Jean Gabin, la estética del perdedor, tal Pierre Mac Orlan

Recuerdo que cuando murió mi padre, sus hermanas se compadecían entre lloros, “ha sido un fracasado”. Quizás lo decían porque falleció con 39 años y no había llegado a donde se suponía que tenía que llegar, quizás por eso lo consideraban un fracasado. Federalista europeo, cosmopolita, ecologista ‘avant la lettre’, culto, todo eso no contaba. El concepto de fracaso y de éxito, ¿cómo se mide?

Veamos dos modelos de lo que se llaman perdedores, como fueron los papeles representados por el actor Jean Gabin o los personajes del escritor Pierre Mac Orlan. Hace unas semanas, una bella película dirigida por la hija de Jean Gabin, Florence Moncorgé-Gabin, Le passager de l’été, me ha traído a la memoria a este actor francés. En esta película la directora rinde homenaje a su padre, que amaba la Francia de los campos, el ganado y la naturaleza, como Mac Orlan.

Jean Gabin nos acostumbró a ver las películas de otra forma, a salir del heroísmo de cartón piedra y penetrar en la vida real de los hombres, con sus actos a veces inconscientes, sus errores, sus derrotas. Las historias casi siempre acaban mal, pero la dignidad del protagonista, detenido, muerto, abandonado por su amor, siempre sale incólume. Lo importante es cómo se lleva la vida, la dignidad, no el final, que depende de los otros hombres, del sistema, de la organización de la sociedad, de qué jurado distribuye los premios. ¿Por qué, teniendo una vida cómoda, arriesgarse en un asalto a un banco? Porque estoy harto, diría Gabin, “parce que je m’emmerde”. ¿Por qué alistarse a la Legión española? “parce que je la saute, monsieur le major”, porque tengo hambre, contesta Gilieth en La Bandera.

Jean Moncorgé (Gabin) nace en París en 1904, hijo de una familia de saltimbanquis. Mal estudiante, prefiere ser obrero, pero su padre lo introduce en el Folies Bergère como figurante. Allí aprenderá algo del oficio, trabaja en operetas (como la de Arsène Lupin, banquier), incluso canta con su voz grave, bien modulada, en un francés impecable. Su debut en el cine remonta a 1930 y el primer gran éxito fue La Bandera, de Julien Duvivier, en 1935. La Bandera es la única película sobre la Legión que perdura en nuestra imaginación sin esas adherencias patrioteras de Juan de Orduña y otros actores y directores españoles. La Bandera se basó en la novela del inefable escritor francés Pierre Mac Orlan, que nos dejó decenas de relatos como La lanterne sourde, Le chant de l’équipage, Sous la lumière froide, …

Pierre Mac Orlan (1882-1970), nacido Pierre Dumarchey, perteneció a esa raza de escritores que ha dado a Francia nombres como Henri de Monfreid y Albert Londres. En cierto modo, fue un Malraux que no presumía de ideología. Mac Orlan, excéntrico y original, frecuenta Montmartre en esos años de la verdadera bohème, ese barrio que nutrió de historias a tantos escritores de mediados del siglo pasado, hoy pasto del turismo adocenado. Gabin fue amigo suyo y recordaba cómo ‘le père Mac’ tocaba el piano en tirantes, con una gorra escocesa en la cabeza. Añadía a su personalidad ser un inveterado fumador de pipa. En las historias de Mac Orlan siempre hay viejos marinos, los cafés de los puertos, las mujeres solitarias, los antiguos combatientes de la Primera Guerra mundial, desencantados, escépticos y, a menudo, mucha canalla. Sus descripciones, o sus frases más bien, son singulares “toute la ville, à cette heure indiscrète, se montra devant moi comme une femme en chemise” (toda ciudad -Brest- a esa hora indiscreta se me mostró como una mujer sorprendida en camisón). Sus relatos están siempre envueltos en una particular atmósfera de una sociedad desparecida, como decía él mismo, un país, unas ciudades y campos de antes de la televisión.

Los personajes de Mac Orlan me recuerdan a los barojianos. El pensaba que la sociedad se dividía entre los que vivían en las grandes ciudades, los parisinos, y los rurales. Los chalecos amarillos, la Francia profunda y sus reacciones anti-sistema parecen darle la razón. ¿Quiénes somos los urbanitas para decirles a los del interior cómo tienen que vivir? Ese dilema también lo tienen ahora los Verdes alemanes.

