Recordando a Seamus Heaney (con acuarelas)

Una vez pensamos habernos encontrado a nosotros mismos
entre sus colinas azules y aquellas orillas sin arena
donde pasamos la desesperada noche en vela y oración,

así que hubimos recogido pecios, hecho una hoguera
y colgado una caldera como un firmamento,
la isla se quebró bajo nosotros como una ola.

La tierra que nos sostenía sólo pareció firme
cuando
in extremis nos tendimos abrazándola.
Y creo que cuanto sucedió fue una visión.

de Seamus Heaney, (nacido en Irlanda del Norte, County Derry, en 1939; fallecido en Dublín en 2013)

(The Disappearing Island). Versión propia.

Connemara. Acuarela, 25 x 56 cms

[Las fotografías de estos paisajes han aparecido en el Financial Times, How to spend it, de 20.6.2020]

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Evocaciones

Paisaje imaginado (acuarela 15 x 30 cms)

Observo y escudriño el viejo mapa
de la tierra natal desconocida,
lugares ignorados,
historia adormecida.
Dos naciones se juntaron,
el cartógrafo de Gante
me desvela.
La llamada no atendida,
memoria de apellidos brabanzones,
calles grises, olvidadas, y canales,
baronías inventadas y blasones,
imaginarios gules y leones;
ansia ancestral de gloria familiar,
genealogía sin beneficio,
sólo invento y desperdicio.

La poesía, ese valor permanente (sobre unos poemas de Agustín Galán Machío)

Mi amigo Agustín Galán (con esta afirmación descarto toda objetividad, para que el lector no piense que soy un crítico neutral), me envía sus poemas agrupados en Reina la normalidad. Son versos escritos hace cuarenta y cinco años, cuando en España regía una decrépita, cruel y necia dictadura y él era un estudiante que luchaba contra ella.

La poesía, a veces, cuando refleja el espejo personal y tiene como fondo el paisaje de su tiempo, es como un corte geológico en el que se descubren todas las capas históricas. Así, leer los poemas de Galán me hacen regresar, mientras los saboreo, a ese tiempo pasado, ya remoto, en el que parecía que nos queríamos comer el mundo. Son los versos exaltados, los versos de la cara al vent, del ara que tinc vint anys, son muchos poemas de protesta, de lucha, de enfado, pero también de amor, de vida cotidiana. Expresan lo que sentíamos y vivíamos muchos en 1970.

Como son versos de juventud, el tiempo no es una preocupación, sino la acción, el amor, la furia. Es un joven que no habla del tiempo pues el tiempo entonces no pasaba, no se esfumaba cada vez más deprisa. Este se hace presente ahora al leerlos, casi medio siglo después.

Dirán los estetas que eso ya no se estila, que la canción protesta acabó y los poemas sociales han periclitado. Quizás. Pero al leerlos nos acordamos de cómo se vivía entonces en España, del ambiente de las calles, de la mordaza a las ideas, de la policía violenta, en la que los agentes no eran servidores del Estado, como hoy, sino meros esbirros, llenos de odio y resentimiento. Bastantes los sufrimos, física y mentalmente. Entre ellos, Agustín Galán.

En sus poemas aparece él con ese paisaje de fondo de la ciudad de Madrid -“esta amplia ciudad abandonada”-, como en esos cuadros en que, tras el personaje representado, el pintor ha dejado muestra del país (recordemos los famosos paisajes velazqueños, o los fondos de las tablas de los primitivos flamencos). El paisaje es la vida de la gente, la antigua Dirección General de Seguridad en la Puerta del Sol, o la cárcel (de Carabanchel, que no nombra), pero también los paseos con la amada, el trabajo, y hasta la máquina de escribir Hispano-Olivetti.

Sin caer en falsas o victimistas nostalgias, al leer esos poemas retrocedemos, pues rezuman un aire musical de Ángel González, de Nazim Hikmet (el gran poeta comunista turco), y tienen a veces la fuerza de Blas de Otero. Algunos, con su humor, su desparpajo, su ironía para desenclavarlos de la mera protesta, me recuerdan al desenfado y gracia de Luis Alberto de Cuenca. Agustín Galán plasma en sus poemas el ardor, la voluntad, el entusiasmo de un estudiante de 20 años en aquel Madrid. Y lo hace en un castellano recio, desgarrado, directo. Conozco a Agustín desde aquellos tiempos, y siempre fue un lector, diría, profundo, ancho y largo. En su poesía se vislumbran los sedimentos de muchos poetas pero sin que haya pedantes referencias, sólo la espontaneidad de su creación lírica.

El lector, con su propia experiencia, enriquecerá el texto, el mensaje del poema. Así, he recordado, se me han re-presentado, aquellas manifestaciones en las que trescientos estudiantes, o menos, cortábamos por unos minutos la calle de Alcalá o de Bravo Murillo, o General Ricardos, para disolvernos antes de que llegasen los grises. He visto nuestras primeras novias y escarceos amorosos y nuestros Mundo Obrero entre los apuntes de la Facultad, el temor ante aquellos Seat grises, los Zetas, o las ‘lecheras’ que nos regaban por el Paraninfo, o los ubicuos y siniestros ‘sociales’ con gabardina y gafas de sol.

