Hemos perdido el proletariado que, en vez de hacer la revolución, lo que quería era vivir materialmente bien, sin más; hemos perdido el Tercer Mundo que, en vez de revoluciones resplandecientes, está hundiéndose en el fanatismo, la cleptocracia y la satrapía (pregunten en Nicaragua o Venezuela, por ejemplo); perdimos también los del 68 y los hippies, de corto recorrido, algo pasmados a final de cuentas, niños de papá.
La clase obrera ya no irá al paraíso, que me disculpe Elio Petri, desde donde esté.
Y hoy, en vez de utopías cultivamos contra-utopías: el miedo al cambio climático, el miedo al machismo, al racismo, a los inmigrantes (nos asustan tres mil en Canarias pero no los millones de turisto-hooligans que recibimos). Todo miedos.
Al final del cuento, los ecologistas, somos ese residuo “idealista” de cuando soñábamos revoluciones -ya decían las derechas bien establecidas y con cartera, que éramos como las sandías, verdes por fuera, rojos por dentro), cuatro pijos preocupados por las colillas que no se descomponen, por el uso del carbón, por las plantaciones de eucaliptos o por los agrotóxicos. Fruslerías.
Pero a los camioneros esto les importa un comino y si no miren cómo están las cunetas, los apartaderos de nuestras carreteras y las inmediaciones de las gasolineras.
A los agricultores lo que les interesa son los precios y los subsidios, y si no miren cómo están nuestras agrarias y bucólicas campiñas de latas, botellas y restos de tubos de plástico. Todo muy degradable.
¿Y qué decir de nuestra ardiente y prometedora juventud que deja los restos de botellones por doquier? Las papeleras son reaccionarias, no hay que usarlas.
Desengañémonos, ni acuerdos de París ni Greta Thunberg (por cierto, muy vilipendiada por estos pagos), los ecologistas somos cuatro pijos de origen burgués, desbaratabailes y prescindibles, preocupados por el dióxido de carbono, los casquetes polares y los ecomonstruos de las costas. Cuatro viejos pijos sin futuro.
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Eso sí, nos quedan los alcaldes que, revestidos de ecologismo, firman licencias de construcción/destrucción, como el de Vigo, por citar el atropello más reciente (la verdad es que nos preguntamos cada día más para qué sirven los alcaldes).
Las alegres talas en la Gran Vía de Vigo
En definitiva, en España, el ecologismo, además de pijo, para los alcaldes y políticos es puro branding que da postín, esplendor y hace bonito.
En la primavera de 1970, en un piso de la madrileña calle Conde de Peñalver se nos presentó a un grupo de inquietorros Leopoldo Lovelace, diciéndonos que era miembro del Partido Comunista de España y explicándonos qué se proponía el Partido, el ‘Partido’ por antonomasia, o P. Ya lo he contado (en Comunistas y Pilaristas, 2014), pero me repito. Entré, pues en el P, tras largas conversaciones en aquel junio del 70 por el barrio de Salamanca, convencido de que el PCE era el mejor medio, el principal instrumento para luchar contra la dictadura.
Ante Lovelace yo sentí una admiración, primero, por la prestancia de la persona que nos hablaba, lo bien que explicaba todo, un ejemplo de materialismo dialéctico, diría, y, segundo, ante la fascinación de tener en carne y hueso a un comunista de verdad, que nada tenía que ver con esos que en mi familia sólo eran recuerdos de miedo, de ocupación de fincas, destrucción de iglesias y guerra civil.
Leopoldo era una de las personas más articuladas, más inteligentes con las que me había encontrado. Su persona, su presentación, desmentía además esos mitos de los comunistas que proliferaban en la sociedad, que presentaban a los comunistas como los nazis al judío Suss, deformados y caricaturescos. Era de esos camaradas en el más amplio sentido de la palabra que pasan fulgurantemente por esta tierra. Transmitía seguridad, y a pesar de que era un alto responsable del Partido, estaba con nosotros en los ‘saltos’ (cortar calles y manifestarse), en las concentraciones; y, luego, en las obligadas citas de seguridad, si todo había salido bien, sonreía como dándonos el espaldarazo . El contribuyó a restablecimiento de la libertad en España y a elevar el prestigio del PCE, dejando un poso en quienes lo tratamos. Pero la amistad estaba siempre excluida por razones de seguridad clandestina, nuestro trato era obligatoriamente distante, reducido a lo indispensable. Sólo mucho después nos hemos podido reencontrar algunos antiguos camaradas y anudar una amistad, pero siempre gracias al azar o por la común profesión como, en mi caso, la abogacía.
