No recordar nada…
Que se eche la noche callada
Juan Ramón Jiménez
Si no escribieses de memoria,
si no escribieses para poder seguir hablando…
José Manuel Caballero Bonald
Todo ya ha sucedido ¿qué esperas?
más de lo mismo y, sin embargo,
queda el paseo bajo los pinos,
entre las encinas, enebros y los raros
madroños,
entre rocas de musgo seco y antiguo.
Noches bajo estrellas que alumbraron a Virgilio,
y sus nombres griegos conservaron;
no sabe cuánto dura la obra en la tarima
pero sabe que acaba y mutis harán él
y los personajes
I.
No se debe mirar atrás, ni aconsejan asomarse por la ventanilla para ver el paisaje que huye. Además, los trenes ya no tienen ventanillas que se abran. Pero a veces es agradable mirar atrás, sobre todo cuando nada hay por delante. Pensar hacia atrás.
Hace años se dijeron adiós. Por eso él piensa hacia atrás. Está ya muy lejos de la ciudad gris. Mucho más al sur, pasea por unos olivares a la orilla de un pequeño río. Pájaros asustados se alborotan entre las zarzas, por los chopos. Las cumbres de los montes aún guardan el último sol que dora los pinos. Ya han cesado las máquinas agrícolas y el silencio vuelto a los campos.
Todos dicen que piensan, que han pensado, pero él sólo ha conseguido evocar, imaginar al hilo de una lectura solitaria, recordar. En el presente nunca ha pensado, sólo actuado a impulsos irracionales de los que luego se ha arrepentido.
Hoy, entre esos olivos arrugados, centenarios, retorcidos, viendo esos montes lejanos que su padre y su abuelo recorrían a lomos de caballerías, sólo recuerda. Y no piensa y hace balance como un probo comerciante al final de la jornada, haciendo el arqueo de caja. Llena de billetes y sellos fuera de curso legal, de viejas pesetas inservibles de hace medio siglo. En un cajón, viejas notas, encargos y albaranes de entrega de empresas desaparecidas, alguna receta olvidada de medicinas inexistentes. Contable, debe y haber, conciliación, le hubiera gustado aprender contabilidad, al menos así sabría algo útil, pues todo lo que sabe, todo lo que ha leído, es inútil, no sirve para nada, ni para ganar un sueldo. No emigró porque no tenía una profesión que sirviera para algo. Funcionario, otro más. Y qué difícil es ser simplemente uno más. Si hubiera sido contable, o mecánico, o médico, o enfermero, o supiera hacer algo con sus manos, carpintero, herrero, pintor de paredes, hubiera podido encontrar trabajo en cualquier país. ¿Qué ha significado toda su vida? Nada, se ha escurrido por los años. El sentido de la vida es pasarla, dejar pasar el tiempo, mantenerse vegetativamente saludable, algunos placeres efímeros y fugaces que perecieron tras una hipoteca o una deuda denunciada.
Cerca había vivido aquel amigo con quien, a veces, entre vinos, a la sombra de un parral, conversaba. No hablaban de política ni de fútbol ni de automóviles. Ya no está, se fue hace años, pronto. Camina ahora por el olivar mirando si el fruto ha cuajado con las últimas lluvias, antes de acercarse el verano seco y caliente. No están bien podadas las olivas. Ya no saben podar; antes, los viejos, con su hachulejo, sabían, dejaban el árbol arreglado, los troncos, sanos. Ahora es demasiado fácil con las motosierras, sin esfuerzo, más una tala, una amputación. El ruido del destalle y la poda era armonioso, rítmico; ahora es un zumbido permanente de las endiabladas Stihl. Pero las olivas resisten hasta la impericia. El otoño aun lejano llegará, pero él no sabe cuándo. Ha ido dejando un rastro de errores. No mucho más que la media estadística, capeando el temporal, a veces valiente, otras cobarde, o tímido -esa excusa de la cobardía.
Hace diez años era ya viejo para ella, era ya tarde. Siempre ha llegado tarde, menos a nacer. La recuerda muy bien, sus conversaciones contenidas, su timidez frente a ella, quizás por sentirse ridículo, por esa diferencia de edad. Hoy, la renuncia y la reclusión al llegar a esta edad tiene la ventaja de que ya no desea nada. Las hojas muertas, les feuilles mortes. Il n’y ira pas la chercher, como hiciera Gilbert Becaud. Tampoco ella le espera ya.