El papel, reducido y fácil
puede convertirse en una paloma.
La sangre, amplia y derramada,
puede hacerse luz
sobre este instante.
Tú mismo, puedes ser un hombre mañana, y levantar la voz, el puño,
la mirada,
desde los martillos y la hoz,
las máquinas y las oficinas,
levantar la palabra, recoger la semilla,
y echar a andar sobre esta tierra, camarada.


La poesía de Agustín Galán, claro, está escrita desde su particular perspectiva -el escritor- y su alcance social dependerá de la sintonía con la posición del lector. Si no, no se encontrarán. Como dice con gracia, “no le gustará a la policía”, es decir, a toda persona -el término policía aquí es una metáfora, no un epíteto negativo a las personas concretas de los policías- que no compartiera en aquellos años un ideal de libertad.

En este sentido, su poesía es en primer lugar para lectores que hayan vivido lo que él vivió, con-vivido, y también luchado, aunque también para los que no se alzaban:


Lo concreto nos cerca,
acecha nuestras manos llenas de momentos, nuestros ojos incapaces de una lágrima, nuestro pensamiento,
cercado por aristas,
blanqueado con pintura negra,
los espejos;
y no se levanta nadie,
nadie empuja esta losa infinita,
que nos sepulta.


Al leerlos en su conjunto el lector actual comprenderá mejor aquellos tiempos nefastos en lo político, tiempos cerrados, pero libres por la juventud de que disfrutábamos, por nuestro entusiasmo, porque teníamos la vida por delante.

Machácame dulce muchacha divertida
con tus ojos, uno a uno,
para que pueda amar tu alegría de superficie, cuando todo nos cerca,
incluso el recuerdo,
también tu pena.
Acércate compañera,
que no nos empañe el cerco,
que no nos oculte,
que no borre las palabras,…

Lo que prueban además estos poemas de Galán es que la poesía -incluso la dictada por las ideas del momento- es casi intemporal, y a la vez es descriptiva de lo que había en torno, del contexto histórico, social, cultural. Y así podemos percibir el personaje, en el poeta, y entender el mundo de entonces.

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Por un Plan de reconversión turística

El turismo es un sector estructural de la economía española que debe ser salvado. Como todas las crisis, ésta ha expuesto las debilidades y puntos flacos de nuestro modelo turístico, que es de masas, dependiente del transporte aéreo en un 70%, poco respetuoso con el medio ambiente y vinculado estrechamente a la construcción y al negocio inmobiliario.

La era del turismo de masas ha llegado a su fin. En España, las autoridades administrativas y muchas empresas han venido mirando para otro lado en tres problemas cruciales que venían siendo advertidos por los expertos, por economistas y por muchos empresarios:

  • El rendimiento decreciente por turista, que se ha venido supliendo con más cantidad de visitantes.
  • El deterioro ambiental y paisajístico.
  • La baja fiscalidad (alcohol y tabaco, sobre todo) y poco control y formación de los trabajadores de la hostelería, muchos de ellos sobre explotados. Ambos eran la compensación “invisible” de la pérdida de rentabilidad.

Para una verdadera recuperación, hay que cambiar el modelo para que sea sostenible. Una parte del turismo español no es recuperable, ni económica ni ambientalmente. No se puede volver a la situación anterior sino que habrá que dar un cambio estructural, drástico. No una solución a la Lampedusa, de fingir cambiar todo para que nada cambie. Un fatídico ejemplo de un paso en falso es cómo la industria automovilista americana siguió apostando por los vehículos de alto consumo de gasolina después del crack de 1974, lo que les llevaría a la postre a perder su competitividad frente a las empresas europeas y japonesas, más sensatas.

Salir de una crisis requiere visión y esfuerzo, mientras que se cae en ella casi sin darse cuenta (crack del 29, crisis de 2008, covid-19). Y no es volver a lo anterior, es reinventarse, cambiar (crisis significa cambio en griego, recordemos). Hace falta visión, no parches ni subvenciones.

Los cambios, con visión de futuro y ambición, han de darse en el alojamiento, la restauración y el transporte aéreo, fundamentalmente.

Las empresas y el empleo.-

Los hoteles y restaurantes son el núcleo duro de la industria turística. Nuestros hoteles están entre los mejores del mundo en servicio, instalaciones, limpieza. No son perfectos pero son esenciales y superiores a muchos de otros países competidores.

El sector turístico español emplea al 14% de la población activa declarada (y puede haber un alto porcentaje adicional de no declarados) pero va a tener que reducirse. Curiosamente, hay manifestaciones porque Nissan cierra una planta, pero hay miles de trabajadores de la hostelería que sencillamente han perdido su empleo y no tienen perspectivas de recuperarlo.

