El librero Eduardo Martinho (noveno retrato lisboeta)

Su tradición le viene de su padre, que tenía su librería de lance en la empinada rua A Voz do Operário, una de las calles más bonitas de Lisboa. El senhor Martinho tenía una voz grave, sabía de libros y ediciones y toda la vida fue un alfarrabista, hasta que falleció hace un par de años a la edad de 94 años, lleno de días, como dice la Biblia. Cuando yo vivía por allí cerca, en el Largo do Outeirinho da Amendoeira, solía pasar ratos agradables en su sótano atiborrado de libros. El señor Martinho luego refunfuñaba, con gracia, que cómo era posible que hubiera pasado una hora y sólo me hubiera llevado un libro, “así los libreros no podemos vivir”, fingiendo un enfado que me invitaba a volver.

Su hijo tiene su librería permanente en una de las esquinas del Mercado de Santa Clara, donde se instala los martes y sábados la Feira da Ladra, el rastro lisboeta. Eduardo Martinho sabe mucho de libros, de encuadernaciones, ama la música francesa, desde Aznavour a Claude François, habla el francés perfectamente y siempre tiene algún ejemplar que enseñarnos y, ay, tentarnos, porque además es muy buen vendedor. En su librería siempre se escucha buena música en su pick up con discos LP. Entre las fotografías que tiene en el corcho, discretamente en un rincón, Jeremy Irons está junto a él, cuando pasó por su tienda.

Martinho conoce bien la pintura y el arte portugueses pues estudió en la Escuela de Bellas Artes y en sus ratos libres ha sido pintor.

El campo de Santa Clara, con el viejo mercado, tiene una de las vistas más hermosas de Lisboa sobre el Mar da Palha. Hay unos antiguos edificios militares de corte pombalino, guardianes, junto al Monasterio de São Vicente da Fora, de todo ese barrio, milagrosamente intacto.

El paseo por el barrio de Graça nos reconcilia con la Lisboa eterna, con los acentos de las gentes. Deténgase el paseante en el Largo da Graça en la cafetería y pastelería Baga-Baga y beberá un excelente café y el mejor Molotov (dulce de claras de retumbante nombre) que he probado en la ciudad. Y si es algo dandy, acérquese a la Sastrería São Giorgio (alfaiate, palabra que antes en España también se usaba, como hizo Azorín), donde João -a quien le gustan también los libros- le presentará ropa bien escogida.

Para llegar, lo mejor es ir en el tranvía 28, el eléctrico 28 que, ahora, con la ausencia de turistas, ha vuelto a ser un medio de transporte y no un reclamo turístico. Las viejecitas se pueden sentar (los turistas no ceden nunca el asiento, comportándose de forma colonial con la población local), los padres llevan los niños a los colegios y el trayecto se hace agradable, puntual, sosegado. Muchos de los viajeros habituales se saludan y conversan. Dice una amiga mía portuguesa que después de la pandemia el modelo turístico tendrá que cambiar, apartándose de la barcelonización de estos últimos años, que ha desfigurado y quitado su carácter y personalidad a muchos barrios, sobre todo a la Baixa, reducida a un parque temático con tiendas de pacotilla turística y restaurantes sin gracia. Como dicen los andaluces, veremos a ver.

Aprovechando pues este desahogo de masas turísticas de selfies, indiferencia y mala educación en general, subir a Graça y a la Feira da Ladra vuelve a ser un solaz. Y tenemos tiempo para hablar tranquilamente con el senhor Martinho, que nos explica meticulosamente los diferentes tipos de encuadernaciones en piel: media amadora, de ‘amateur’ -con los tejuelos bien delimitados, con cantos y nervaduras o nervios-, media inglesa -sin cantos ni nervaduras-, y media francesa, con cantos pero sin nervaduras y los tejuelos sin enmarcar; los ferros o hierros, los secos sobre tafilete (marroquim, en portugués) y los dorados, así como los canales dorados de los libros, ‘doré sur tranche’ o ‘dourado à página’, que se hacían con mucho cuidado con pan de oro pegado sólo con una capa adhesiva finísima de clara de huevo. Otros canales se marmorizaban o jaspeaban. «Todo lo aprendí con mi padre», nos dice. Por la calçada de Santana, Sant’Anna, había antes algunos talleres de doradores. Pero ya desaparecieron. Eduardo Martinho aún sigue.

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