Paulo, el afilador (quinto retrato lisboeta)

Por las calles silenciosas de Lisboa (algo bueno tendría que pasar con el confín), se oye ahora mejor a Paulo el afilador, o amolador, que va anunciando su oficio a los vecinos con ese caramillo o chifle, que aquí llaman gaita . Paulo es de Castelo de Vide, del Alto Alentejo, ese bello pueblo con una judería bien conservada –no falsificada-, pero me dice que de madre española, de no muy lejos, de Valencia de Alcántara.

Paulo, con manos fuertes de trabajador, ojos de un verde casi esmeralda, va con su bicicleta, que es un taller con ruedas, y afila cuchillos, navajas, tijeras, hachulejos (macheta o machadinha) de sacar la corteza de los alcornoques. De vez en cuando también va a España a trabajar en los ajos, en lo que se presente. Paulo, como suelen ser todos los trabajadores trashumantes, es jovial, sonríe y mira la vida con optimismo.

Admira y conoce los cuchillos, la calidad de su acero, que reconoce con verlos y tocarlos. Cuando afila un buen cuchillo lo hace casi con más esmero.

-Nunca lavarlos con agua caliente, sólo con agua fría y vinagre, para que no pierdan el filo- me recomienda.

Tras pasar el esmeril, en la rueda que acciona con una manivela, les pasa otra piedra para quitarles la rebaba. Luego los prueba cortando en vilo, sin tensarla, una vieja tela que lleva o incluso rozándose levísimamente el filo en la uña. Paulo no acciona la piedra con los pedales. En un saco lleva los encargos más laboriosos, como las hachas y cuchillos especiales que, dice, requieren más paciencia. Como buen trabajador ambulante, lleva un paraguas.

Me cuenta que le gusta España, con sus bares y sus vinos, aunque un día, cuando iba en moto, la Guardia Civil lo arrestó por llevar unas copas más de la cuenta. Pasó una noche en el calabozo.

-Allí son más serios, me dice, con una sonrisa, pues aquel el percance no le ha hecho desistir de pasar de vez en cuando la frontera para celebrar con sus amigos del otro lado de la Raia.

En España los afiladores, amoladores, solían ser todos gallegos. Desaparecieron hace tiempo de las calles aunque hace poco he vuelto a oir su silbido acompasado, familiar, por algunos pueblos. Habrá que buscar lo que contase Alvaro Cunqueiro (aquí en Lisboa no tengo sus libros, pues se han quedado en la provincia de Jaén). En el teatro de Valle-Inclán aparece algún afilador que roba corazones porque ya es sabido que los amores ambulantes son los más peligrosos para las buenas costumbres.

Han ido desapareciendo los oficios ambulantes, los viajantes de comercio ya no recorren la geografía con una maleta de muestras en autocares de provincia. Los vendedores de fresones y requesón hace tiempo que fueron expulsados por esos munícipes siempre tan atentos a nuestra salud como estólidos e indiferentes –o francamente favorables- al hormigón; las mozas que vendían sardinas o pavos también se recogieron; y los recoveros que iban por los cortijos con su burra cargada de mercaderías curiosas hace decenios que desaparecieron. En Lisboa, como por milagro, aun venden cerezas en carritos.

Ya sólo quedan estos oficios derivados del industrialismo que son los afiladores. En medio de las ciudades son una pausa que deja entrar al pasado, otros ritmos y otras vidas. Los afiladores, por las calles son testigos discretos de lo que sucede en la vecindad, y van, como buenos celtas, siempre soñando un poco.

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Old Portugal, old Spain, un azoriniano portugués

Esta pequeña obra de teatro de Azorín, Old Spain, fue publicada por primera vez el 30 de junio de 1928 por la colección El teatro moderno que dirigía Luis Uriarte. Es una comedia en tres actos y un prólogo, advierte el editor.

Lo encontré en la librería de dona Crisálida, en el barrio del Campo de Ourique, de Lisboa. Ha debido comprar hace tiempo alguna biblioteca de un amante de las letras españolas porque he encontrado otras obras de Azorín así como varias de Baroja, todas de esos años, cuidadosamente forradas con papel cristal (que es ya imposible encontrar, no se fabrica más), como en las buenas librerías de lance francesas.

