Muriel (octavo retrato lisboeta)

e para ver-te verdadeiramente

e na tua visão me comprazer

indispensável era evitar ter-te.

Ruy Belo

La primera vez que la vio fue en la Livraria Luso-Espanhola que estaba en el 88 de la rua Nova do Almada, muy cerca de la antiquísima y noble Livraria Ferin. Ella estaba buscando, le contó luego, un libro sobre el Vaticano, sobre la historia de los Papas. El se presentó y ella recurrió a él, como español, para que le recomendase algún libro. No tenía Félix mucha imaginación en ese momento pues toda su atención se había quedado centrada en la figura de ella. Pelo negro, recogido, piel mate, con esas gotas de sangre foránea que hacen el exótico encanto de tantas mujeres portuguesas, pómulos altos, ojos profundos, expresivos pero suaves, separados, rasgados, como en un leve sueño, boca ancha, voluntariosa. Esbelta, con el busto firme, hombros altos, manos finas.

El trabajo le llevaba a la capital portuguesa unas cuantas veces al año. Sólo el tren aseguraba entonces el enlace de Madrid con Lisboa; un tren nocturno de una lentitud exasperante, decimonónica, de posguerra. Acabada su ocupación meramente comercial, café, corcho, telas, sus estancias en Lisboa las dedicaba a divagar por los barrios menos conocidos, alejándose de su hotel, en Restauradores. Se dedicaba sobre todo a rebuscar viejos libros en francés, ese libro inesperado que podía aparecer en las librerías de lance que abundaban entonces por el centro de la ciudad. No era bibliófilo sino lector.

Muriel trabajaba en la radio, una radio que se especializaba en información y música. La guerra había acabado y empezaban a menudear los conciertos, las visitas de afamados músicos que incluían Lisboa en sus giras. Un público anglófilo, fiel, acudía a los conciertos y la radio cubría aquellos eventos con gusto y elegancia. Muriel aseguraba la calidad y el contenido de las emisiones con una voz lenta, clara, de dicción perfecta. La escuchaban en todo Portugal.

Ella lo llevó por otros caminos. Le invitó a acompañarla al Teatro São Luis, al São Carlos. Le presentaba amigos, celebridades, entre ellos a los hermanos Katz, en cuya casa asistió a un concierto privado. Le abrió a los violines de Paganini, a la música de Marcos Portugal.

Descubrió otra ciudad, aprendió mejor la lengua portuguesa, compró libros de poetas portugueses. Iban por el Jardim do Torel, el mirador de Monte Agudo, en los tranvías hasta los barrios nuevos y anchos por la avenida da República, por las calles estrechas y sinuosas que bajan por las laderas de Graça entre palacios decrépitos y casas tambaleantes.

En apartados, silenciosos cafés de luz incierta ella le recitaba en voz baja, en esa voz tan bella que él llevaría siempre grabada igual que se recuerda un perfume, poemas antiguos.

Moça fermosa despreza
todo o frio e toda a dor
olhai quanto pode Amor
mais que a própria Natureza.

Muriel había quedado viuda muy joven con un hijo de corta edad. Aun llevaba la alianza en su anular izquierdo. Provisionalmente vivía en casa de sus padres cerca de Lisboa, en Algés. Su padre era un especialista en medicina tropical y su contacto con sudafricanos e ingleses en Mozambique eran la razón de su nombre. Era una casa con jardín, con un quintal, como dicen, Vila Claridade, de gusto falsamente normando, que habían heredado de sus antepasados, “algo pretenciosos”, le decía ella, disculpando el estilo. A veces se había acercado en un taxi a recogerla, por la avenida dos Combatentes da Grande Guerra.