Debe terminar el tiempo en que los pequeños hoteles han de vender sus habitaciones a 12€, con dieciocho meses de antelación, a las grandes empresas multinacionales, integradas verticalmente en aerolíneas y turoperadores. La gran plusvalía del turismo español de masas, recordemos, ha sido apropiada por esos grandes conglomerados, principalmente alemanes y británicos. Es un proceso similar a lo que Marx describía de la explotación del trabajador.

El sector de bares y restaurantes está sobredimensionado. Hay un exceso de establecimientos (300.000), y además trabajando con un bajísimo margen de rentabilidad (6%), lo que hace que muchos carezcan de tesorería para aguantar el parón. La organización hostelera española calcula que puede desaparecer un 30% de la capacidad. Ha venido disfrutando de tipos de IVA rebajados -de los más bajos de Europa-, con muchos trabajadores no declarados y poco formados (mano de obra inmigrante), los espacios públicos ocupados (muchísimas terrazas sin control), y poco respeto por el entorno en ruido, limpieza y a veces por la estética.

Casi se podría decir que iremos en algunos casos a un turismo con cita previa. La actitud de la demanda va a cambiar. Menos aglomeraciones, menos viajes, menos locales abarrotados. La capacidad debe disminuir porque no habrá ya demanda masiva, no se volverá a los 80 millones de turistas. Además, pues haber un desplazamiento, una deslocalización del turismo europeo hacia las zonas menos afectadas por el covid-19, sobre todo el centro y el este de Europa, incluídos los Balcanes, Rumanía, Bulgaria y Grecia, lo que ha llamado The Economist, the healthy bubbles, las burbujas sanas.

Transporte aéreo.-

La industria del viaje será ecológica o no será. Las cadenas de distribución y de valor se han roto porque el transporte aéreo dejará de ser barato y masivo. En España, más del 70% de los turistas llegan por vía aérea, y en las islas, prácticamente el cien por cien.

Las compañías aéreas están todas en crisis. Hasta Richard Branson, patrón de Virgin Airlines, que vive en el paraíso fiscal de las Islas Vírgenes, ha pedido ayuda financiera el gobierno británico, cuando tiene una fortuna personal de cuatro mil millones de dólares, sin contar la valoración en Bolsa de su empresa. Lufthansa ha obtenido un subsidio de 9 mil millones de euros. KLM-Air France va a reducir su capacidad en un 20% (entre 6.000 y 10.000 puestos de trabajo) y recibirá ayudas del Estado.

Las subvenciones a las líneas aéreas que los gobiernos están empezando a conceder son una trampa a medio plazo pues, como muy bien ha dicho el controvertido (pero a menudo lúcido) patrón de Ryanair, Michael O’Leary, son injustas, favoritistas, desiguales y favorecen el status quo, atacando además al medio ambiente y amenazando al mercado único europeo pues perjudican la libre competencia.

Muchas compañías aéreas, especialmente las llamadas de bandera o soberanía (Air France, Iberia, TAP -al borde la insolvencia-, Alitalia) que se han estado beneficiando durante décadas de un queroseno con menos impuestos, de tasas aeroportuarias privilegiadas, de subvenciones encubiertas de muchas regiones para fomentar vuelos a aeropuertos perdidos, piden ahora ayuda al Estado, es decir, a los contribuyentes. Easy Jet va a suprimir un 30% de sus efectivos. Norwegian, la tercera compañía aérea de bajo coste sólo puede sobrevivir unos meses. Otras, como Avianca, o posiblemente TAP, puedan entrar en bancarrota o en suspensión de pagos. Muchas ya estaban en números rojos y la pandemia ha sido su puntilla.

Además, antes de regar de subsidios a estas empresas -poco amables con los clientes, a los que transportan en condiciones penosas, a cambio de bajar los precios- también deberemos conocer antes su huella de carbono, que no se divulga -celosamente oculta-. Y, de paso, la de los cruceros y de todas las industrias relacionadas con los viajes y el turismo.

Un Plan de reconversión turística.-

El turismo de masas fue inventado en la España del Plan de Estabilización. Fraga, al que no se le puede negar una gran visión -aunque de desastrosas consecuencias paisajísticas y ecológicas- hizo que España apostase por ser una potencia turística ya que no podía serlo industrial. Hizo derogar las pocas normas de la Ley del Suelo de 1956 para permitir las aberraciones que hoy vemos en las costas españolas. Había que dar de comer a muchos españoles y la emigración al extranjero había llegado a su techo. El turismo fue la palanca del desarrollo, pero el precio ambiental, paisajístico, ha sido altísimo. Su modelo era parecido al extractivo: usufructo sin tasa de las playas, costas, espacios históricos de las ciudades y mano de obra barata. Y apertura total a los capitales extranjeros, olvidando la autarquía.