Lo curioso es que, al ir leyendo esta comedia encuentro una entrada para la Matinée del día 18 de julio de 1964, en el cinema Condes, en la plaza de Restauradores. El amante de la obra de Azorín esa tarde fue a ver una película a ese cine que hoy ya no lo es. El cinema Condes era uno de los mejores de Lisboa. El amante de Azorín también gustaba del cine, como el mismo Azorín.

¿Qué pasaba en el mundo aquel 18 de julio de 1964? ¿Y qué película pasaban en el cinema Condes, en la tranquila Lisboa de entonces? Es prácticamente imposible saberlo. Salazar tenía controlado el país, en los Estados Unidos Johnson se enfangaba cada día más en la guerra de Vietnam y en Harlem, Nueva York, había disturbios.

Probablemente Benard da Costa, el gran cinéfilo y creador de la Cinemateca Portuguesa, sabría decirnos qué es lo que se estrenaba por aquel entonces en Lisboa. Pero Benard da Costa falleció hace ya varios años, aunque nos ha dejado varios libros sobre cine y sobre sus recuerdos, que se entremezclan hábilmente.

Nuestro desconocido azoriniano fue esa tarde al cinema Condes.

Empecé a leer esta comedia de Azorín pues he de admitir que soy un azoriniano confeso, irremediable (como soy de Josep Pla, por ejemplo, que a menudo no es tan distante de José Martínez Ruiz, nuestro Azorín). A medida que iba leyendo los diálogos de Joaquín el millonario neoyorkino con el Marqués de Cilleros, iba descubriendo a ese anónimo lector de esta comedia que se llevó el librito en el bolsillo de su casaca al cinema Condes hace cincuenta y seis años. Era un portugués que se identificaba con estas palabras del marqués,

“Ese ambiente de la vieja España que usted admira y al mismo tiempo le desagrada, es la tradición, la experiencia de incontables generaciones. Y la tradición no se improvisa. La tradición es la finura y el sentido de lo perfecto.”

Y el lector lisboeta se admiraba, y quisiera visitar Castilla, siguiendo a Pepita, la condesita,

“En un día gris de Castilla -de esta tierra de Castilla cercana al país vasco-, en un día gris, ceniciento de cielo bajo ¡qué placer estar en una ventanita contemplando el horizonte! No sabemos la hora que es: la luz es fina e igual durante todo el día; el cielo es de plata bruñida y el campo es verde. No pasa el tiempo. Hemos detenido el curso de las horas. No sentimos ni ansiedad ni pesar por nada. En nuestro espíritu hay tanta paz como en el campo y en la bóveda gris del cielo (…)”.

El lisboeta desconocido (se llamaba, creo, Ferreira), cuyos herederos desguazaron su biblioteca, también tenía una casona, una vieja casona de piedra en tierras que fueron de los suevos, por Chaves, en Tras-os-Montes. Allí, en una sala con anaqueles llenos de libros familiares, de viejas escrituras y testamentarías, con algún cuadro ya ahumado y oscurecido por el tiempo, meditaba contemplando esos paisajes que le recordaban a esa Castilla que había visitado un poco y que, como todo portugués, admiraba, al tiempo que desconfiaba de sus impulsos imperiales.

Este lisboeta pensamos, sin haberle conocido, que leería también a Torga, que releería viejas historias del condado portucalense y de los reyes de León. Cuando venían amigos suyos, de Francia, de Bélgica, los llevaba a visitar las ruinas de conventos, los castillos, los pueblos perdidos, a rebuscar en las librerías de Oporto y de Lisboa.

“¿En qué se ocupaba? En lo que se ocupan muchos españoles: en nada. Pero es una bellísima persona”.

España y Portugal han tenido vidas separadas pero paralelas, nuestros problemas han sido semejantes, como nuestras contradicciones, nuestros fracasos y nuestros triunfos. Pero ambos fueron países que supieron, hasta cierto punto y tiempo, conservar su alma. Nuestro azoriniano portugués era liberal, leía libros extranjeros, había viajado, anudado amistades fuera de Portugal. Pero no quería que sacasen a Portugal de sus casillas, como le ocurría en la obra al Marqués de Cilleros con España. No quería que el progreso arruinase la tradición y el alma del país. Ese ha sido y es el dilema de los dos países ibéricos, alejados del centro europeo. Como dirá Pepita, la Condesita de La Llana, “me atrae esa lucecita de la ventana y tengo al mismo tiempo miedo”.