En los conciertos, Félix disfrutaba, con una especie de picor en las yemas de los dedos, de su proximidad en medio de todos aquellos amigos, de una intimidad intangible. Todos conocían a Muriel y muchos parecían pretenderla. Félix, no sin algunos celos, ciúmes, comprobaba cómo los más insolentes, de sonrisa satisfecha, envolventes, intentaban cortejarla y apartarla del castelhano. Pero al acabar los intervalos y la función, tras los últimos saludos, ella siempre se le acercaba y volvían despacio, rua Garret abajo, en las templadas noches del otoño lisboeta.

Muriel era conservadora, tímida, a pesar de ser locutora y periodista. Cuando alguna vez subía a buscarla, en los estudios, ella lo saludaba con una cortesía distante para que sus compañeros no sospechasen nada. ¿Qué iban a sospechar, se preguntaba Félix? Sólo que iban juntos, públicamente, a algunos conciertos cuando él recalaba unos días en Lisboa, y que iban al almorzar al Bairro Alto, al pequeño restaurante de un italiano en una esquina de la rua da Rosa, un lugar discreto, sosegado, donde se podía hablar tranquilamente.

Alguna vez había ido a esperarlo al andén, temprano, a su llegada a Santa Apolónia. Salían de la estación -ajetreo de porteadores y taxis- e iban a un café por el Largo do Trigo, el primer café del día. Luego, él se quedaba en el escritorio del despachante en la Baixa y ella subía hacia los estudios. Mañanas esplendentes sobre el Tajo.

Un día, al volver de un concierto, al bajar por las escadinhas de la Calçada Nova de São Francisco que sirven de atajo entre la rua Ivens y la Nova do Almada, se detuvieron, él en el escalón inferior, sus bocas a la misma altura. Ella, inquieta, recelosa, miró a los lados. No hay nadie, le susurró él, exaltado. Al día siguiente Félix volvía a Madrid.

El viajaba mucho por la península, sobre todo a los puertos, a Bilbao, Vigo, Cartagena. Quería olvidar aquellas escadinhas, pensaba que ella, viuda y tan católica, no aceptaría al hijo de un exilado, agnóstico, indiferente a todo lo que fuera religión. Pero un mes después, en el hotel Dardé, donde Félix paraba en Madrid, al volver de un viaje a Barcelona (el corcho y las telas, siempre), le esperaba un telegrama azul de Lisboa, “tenho saudades suas”. Se las compondría para ir a Portugal, inventando un contrato, una gestión inaplazable.

(…)


Pasaron unos años. En un viaje más largo a Lisboa (ya en avión), subió a los estudios. Anduvo entre puertas acristaladas, escritorios de madera y pisos de parqué, aplicadas mecanógrafas tras las mamparas, el sosegado desorden de la emisora. Muriel estaba de baja por maternidad. Supo que se había casado con un profesor de matemáticas (al fin y al cabo es sabida la relación entre las matemáticas y la música, dos lenguajes universales, pensó él con amargo sarcasmo). Su trabajo cambió, fue ascendido y ahora era un portugués quien debía venir a Madrid o a Barcelona a cerrar los negocios. Nunca más quiso volver a Lisboa. La indecisión y la duda habían sido siempre sus principales defectos (menos para firmar contratos comerciales), pero esta decisión final la mantuvo. Indispensável era evitar-te.

(…)

Entre los papeles que dejó Félix en su pequeño piso en Madrid de la calle Constancia, en el barrio de La Prosperidad, junto a muchos libros -tanto libro francés…-, encontré unos en portugués con la etiqueta azul de Livraria Luso-Espanhola, Lda., telef. 24917, Lisboa. Entre estos he encontrado una carpeta con las gomas secas ya partidas; he visto aquel telegrama azul, doblado, unos programas del teatro São Carlos de 1946 y 1947 y una fotografía, una sola, de una mujer que sonríe sentada en un banco de una avenida bajo la sombra de altos árboles y de palmeras, con la leyenda por detrás “Com o maligno desejo de que nunca possas me esquecer. M”. He sido el albacea de Félix y aun no sé qué hacer con sus papeles, sus cartas, sus fotografías que me resisto a quemar y no quiero que terminen en una caja de cartón en el Rastro, pasto de curiosos que riéndose las manoseen. Yo creo que Félix nunca la olvidó.