Volviendo a Gabin, antes de la guerra, fue el protagonista en películas como Les bas fonds, inspirada en la novela de Máximo Gorki, Pépé le Moko, Quai des Brumes y Le jour se lève (de Marcel Carné), La Bête humaine (de Renoir, inspirado en la novela de Emile Zola), etcétera. Sus silencios, tan poco locuaz, su aire reconcentrado, taciturno, y sus miradas, son memorables.

Consiguió partir a los Estados Unidos atravesando la España franquista y embarcando, como tantos refugiados, en Lisboa, donde se asombró de ver la abundancia en las ‘mercearias’, tiendas de ultramarinos, llenas de quesos, mantequilla y otras delicias hacía tiempo desaparecidas en Francia. Trabajará algún tiempo en Hollywood y Marlène Dietrich le enseñará inglés. En 1943 podrá alistarse en el ejército francés de De Gaulle incorporándose a un regimiento blindado, entrando en combate en Alemania.

Jean Gabin hará una carrera desigual en cuanto al aprecio del gran público, con éxitos resonantes y otros filmes que pasaron más desapercibidos. Al final de su carrera será cada vez peor pagado, la cuarta parte de lo que cobraba, por ejemplo, Alain Delon, que le quería y admiraba cuyo afecto y respeto era correspondido por el ya mayor Gabin que le llamaba afectuosamente ‘le môme’, el crío, el chaval. “Antes de la guerra, no tenía que apoyar una reputación y hacía las películas que me gustaban, no por el dinero”, declaraba en 1968.

Entre las parejas destacadas de su vida de actor hay que señalar a Michèle Morgan -cuyos ojos azules (turquesa) rivalizaban con la mirada azul de Gabin- y a Marlène Dietrich, ambos amores frustrados. Porque era un perdedor.

Su gran pasión era la ganadería, el campo, para lo que compró en Normandía La Pichonnière y, después, lindando, La Moncorgerie, que fue su lugar de felicidad y que también termina mal por una reclamación y un desagradable pleito de otros agricultores -700 campesinos ocupan su finca contra este no-agricultor que es propietario de 150 hectáreas, lo que en Francia está muy mal visto cuando no las cultiva el dueño (precisamente el mismo antagonismo que Mac Orlan subrayase sobre los de la ciudad y del campo). De ahí ese homenaje que le hace su hija, evocando la vida de los modestos ganaderos franceses, recreándose en el paisaje, la forma de vida sencilla y sabrosa de la campiña francesa. Mac Orlan también se retiró al campo en sus últimos años, marcando aún más distancia que siempre mantuvo con el mundillo literario.

Los relatos y novelas de Mac Orlan, si solamente fueran historias de aventuras, pasarían más desapercibidos entre todas las existentes. Pero Mac Orlan, además de escribir y describir muy bien, lo hace con el propósito de mostrar la vida como es, no simples anécdotas. Igualmente, Jean Gabin, que no es sólo un galán, un tipo duro, un gangster, sino que nos muestra una actitud ante la vida en la que lo que menos cuenta es triunfar.

Hay que decir que la ‘intelectualidad’ francesa -esos intelectuales que, según decía Mac Orlan, a veces eran también inteligentes- de la época nunca apreció demasiado a Gabin, que tenía sus ideas propias y no se sometía a la política necesariamente correcta. “Je suis trop solide physiquement pour me préoccuper des idées…” (“soy demasiado sólido físicamente para preocuparme de las ideas…”), decía un personaje de Mac Orlan en una frase que Gabin habría suscrito. Quizás por eso hay pocas retrospectivas de sus películas. Uno de los grandes admiradores de Mac Orlan en España fue César M. Arconada, el escritor realista (que fue del Partido Comunista de España y murió exiliado en Moscú).

Ambos tuvieron una visión de la vida y una actitud humana sin hacer concesiones a la fama, a lo bienpensante, unas vidas y unas obras auténticas, reales, sin subterfugios ni falsa amabilidad. Su estética de perdedores casi me recuerda a Últimas tardes con Teresa, la magnífica novela de Juan Marsé. Por no citar a nuestro más insigne derrotado, perdedor, don Quijote de La Mancha.

Jean Gabin se apagó el 15 de noviembre de 1976, con 72 años. Trabajó en casi cien películas a lo largo de sus 48 años de carrera. Pierre Mac Orlan se había ido antes, con 88 años, en 1970.

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Los ausentes y la no intervención

“Es difícil decidir si la irresolución hace al hombre más desgraciado que despreciable, o qué es menos conveniente, si tomar un mal partido que no tomar ninguno”.

La Bruyère

El exceso de prudencia lleva a la inacción. Y a veces esa inacción es culposa y causa más daño que la propia acción. Como dice Eclesiastés (11, 4), “El que el viento observa, no sembrará; y el que mira a las nubes, no segará”.