Esta obra de Azorín no es insólita en España; es la eterna historia del progresista o reformista que deberá enfrentarse a los más carcamales retrógrados, con sus “extravagancias”, como don Joaquín en Old Spain, como en El Amigo Manso o Angel Guerra de Galdós, o en Los muertos mandan, de Blasco Ibáñez. Así fue también Azorín, desdoblado entre liberalismo y tradición, entre un europeísmo profundo, una actitud de Michel de Montaigne y, al fin, un conservadurismo pero sin afecto por la dictadura, que le hizo recluirse, confinarse prácticamente, en su piso de la calle Zorrilla de Madrid, con muy pequeñas salidas a su Monóvar natal.

La ‘inhibición ideológica’ de Azorín, como dijera Eugenio de Nora, se pone de manifiesto en esta obra pues no resuelve la contradicción entre progreso y tradición más que con la absurda condición de don Joaquín de que pagará obras de restauración de la catedral, del convento, del conservatorio, si la condesita acepta su mano. Es decir, Azorín se sale por la tangente, presentando a un millonario inverosímil (‘extravagante’, es un epíteto que aparece reiteradamente). Y el pueblo de Nebreda no hace nada por salir de su marasmo, simplemente acepta el reglo, la ‘limosna’ del millonario.

Azorín no tuvo gran éxito como dramaturgo. Tampoco ha sido traducido al portugués, que yo sepa. Ha pasado desapercibido en un país que, sin embargo, recela muchos personajes puramente azorinianos. Sus reflexiones, su escritura, despojada, límpida, austera, me recuerda, salvando las debidas distancias, a la de Miguel Torga. En Francia, me recordaría a Julien Gracq.

Seis acuarelas en busca de Morandi

Pintar acuarelas ayuda a pasar las horas, cuando ya he leído bastante, repasado los titulares de la prensa, escuchado música. Aquí presento seis acuarelas con autor que busca la aprobación de Morandi (no la de Pirandello).

La semana pasada, Rachel Spence, en el Financial Times, dedicaba un magnífico a Giorgio Morandi, The art of staying in, poniéndolo como ejemplo de un pintor confinado por decisión propia. Vivió siempre en la misma casa, en Bolonia, con alguna salida a una casa de campo no muy lejana. Su obra casi siempre giró en torno a naturalezas muertas, a bodegones de botellas, piezas de cerámica, muchas las mismas en diferentes órdenes y posición. Pero siempre en los mismos tonos tibios, apagados, de los que emanaba una especie de sosiego

La lírica del carburador (cuarto retrato lisboeta)

José Manuel, o Zé Manel, era el mecánico de confianza de un garaje que ya no existe y que estaba en la rua Actor Isidoro, por la Alameda de Afonso Henriques de Lisboa.

Había aprendido en la tropa -el servicio militar-, los rudimentos de la mecánica de automóviles y luego fue trabajando, como tantos portugueses, ‘por esse mundo fora’. Estuvo buscándose la vida por el África portuguesa, en Canadá, en Israel, hasta volver a Lisboa cuando ya estaba en la edad de jubilarse, aunque nunca se retiró y seguía haciendo pequeños trabajos de reparación.

Era un hombre delgado, con ese desaliño de los que no le dan importancia al bienestar sino al deber. Con su caja de herramientas y su mono azul iba a donde estuviera el auto afligido y rebuscaba tenaz hasta encontrar el fallo. “La herramienta siempre tiene razón”, solía decir, cuando acertaba a desmontar o montar una pieza que se le resistía. Es una frase que para mí se ha convertido en una máxima aplicable no solamente a la mecánica.

