El gato solitario y triste

Era un gato triste, vapuleado, desconfiado, huidizo; le faltaba una oreja, era negro y tenía unos ojos luminosos, fijos. A veces, por la tarde, aún con luz, lo veía lejos, entre las olivas; se quedaba observándome desde lejos, espiando mis movimientos con una mezcla de confianza y temor. Parecía acostumbrarse a mi presencia, sabía que le dejaría algo, pero no confiaba y guardaba la distancia.

Le dejaba comida, algún resto, cerca del arco y acudía puntual, ya a oscuras, tanteando el terreno. Sólo una vez pude pasarle la mano por el lomo mientras comía porque estaba distraído. Porque siempre huía, temeroso, asilvestrado, salvaje.

Hace ya muchos días que ya no viene más y es fin de agosto y dentro de poco me iré y no estaré para dejarle comida, un resto en una lata, por la noche. No sé si volverá.

El gato negro y triste, sin una oreja,
me observaba y miraba desde lejos
sabía que le dejaría su cena
Y acudía puntual.
Silenciosa y fugaz compañía.
Pero no se acercaba
ni acudía a las llamadas
ni se dejaba acariciar.
Huía desapareciendo raudo entre los árboles
en la oscuridad del campo.
Venía todas las noches, incluso algunas tardes
pero ya no está.
Pronto me iré y ya no tendrá cena
el gato solitario y triste que ya no viene.

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Joaquín Romero y Murube, poeta sevillano (1904-1969)

El verano transcurre lento, vuelve el calor y en esta jiennense Sierra de Segura, donde hablan de Andalucía como si estuviese muy lejos, reencuentro en las siestas los libros que están en la leñera, pues en la casa ya no hay sitio -pero es lugar seco y sano para el papel viejo-. Entre ellos, unas poesías de Joaquín Romero y Murube, ese poeta sevillano que pocos recuerdan. Corrió la suerte cruel de la guerra civil por pertenecer -que no quería, pero era conservador- al bando llamado vencedor (¿vencedor de quién si todos perdimos?). Así, como los hermanos Álvarez Quintero, fue excluido del parnaso de los poetas. Y, sin embargo, pertenece a esa tradición del Bajo Guadalquivir, de la que formó parte también Fernando Villalón-Daoiz o el también muy olvidado Adriano del Valle.

Con Jorge Guillén y García Lorca

Lo dejaron al cuidado de los Reales Alcázares, escribió sobre Sevilla (¡ah, cuando los poetas escribían libros para el turismo sabio y elegante!), y quedó relegado, él, tan amigo de Federico García Lorca, a ser un poeta de provincia. Cuenta Pedro de Lorenzo que cuando en 1968 le propusieron para el Premio Mariano de Cavia que patrocinaba Prensa Española (ABC y Blanco y Negro), nadie le votó. Esas injusticias de la vida periodística y literaria.

Sus libros han sido publicados con demasiada parsimonia y es muy difícil encontrarlos, si no es en Sevilla, y en ediciones a menudo patrocinadas por entidades, como lo fue el ayuntamiento de Los Palacios y Villafranca (que, a veces, los ayuntamientos sirven para algo).

Era un poeta sensual, elegante y de una cultura clásica considerable. Releer sus poesías es entrar en el fondo de la Baja Andalucía, en Córdoba, Sevilla y Cádiz (en patinillos angostos/de fenicias jardinerías), de cuando en el aire de los pueblos olía a pan, de los crepúsculos en la ciudad,

Dorada luz que por tus calles corre,
que se hace flor y por balcones fluye,
que se hace aliento y por las venas huye
o se hace brisa y cristaliza en torre.

La mujer como ideal y realidad, como sueño, en Canción con ella

Aquella luz de las doce
sobre el silencio del campo.
Aquel jardín en su monte
sobre la ciudad y el llano.
Aquella blanca columna
y aquella glorieta en arcos…
Todo en tu voz y en tus ojos.
Todo en ti y entre mis brazos.

Los olivos, dulcemente,
subían collados mansos
hacia invisibles contornos
de soledades y pájaros.
No era el ruido del mar
el viento en los pinos altos
pero era voces marinas
jugando al mar en los llanos.

Ese erotismo antiguo del amante andaluz, con la elegancia lejana y alta, ese que recuerda a Ibn Hazm de Córdoba, sugiriendo esbeltez y deseo en La canción de las trenzas,

Mis trenzas largas
que pesan en mis pechos
como miradas.

Y las adelfas
tienen hambre maldita
de mis dos trenzas.