[Los versos en el texto son de Luiz de Camões]

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Olhão, la luz y la poesía

Llueve en Lisboa, con esa lluvia densa que tanto necesitaba el país. Lejos quedan la luz, el mar y la ría Formosa, lo que Olhão atrae de poesía. Ayer en el Algarve disfrutábamos aun de los restos del verano, paseábamos en barca por la ría deslumbrante. Hoy, el otoño ha entrado de repente.

Olhão es un pueblo singular. Sus casas de pescadores, sus callejuelas con vericuetos -una se llama De los siete codos-, nos traen una lejana memoria de Arzila. ¿No fue precisamente Assilah un pequeño enclave portugués al sur de Tánger?

En la ecología cultural de Olhão, del Algarve, hay que destacar Poesia a Sul, que va por su séptima edición gracias a la constancia, empeño y trabajo de Fernando Cabrita, olhanense, abogado, poeta y dibujante.

Fernando nos invita, junto a portugueses, españoles, marroquíes, franceses y de otros países, para recitar, hablar, contar en el marco de esa población costera, blanca, de muchas casas bajas, de calles tranquilas. En un descanso, nos acercamos al Museu Municipal, donde hay una inspiradora exposición de fotografías de Filipe da Palma que pone en valor todos los detalles de la arquitectura de Olhão. Nos cuenta Fernando Cabrita de la historia de la ciudad (porque hace mucho ya ganó el título de cidade), que a veces parece la de la novela de Lídia Jorge, O vento assobiando nas gruas.

Fernando Cabrita es de esos portugueses que han viajado, abiertos, cosmopolitas en el mejor sentido de la palabra, que tanto escuchan a Jacques Brel como leen a Ferlinghetti. Pero al mismo tiempo sus poemas son de aquí, los mástiles, “las planicies del cielo”, las calles viejas, el inglés y el francés intercalado en sus poemas, pero de Olhão.

Este año los recitales han sido virtuales, en línea, pero la pandemia no nos ha podido quitar la luz, los colores de la ría que parecen una acuarela que cambia cada minuto, que los cambios de las mareas va coloreando. Y tampoco nos privó de nuestros encuentros, con máscara y distancia pero con sonrisa y palabras, con amigos que son poetas, escritores y hasta editores, con Joaquín González y Carmen Vargas, de Surcos, con Antonio Orihuela y María Fernández de Soto, con Uberto Stabile y Gema Astudillo, con Pedro Jubilot y muchos otros. Otros años, pudimos conocer a Nuno Júdice, a Gastão Cruz, dilectos poetas portugueses. Poesia a Sul siempre se renueva y nos renueva.

Olhão nos hace conocer lugares de poesía, como www.vocesdelextremopoesia.blogspot, o como www.poesiaenellaurel.pt, de La Zubia, Granada, que organiza Pedro Enríquez.

En este mundo de selección y exclusión en que se ha convertido el panorama cultural, con sus cánones y sus parroquias, Poesia a Sul es una ventana, un ancho mirador al mar y a la luz, a la creación de muchos poetas. Como las ediciones de libros de poesía son minúsculas, a veces muy locales, este encuentro es necesario, imprescindible. El ayuntamiento de Olhão, valerosamente, mantiene su apoyo a este acontecimiento cultural.

Esta breve nota sobre Poesía a Sul la termino, con el permiso de Fernando Cabrita, con uno de sus poemas de su última colección Eras o cervo que fugia depois de haver-me ferido (editado con primor por Pedro Jubilot).

