Ella, Judas, y una reflexión sobre la traición.

me entregará, el que come conmigo…(Mc, 14, 18)

Entre todos los pequeños episodios que nos iban sucediendo durante la lucha contra la dictadura franquista, había muchos esperpénticos, otros más duros, otros, casi misteriosos. Uno en particular lo recuerdo siempre con intriga, con dudas y con sospecha.

Ella era una buena estudiante, siempre iba con su novio o compañero formando una pareja perfecta aunque algo aséptica, sin pasión (este detalle, la asepsia, es importante en esta historia). Pelirroja de ojos verdes deslumbrantes, destacaba entre las chicas del entorno progresista por su belleza algo extravagante, casi exótica, de fuera.

Buena estudiante, aplicada, también era buena lectora, especialmente de marxismo y dialéctica; siempre con un libro interesante a mano. Sus preguntas eran certeras, inteligentes.

Mi vanidad masculina, añadida a la vanidad de ser miembro del PCE -que era para mí timbre de honor-, se veían satisfechas por esa atracción que yo creía ejercer sobre la bella joven de los ojos verdes. En la Facultad de Derecho me seguía, me acompañaba, estaba a mi lado en las asambleas siempre ilegales, en los paseos por la calle Princesa a la espera de saltar y cortar la calle. La única sombra es que tenía aquella especie de novio, aplicado, aunque él parecía dejarla en libertad para aquella especie de coqueteo político alrededor de los inquietos, pero sobre todo conmigo. Pero recuerdo que eran más bien merodeadores y que, como por casualidad, cuando llegaba el momento de la acción, se esfumaban misteriosamente.

Pero no fue en la Facultad, que yo sepa, sino al año siguiente, cuando ya me había licenciado y trabajaba en un despacho laboralista del Partido en la calle de la Cruz 16, en el centro de Madrid. Se presentó en el despacho al caer la tarde. Venía con un libro y algunas preguntas, más políticas que jurídicas. Yo seguía teniendo la esperanza de hacer proselitismo con ella y que ingresase en el Partido. Su visita, cuando ya estaba yo solo en el despacho, era casi una tentación, una invitación, pensaba yo con una imaginación excesiva. Salir con ella, siempre aséptica aunque atractiva, como siempre había sido, creaba una ambigüedad en su aproximación, esa especie de confidencia o confianza, que vienen a ser lo mismo.

Salimos, tranquilamente bajamos hacia Sevilla juntos, quizás para encontrar un bar y yo con la oculta doble intención de la seducción personal -inconsciente- y de la política, del proselitismo -consciente, militante-.

Pero casi enseguida, en el cruce con la calle de la Victoria, esa calle de bares, de venta de entradas para los toros y loterías, una calle que podía ser el ejemplo de la España de charanga y pandereta, dos tipos, en vaqueros, con cazadora, me abordaron, me mostraron sus placas policiales y me hicieron acompañarles, educados pero inflexibles, a la cercana Dirección General de Seguridad, en Sol, detenido aunque no esposado. Ella se quedó atrás, quieta, en la esquina. No había dicho una palabra.

Tuve esa vez el especial honor de no ser llevado a los calabozos, que ya conocía sobradamente, sino que me llevaron directamente al despacho de Delso, aquel policía de temible fama, uno de los más conocidos de la Brigada Político Social, uno de esos mediocres infatigables -como Eichmann, un hombre gris- que persiguieron con saña a todos los que luchaban por la libertad. En su despacho, habló él sobre todo, con cierta condescendencia, sintiéndose superior, como lo era, y hasta me ofreció un Winston o un Marlboro (yo no fumaba y además el Partido nos había advertido de nunca aceptar nada que pudiera suponer establecer un lazo, una corriente con los interrogadores, ni tutearlos, ni aceptar agua, no tener conversaciones laterales, sólo responder negativamente o eludir las preguntas).