Escribió sobre sus amigos, como Federico, su amigo desaparecido, en A un amigo muerto, cuyo asesinato le amargaría toda su vida

He subido las calles de Granada
para buscar tu luz y tu gemido …

Y quién no recuerda nuestros sueños juveniles, nuestros deseos en las siestas, tal en nuestro pulso adolescente que se enervaba en las siestas, (cuando la albahaca estaba desnuda y penando…)

¡Y no me podré dormir
sobre el frío de mi almohada
porque un aroma de patio
entra en mis venas y abrasa!

Y hasta Portugal, ese Portugal y Lisboa que los poetas sevillanos siempre estimaron y donde se miraron, como en su romance de San Antonio o de los plateros de Lisboa.

Romero Murube tiene, entre otros muchos, un libro fastuoso sobre Sevilla, Sevilla en los labios, uno de los mejores textos que existen sobre la ciudad.

Nota: En la Fundación Cultural Miguel Hernández hay una breve pero expresiva semblanza del poeta y escritor de Los Palacios. Precisamente, uno de los momentos negros en la vida de Romero Murube fue cuando Miguel Hernández, acabada la guerra, fue a pedirle ayuda y no se la proporcionó porque estaba esperando la llegada inminente de Franco a los Reales Alcázares.

Flamenco en Villarrodrigo (Jaén)

Villarrodrigo es un pueblo de los confines de la provincia de Jaén, lindando con la provincia de Albacete. Encaramado en las estribaciones de la sierra de Calderón, de olivares y pinares, es pequeño, honesto y limpio, de gentes amables. En la plaza cuadrada se yergue el viejo torreón en sillares de la piedra de salegón rojiza, de la Orden de Santiago. El nombre del pueblo, recordemos, viene de don Rodrigo Manrique, padre del poeta.

En frente del torreón medieval hemos asistido en la suave noche de verano del sábado 22 de agosto, a un espectáculo de flamenco memorable, gracias a la iniciativa de Miguel Heredia quien, con entusiasmo y constancia, preside la Peña Flamenca Sierra de Segura. Él busca artistas, patrocinadores, espectadores, locales, para mantener esa pequeña llama del flamenco en estas sierras. Y a pesar de los pesares, de la pandemia, estuvimos, debidamente enmascarados y separados, unas sesenta personas, admirando el cante del Niño de Ginés, la guitarra de José Luis Medina y el baile y zapateado de Begoña Arce y Hugo Sánchez. Conseguir que estos excelentes artistas vinieran a estar con nosotros demuestra su profesionalidad, su generosidad y la simpatía y humanidad de las que hicieron gala.

Los artistas han podido actuar en ese marco histórico y ser aplaudidos, lo que les ha ayudado a remontar la moral tras este horrible confinamiento que, como decía el guitarrista José Luis Medina, los ha mantenido en silencio.

Manuel Arroyo-Stephens y la destrucción de los pueblos españoles

El gran editor de Turner, el fundador de aquella magnífica librería de la calle Génova, de Madrid, ha fallecido demasiado pronto, con sólo setenta y cinco años. Yo recuerdo verlo de lejos, siempre hablando con personas relevantes -entre ellas con mi padre adoptivo, que le compraba muchos libros, prohibidos o no-, pero con quien hablaba yo era con Pepe Esteban y con Aletxu.

He vuelto a leer su libro Pisando ceniza, un conjunto de memorias y recuerdos de Manuel Arroyo-Stephens, entre ellos sobre inefable José Bergamín, del que fue generoso amigo y a quien apoyó editorialmente, a pesar de su locura pro-abertzale de sus últimos años.

Pero, sin hacer un obituario de una persona a la que sólo atisbé no puedo por menos que recoger este párrafo, que resume lo que ha pasado en miles de pueblos españoles, en ese proceso de “envilecimiento estético”, como le llamaba don Julio Caro Baroja.

Berrueza ya no es el pueblo adonde llegó mi madre. En realidad ya no existe. Mejor es de eso no hablar, mejor intentar olvidarlo. Donde hubo torres y casonas de sillería construyeron bloques de cuatro o cinco plantas con ladrillo barato y cierres de aluminio, calles estrechas sin aceras llenas de coches donde había prados y muros de piedra. Un alcalde y tres o cuatro promotores se hicieron ricos y se fueron a vivir a otra parte, a burgos o a Bilbao en la mayoría de los casos. Lo único reconocible, lo único que ha quedado como era, es el cementerio.