De aquel Leopoldo que conocí, distante, serio, muy racional, me topo ahora con su otra vertiente, lírica, sensible. En la edición de Cuadernos Hispanoamericanos dedicada a Vicente Aleixandre (números 352-354, de 1979) me he llevado la sorpresa de encontrar un largo poema de Leopoldo Lovelace en honor al poeta, Himno a Eros, “A Vicente Aleixandre, larga vida antes y después de cruzar las aguas”, fechado en la Universidad de Santa Bárbara,
(…) Desde ti, contigo, de ti: ley, conocimiento, senda. Los pájaros se han ido y la gente es poca: pero uno se levanta al resplandor inicial a bañarse en el arroyo de la luna cuando la noche se ausenta, en el curso misterioso de pétalos que avanzan hacia tierra y cielos inmortales. Experiencia del paraíso, experiencia del infierno, aspiración a la unidad a través de la discordia. (…)
Leopoldo Lovelace hacía honor a ese apellido casi legendario, que es el mismo que el de Richard Lovelace (1618-1657), poeta, soldado y Realista inglés, “prototipo del perfecto caballero”, como dice la Britannica (edición de 1983), herido en Dunkerque en 1646 luchando contra los españoles, que escribió Lucasta y unas Elegías. Su hermano, además, se llama también Ricardo.
El pacto de los comunistas para facilitar la Transición centrifugó a centenares de camaradas que habían luchado por la libertad desde el interior. La dirección del PCE que llegaba del exterior prescindió de ellos, no los expulsó pero los marginó. Leopoldo ya nos advertía que cuando hubiera elecciones libres, no serían los comunistas los más votados, sino los socialdemócratas, aunque casi no hubieran participado en la lucha contra el franquismo.
Muchos comunistas del interior, profesionales, intelectuales, quedaron en un muy segundo plano y, claro, se volvieron a sus ‘cuarteles de invierno’, a su profesión, a sus gustos culturales, como él, con la teoría política (escribió un Curso de Derecho Internacional Público) y esta otra faceta, que yo no conocía, de la poesía.
Tras los años de militancia, mis detenciones, le fui perdiendo la pista, por aquello de la clandestinidad y sólo, mucho más tarde, gracias a José María Mohedano, he sabido que murió joven en Irvine, California, en marzo de 2017. Encuentro el obituario que le dedicó el ‘New York Times’, que expresa perfecta si brevemente, quién fue https://www.legacy.com/obituaries/nytimes/obituary.aspx?n=leopold-lovelace&pid=186331791
Vaya hoy mi tardío recuerdo a Leopoldo Lovelace, que su homenaje a Aleixandre me trae, al que ya nunca volví a ver, que fue para mí un ejemplo y un maestro de cordura, de inteligencia, de sangre fría en los momentos de peligro, así como de amabilidad contenida y elegante.
Los codazos, de complicidad eran un signo, hoy el solo saludo permitido.
La peste antigua ya retorna esa que orgullosos y engreídos pensábamos que jamás rebrotaría, vencida por la ciencia y por los sabios. Porque todo lo podíamos.
Surge de la ignorancia y del desprecio que mostramos a los campos, animales y al planeta. Ahora humilla el saber altivo, la arrogancia, y esa vana confianza en que todo lo podíamos.
Pues inventamos, diligentes, armas contra países y su gentes para arrasar pueblos y amazonias, infalibles, superiores e intocables nos creímos que todo lo podíamos.
Y hoy resulta que somos frágiles, tal los bosques, mares y los prados que matamos, y poco teníamos preparado ya que todo lo podíamos.
Enmascarados, acobardados y aturdidos, con el codo nos atrevemos, sin dar la cara, acercarnos a los viejos conocidos, aunque todo lo podíamos.
Don Pedro Mourlane Michelena decía que “dar nuestro nombre a una calle es poco; a una estrella, demasiado. Basta con que quede en el casco de un barco vagabundo”
Placas y lápidas que en las ciudades pretenden alargar las cenicientas memorias de tanto prócer, acosan al viandante –atónito, indiferente-, le asestan viejas glorias entre asfalto, semáforos y gente.
Pero “todo ha existido y ya no es ni lo esperas”. Echas de menos calles grises, sin pancartas ni banderas, ni señales ni letreros, sólo calles, para recordar quienes tuvieron voluntad sin vanidad.