No recuerdo todo lo que me preguntó con su voz grave de fumador y unas maneras de cierta cortesía algo impostada. Las preguntas o, mejor, sus afirmaciones, eran sobre los despachos laboralistas, sobre mi -reciente- condición de abogado, sobre tareas en Alcobendas, no recuerdo. Fue fácil sortear todas aquellas preguntas que eran sobre todo pequeñas amenazas solapadas para demostrarme que sabían todo lo que hacíamos. Al final habló casi sólo él, como declinando la necesidad de hacer preguntas. Era para hacerme saber, como una advertencia para amedrentar. Aquello, en el enorme despacho con paneles de madera, un despacho que nada tenía que ver con los habituales de los interrogatorios, de mesas metálicas y máquinas de escribir, debió durar una hora y media.

Cuando salí de la DGS, sin cargo alguno, por la puerta principal, allí estaba ella esperando, curiosamente, como si supiera cuándo y por dónde iba a salir. Me preguntó, con una especie de alarma algo teatral, como si se preocupase por mi integridad, qué había pasado, qué me habían preguntado. Respondí con unas cuantas evasivas, vagas; ya no fuimos a tomar nada -aunque aún había luz- ni mis deseos de doble proselitismo o doble seducción seguían vivos. Nos despedimos.

Nunca más la volví a ver. Afortunadamente no recuerdo su nombre.

¿Qué es la traición? Es entregar algo o alguien para que lo utilice contra la persona, ejército, empresa a la que le ha sustraído; hay un acto de dar, sea un documento, un mapa, una información, una persona. Como en toda dación, hay un intercambio. El traicionado confía, a veces por ignorancia, otras por vanidad o porque se siente superior.

¿Qué es un traidor? ¿Quién lo es? “El que come conmigo”, dice Marcos, “el que ha mojado conmigo la mano en el plato”, dice Mateo; es decir, alguien cercano, amigo, compañero. El enemigo no traiciona, el lejano, el indiferente no traicionan. En el fondo, la traición honra al traicionado pues si lo ha sido es porque había algo en él digno de ser admirado o detestado, es decir, no era indiferente, había inicialmente amistad y cercanía, cierta afinidad, “porque él era uno de los nuestros” (Hch, 1, 17). La retribución al traidor es lo de menos, pues Judas devuelve las monedas, aunque otras fuentes cuentan que se compra un campo pero en él perece (Hch, 1, 18).

En el traidor se conjugan la atracción y la repulsión pues si sólo hay repulsión es un enemigo visible y declarado, y por ello menos temible, pues se conoce, mientras que al traidor sólo se le conoce a posteriori, por sus hechos. La sospecha, que se basa en la deducción, la conjetura y la intuición, no es suficiente, se necesita la confirmación material.

El espía, el confidente, el soplón son traidores pero la esencia de la traición y su motivación son muy diversas, como son los distintos estados psicológicos de la persona. Además, la traición se desencadena, se ejecuta en un tiempo determinado, mientras el traidor es todavía miembro activo de la organización traicionada, o próximo, amigo, camarada, de la persona traicionada. Incluso se da el caso de que haya sido un sincero amigo hasta que el vínculo se rompe, por diversas razones (celos, envidia, resentimiento) motivando la traición.

Los motivos son varios. Hay traidores altruistas, por defender una causa, unos valores, los hay meramente dinerarios, los hay guiados por el odio, incluso por el miedo (denunciar para no caer, como los que en los campos de exterminio colaboraban con los nazis, pensando así librarse de las cámaras de gas, los kapos, «policías-camaradas», kameradschaftspolizei). El traidor cambia de campo sin avisar, sin ser notado -si es bueno y eficiente- hasta que el hecho está consumado , pocas veces, descubierto antes de cometerse el acto concreto. La traición ha sido profusamente tratada en la literatura, pero aprovecho para recomendar una de las obras de teatro más interesantes de Harold Pinter, Betrayal, Traición, aunque en este caso es una traición conyugal y de amistad. Seguro que cualquier lector de este blog o bitácora puede aportar otros títulos literarios sobre este estigma.

Un día tendríamos que investigar el papel de la traición, de los confidentes, infiltrados en el PCE y otras organizaciones antifranquistas. Nos llevaríamos sorpresas conociendo quiénes fueron y sus motivos.

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