Mi viejo Rover 2000 TC, que Zé Manuel sabía reparar

Una vez logró arreglar el carburador de mi Rover 2000 TC de 1970, que me daba siempre problemas a pesar de su antigua (pues ya no hay con Johnson) elegancia inglesa. El flotador tenía un minúsculo agujero que le hacía hundirse y el carburador se desbordaba. José Manuel conocía todos los tipos de carburadores, del Zenith al Stromberg, pasando por el Holley, hasta el efímero español Irz y, por supuesto, el ubicuo Solex, que es el más simple. Cuando explicaba cómo funcionaban, lo hacía con precisión de entomólogo, y explicaba su alimentación por aspiración o por gravedad, y cuando iba examinando con sus ennegrecidos dedos las válvulas, las bielitas, el filtro, el vaso, la membrana, parecía estar haciendo un poema a la ingeniería. Zé Manel me recordaba que los carburadores funcionan gracias al principio de Arquímedes. Y además, su vocabulario era rico y lírico:

pozo, cuba, surtidor, vaso,
calibre,
mariposas,
chimenea, campana, escalones, paleta, balancín
estrangulador,
aguja, vástago, nodriza, codo,
membranas, camisas, filtro,
impurezas, y, por encima de todo,
el vacío, el vacío
que todo lo absorbe.

Cuando se inundó el carburador del Rover, le dije, derrotista y pesimista,
-No se puede arreglar.
-¿Quién ha dicho eso?, dijo, con un gesto de suficiencia. Y se puso manos a la obra y en un par de horas, con una pequeña soldadura incluida, arregló esa boya o flotador, y volvió a montar pieza a pieza el complicado carburador.

A ferramenta sempre tem razão

Garajes y cocheras, talleres olorosos de óleos
y caucho, oscuros, de luz indispensable,
paredes grasas con carteles de senos de vestales,
latas vacías y bidones, piezas de hierro en los rincones.
Mecánicos taciturnos observadores
de válvulas y bielas y resortes,
que con manos negras curan los motores, dedos hábiles y monos sucios,
émbolos, chiclés, carburadores y pistones,
de viejos autos desahuciados, máquinas paradas bajo el polvo,
resucitados, pues armados
de viejas herramientas, rebuscadas en oscuros cajones,
esas “que siempre tienen razón”.

Otra vez fueron los frenos. Las zapatas se bloqueaban misteriosamente y el Rover me dejó tirado en la estrecha rua dos Polhais de São Bento, bloqueando el tráfico y el tranvía 28. También de ésta me salvó José Manuel. Conocía todos los sistemas, desde el antiguo Girling hasta los actuales hidráulicos, sabía purgarlos, negociar los cilindros, el bombín y buscar las zapatas más apropiadas.

Zé Manel se irritaba contra las falsas o malas piezas, neumáticos y baterías de lo que llamaba “la concurrencia”, es decir, de marcas espurias, desconocidas. “São muito fraquinhas”, decía, sin nombrar el principal país productor de esos remedos de mecánica y herramientas.

Conocía todas las marcas, sobre todo esas inglesas y francesas que ya han desaparecido como Rover, Hillman, Vanguard, Simca, Panhard. En el libro La búsqueda del coche perdido (disponible en Amazon Kindle) evoco esos autos singulares, con personalidad. Hoy subsisten en todo el planeta si acaso diez marcas, uniformizadas y bastante parecidas.

Un Vanguard

En nuestras conversaciones, Zé Manel siempre decía que un automóvil debe estar equilibrado, que es como un organismo. La chapa era como la piel en las personas y la electricidad como la vista, mientras la dirección, los ejes, los parachoques eran los miembros, como nuestros brazos, piernas y manos. Le daba mucha importancia al reposo, es decir, con el motor encendido pero parado. Andando, había que dejarle. Libre, soltar las riendas pero controlando.

Cuando volví a pasar por aquel garaje (terminé vendiendo el Rover a un británico del Ulster por cuatro duros), me dicen que José Manuel murió de leucemia hace un par de años. Tanto humo de escapes, con el venenoso tetraetilo de plomo, terminaron dando cuenta de él.

Manel era de esas personas que pasan por el mundo trabajando, ayudando a que todo funcione, como hoy vemos en tantos hospitales, supermercados, transportes, y tantos otros. Otro portugués sufrido, sobrio y trabajador.