Berrueza es, o era, un pueblo de la provincia de Burgos. Así también, por ejemplo, Linares, donde mi abuelo no dejaba de acudir a su feria taurina, Madrigal de las Altas Torres, Simancas (sí, hasta Simancas, donde está el archivo), Calatayud, Vinaroz, pueblos de nombres antiguos donde los constructores y alcaldes se han ensañado -y, me temo, siguen ensañándose- con el mal gusto que nos suele caracterizar. No hay más que ver la diferencia entre Ayamonte y Vila Real de Santo António o entre Tuy y Viana do Castelo, o Elvas y Badajoz, o Bourg Madame y Puigcerdá, para comparar y evaluar nuestro irremediable desastre.

La España vacía, que se ha convertido ya en un lugar común, es la España vaciada y desfigurada, las aberrantes construcciones, que no sólo han destruido lugares como La Manga, sino los más humildes, medievales pueblecillos, que fueron bellos mientras no había ‘desarrollo’. En cuanto tuvimos dinero, a destruirlos.

Reivindicación de los hermanos Álvarez Quintero

“y una mujé yena de alifafes y necesitando un médico y una botica pa eya sola”

Eran los años veinte y treinta. A pesar de todo lo que acontecía por el mundo y en España, el teatro prosperaba, las letras florecían. Fueron los años de gloria de Serafín y Joaquín Álvarez Quintero.

Serafín y Joaquín eran de Utrera y murieron en Madrid, Joaquín en plena guerra, en 1938, y Serafín en 1944. Escribieron al alimón, como otras grandes parejas literarias como los Goncourt o Erckmann-Chatrian.

Tenían gracia, humor, agilidad y técnica para componer centenares de ‘juguetes cómicos, como los llamaban y de comedias, dramas, zarzuelas, entremeses, sainetes. Fueron muy traducidos y representados y objeto de muchos estudios críticos en el extranjero. Su primer artículo fue publicado en El Heraldo de Madrid en 1891, con el seudónimo de ‘El diablo cojuelo’. Desde entonces no pararon de escribir, publicar y de ser representados. Don Joaquín (imagen) ingresó en la Real Academia en 1925, después de su hermano, y quien le respondió fue nada menos que Azorín.

Estaban veraneando en El Escorial el 18 de julio de 1936 y en su piso de la calle de Velázquez pasaron la guerra civil prácticamente en arresto domiciliario (debían ser considerados peligrosísimos enemigos) pero, al fin y al cabo, protegidos de los paseos a que se dedicaba el lumpenproletariado bajo siglas anarquistas, socialistas, comunistas con los automóviles confiscados. El asesinato y la cheka considerados como una acción revolucionaria. Así nos fue.

Ellos, de derechas de toda la vida, escribieron cientos de comedias amables y entretenidas, algunas con un gran humor y, en el fondo, con una velada ironía crítica hacia los señoritos holgazanes y ricos, a los sablistas profesionales y los aprovechados y gorrones, que se reían y hacían reir. En sus obras, ninguno parece trabajar, solo conversar. Son los cursis, los petimetres, los quiero y no puedo, todos esos personajes tan castizos que también aparecían ya en las novelas de Galdós. Es la suya una literatura confortable, nada termina mal, hasta algún comecuras que aparece es inocuo y los señores -no los señoritos- son benévolos y comprensivos. Criticaron mucho a esos “señoritos groseros y bestiales…caso frecuente en Andalucía”. No era literatura comprometida (ni falta que hacía, hacía reir y pasar el rato y bastaba así). Hasta el mismo inicio de la guerra sus comedias constituían siempre un éxito de público.

Un día tendremos que investigar por qué los humoristas suelen ser conservadores, como si el optimismo fuera de derechas, mientras los escritores de izquierda no se permiten esas veleidades. Así, Wodehouse, Jardiel, Clarasó o Alvaro de la Iglesia.

Describen una parte de aquella España burguesa de antes de la guerra (en sus escenarios, subrayan, hay muebles modernos, de buen gusto), la que se llevó por delante escritores, artistas, arquitectos, fueran conservadores o progresistas

No son como Wodehouse, que creó personajes inolvidables (como Bertie Wooster, además de Jeeves), pero ellos crearon personajes tipo, como esos criados de toda la vida, las amas de llaves, los señoritos calaveras, las bellas jóvenes siempre al acecho y deseando casarse, las tías, suegras y señoronas, los ingleses andaluces. Todos amables, inofensivos.