Ese modelo, prácticamente seguido hasta ahora, ya no sirve y hay que reconvertir el sector. No es imposible. Recordemos y estudiemos cómo se llevó a cabo el Plan de reconversión industrial de 1983-1986 que afectaría a Sagunto, Cádiz y Avilés, principalmente. Un plan de reestructuración o de reconversión incluye medidas positivas y negativas.

El turismo tendrá que decrecer para sobrevivir, menor pero más sólido. En España, reitero, el núcleo duro serán los hoteles, que son los establecimientos más importantes y que necesitan apoyo. Muchos de ellos han contribuido espontáneamente a remediar la situación de crisis con la covid19.

Habrá que ir hacia un cambio de infraestructuras, a un cambio fiscal que incluya y discrimine justamente los distintos tipos de actividades turísticas y deberá incluir la forma de financiación de los municipios (hasta ahora basada demasiado en las licencias de construcción) porque va a haber un cambio en la actitud de los clientes, en una demanda que va a condicionar la oferta.

Con un plan director nacional, y no diecisiete, deberán ser los ayuntamientos y las Comunidades Autónomas quienes piloten este cambio.

Habrá que habilitar créditos condicionados a la limitación del crecimiento, el medio ambiente y el entorno urbano tradicional, así como a la calidad del empleo, lo que exige un plan de formación profesional obligatorio. Obligar a dar de alta y legalizar a todos los trabajadores del sector turístico. Así se haría aflorar toda la economía sumergida de la hostelería.

En el capítulo de limitaciones, habrá que limitar el crecimiento, reconvertir establecimientos en otro tipo de negocio, sean viviendas, residencias. Hay que reducir la capacidad, esponjar zonas muy densas (y estéticamente feas), demoler edificios que son ecomonstruos, auténticos engendros construidos gracias a la desidia, a la codicia, al mal gusto o a la corrupción, o a todo a la vez. No facilitar más licencias de construcción que supongan corta de árboles, destrucción del paisaje, utilización de zonas costeras y nuevas construcciones.

El airbnb no debería sobrepasar el 1% de la capacidad de los inmuebles y deben prohibirse los desahucios de moradores para instalar este tipo de hoteles encubiertos, que en realidad son manejados por grandes empresas tras la pantalla de propietarios de pisos.

El Plan de reconversión deberá, pues, incluir muchas medidas económicas y sociales pactadas con el sector y con los trabajadores, contando con la sociedad civil, los vecinos, los residentes. Unas positivas, de estímulo, de crédito, pero también otras negativas, de limitación del crecimiento y de exigir unos niveles de calidad ambiental, urbana y laboral dignos de este sector. Hoy necesitamos un visionario del turismo, un emprendedor que tenga ideas diferentes y no pretenda, porque ya no se puede, volver al modelo anterior, periclitado por el cambio climático y derrotado por la pandemia.

Se trata de crear riqueza, no de cercenarla. De trabajar con las empresas y con los trabajadores.

No recordar nada

No recordar nada…
Que se eche la noche callada

Juan Ramón Jiménez

Si no escribieses de memoria,
si no escribieses para poder seguir hablando…

José Manuel Caballero Bonald

Todo ya ha sucedido ¿qué esperas?
más de lo mismo y, sin embargo,
queda el paseo bajo los pinos,
entre las encinas, enebros y los raros
madroños,
entre rocas de musgo seco y antiguo.
Noches bajo estrellas que alumbraron a Virgilio,
y sus nombres griegos conservaron;
no sabe cuánto dura la obra en la tarima
pero sabe que acaba y mutis harán él
y los personajes

I.

No se debe mirar atrás, ni aconsejan asomarse por la ventanilla para ver el paisaje que huye. Además, los trenes ya no tienen ventanillas que se abran. Pero a veces es agradable mirar atrás, sobre todo cuando nada hay por delante. Pensar hacia atrás.

Hace años se dijeron adiós. Por eso él piensa hacia atrás. Está ya muy lejos de la ciudad gris. Mucho más al sur, pasea por unos olivares a la orilla de un pequeño río. Pájaros asustados se alborotan entre las zarzas, por los chopos. Las cumbres de los montes aún guardan el último sol que dora los pinos. Ya han cesado las máquinas agrícolas y el silencio vuelto a los campos.

Todos dicen que piensan, que han pensado, pero él sólo ha conseguido evocar, imaginar al hilo de una lectura solitaria, recordar. En el presente nunca ha pensado, sólo actuado a impulsos irracionales de los que luego se ha arrepentido.