Hay dos clases de no intervención, la ideológica y la acomodaticia. Cuando evocamos la No intervención pensamos en aquella funesta y falsa neutralidad de Francia y Gran Bretaña que dejó las manos libres a Hitler y Mussolini para ayudar a Franco, ahogando literalmente la Segunda República. Y en 1938, también esa ‘no intervención’ de Francia y Gran Bretaña permitió a Hitler apropiarse de Checoslovaquia.

Pero la No Intervención no es solamente la geopolítica (como ahora con Afganistán), sino que continúa en nuestra propia casa, es algo personal, es una actitud ante el mundo o, mejor, una inactitud (pues apela a la no acción). Es ausentarse de la realidad, vivir en otro mundo, abstenerse. Abstenerse, ausentarse. Absentismo intelectual.

Hay dos formas de estar ausente, de no intervención personal: la ideológica disfrazada de objetividad y ecuanimidad, y la meramente hedonista. En ambos tipos me refiero a personas medianamente cultas, es decir, las que deberían tener alguna responsabilidad cívica y no la ejercen, a esos que llamamos, con mayor o menor motivo, intelectuales.

Lo que está aquí en juego es la responsabilidad de los intelectuales y su función de catalizadores y orientadores de la opinión, no de seres meramente contemplativos. Los intelectuales no son los encargados de cambiar el mundo, pero no deben callar. Deben desenmascarar las patrañas de las empresas, el control numérico y digital, desmontar las falsas ideologías, como el nacionalismo, la explotación del hombre, la manipulación bajo banderas nacionalistas o religiosas de tantos jóvenes sin orientación (como las bandas de islamistas de las afueras y banlieues y las de jóvenes que se apuntan al nacionalismo racista, que son parecidos).

De la primera, la ausencia o no intervención ideológica, tenemos muestras todos los días. La intelectualidad española ha decidido no intervenir en casi nada y muchos de nuestros pensadores parecen dormitar en sus bibliotecas. Salvo honrosas excepciones (Cercás, Marías, Pérez Reverte, entre otros), lo hemos comprobado con dos asuntos que afectan precisamente a los intelectuales: primero, con el Procés, con el silencio de tantos liberales de toda España y de Cataluña; segundo, lo hemos visto con la ley Celáa, ante la que tanto eximio escritor ha callado, aunque atenta contra la lengua castellana (España es el único país del mundo que ha rebajado su propia lengua en su propio territorio). Pero nadie del Instituto Cervantes ni casi ningún escritor ha abierto la boca.

Parece subsistir en estos ausentes, en este absentismo, aquella cantinela de ‘hacerle el juego al enemigo’ con la que los que éramos comunistas o de izquierda encubríamos o dejábamos en sordina las masacres y desastres del gulag y del estalinismo. Ahora ya no hay bloques, ahora hay libertad de expresión pero la usan y no la ejercen. Hay muchos ejemplos de ese silencio, como es la dictadura en Cuba, la opresión de los uigures, tibetanos, rohingyas. La izquierda oficial, uniformada, bien callada, pues sólo tiene ojos para los palestinos.

Hoy, el fiasco de Biden pone en evidencia esa ideologización, pues si hubiera sido Trump estarían las campanas intelectuales al vuelo. O el silencio de todas las activistas españolas del Me too y similares, incluidas conspicuas ministros que siempre hablan, como Belarra o Irene Montero, que no han dicho una palabra sobre lo que se cierne sobre las mujeres afganas.

Esto es más grave en la izquierda, o lo que resta de ella, que se suponía heredera del materialismo desde Diderot y que pensábamos que eran librepensadores. Los militantes de la casi extinta izquierda substituyen la realidad por su percepción de la realidad. No ejercen de materialistas aunque algunos presuman de marxismo (mal leído y peor digerido) sino que demuestran su completo idealismo, su ignorancia deliberada de la realidad. Para ellos no existe la dictadura china o birmana, pero sí el imperialismo americano. Todavía estamos esperando que la izquierda diga algo sobre Lukashenko, el dictador de Bielorrusia. Tienen siempre a su disposición un juego de medidas diferentes, su propia vara de medir, adaptadas a su ‘realidad’, según su conveniencia. Se fabrican su re-presentación del mundo en vez de observarlo.

Así, en España, los del PSOE no critican lo que hace el gobierno ni los conservadores critican al PP. Para no hacerle el juego a la derecha o para no hacerle el juego a la izquierda. Pero es inactitud produce considerables réditos: puestos en la administración, dádivas, favores, tribunas, palcos. Callado se está más cómodo.