Recordo uma casa.
O uma gaivota, casa também
onde anoitecem sonhos de leixão a leixão,
gaivota de paredes vivas casa alada, rochedos, cinza.
Flor branca que foi depois luz
e indistinta imagen de um deus uma primavera morta
outra primavera a retornar impune.
Quisera eu saber quando voltarão
a primavera a gaivota a casa perdida
toda essa impressiva complexidade das coisas,
e o mundo que foi.

Ou o cheiro das velhas ruas
onde só mora uma saudade e um dia ido
e o nosso fantasma triste no cimo da falésia,
lirio branco onde pernoita o que fomos
e somos e nunca deixaremos de ser.

(Fernando Cabrita, Cuatro)

[Recuerdo una casa.
O una gaviota, también casa
donde anochecen los sueños de escollo en escollo,
gaviota de paredes vivas casa alada, roca, ceniza.
Flor blanca que fue luz después
indistinta imagen de un dios una primavera muerta
otra primavera que retorna, impune.
Quisiera saber cuándo volverán
la primavera la gaviota la casa perdida
toda esa admirable complejidad de las cosas,
y el mundo que fueron.
O el olor de las viejas calles donde sólo habitan una saudade y un día ya ido
y nuestro fantasma triste en lo alto del acantilado,
lirio blanco en el que duerme lo que fuimos
y somos y nunca dejaremos de ser.] (Versión de Jaime Ruiz).

Para más información sobre Olhão y Poesia a Sul: https://www.cm-olhao.pt/destaques2/2895-vi-poesia-a-sul-volta-a-levar-olhao-aos-quatro-cantos-do-mundo

Don Amancio Martínez Ruiz, lejano recuerdo

Los niños éramos dispersados ordenadamente cuando tío Ramón Martínez reposaba o leía. Y más, cuando su hermano, don Amancio Martínez Ruiz, vestido como del siglo XIX, con botines y un lazo en el cuello almidonado de la camisa, correctísimo a pesar de los calores, bajaba con un libro al casinillo a leer entre los árboles, olmos y chopos, un júpiter. No se podía molestar. Más que un recuerdo es casi un sueño, pues hace tantos años…

A tío Ramón Martínez le añadíamos el apellido para distinguirlo de los varios tíos Ramones de la familia.

Don Amancio pasaba temporadas en el cortijo de Catena, en la sierra de Segura, donde en los veranos se recogía su hermano Ramón, el médico; don Amancio no gozaba de la simpatía de su cuñada, mi tía Carlota. Desdén recíproco, irremediable, que el tiempo nunca aboliría.

Su hermano, Azorín, sin embargo, no vino nunca por estas tierras. Madrid, Monóvar y su Collado de Salinas, París, eran sus lugares en el mundo, así como Castilla y el País Vasco. En la provincia de Jaén no se le había perdido nada. Con Ramón se reunía, de tarde en tarde, en Madrid o en Monóvar. Nos hubiera gustado que dejase sus impresiones en su límpida prosa.

No ha dejado nada publicado don Amancio y es una lástima pues conoció personalmente a media generación del 98, era muy culto y agudo y sabía escribir. La tertulia El Caletre, en Madrid, en la calle de Alcalá, fue uno de sus territorios; a ella acudía incluso mi abuelo, otro Ramón, en sus esporádicos viajes a Madrid, donde adquiría algo del barniz cultural del que tanto carecía en el pueblo y en los cortijos. Don Amancio, con humor y sin ápice de presunción, decía “que a las greguerías, él respondería con las caletrerías” (que nunca publicó y no sabemos qué fue de ellas).

Aunque a veces los hermanos se hacen sombra unos a otros, como suele el padre insigne dejar en minúsculas a sus hijos aun sin proponérselo, Azorín evoca con cariño a su hermano Amancio. Entre otros papeles, en sus Memorias Inmemoriales, en el capítulo XXIX, Amancio. “Su expansividad encubre un meditar continuo; merecía un pasar holgado, que otros, gente baldía, tienen”.

