(Este artículo, en portugués, fue publicado el 23 de septiembre por el Diario de Notícias, http://www.dn.pt)
Miguel de Unamuno ha sido quizás el escritor español que más ha amado a Portugal. Pero se le puede amar y no entenderlo, como tampoco entendió siempre bien los problemas españoles. Gran escritor y para mí gran poeta, tuvo además el mérito de mirar a Portugal, de tener amigos portugueses, de conocer a fondo la literatura y la historia portuguesas. Eso lo han hecho poquísimos españoles, que siempre han mirado hacia el norte, y casi nunca al oeste.

Por eso me parece poco representativo que en las librerías portuguesas se destaque el pequeño panfleto de Unamuno, Portugal, povo de suicidas. En realidad, se trata del artículo ‘Un pueblo suicida’, escrito en Lisboa en 1908 e incluido en Por tierras de Portugal y España. Además, el título sensacionalista no refleja bien el contenido del artículo porque no piensa que todo Portugal es suicida. Es un reclamo de titular.
El que algunos portugueses, amigos o conocidos suyos, se suicidasen (Laranjeira, Antero de Quental, Florbela Espanca, Sá Carneiro) no le permite una extrapolación a todo un pueblo. ¿Por qué no miró a todos los franceses, alemanes, escandinavos, o a españoles, como Ganivet, entre otros que se suicidaron en esos tiempos, con ese mal de “fin de siècle” que tantos compartieron, esa especie de “lacrime di intellettuale” que denunciaría Pasolini?
Ese artículo da una imagen del Unamuno pensador bastante desacertada, aunque contribuya a esa especie de autoflagelación tan propia de los portugueses a quienes parece que les gusta, como a nosotros español, “sus hermanos”, recrearse en el desastre, en que somos peores que los europeos del norte, que somos incultos, poco serios, poco de fiar. En el fondo, flagelándonos, parece como si quisiéramos darles la razón a los holandeses, a personajes como Hoekstra y Rutte.

No fue don Miguel de Unamuno precisamente un pensador optimista. Perteneció a la llamada Generación del 98. Con su gran conocimiento de los clásicos y contemporáneos, con una gran carga ética, le embargaba el problema de España, que fue prácticamente su principal preocupación. Pensaba que éramos todos decadentes.
Esto de los suicidas le sirve a Unamuno para justificar su visión melancólica de Portugal que él amplifica y en la que muchos portugueses se complacen casi de manera masoquista (“en Portugal aman las lágrimas”, dice). El saudosismo le fascina a Unamuno, porque él mismo es un hombre de saudades, saudades del cristianismo, saudades de Castilla, saudades de su Bilbao.
Como muestra en su bello pero fúnebre soneto ‘Portugal’:
Del atlántico mar en las orillas
desgreñada y descalza una matrona
se sienta al pie de sierra que corona
triste pinar…
(…)
mientras ella sus pies en las espumas
bañando sueña el fatal imperio
que se le hundió en los tenebrosos mares
y mira cómo entre agoreras brumas
se alza Don Sebastián, rey del misterio.
Es la visión de un país que él considera pobre y decadente («desgreñada y descalza») que mira la puesta del sol, el ocaso. Esto resume su idea sobre el país y se ha convertido casi en un estereotipo. Pero no se alarmen los lectores portugueses, don Miguel tiene también muchos poemas tristes, casi desesperados, sobre España. Era su carácter, de ahí que forme parte de esa ‘literatura del desastre’, como la llamó Manuel Azaña. Y además Unamuno podía decir una cosa y la contraria. Así, podía ser iberista (casi partidario de la unificación de la Península) y al mismo tiempo reivindicar la independencia de Portugal frente a “la vieja y podrida España oficial, no curada de sus seculares manías … que no se avenía a reconocer sincera y lealmente la independencia portuguesa” (Portugal independiente, 1917).
Sería bueno que, al margen del impacto mediático que produce un panfleto sobre esa presunta manía suicida, se editasen en portugués más obras de Unamuno, tanto las que se refieren a Portugal (que la Fundación Gulbenkian publicó en 1985) como otras muchas.
Leer a Unamuno es una invitación a la reflexión fuera de los senderos más trillados. Miguel de Unamuno decía lo que pensaba en voz alta y eso le valió que Primo de Rivera lo desterrase, que la Segunda República lo expulsase de la cátedra y enfrentarse al fin de sus días con el general sublevado Millán-Astray. Unamuno fue el ejemplo del intelectual comprometido con su tiempo.