Y hay otra No Intervención, otro absentismo moral e intelectual más solapado, que es la pasividad de los cobardes, los acomodaticios, los indiferentes y conformistas (que tan bien describió Moravia), los neutros, los pusilánimes. La de lo que nunca ‘se significan’, nunca se comprometen. Un ejemplo gracioso de esa actitud indolente es la descripción que hace Ramón J. Sender de Mr. Witt (Mr. Witt en el Cantón), quien le daba la razón a los cantonalistas y a sus oponentes, según hablase con unos u otros. Así mantenía su rara posición de neutralidad, sin ser atacado por ninguno de los bandos.

Es ésa que Rafael Argullol definió: «Sólo conozco una buena definición de la maldad: vivir de prestado. Malvado no es el criminal transitorio sino el espectador permanente. Aqué que rehúye bajar a la arena y desde su infame mirador considera las dificultades ajenas como aciertos propios» (El cazador de instantes, Eds. Destino, 1996).

Entre nuestros pensadores más egregios tenemos también varios ejemplos de esa no intervención histórica, como Ortega y Gasset, que fue un no intervencionista tras salir de España. Claro que siguió pensando, escribiendo, pero no levantó la voz contra la dictadura franquista (ni dijo una sola palabra sobre el Holocausto a pesar de ir a dar conferencias a Alemania después de 1945, cuando todavía estaban calientes las Cenizas de los hornos crematorios). María Zambrano, y muchos otros liberales de su generación como Luis Jiménez de Asúa, Manuel García Pelayo, Manuel Granell o Salvador de Madariaga, sí se comprometieron abiertamente contra el franquismo. Antonio Machado sí intervino, su hermano Manuel, no. Azorín también acató y calló, como Gregorio Marañón -que llegó a prologar un libro del nazi belga Léon Degrelle- y otros intelectuales cuya obra es relevante, magnífica, pero su actitud moral fue discutible. Pío Baroja calló, pero no acató. Curiosamente, algunos que podemos considerar del bando vencedor se manifestaron y se expusieron, se comprometieron, como José Luis Aranguren o Dionisio Ridruejo, incluso Laín Entralgo, por citar tres de los más egregios.

El que no interviene, el ausente, se suele refugiar en sutilidades, en la bazofia ecléctica que denunciara Engels, o se escabulle en la erudición y libros de tiempos pasados, o hace alarde de un sabio escepticismo, en fin, el no compromiso. Es como si careciera de células nerviosas o de retina o de tímpanos. O es pura egolatría la que le impide ver, oír y sentir lo que no sea su propio hedonismo. El absentista moral pone un tabique entre su yo y la realidad. El mundo para él es pura sensación.

Por último, hay que relacionar la no intervención con el tiempo, con la edad. Se suele intervenir más al ser más joven y menos en la senectud, debido a esa desgana, cansancio o desengaño de los que hablaba en este mismo cuaderno de bitácora o blog.

Si los intelectuales no luchan por la libertad, no ejercen su misión educadora, si se ausentan y no se comprometen, quien ejercerá (o va a seguir ejerciendo) la hegemonía cultural e ideológica serán los medios controlados por las empresas digitales, los nacionalismos más engañosos y xenófobos, como en Cataluña, o el poder del Estado o de las regiones con sus prebendas de cargos, premios, jurados y ediciones. En definitiva, los ciudadanos seguirán postergados, no escuchados. Para ausentes ya tenemos a los jefes, a los ministros, a los consejeros de empresas, a la mayoría de los diputados y políticos, a los alcaldes alejados de sus ciudadanos. Los intelectuales no deben abstenerse, especialmente cuando se trata de criticar o debelar -con las armas del pensamiento- la impostura, mendacidad y soberbia de los poderosos o para defender a los más humildes, por ejemplo, a los inmigrantes, a los jóvenes repartidores, a los sin techo.

“Así, el sabio, que no lo es, o lo es sólo en su imaginación, se coloca siempre por encima de todos los acontecimientos y todos los males”. (La Bruyère)

Nuestro gusto por el flagelo

La política imita al arte. Habría que contar cuántas flagelaciones hay en la pintura española, cuántos crucificados, azotados, coronados de espinas. No sé si alguien los habrá contado, pero son miles.

Lo que sí podemos contar es la cantidad de flagelos que nos infligimos a nosotros mismos. La culpa cristiana perdura aún en los más ateos españoles, especialmente en la sedicente izquierda y en los secesionistas vascos y catalanes, sobre todo.