Una paz quieta, distante, le envuelve. No todo le da igual, pero da igual todo. Como a esos olivos inmóviles, inmemoriales, quietos, siempre iguales por mucho que el hombre se esfuerce en lacerarlos. No tiene ya ansia ninguna. Ha reducido sus movimientos. No necesita ir a ningún sitio. Vistos todos los museos, visitado todas las librerías, paseado por todas las ciudades que han significado algo en su vida. Libros por leer y releer hasta el fin de sus días y aún muchos que nunca leerá, pero le esperan. Recordar mientras anda entre olivos es apacible. No desear nada. Aunque lamenta el daño que hizo a personas buenas, su falta de gratitud. Con los amigos nunca tuvo conflictos, no hubo errores sino diferencias. Algunos dejaron de serlo por su dejadez. Algunos tiene aún a quienes escribe de vez en cuando cartas en papel, sólidos, siempre iguales a sí mismos. Aunque se vean de tarde en tarde, son como los árboles, como los libros, siguen ahí, aunque no se quede a sus sombras o no los lea.
Su vida doméstica es la indispensable, manteniendo un equilibrio casi vegetal, como las encinas próximas a la casa, viejas, con algunas ramas secas, pero duras, enteras, resistiendo. De vivir allí ha adquirido una actitud mineral y botánica. Recuerda aquellos amigos argentinos que siempre mencionaban lo telúrico. Sí, al final todo es telúrico. Telúrico y botánico. No tener respuestas y no importarle, lo mismo que el monte no puede explicar por qué está ahí. Por qué está él ahí.
Entonces, hace mucho tiempo, era capaz de entusiasmarse con un libro, unos poemas, una canción, un encuentro, era un joven que podría haber sido brillante. Hablaba, hacía proyectos para arreglar el país. Ilustrado e iluso reformista, ni siquiera revolucionario. Había participado activamente de los movimientos clandestinos para derribar la dictadura, había ido con la clase obrera o eso creía, sido su defensor, había escrito sobre muchas cosas con esa vana ilusión de cambiar algo. Pero nada había cambiado. Ahí seguían esos olivos, indiferentes, siempre iguales, dando paz al paisaje.
Paseaban mucho, descubrían barrios perdidos de la ciudad gris. No eran paseos románticos. Ella le contaba cosas de su pasado, de sus diferentes trabajos, las empresas donde había trabajado, del hombre con quien había vivido unos años. El se limitaba a mostrarle viejos edificios significativos, históricos, calles donde hubo revueltas hacía más de cien años, le mur des Federés, las callejuelas de Montmartre solitarias bajo la lluvia, había unas inmensas telas de De Staël en una galería perdida. Se mantenía distante, como en una amistad sólo intelectual. “Elle lui parlait de ses amours et lui…, de ses chevaux”. Aquí, en un estante de su biblioteca conserva forrado en papel cristal el libro que ella le ofreció. Un libro singular que nada tiene que ver con sus gustos ni con sus lecturas y por eso destaca en medio de otros libros de su padre, de sus antepasados, de sus sueños. Está en otro idioma y habla de las viejas costumbres de Barcelona, su ciudad. Un libro memorable porque le trae su memoria; y que conserva como un fiel testigo, de aquellos días de lo que, mucho más tarde, comprendió que era amor, esa palabra que siempre le ha parecido aplicada a cualquier relación, abusada, tomada en vano. Hubieran tenido que salir de la ciudad, viajado, haber aprovechado sus viajes de negocios. Nunca lo hicieron, ni se atrevieron ni quizá ella hubiera querido.
Hoy, lejos, en esta tierra donde el correo no funciona, tiene tiempo para pensar y evocar, aunque a menudo pasa el día reparando el viejo automóvil o tratando de cosas del campo. Ya casi no escribe ni pinta. En estos campos piensa a menudo en Tolstoi, en sus proyectos redentores de la humanidad y recuerda lo que le contaban de su tío el médico, ocupado de la sanidad pública, del paludismo, de las dolencias medievales que existían en aquellas sierras, del bocio, la lepra, las erupciones misteriosas, los cólicos negros. El también pensó en redimir la humanidad, en sacarla de la pobreza y la incultura. Lo único que ha logrado es que, al final, quizás algunos lo recuerden como una buena persona. Las viejas fotografías de la familia de hace más de un siglo parecen las fotografías de Yasnaia Poliana, con los señores, siervos, criadas y niños, unos sentados, otros de pie, serios, atentos a la cámara, en una reunión bajo la autoridad del patriarca o del ama, en este caso.