“Cuando Amancio vio que avanzaban los años, consideró con cierta melancolía su reclusión en el cuartito lóbrego. Al abandonar Madrid, abandonaba lo más dilecto para él: la vida ciudadana y su tertulia en el café”.

Volvió al paisaje sobrio del Collado de Salinas, a la antigua casa familiar, a ese cuarto con tejavana que menciona Azorín. Se llaman de tejavana a los techos de mera teja, sin cámara de aire, directamente las vigas y el tejado. Es paisaje de montecillos, de almendros, olivos y algún pinar oscuro. La sierra del Cid, “con el peñón ingente”, preside la comarca. Tierra gris. Eran entonces , 1929, 1950, bellos todavía aquellos pueblos, Petrel –“con sus huertos placenteros”-, Elda, Yecla, hoy conglomerados de inmensos bloques de ladrillo rojizo sin orden ni concierto, sin personalidad. El paisaje, afortunadamente, permanece.

“Olivos, vides, almendros, higueras. Una serenidad inalterable: la seguridad gratísima de que esta quietud no ha de ser alterada. Y las horas que pasan, lentas, en el trabajo placentero. Cuartito a tejavana; el techo con troncos de pino, sinuosos, nudosos…”

Así, Amancio en el Collado de Salinas.

“Amancio es un estoico y sabe sobreponerse a la adversidad. Cuando van parientes al Collado, se esparce con ellos; cuando está solo divaga por el monte y lee …”.

Los Martínez Ruiz eran todos insignes en su propio campo. Ramón, como médico en La Puerta de Segura, donde fue destinado inicialmente a luchar contra el paludismo, la hermana María que Azorín encomia y ama, el propio Amancio, que escribió mucho pero no publicó. (Don Amancio, Monóvar 1878-1967).

Josep Pla en Portugal

Este artículo ha sido publicado en portugués por el Diário de Notícias el pasado día 8 de octubre, https://dn.pt/opiniao/opiniao-dn/convidados/josep-pla-em-portugal-12897786.html

Uno de los primeros autores españoles a quien recurrí para tener una idea de Portugal fue Josep Pla, cuya Direcció Lisboa es una recopilación de artículos dedicados a este país.

Josep Pla necesita una presentación para el lector portugués. El escritor de Palafrugell (1897-1981), además de manejar la lengua catalana como nadie, tenía humor, ese humor socarrón y rural de su Ampurdán. Su prosa es límpida, con adjetivos singulares, nuevos, plásticos, inimitables.

Mantuvo un equilibrio político saludable, que los catalanistas más dogmáticos siempre le reprocharon porque en vez de leerlo prefirieron hacerle la autopsia. Dada su imagen política controvertida y aunque fue muy galardonado, nunca recibiría el Premio de Honor de las Lenguas Catalanas, el máximo premio literario de Cataluña. Francesc Cambó, el prócer catalán de la Lliga Regionalista, millonario y político liberal conservador muerto en el exilio, será uno de sus apoyos más conspicuos. Su biografía escrita por Pla es un libro indispensable para entender el nacionalismo catalán y sus vicisitudes.

Su escritura se despliega deslumbrante en sus dietarios, como el Quadern gris, en sus semblanzas de personajes, Els homenots, en sus crónicas de viajes que hizo por todo el planeta. Nunca se propuso, decía, más que dar una imagen del mundo que vivió, constatar un hecho, “que forman unas vastas memorias, una sucesión de reflejos de mi insignificante pero auténtica existencia”. Curiosamente, gran parte de su obra no ha sido aun traducida al castellano y Direcció Lisboa sólo está en catalán, en el volumen 28 de sus obras completas de Edicions Destino.

Era demasiado escéptico e independiente y libre para ser absorbido por los vencedores de la guerra civil (había salido huyendo de la Cataluña republicana en un barco francés porque no se encontraba seguro en medio del “desorden anarquista”, viviría en Francia y en Roma y entró por Irún en octubre de 1938 en la zona nacional o franquista). Pero no era de la confianza de los nuevos amos y nunca llegaría a ser director de ese magnífico diario que es y ha sido siempre La Vanguardia, buque insignia de la prensa catalana y española.