Hoy, entre esos olivos arrugados, centenarios, retorcidos, viendo esos montes lejanos que su padre y su abuelo recorrían a lomos de caballerías, sólo recuerda. Y no piensa y hace balance como un probo comerciante al final de la jornada, haciendo el arqueo de caja. Llena de billetes y sellos fuera de curso legal, de viejas pesetas inservibles de hace medio siglo. En un cajón, viejas notas, encargos y albaranes de entrega de empresas desaparecidas, alguna receta olvidada de medicinas inexistentes. Contable, debe y haber, conciliación, le hubiera gustado aprender contabilidad, al menos así sabría algo útil, pues todo lo que sabe, todo lo que ha leído, es inútil, no sirve para nada, ni para ganar un sueldo. No emigró porque no tenía una profesión que sirviera para algo. Funcionario, otro más. Y qué difícil es ser simplemente uno más. Si hubiera sido contable, o mecánico, o médico, o enfermero, o supiera hacer algo con sus manos, carpintero, herrero, pintor de paredes, hubiera podido encontrar trabajo en cualquier país. ¿Qué ha significado toda su vida? Nada, se ha escurrido por los años. El sentido de la vida es pasarla, dejar pasar el tiempo, mantenerse vegetativamente saludable, algunos placeres efímeros y fugaces que perecieron tras una hipoteca o una deuda denunciada.

Cerca había vivido aquel amigo con quien, a veces, entre vinos, a la sombra de un parral, conversaba. No hablaban de política ni de fútbol ni de automóviles. Ya no está, se fue hace años, pronto. Camina ahora por el olivar mirando si el fruto ha cuajado con las últimas lluvias, antes de acercarse el verano seco y caliente. No están bien podadas las olivas. Ya no saben podar; antes, los viejos, con su hachulejo, sabían, dejaban el árbol arreglado, los troncos, sanos. Ahora es demasiado fácil con las motosierras, sin esfuerzo, más una tala, una amputación. El ruido del destalle y la poda era armonioso, rítmico; ahora es un zumbido permanente de las endiabladas Stihl. Pero las olivas resisten hasta la impericia. El otoño aun lejano llegará, pero él no sabe cuándo. Ha ido dejando un rastro de errores. No mucho más que la media estadística, capeando el temporal, a veces valiente, otras cobarde, o tímido -esa excusa de la cobardía.

Hace diez años era ya viejo para ella, era ya tarde. Siempre ha llegado tarde, menos a nacer. La recuerda muy bien, sus conversaciones contenidas, su timidez frente a ella, quizás por sentirse ridículo, por esa diferencia de edad. Hoy, la renuncia y la reclusión al llegar a esta edad tiene la ventaja de que ya no desea nada. Las hojas muertas, les feuilles mortes. Il n’y ira pas la chercher, como hiciera Gilbert Becaud. Tampoco ella le espera ya.

Una paz quieta, distante, le envuelve. No todo le da igual, pero da igual todo. Como a esos olivos inmóviles, inmemoriales, quietos, siempre iguales por mucho que el hombre se esfuerce en lacerarlos. No tiene ya ansia ninguna. Ha reducido sus movimientos. No necesita ir a ningún sitio. Vistos todos los museos, visitado todas las librerías, paseado por todas las ciudades que han significado algo en su vida. Libros por leer y releer hasta el fin de sus días y aún muchos que nunca leerá, pero le esperan. Recordar mientras anda entre olivos es apacible. No desear nada. Aunque lamenta el daño que hizo a personas buenas, su falta de gratitud. Con los amigos nunca tuvo conflictos, no hubo errores sino diferencias. Algunos dejaron de serlo por su dejadez. Algunos tiene aún a quienes escribe de vez en cuando cartas en papel, sólidos, siempre iguales a sí mismos. Aunque se vean de tarde en tarde, son como los árboles, como los libros, siguen ahí, aunque no se quede a sus sombras o no los lea.

Su vida doméstica es la indispensable, manteniendo un equilibrio casi vegetal, como las encinas próximas a la casa, viejas, con algunas ramas secas, pero duras, enteras, resistiendo. De vivir allí ha adquirido una actitud mineral y botánica. Recuerda aquellos amigos argentinos que siempre mencionaban lo telúrico. Sí, al final todo es telúrico. Telúrico y botánico. No tener respuestas y no importarle, lo mismo que el monte no puede explicar por qué está ahí. Por qué está él ahí.

Entonces, hace mucho tiempo, era capaz de entusiasmarse con un libro, unos poemas, una canción, un encuentro, era un joven que podría haber sido brillante. Hablaba, hacía proyectos para arreglar el país. Ilustrado e iluso reformista, ni siquiera revolucionario. Había participado activamente de los movimientos clandestinos para derribar la dictadura, había ido con la clase obrera o eso creía, sido su defensor, había escrito sobre muchas cosas con esa vana ilusión de cambiar algo. Pero nada había cambiado. Ahí seguían esos olivos, indiferentes, siempre iguales, dando paz al paisaje.