Su mal carácter, sus ataques de cólera, su ira contra sí mismo. Ya una mujer le predijo, o más bien, le espetó como una condena, como una maldición, “envejecerás solo”.
Pero la idea de soledad, mientras se pueda valer, no es terrible. No es estéril. Sus viajes fueron a menudo solitarios, sin otro objeto que caminar, pedalear o contemplar. Sin conversaciones logísticas sobre dónde parar, dónde comer, dónde dormir. Texel, Concarneau, Roscoff, siempre el mar.
La noche le trae la compañía de los cuclillos, de las ranas croando en las charcas de abajo junto a la gran acequia, los raros murciélagos que revolotean junto a las tapias. Algún ladrido lejano, furioso, lastimero. El silencio destaca con esa compañía invisible tras los árboles. Pero es mejor decir pocas palabras, como los viejos del lugar, sabios, cautos, sobrios. Como la austeridad del olivo, de la encina, la humildad del pino, aferrado sin embargo a una peña, resistiendo las tormentas, vendavales y sequías.
II.
En la siesta, en las sombras -más suaves y amables que las de su vida-, le llega el rumor de la acequia, siempre igual, siempre distinto. Está muy lejos de aquel andén oscuro, húmedo. Del monte baja, con el rumor familiar de los pinos que se mecen en una ligera brisa, ese perfume de resina caliente, de pinocha seca de su lejana infancia. Pero el olor a hollín, a vapor, grasa y hierro de aquella tarde de noviembre en el andén de la estación de Austerlitz no le abandona. Vuelve a verla, con su mirada seria, la sonrisa muy leve pero herida. Él erraba al irse, errante una vez más.
Se habían encontrado por esa suerte de los solitarios. En aquel seco, hostil edificio de oficinas, coincidían a veces en el ascensor que servía las diferentes empresas. La saludaba con la impersonal cortesía y distancia obligadas. Poco a poco, fue deseando encontrarla, coincidir, aunque solamente para intercambiar ese leve saludo, una mirada fugaz. Encuentros no siempre fortuitos, pues él los buscaba, se fueron convirtiendo en el acontecimiento del día, lo que salvaba la jornada. Fue por el azar de una llamada anónima que obligó a desalojar el edificio (donde había un consulado) cuando la vio en la acera de enfrente, esperando entre divertida y curiosa por el desenlace de la búsqueda policial, que sería naturalmente infructuosa, como siempre. Se reconocieron así en otra circunstancia, con más tiempo para atreverse a unas frases y le dio pie a, cerca de ella, compartir el escaso espacio.
-Me recuerda usted a Sofia Coppola, le dijo, de repente, sin haberlo pensado, arrepintiéndose desde el momento de decirlo.
La mirada de ella, con el ceño fruncido, fue interrogante pero sonriente, y él se animó a añadir, “sí, pero mucho más bella, ¿ha visto ‘El Padrino’?”
Así comenzaría una conversación, siempre de ascensor, de paso, breve, más allá del saludo convencional. Ella no pareció ni ofendida ni sorprendida por la repentina cercanía. Al saludo mañanero ella acompañaba una sonrisa.
Una tarde, al salir –él se había demorado esperando encontrarla- le sugirió que podrían ir a comer algo por allí cerca, al mediodía siguiente, un viernes, saltándose la habitual cantina.
-Conozco aquí cerca una pequeña casa de comidas, buena, francesa, que es buena, y no es cara. Todo ‘fait maison’, añadió como si quisiera quitar solemnidad a esa invitación. Durante aquel almuerzo (Le Relais du Bois, rue de Siam, uno de esos rincones afables que aún quedan en el XVIème), hablaron algo de ellos. E. era de Toulouse (semanas después descubriría que era nieta de un exilado republicano español). Compartían el sentido crítico, con las empresas, con la sociedad, a menudo eran los dos demasiado negativos, pero lo compensaban hablando de libros, de un poeta, de una vieja película. E. trabajaba en una agencia de relaciones públicas, a las órdenes de dos personajes algo arribistas pero con un buen carnet d’adresses.