Fue también un cronista político de envergadura y sus páginas sobre la proclamación de la República en Madrid son memorables. Con su humor, afirma que Madrid “huele a café con leche” y “los madrileños contemplan cómo arden los conventos mientras comen churros”. Sus crónicas parlamentarias de la época son demoledoras, de una objetividad tremenda, que deja bastante mal a todos los charlatanes que proliferaban en las Cortes.

Sus primeros artículos sobre Portugal datan de 1921 y después escribiría regularmente pues lo visita muchas veces. Lo recorre de norte a sur, se detiene en el Ribatejo (Santarém, dice, mordaz, recibe menos visitantes desde que tiene ferrocarril). Se extasía ante los colores de Corot del Estuario del Tajo, con todos los tonos de blancos –“he pasado muchas horas contemplando el inmenso estuario”; ya menciona los riesgos de salinización-

Destaca su admiración por la arquitectura y las artes, se detiene con fruición ante los Paneles de San Vicente y el pintor Nuno Gonçalves. Setúbal le merece unas líneas muy amables: “ciudad tranquila, limpia y de calles anchas, llena de color, de una arquitectura barroca ligera y ponderada. Los colores rosa y los aéreos verdes posados sobre una arquitectura tan razonable son una delicia”. En Abrantes “no ha pasado nada, que yo sepa, desde Wellington”, dice en 1953. “Cascais es un pueblecillo blanco, pescador, de un barroco de buena confitería popular que en verano es invadido por una muchedumbre turística insoportable”. Sus juicios, subjetivos, sinceros, son a menudo muy certeros.

Quizás el mejor escritor paisajista (“la patria es un paisaje”), la botánica, los cultivos son algunos de sus temas favoritos. En Portugal destaca cuatro árboles, el alcornoque, el pino, el eucaliptus y el olivo, “de todos los países del sur de Europa, Portugal es el más rico de botánica”, “de una riqueza arbórea considerable”. Los alcornoques le llaman mucho la atención porque son árboles también de Cataluña y de su Ampurdán (“la sierra de Caldeirão me ha hecho sentir la ilusión de no haber salido de casa”).

Los paisajes agrícolas portugueses le encantan aunque opina que la dictadura de Salazar ha hecho muy poco por el campo, y en cuanto “a la alimentación, ha mostrado una enorme parsimonia”. Sin embargo, cree que en materia de viñedos y corcho Portugal está muy por delante de España. En cambio, los paisajes más agrestes le dejan más indiferente y la Sierra de Estrela le parece “excesiva y puramente geológica”.

Interesante para los nostálgicos serán sus artículos sobre Salazar, Cómo piensa Oliveira Salazar (45 páginas), “uno de los hombres importantes más anti-exhibicionista que ha producido esta época”, escribe en julio de 1953. “Al slogan de Nietzsche, ‘vive peligrosamente’…, Salazar le ha contrapuesto ‘vive habitualmente’”. Pla usa los recuerdos y entrevistas de mademoiselle Garnier para su semblanza del dictador (“Portugal es una república dictatorial”), aunque reconoce sus méritos económicos y monetarios. Buen pagès, agricultor, un ‘falso pobre’, le da siempre mucha importancia al dinero. Pla, como me recuerda mi amigo Joan Mundet, muere rico y su principal preocupación era la estabilidad monetaria.

Respecto a las colonias dice en 1963, “el sistema colonial portugués ha sido, durante muchos años, una especie de anarquía larvada y carente, absolutamente aceptada, en la cual la explotación, si la ha habido, ha sido insustancial. Ahora comienza otra etapa”.