Paseaban mucho, descubrían barrios perdidos de la ciudad gris. No eran paseos románticos. Ella le contaba cosas de su pasado, de sus diferentes trabajos, las empresas donde había trabajado, del hombre con quien había vivido unos años. El se limitaba a mostrarle viejos edificios significativos, históricos, calles donde hubo revueltas hacía más de cien años, le mur des Federés, las callejuelas de Montmartre solitarias bajo la lluvia, había unas inmensas telas de De Staël en una galería perdida. Se mantenía distante, como en una amistad sólo intelectual. “Elle lui parlait de ses amours et lui…, de ses chevaux”. Aquí, en un estante de su biblioteca conserva forrado en papel cristal el libro que ella le ofreció. Un libro singular que nada tiene que ver con sus gustos ni con sus lecturas y por eso destaca en medio de otros libros de su padre, de sus antepasados, de sus sueños. Está en otro idioma y habla de las viejas costumbres de Barcelona, su ciudad. Un libro memorable porque le trae su memoria; y que conserva como un fiel testigo, de aquellos días de lo que, mucho más tarde, comprendió que era amor, esa palabra que siempre le ha parecido aplicada a cualquier relación, abusada, tomada en vano. Hubieran tenido que salir de la ciudad, viajado, haber aprovechado sus viajes de negocios. Nunca lo hicieron, ni se atrevieron ni quizá ella hubiera querido.

Hoy, lejos, en esta tierra donde el correo no funciona, tiene tiempo para pensar y evocar, aunque a menudo pasa el día reparando el viejo automóvil o tratando de cosas del campo. Ya casi no escribe ni pinta. En estos campos piensa a menudo en Tolstoi, en sus proyectos redentores de la humanidad y recuerda lo que le contaban de su tío el médico, ocupado de la sanidad pública, del paludismo, de las dolencias medievales que existían en aquellas sierras, del bocio, la lepra, las erupciones misteriosas, los cólicos negros. El también pensó en redimir la humanidad, en sacarla de la pobreza y la incultura. Lo único que ha logrado es que, al final, quizás algunos lo recuerden como una buena persona. Las viejas fotografías de la familia de hace más de un siglo parecen las fotografías de Yasnaia Poliana, con los señores, siervos, criadas y niños, unos sentados, otros de pie, serios, atentos a la cámara, en una reunión bajo la autoridad del patriarca o del ama, en este caso.

Su mal carácter, sus ataques de cólera, su ira contra sí mismo. Ya una mujer le predijo, o más bien, le espetó como una condena, como una maldición, “envejecerás solo”.

Pero la idea de soledad, mientras se pueda valer, no es terrible. No es estéril. Sus viajes fueron a menudo solitarios, sin otro objeto que caminar, pedalear o contemplar. Sin conversaciones logísticas sobre dónde parar, dónde comer, dónde dormir. Texel, Concarneau, Roscoff, siempre el mar.

La noche le trae la compañía de los cuclillos, de las ranas croando en las charcas de abajo junto a la gran acequia, los raros murciélagos que revolotean junto a las tapias. Algún ladrido lejano, furioso, lastimero. El silencio destaca con esa compañía invisible tras los árboles. Pero es mejor decir pocas palabras, como los viejos del lugar, sabios, cautos, sobrios. Como la austeridad del olivo, de la encina, la humildad del pino, aferrado sin embargo a una peña, resistiendo las tormentas, vendavales y sequías.

II.

En la siesta, en las sombras -más suaves y amables que las de su vida-, le llega el rumor de la acequia, siempre igual, siempre distinto. Está muy lejos de aquel andén oscuro, húmedo. Del monte baja, con el rumor familiar de los pinos que se mecen en una ligera brisa, ese perfume de resina caliente, de pinocha seca de su lejana infancia. Pero el olor a hollín, a vapor, grasa y hierro de aquella tarde de noviembre en el andén de la estación de Austerlitz no le abandona. Vuelve a verla, con su mirada seria, la sonrisa muy leve pero herida. Él erraba al irse, errante una vez más.

Se habían encontrado por esa suerte de los solitarios. En aquel seco, hostil edificio de oficinas, coincidían a veces en el ascensor que servía las diferentes empresas. La saludaba con la impersonal cortesía y distancia obligadas. Poco a poco, fue deseando encontrarla, coincidir, aunque solamente para intercambiar ese leve saludo, una mirada fugaz. Encuentros no siempre fortuitos, pues él los buscaba, se fueron convirtiendo en el acontecimiento del día, lo que salvaba la jornada. Fue por el azar de una llamada anónima que obligó a desalojar el edificio (donde había un consulado) cuando la vio en la acera de enfrente, esperando entre divertida y curiosa por el desenlace de la búsqueda policial, que sería naturalmente infructuosa, como siempre. Se reconocieron así en otra circunstancia, con más tiempo para atreverse a unas frases y le dio pie a, cerca de ella, compartir el escaso espacio.

-Me recuerda usted a Sofia Coppola, le dijo, de repente, sin haberlo pensado, arrepintiéndose desde el momento de decirlo.

La mirada de ella, con el ceño fruncido, fue interrogante pero sonriente, y él se animó a añadir, “sí, pero mucho más bella, ¿ha visto ‘El Padrino’?”

Así comenzaría una conversación, siempre de ascensor, de paso, breve, más allá del saludo convencional. Ella no pareció ni ofendida ni sorprendida por la repentina cercanía. Al saludo mañanero ella acompañaba una sonrisa.