Los hermanos Álvarez Quintero, aunque no les dieron el paseo, han sido arrojados a las tinieblas por la crítica bienpensante, son de derechas y no hay más que hablar: ¡al infierno parnasiano con ellos!). Es el eterno cisma español que corroe también las letras y la crítica literaria y artística. Ya no se estila su humor, las escenas y situaciones son de hace cien años, no tiene nada que ver con nuestro país de hoy. Los hermanos Álvarez Quintero han sido relegados por usar el andaluz y por la imagen que daban de algunas mujeres, aunque su teatro es un teatro donde las mujeres son las verdaderas protagonistas, los personajes más importantes y decisivos. Así podríamos resumir su programa de un cierto bondadoso idealismo: ”la candelita pa los demás…¡la candelita de los buenos, como desía mi padre, sin la cual el mundo sería de las fieras! ¡de las fieras!”

Tuvieron una técnica teatral considerable, su lenguaje (incluso el andaluz que utilizan criados y criadas) estaba muy bien escogido, algunas frases y expresiones son memorables. Como decían, primero “tenía que sonar en el aire, haber sido escuchado por los dos” y entonces, a escribir. Se inspiraron en tipos reales, los que veían en Sevilla, Utrera o Madrid, “somos pintores que no quieren ni saben pintar sin modelo”, decían. Era, aunque ahora no se quiera ver, un teatro de mujeres, de novias, “un teatro de feminidad”, dijo Sánchez Mazas, “unieron la rima de Bécquer y la prosa de Galdós en casas y jardines de Fernán Caballero”. Era una Andalucía señorial, de casonas, cortijos y patios bien frescos y floridos, con gracia y sin arrogancia.

Tras la guerra, parece que fuese Pemán, con su tono tan imperial y carca, el monopolizador del alma andaluza en lo más cateto y estereotipado, dejando a nuestros liberales, honestos y bondadosos hermanos en la oscuridad más absoluta. Un crítico de la postguerra despachaba este tipo de comedias, acusándolas de “hacer reír con la jerga dialectal de madrileñismos y andalucismos”, aunque no señalaba expresamente a los Quintero.

Sin embargo, si por causalidad (y mucha suerte) encuentra el lector alguna de sus comedias en alguna librería de lance, léala y no saldrá defraudado, volverá a otra España, a un lenguaje ya casi olvidado pero con mucha gracia. No encontrará lucha de clases, ni grandes problemas, simplemente comedias algo superfluas, enredos humanos intrascendentes. Lo que no viene mal en estos atribulados e inciertos tiempos.

Contrasta este menosprecio con el respeto que hay en Inglaterra por P. G. Wodehouse. Al principio no le perdonaron que, prisionero de los nazis, hablase por la radio alemana casi en plan de chunga. Decidió no volver a su país y murió en los Estados Unidos, aunque fue ‘rehabilitado’ por la crítica. Hoy sus libros son publicados (hay 99 obras disponibles), hay biografías, análisis, una sociedad de lectores, la British P. G. Wodehouse Society. Los Álvarez Quintero, por el contrario, enterrados para siempre. Apenas he encontrado un pequeño ensayo de Rafael Herrera Ángel, sobre El teatro andaluz costumbrista (www.gibralfaro.uma.es).

El oro del tiempo, L’or du temps, de François Sureau, un itinerario literario del Sena

A veces uno se pregunta por qué lee un determinado libro. Y si es francés, se lo pregunta doblemente. Y a veces confiesa que lo lee por el mero gusto de la lengua francesa, no por lo que cuenta sino por cómo lo cuenta.

Hay libros muy interesantes y muy bien escritos pero para cuya lectura, digestión, hay que tener un cierto entrenamiento. L’or du temps, El oro del tiempo, de François Sureau, es uno de ellos. Don Antonio Machado podría decir inmediatamente, ‘otro embeleco francés’. Pero no. Es un libro con enjundia, una demostración de saber y una guía literaria bastante insólita.

Con el pretexto de seguir el curso del Sena, Sureau, a través del personaje inventado de Agram Bagramko (que es un poco su alter ego anacrónico), un oscuro ruso, quizás de Odesa, que se cartea con un tal Grigoriev, exilados tras la revolución bolchevique, sigue el curso de la cultura francesa, de su literatura, de sus influencias rusas, germánicas e inglesas, sobre todo, con especial atención, cómo no, a París, a la que empieza por declararle su amor incondicional. Decía don Salvador de Madariaga que “Francia ve al mundo como una figura geométrica, una especie de Place de l’Étoile con París en medio”. Pues este libro es una buena muestra. París, centro del mundo.

Pero para leer L’or du temps con gusto y aprovechamiento hacen falta varias condiciones:
• Apreciar la cultura gala.
• Disponer de bastantes referencias históricas sobre Francia.
• Conocer París.
• Tener buena memoria para retener algo de sus ochocientas densas páginas.