Viene esto al caso ante la reacción (o su falta) de los intelectuales de izquierda ante las lúcidas, inteligentes y oportunas declaraciones de Pedro Castillo, el flamante presidente peruano, que siguen a las del inefable AMLO, quien aunque no cuida de sus ciudadanos, sí es capaz de estudiar la historia y echar la culpa de todos los males de México a España.

La actitud culposa de nuestros bienpensantes españoles se manifiesta cuando confirman el genocidio, el holocausto, la destrucción nuclear (por el núcleo, no por el átomo) de las culturas precolombinas. En fin, somos peores que los nazis y los salones de los secesionistas están de albricias y algarabía porque Castillo y López Obrador no hacen sino confirmar lo que ellos llevan sosteniendo: que los españoles somos crueles, destructores, opresores, de una maldad histórica irremediable.

Conocemos la cantinela, que no es muy nueva ni muy original, de echar culpas a otros. Es un deporte ejercido por todos los países que han tenido colonización y por los que vienen a reparar una avería, que tienen que denigrar el trabajo del anterior pintor, fontanero o electricista.

Todos los males de Argelia vienen, es sabido, de Francia, como los de Sudáfrica de los ingleses, los de Cuba de los yanquis, y así sucesivamente. Da igual que México y Perú lleven ya doscientos años de independencia del yugo castellano: ¡España es y será siempre culpable!

Como hay que aportar soluciones y no lamentos, yo propongo a AMLO y Castillo una serie de medidas urgentes, inaplazables, para liberarse del pesado gravamen español:

  1. Que arrasen todas las iglesias, monumentos, fuertes, rutas, puertos, todo lo que haya sido obra de los malvados españoles o los represente (eso ya lo han hecho en los EEUU con monumentos Cervantes, Fray Junípero Serra y Colón, y todos tan contentos).
  2. Que prohíban la lengua española en su territorio, sancionando a todos los que la usen, la escriban, guarden libros y documentos de los oprobiosos (un Fahrenheit 451º a la latinoamericana. Tienen que leer a Ray Bradbury). Eso ya está en marcha parcialmente en Cataluña con los rótulos, las escuelas (gracias a la señora Celáa), pero es que en Cataluña no tienen valor todavía para hacer lo que deberían llevar pronto a cabo los ínclitos presidentes peruano y mexicano.
  3. Que prohíban a sus súbditos visitar España, imponiendo drásticos visados y permisos de salida. Eso lo hizo muy bien Stalin, tienen donde aprender.
  4. Que prohíban a todos los españoles visitar y poner pie en sus países.
  5. Que repatríen todos los capitales de mexicanos y peruanos depositados en la malvada España.
  6. Que les den la nacionalidad mexicana, como conversos, a todos esos gachupines y demás que les han aplaudido y secundado, pero sin permitirles mantener la doble nacionalidad y, por tanto, pasaporte europeo. Podrán, eso sí, pedir pasaportes polacos, bielorrusos, serbios, croatas, todo, menos españoles.

En fin, cundirá el ejemplo en otros países de América donde nos hemos empeñado en la fábula de la ‘madre patria’ con una ideología digna de mejor causa. Esperemos que Bélgica, otro país oprimido y desarticulado por los necios y malévolos españoles (el Duque de Alba cabalga de nuevo, lo hemos visto con su apoyo a los secesionistas catalanes) no imponga todavía restricciones, porque allí están las sedes de unos cuantos organismos europeos a los que España pertenece todavía. En Bélgica lo harán más despacio, serán más cautos (el espíritu belga es timorato), por ejemplo, reconociendo la independencia de Cataluña, émula de Flandes y de La kermesse heroïque, podrán ir poco a poco prohibiendo el turismo belga a España, a Torrevieja y a Benidorm, y erradicar de Furnes, Amberes, Lier, Brujas, Gante, Malinas y Bruselas, por citar sólo algunas ciudades, todo residuo en tela, papel, pergamino, cuero, metal, piedra o ladrillo de los dos siglos de opresión (ah, y que devuelvan, o destruyan todos los cuadros, pinturas, la vieja imprenta de Plantin, etcétera).

Mientras tanto, en los salones sabios de lo que queda de España, los regocijados intelectuales leerán sólo a Eduardo Galeano como única fuente del conocimiento de América Latina (ojo, no Hispanoamérica, nunca más esa turbia palabra).

Entonen en voz alta nuestros intelectuales burgueses que se llaman progres:

Confiteor Dei omnipotenti et vobis fratres: qui peccavi nimis cogitatione, verbo, opera et omissione.
Mea culpa, mea culpa, mea máxima culpa.