizos, unos aguafiestas.

Pero no se alarmen, no es comunismo lo que se predica. Sólo una cierta dieta de adelgazamiento, de salud, de buen sentido. Reducir, si no abolir, el jolgorio como forma de vida, el hedonismo como meta social, el tumulto como forma de viajar. Quizás hay que revisar qué estábamos haciendo porque nos hemos topado con lo que no queríamos ver pero era previsible que sucediese, como Bill Gates ya había advertido hace poco.

Recuperar la ética del trabajo bien hecho, esa que están demostrando los sanitarios, los servidores de las Fuerzas de Seguridad del Estado, bomberos, protección civil y tantas personas que están ayudando, que no tiene el lucro como único objetivo. Recuperar un sentido de la sobriedad y de la austeridad (aunque esa palabra haya sido utilizada para oprimir a los más desfavorecidos en la crisis de 2008).

La socialdemocracia y el mero liberalismo económico no están a la altura de los desafíos; en el fondo quieren lo mismo, el individualismo, el consumismo y el lucro como únicos ejes del desarrollo.

Es esta una lección –las lecciones se dictan pero no necesariamente se aprenden, como sabemos- que podría servirnos también para encarar ese cambio climático ante el que arrastran los pies los gobiernos, todas esas crisis que sospechamos pero que tardamos en enfrentar, de tener en cuenta como acontecimientos que pueden suceder, que no son entelequias de cuatro chalados ecologistas.

Salir de nuestro solipsismo, del egoísmo como modelo de vida y de economía. La libertad y la democracia, en su sentido primordial, deben ser más respetadas; los políticos profesionales deben pensar más en los que representan y no en sus jugarretas y regateos mediáticos; y el Estado debe garantizar la salud de toda la población, las vidas humanas, la solidaridad e igualdad, lo que no se hace privatizando la sanidad.

En fin, vayan estas reflexiones desde el confinamiento y la meditación. Podemos cambiar un poco de forma de pensar y de vivir. Aunque presumo que no lo haremos pasados estos meses.

Un recuerdo en el día de la poesía

(Para Angel e Irene, por la memoria conservada)

Hace cien años

La casa matriarcal, el gran cortijo centenario,

cuartos frescos, blanqueados,

limpios suelos de baldosas dibujadas,

jofainas, lebrillos, espejos,

camas de blancas sábanas y colchas pulcras,

techos altos y ventanas veladas por postigos verdes, entreabiertos.

Afuera, el jardín y el casinillo

donde el escritor callado llevaba el libro, su bastón y su sombrero,

a la sombra de los pinos y cipreses.

Abajo, más allá de la acequia, tras el júpiter,

cantan las mozas en el fresco lavadero.

La 'grande bouffe' o el inspirador del turismo gastronómico

Hace unos años, antes del covid, había un gran experto en turismo, cargo oficial y jerarca máximo, para el que el turismo de comer y beber era el único rentable. Era este sujeto un gran provinciano que no hablaba ninguna lengua conocida pero conocía todos los restaurantes con estrellas michelin de España y parte del extranjero. Evidentemente, nunca pagaba de su bolsillo sino que era invitado gracias a sus zalemas y sus discursos atinados, con su apariencia de sabio económico, algo calvo y preclaro, pues era gran hablador.

Trasponía sin cesar con sus dos móviles en ristre, en aviones, a observar y degustar, siempre business class y limousines con chófer; gran sabio, sacaba conclusiones importantísimas para el futuro de la Organización Mundial del Turismo, de los cruceros y de las ciudades inmarcesibles, llenas de restaurantes, gastrobares y gastroenteritis. Un lacayo de su pueblo isleño le llevaba la cartera y chóferes obsequiosos le abrían las puertas de Mercedes ostentosos.

“El futuro es la comida, la bebida y el jolgorio nocturno, así tienen que ser las ciudades turísticas, es decir, todas”, afirmaba nuestro héroe, seguro, imponente e intolerante a la mínima discordia, “las demás, desaparecerán”, sentenciaba, inapelable. Tenía frases imponentes con las que todos se regocijaban, como “sacar a colofón” o su afán por las sinergías, así, con acento en la i, que había oído en un coloquio sobre aviación y turismo.

Todas sus lecturas eran los menús y las etiquetas de los vinos. Y con eso le sobraba para ir por el mundo.

Tanto hablaba de las cosas gástricas que finalmente, cuando por fin le cesaron, la FAO le contrató para que mejorase la dieta de africanos y demás desahuciados del planeta. Dicen que pasaba sus días en un despacho en Roma, en el EUR, comiendo tristemente del tupper y atracándose de pizzas por las noches. Por lo visto, no le invitaban ya a los restaurantes de postín.

Pero tenemos noticias de última hora y es que, repatriado, ha sido confinado en su pueblo, y encarga la comida en Uber eats para no tocar ni ser tocado.

A casa

Como un largo, interminable domingo por la tarde
se ciernen la tristeza y la congoja por las plazas desiertas,
los parques abandonados a las flores y los pájaros,
libres de invasores ruidosos, jugadores.

Silencio en los campos, distancia en los hombres,
refugiados en pálidas pantallas de luz fría;
esas que nos traían la virtual realidad
hoy nos dan la única.

Las casas que desertábamos al amanecer,
son hoy albergues obligados del reencuentro con lo extraño,
que lo ajeno y carcelario parecía ser la casa
y la calle la libertad y lo ordinario.