Sólo un francés podría haber escrito este libro que es prácticamente un inmenso anecdotario cultural, pero sobre todo de personajes olvidados. Anecdotario que va por los vericuetos, no por los bulevares. No habla de los muy conocidos sino de los oscuros que se perdieron en la memoria y que Sureau recupera. Esto de hablar de literatos es una tradición bien parisina porque ya existen muchos libros, novelas y relatos que no son sino un desfile de personajes y referencias culturales, como Dominique Fernandez o Charles Dantzig. Este libro relato-ensayo es pues un producto típico del Hexágono.

Está muy bien escrito pues Sureau es ya un escritor consagrado, además de que, casi por definición, todos los franceses escriben bien mientras no se demuestre lo contrario; hasta cuando relatan nimiedades, la lengua francesa les penetra, la aman y la cuidan. Y aman su país sin paliativos. “El Sena es el río al borde del cual he pasado lo esencial de mi vida”, empieza confesando, y París es la “capital imaginaria donde siempre he vivido”. Con esta declaración de principios, no cabe duda de que es un libro franco-francés.

Fugazmente conocí a François Sureau hace veinticinco años. Fumando su pipa, me llevó en su clásico Jaguar tapizado en cuero y guarnicionado en madera noble. Me pareció sabio y algo altanero, esto último como tantos franceses nos lo parecen. Ya había publicado y el gran y amable Jean D’Ormesson escribió un encuentro con Sureau, Garçon de quoi écrire, que lo elevó al mundo literario francés.

L’or du temps desborda de cultura pero no lo calificaría de pedante aunque Sureau aplasta bajo su saber. Su índice de nombres y lugares abarca 36 páginas en dos columnas.

Hay personajes raros, totalmente olvidados o desconocidos, como Ghéon, Cravan o Adrien Guimard. Entre los extranjeros, sus preferencias se inclinan por los ingleses y algún germánico, sobre todo por Conan Doyle, pero también por Arthur Koestler, Pio XI; de lengua española, solamente Borges. Todos los americanos del norte y del sur que han pasado, escrito, vivido en Francia o en París, son ignorados. Es una opción.

Es un libro que no se parece a Danubio, de Claudio Magris, pues está centrado en lo francés y cuando menciona a autores extranjeros es por su relación con la amada Francia. Como sabemos, el río es siempre un símbolo nacional; así, el Ebro, de donde deriva iberia, el Nilo, el Mississippi, el Volga, el Rhin, el Ganges, todos. El Sena en L’or du temps es el epítome de la cultura francesa. Y París su cimera. Otros autores, como Huysmans (no se pierda el lector el relato y descripción de La Bièvre, ese arroyo escondido y oculto que iba a dar al Sena), Henri Calet, Léon-Paul Fargue, Léo Malet, Michel Tournier o Patrick Modiano -que son como unos callejeros historiados de la ciudad- han elevado a la capital francesa a la categoría de personaje de pleno derecho. En España, quizás solamente Galdós lo haya hecho con Madrid. Y Luis Goytisolo, en Recuento, sobre Barcelona.

Pero, al final, el lector, por muy amante que sea de la cultura francesa, apenas ha retenido nada, salvo esa ristra de nombres, lugares, calles, títulos. Un libro que no creo que se traduzca pronto a otras lenguas, no por su lengua, prístina, sino porque es sólo para iniciados. Se preguntarán los defensores de la novela de acción, los caimanes de la edición, ¿para qué sirve este libro? Pues creo que, como los buenos cuadros, para aprender a ver, no sólo a mirar, para aprender a valorar el espacio cultural e histórico en su plena dimensión. Un libro para recrearse en la cultura francesa.

Porque, al final, lo que nos queda no son los nombres citados, que ninguna memoria es capaz de retener, sino ese ambiente intelectual, muy retórico y narcisista, de la Francia literaria. Esto es algo que los franceses hacen muy bien como demostró la monumental obra de Pierre Nora, Les lieux de mémoire, que pone en valor todo el país en sus raíces culturales, agrarias, religiosas, sus conflictos, sus fracasos y sus éxitos, su población. En España, por supuesto, carecemos de escritores con este afán nacional, que no nacionalista. Preferimos escribir sobre Andalucía, Galicia o Cataluña, pero jamás sobre España, y menos sobre Madrid, que es la culpable de todo a los ojos de la periferia.

Sureau, que dice de Borges muy atinadamente, que “destacaba en la técnica sin poder captar el espíritu”, quizás adolezca de lo mismo, nos trae la cultura, la historia, mas a pesar del curioso personaje inventado como hilo conductor, Agram Bagramko, al libro quizás le falte un poco de alma.