Años después, esta tarde de agosto recuerda sus rasgos algo duros, sus pómulos, unos ojos donde la inteligencia no disipaba un dolor antiguo, inconfesado. E. sonreía poco pero cuando lo hacía iluminaba todo. Recuerda cuando compartían, golosos, traviesos, el inmenso postre de fresas con la crema tan densa que el cucharón se quedaba hincado, perpendicular en el pote de barro. El relais era su único lugar de encuentro, breve, en las pausas de los almuerzos.
E. hablaba poco de su familia, toda del sur. Sus temas de conversación eludían deliberadamente todo lo personal, extendiéndose en sus trabajos, la agencia y su despacho de patentes. E. era una auténtica ‘frondeuse’ parisina, desencantada, irredenta, pero cuya razón aplacaba sus arranques. Obligada a acatar las órdenes de aquellos dos consejeros que parecían saberlo todo, se explayaba con él. Como un día ella mencionase los paseos, el cine, esos asuetos que al final dan sentido a la vida, él le propuso, la invitó a acompañarle al Action Christine, que pasaba siempre películas antiguas. Ese sábado daban una del ciclo de Cyd Charisse, “la mujer con las piernas más bonitas del mundo”, le dijo. “Ah, ¿tú crees?”, contestó ella con malicia.
Vivían muy lejos, él por el Luxemburgo, ella cerca de Ranelagh, por lo que no tenía el pretexto de hacer el camino juntos, aunque a veces él la acompañó hacia una estación de metro que estaba opuesta a su domicilio.
Aquella tarde de sábado, desocupada, libre, después del Christine fueron a Le Select, que formaba parte del itinerario de él, de cuando había vivido hacía años en París. Siempre estaba el gato gordo en el mostrador y esos desocupados con pinta de poetas frustrados, incomprendidos.
– ¿Es su hija?, le preguntó insolente el camarero, con esa desenvoltura tan parisina. Pensó que esa cruel frase desmoronaba sus sueños. ¿Quién se creía? Ella la tomó a broma. Cuando se conocieron, ya era tarde para todo, como aquella tarde. Ya había cerrado definitivamente sus puertas Dominique, el restaurante ruso, cerradas las tiendas de pinceles y acuarelas, el viejo Montparnasse iba acabando.
E. se mantenía siempre distante; en el patio de butacas se inclinaba hacia el lado opuesto, por la calle mantenía una pequeña separación, andando ambos en paralelo, conversando, mirando escaparates de librerías. Ella le escuchaba y a veces se volvía a mirarlo, sonriendo, como con deseo de acercarse, pero sus paseos eran asépticos aunque cada vez más frecuentes. A veces iban absortos, en compañía silenciosa por calle vacías, otras en la dulce cercanía obligada de un velador en la marquise de un café de bulevar. Un día brindaron con champán, no sabían a qué. Ambos se sentían forasteros en la ciudad aunque llevasen años allí y descubrirla con sus paseos era una forma de complicidad.
De frialdad contenida, deliberada, cuando E. olvidaba su defensa, la sonrisa de sus ojos traicionaba el fondo de su ser. En esos momentos él la hubiera abrazado en un arrebato, dicho algo irremediable. A E. quizá sólo le atrajese de él una cierta cultura -libresca y superficial- pero inmediatamente le recordaba el registro civil, los años que les separaban, veintitrés. La edad como nostalgia de los parapetos protectores.
No todos los días coincidían y él entraba en desazón, hasta que el azar de los ascensores los reencontraba. E., siempre lejana, sonriente, como una buena relaciones públicas, como midiendo esa distancia que les separaba pero que, de invadirla, los salvaría. La acompañó a algún acto social de su agencia, con ese picor agradable en los dedos de sentirse cercanos, de irse juntos al acabar el acto, de estar solos en medio de la muchedumbre, de salir bajo la lluvia.
…qué hermoso era saber que estabas
ahí como un remanso,
sola conmigo al borde de la noche…
Así, una noche al salir del Théâtre des Champs Elysées, decorado con relieves de Bourdelle, -lo que él nombró para intentar deslumbrarla con su cierta pedantería-, decidieron, a pesar de la lluvia, subir andando hasta Trocadéro. Por la avenida Président Wilson se detuvieron junto a las verjas del Museo de la Moda, la lluvia arreciaba y estaban juntos. Se encontraron, por fin. Ella subió cogida de su brazo y bajo las gabardinas, otro parapeto, y bajo el acogedor paraguas, sentía su calor.