Una tarde, al salir –él se había demorado esperando encontrarla- le sugirió que podrían ir a comer algo por allí cerca, al mediodía siguiente, un viernes, saltándose la habitual cantina.

-Conozco aquí cerca una pequeña casa de comidas, buena, francesa, que es buena, y no es cara. Todo ‘fait maison’, añadió como si quisiera quitar solemnidad a esa invitación. Durante aquel almuerzo (Le Relais du Bois, rue de Siam, uno de esos rincones afables que aún quedan en el XVIème), hablaron algo de ellos. E. era de Toulouse (semanas después descubriría que era nieta de un exilado republicano español). Compartían el sentido crítico, con las empresas, con la sociedad, a menudo eran los dos demasiado negativos, pero lo compensaban hablando de libros, de un poeta, de una vieja película. E. trabajaba en una agencia de relaciones públicas, a las órdenes de dos personajes algo arribistas pero con un buen carnet d’adresses.

Años después, esta tarde de agosto recuerda sus rasgos algo duros, sus pómulos, unos ojos donde la inteligencia no disipaba un dolor antiguo, inconfesado. E. sonreía poco pero cuando lo hacía iluminaba todo. Recuerda cuando compartían, golosos, traviesos, el inmenso postre de fresas con la crema tan densa que el cucharón se quedaba hincado, perpendicular en el pote de barro. El relais era su único lugar de encuentro, breve, en las pausas de los almuerzos.

E. hablaba poco de su familia, toda del sur. Sus temas de conversación eludían deliberadamente todo lo personal, extendiéndose en sus trabajos, la agencia y su despacho de patentes. E. era una auténtica ‘frondeuse’ parisina, desencantada, irredenta, pero cuya razón aplacaba sus arranques. Obligada a acatar las órdenes de aquellos dos consejeros que parecían saberlo todo, se explayaba con él. Como un día ella mencionase los paseos, el cine, esos asuetos que al final dan sentido a la vida, él le propuso, la invitó a acompañarle al Action Christine, que pasaba siempre películas antiguas. Ese sábado daban una del ciclo de Cyd Charisse, “la mujer con las piernas más bonitas del mundo”, le dijo. “Ah, ¿tú crees?”, contestó ella con malicia.

Vivían muy lejos, él por el Luxemburgo, ella cerca de Ranelagh, por lo que no tenía el pretexto de hacer el camino juntos, aunque a veces él la acompañó hacia una estación de metro que estaba opuesta a su domicilio.

Aquella tarde de sábado, desocupada, libre, después del Christine fueron a Le Select, que formaba parte del itinerario de él, de cuando había vivido hacía años en París. Siempre estaba el gato gordo en el mostrador y esos desocupados con pinta de poetas frustrados, incomprendidos.

– ¿Es su hija?, le preguntó insolente el camarero, con esa desenvoltura tan parisina. Pensó que esa cruel frase desmoronaba sus sueños. ¿Quién se creía? Ella la tomó a broma. Cuando se conocieron, ya era tarde para todo, como aquella tarde. Ya había cerrado definitivamente sus puertas Dominique, el restaurante ruso, cerradas las tiendas de pinceles y acuarelas, el viejo Montparnasse iba acabando.

E. se mantenía siempre distante; en el patio de butacas se inclinaba hacia el lado opuesto, por la calle mantenía una pequeña separación, andando ambos en paralelo, conversando, mirando escaparates de librerías. Ella le escuchaba y a veces se volvía a mirarlo, sonriendo, como con deseo de acercarse, pero sus paseos eran asépticos aunque cada vez más frecuentes. A veces iban absortos, en compañía silenciosa por calle vacías, otras en la dulce cercanía obligada de un velador en la marquise de un café de bulevar. Un día brindaron con champán, no sabían a qué. Ambos se sentían forasteros en la ciudad aunque llevasen años allí y descubrirla con sus paseos era una forma de complicidad.

De frialdad contenida, deliberada, cuando E. olvidaba su defensa, la sonrisa de sus ojos traicionaba el fondo de su ser. En esos momentos él la hubiera abrazado en un arrebato, dicho algo irremediable. A E. quizá sólo le atrajese de él una cierta cultura -libresca y superficial- pero inmediatamente le recordaba el registro civil, los años que les separaban, veintitrés. La edad como nostalgia de los parapetos protectores.

No todos los días coincidían y él entraba en desazón, hasta que el azar de los ascensores los reencontraba. E., siempre lejana, sonriente, como una buena relaciones públicas, como midiendo esa distancia que les separaba pero que, de invadirla, los salvaría. La acompañó a algún acto social de su agencia, con ese picor agradable en los dedos de sentirse cercanos, de irse juntos al acabar el acto, de estar solos en medio de la muchedumbre, de salir bajo la lluvia.