Pla se extiende sobre el fado y Amalia Rodrigues (irá a la Adega Machado del Bairro Alto), el barroco, los vinos, que aprecia mucho aunque no le gustan los verdes, demasiado ácidos para él, y la cocina y repostería portuguesas, ésta última que considera bastante afrancesada. Su artículo La cabeza, transportadora de mercancías lo dedica a las varinas, esas pescaderas descalzas que le fascinan y atraen como mujeres “que tienen fama de ser muy desenvueltas y de hablar un lenguaje muy directo y claro”.

Nadie piense en encontrar en Josep Pla los lugares comunes de las guías al uso ni los comentarios solamente elogiosos pues no se deja deslumbrar por las primeras impresiones y puede ser demoledor. “Portugal es un país en el que las cosas superfluas son muy buenas, y las indispensables, puede que no tanto”. Escapa de los lugares comunes y afirma también, sin reparo alguno, que “las puestas de sol en el Atlántico, incluso en los días de bonanza, suelen terminarse con una lividez inhóspita, agobiante y triste”. ‘Horripilante’, concluye. Obviamente, su mar preferido fue siempre el Mediterráneo, al que dedicó numerosas páginas de lo que él llamaba ‘literatura narrativa’, en particular a los marineros, contrabandistas, pescadores de la costa ampurdanesa y a muchos pueblos de la costa catalana cuando todavía eran genuinos.

Para el lector portugués sería muy importante que aquí se tradujera más a este, para mí y para muchos, mejor escritor catalán del siglo XX y uno de los mejores de España; no sólo por sus sabrosas páginas sobre Portugal sino porque creo que entendería mejor Cataluña y los catalanes.

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La camarada Julieta, gran lectora (séptimo retrato lisboeta)

En 1962, Julieta ingresó en el Partido Comunista Portugués, PCP, en Lisboa. Era estudiante de Derecho y fue invitada a ingresar por uno que luego caería preso.

Aquel fue el año de la ‘crisis académica’, que se desencadenó a raíz de una acción de la PIDE al disolver un almuerzo que el entonces rector, Marcelo Caetano ofrecía a los recién ingresados en la Universidad, los que en Portugal llaman ‘caloiros’, o novatos. El rector –que años después sería el sucesor de Salazar- dimitió en protesta de esa invasión que no respetaba las tradiciones académicas. Con este motivo se desencadenó una huelga general de universitarios, que llamaban ‘luto’, para evitar llamarla huelga, palabra que estaba prohibida.

Julieta, hoy una anciana amable, diminuta, pero con los ojos aun brillantes, encontraría en esa época a quien sería su primer marido, un estudiante de Medicina, también comunista. Se casaron y ella tuvo que dejar temporalmente los estudios. Además, hubo una redada masiva de la PIDE por culpa de un comunista que se cambió de bando, un soplón, que denunció a todos y huyó a Brasil para siempre, para evitar las lógicas represalias.

Ahora, doña Julieta, o la camarada Julieta, viuda, vive en una de las ciudades dormitorio de los alrededores de Lisboa, bastante lejos (“en mi barrio vivimos gentes de todas las razas”). Viene como voluntaria a la librería que el PCP tiene en su sede en la avenida da Liberdade, justo en frente de la Embajada de España.

Ha tenido una larga vida de militancia, de trabajo, pues al no poder acabar la carrera trabajó hasta su jubilación en un taller de artes gráficas. Julieta tiene ahora 82 años y sigue entusiasmada. Cuando le hablo de la desaparición, autodisolución, del Partido Comunista de España, me dice:

La base teórica de nuestro partido, consolidada por Cunhal, ha conseguido mantener la cohesión…. dicen que Cunhal seguía las instrucciones de Moscú, pero él iba allí y les discutía, les contradecía.