Establecieron un clima parecido al de la ciudad; bajo el cielo pálido una luz que de repente embellece las austeras fachadas jansenistas, los edificios alineados, racionales, de tejados de zinc y pizarra. Quizás por eso les gustaba el Luxembourg, donde tras las explanadas con niños y las rectilíneas avenidas de castaños podados había senderos desconocidos, ocultos, como el que llevaba a la colonne de baisers, “portez au vent du monde…” donde se demoraban, soñadores…
E. parecía venir de ninguna parte. Hablaban el mismo idioma y podían entenderse también con frases, poemas o citas en otro idioma como un rodeo, para eludir verdades o palabras demasiado próximas. Compartían el gusto por la vida francesa, esa vieille et formelle gentillesse, pero siempre acababan volviendo a sus sueños del sur, a las raíces perdidas de antepasados recientes que rebrotaban al evocar una cala con pinos, un parral, una casa perdida en el Ampurdán.
La tarde va cayendo. Calmado el calor, los perfiles de los montes se van azulando y el valle ya está en sombra, descansando de las brasas del largo día de agosto. Es, junto al amanecer, su hora favorita, la hora del color, del matiz y del recuerdo.
Ha llegado a esa edad en que uno se sorprende mirándose en un espejo lejano de un café sin reconocerse, o en un avieso reflejo robado a una vitrina. Recuerda entonces sus dos palabras, “sería incoherente”, su sentencia definitiva, inapelable. La incoherencia, el desajuste, como esas herramientas que no pueden encajar aunque estén hechas de la misma aleación metálica, como esa tuerca de otro calibre. Hoy es aún peor, es imposible. Puede recordar, en las noches de verano, su aliento, el leve perfume que subía de su seno. E. siempre llevaba vestidos o trajes de chaqueta, con una feminidad rotunda, prístina, acariciante.
Bajo el firmamento claro, piensa en todos los cruces en que ha tomado la dirección equivocada, como todas sus decisiones de cobardía u osadía.
La áspera verdad. Unos libros, unas pinturas, los paseos entre los árboles que él mismo ha plantado, echando de menos a su perro desaparecido hace muchos años, así vendrán los que le restan, en paz con sus recuerdos, siempre iguales, como estos olivos inmóviles.
Aquella tarde habían dado un largo paseo, intentando engañar al tiempo por la inmensa explanada de los Inválidos, luego habían seguido hacia Montparnasse –cerca de la casa de él, la tranquila Notre Dame des Champs-, despacio, demorándose en bocacalles, acercándose hacia el Observatorio, siempre solitario, y finalmente, por bulevares tristes, bajado hacia Austerlitz. Esta vez iban apretados protegiéndose del desangelado frío parisino y del horario imperturbable del ferrocarril. Hablaron poco. Ella le había llevado aquel libro de Romain Gary que él guardaría siempre, La vie devant soi. Su partida era una claudicación. Había hecho todo lo posible por evitarla, por ignorar esa pasión que pudo convertirse en vida. En la vida por delante.
III.
[Como en la Rayuela, de Cortázar, hubo otra posibilidad del fin de la breve historia: FINAL B: Pasado Angoulême, sentado, seguía pensando. No podía olvidar su mirada. Cuando anunciaron Hendaya ya tenía el maletín en la mano, dispuesto. El resto del equipaje, el automóvil, la exigua mudanza, ya estarían en Madrid, custodiados para siempre por la empresa de transporte, en un guardamuebles del extrarradio. Se acercó a la última taquilla abierta a esas horas y compró un billete para París. No tenía la más remota idea de qué haría. Pero volverán al relais du bois, a la colonne des baisers, a otros bosques perdidos donde no habrá incoherencia y, como decía aquel tango, “no habrá más penas ni olvido”.]
***
Todo deseo acaba en decepción
en tristeza de lo que esperabas,
iluso y soñador como si del todo
se hiciese la nada.
Al igual que en esas fiestas
en que sólo al acabar te recreabas
y demasiado tarde te unías al juego,
así siempre llegaste tarde a la vida;
los recuerdos de la infancia son felices,
las tardes bajo el parral y por el río,
en el calor sin fin de los veranos,
el sol hoy ya se pone,
los árboles oscuros, silenciosos, te protegen.
[Nota: los versos citados “qué hermoso…” son del poema de Julio Cortázar, Después de las fiestas.]
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