…qué hermoso era saber que estabas
ahí como un remanso,
sola conmigo al borde de la noche…

Así, una noche al salir del Théâtre des Champs Elysées, decorado con relieves de Bourdelle, -lo que él nombró para intentar deslumbrarla con su cierta pedantería-, decidieron, a pesar de la lluvia, subir andando hasta Trocadéro. Por la avenida Président Wilson se detuvieron junto a las verjas del Museo de la Moda, la lluvia arreciaba y estaban juntos. Se encontraron, por fin. Ella subió cogida de su brazo y bajo las gabardinas, otro parapeto, y bajo el acogedor paraguas, sentía su calor.

Establecieron un clima parecido al de la ciudad; bajo el cielo pálido una luz que de repente embellece las austeras fachadas jansenistas, los edificios alineados, racionales, de tejados de zinc y pizarra. Quizás por eso les gustaba el Luxembourg, donde tras las explanadas con niños y las rectilíneas avenidas de castaños podados había senderos desconocidos, ocultos, como el que llevaba a la colonne de baisers, “portez au vent du monde…” donde se demoraban, soñadores…

E. parecía venir de ninguna parte. Hablaban el mismo idioma y podían entenderse también con frases, poemas o citas en otro idioma como un rodeo, para eludir verdades o palabras demasiado próximas. Compartían el gusto por la vida francesa, esa vieille et formelle gentillesse, pero siempre acababan volviendo a sus sueños del sur, a las raíces perdidas de antepasados recientes que rebrotaban al evocar una cala con pinos, un parral, una casa perdida en el Ampurdán.

La tarde va cayendo. Calmado el calor, los perfiles de los montes se van azulando y el valle ya está en sombra, descansando de las brasas del largo día de agosto. Es, junto al amanecer, su hora favorita, la hora del color, del matiz y del recuerdo.

Ha llegado a esa edad en que uno se sorprende mirándose en un espejo lejano de un café sin reconocerse, o en un avieso reflejo robado a una vitrina. Recuerda entonces sus dos palabras, “sería incoherente”, su sentencia definitiva, inapelable. La incoherencia, el desajuste, como esas herramientas que no pueden encajar aunque estén hechas de la misma aleación metálica, como esa tuerca de otro calibre. Hoy es aún peor, es imposible. Puede recordar, en las noches de verano, su aliento, el leve perfume que subía de su seno. E. siempre llevaba vestidos o trajes de chaqueta, con una feminidad rotunda, prístina, acariciante.

Bajo el firmamento claro, piensa en todos los cruces en que ha tomado la dirección equivocada, como todas sus decisiones de cobardía u osadía.

La áspera verdad. Unos libros, unas pinturas, los paseos entre los árboles que él mismo ha plantado, echando de menos a su perro desaparecido hace muchos años, así vendrán los que le restan, en paz con sus recuerdos, siempre iguales, como estos olivos inmóviles.

Aquella tarde habían dado un largo paseo, intentando engañar al tiempo por la inmensa explanada de los Inválidos, luego habían seguido hacia Montparnasse –cerca de la casa de él, la tranquila Notre Dame des Champs-, despacio, demorándose en bocacalles, acercándose hacia el Observatorio, siempre solitario, y finalmente, por bulevares tristes, bajado hacia Austerlitz. Esta vez iban apretados protegiéndose del desangelado frío parisino y del horario imperturbable del ferrocarril. Hablaron poco. Ella le había llevado aquel libro de Romain Gary que él guardaría siempre, La vie devant soi. Su partida era una claudicación.  Había hecho todo lo posible por evitarla, por ignorar esa pasión que pudo convertirse en vida. En la vida por delante.

III.

[Como en la Rayuela, de Cortázar, hubo otra posibilidad del fin de la breve historia: FINAL B: Pasado Angoulême, sentado, seguía pensando. No podía olvidar su mirada. Cuando anunciaron Hendaya ya tenía el maletín en la mano, dispuesto. El resto del equipaje, el automóvil, la exigua mudanza, ya estarían en Madrid, custodiados para siempre por la empresa de transporte, en un guardamuebles del extrarradio. Se acercó a la última taquilla abierta a esas horas y compró un billete para París. No tenía la más remota idea de qué haría. Pero volverán al relais du bois, a la colonne des baisers, a otros bosques perdidos donde no habrá incoherencia y, como decía aquel tango, “no habrá más penas ni olvido”.]

***

Todo deseo acaba en decepción
en tristeza de lo que esperabas,
iluso y soñador como si del todo
se hiciese la nada.
Al igual que en esas fiestas
en que sólo al acabar te recreabas
y demasiado tarde te unías al juego,
así siempre llegaste tarde a la vida;
los recuerdos de la infancia son felices,
las tardes bajo el parral y por el río,
en el calor sin fin de los veranos,
el sol hoy ya se pone,
los árboles oscuros, silenciosos, te protegen.

[Nota: los versos citados “qué hermoso…” son del poema de Julio Cortázar, Después de las fiestas.]