El PCP aun se mantiene activo sobre todo en el Alentejo, con pueblos impecables, limpios, sin aberraciones inmobiliarias. Humilde, con posiciones internacionales de lo más discutible, ancladas en la fraseología antiimperialista de los años setenta, es sin embargo una fuerza necesaria, útil, para sostener muchas reivindicaciones de los sectores más desfavorecidos de la población portuguesa. Voluntarios ya viejos siguen asegurando muchas de las tareas del Partido. Sus posiciones en el Parlamento, radicales, no dejan de ejercer un patriotismo de lucha, responsable, pragmático. Sus carteles exhiben los símbolos -hasta la hoz y el martillo- con los colores de la bandera, verde y rojo. No quieren romper el país. Impensable en España. No está nunca de más echar un vistazo a su periódico, Avante, para contrastar el triunfalismo del gobierno o las declaraciones de los banqueros, financieros y empresarios más afamados del país.

Julieta, la última vez que la ví, estaba leyendo un libro de Lawrence Durrell. Es gran lectora, -“ya no me caben los libros en la casa y muchos no voy a poder leerlos en lo que me queda de vida”, me dice con una sonrisa-, y me recomienda el Viaje a la URSS de John Steinbeck, que acaba de ser traducido al portugués.

El invierno, por Magrez Kelekhsaiev, Ossetia

No sólo hay que escudriñar en las librerías al uso. Nos llevaremos sorpresas agradables entrando en el magnífico edificio que es la sede del Partido Comunista Portugués, en el número 168 de la avenida da Liberdade. Fue el antiguo Hotel Victória, del arquitecto modernista Cassiano Branco. En 1974 estaba abandonado y años después lo adquirió el PCP.

Además de todas las ediciones de Avante, obras de Alvaro Cunhal, de Lenin, de Marx, hay siempre una mesa y unas estanterías con libros usados muy variados, tanto portugueses como extranjeros, desde Guy de Maupassant hasta guías de Leningrado y Moscú de hace sesenta años (con fotos encantadoras de mujeres alegres y automóviles de colores), publicadas por Intourist, el organismo de turismo soviético. Están las obras de Lorca, traducidas, las del ágil escritor Mário de Carvalho, las de Maria Teresa Horta y bastantes más.

Allí encontré el libro de relatos de Mário Dionisio, O día cinzento, con la portada ilustrada por él mismo, por un euro, que los libreros venden por 25. Mário Dionisio, crítico de arte, escritor, poeta y pintor, era comunista, como muchísimos intelectuales, artistas y escritores portugueses en los años de la dictadura. Su magna obra, ya algo pasada, sigue siendo A paleta e o Mundo, un conjunto de estudios y ensayos sobre pintura digno de conocerse.

También se encuentran las curiosas revistas Literatura Soviética de hace cincuenta años, cuando la URSS difundía sus artistas, poetas y escritores. La revista, muy bien hecha, se editaba en español, inglés, francés, alemán, polaco, húngaro, checo, eslovaco y japonés. Como es lógico, sólo accedían a sus páginas los intelectuales ‘afectos’, mientras los disidentes estaban vetados por la censura.

Cultivadoras de tabaco, por Vladimir Boborykin, Tayikistán, 1981

Vista retrospectivamente, Literatura Soviética y su homóloga en francés, Lettres Soviétiques, son muy interesantes. Para tomar el pulso a aquella época y porque dedicaban algunos de sus números a escritores muy relevantes, como Tolstoi o Gorki, y a las letras y artes de países hoy independientes, como el Kirzigstán, Lituania o Ucrania. Son una fuente de referencias -soviéticas, claro- de autores hoy desaparecidos u olvidados, pero que tenían algún mérito. Entre otras cosas, porque en muchas de esas nuevas repúblicas asiáticas, sumidas en luchas étnicas, corruptas y controladas por un islamismo atávico, la cultura brilla por su ausencia. Casi tiene uno cierta nostalgia de la URSS, que con mano de hierro mantenía esas inmensidades bajo control.

Paso por la sede del PCP y me dicen que dona Julieta está enferma -no del Covid- y hace meses que no viene a su modesto despacho de librera.