“Es difícil decidir si la irresolución hace al hombre más desgraciado que despreciable, o qué es menos conveniente, si tomar un mal partido que no tomar ninguno”.
La Bruyère
El exceso de prudencia lleva a la inacción. Y a veces esa inacción es culposa y causa más daño que la propia acción. Como dice Eclesiastés (11, 4), “El que el viento observa, no sembrará; y el que mira a las nubes, no segará”.
Hay dos clases de no intervención, la ideológica y la acomodaticia. Cuando evocamos la No intervención pensamos en aquella funesta y falsa neutralidad de Francia y Gran Bretaña que dejó las manos libres a Hitler y Mussolini para ayudar a Franco, ahogando literalmente la Segunda República. Y en 1938, también esa ‘no intervención’ de Francia y Gran Bretaña permitió a Hitler apropiarse de Checoslovaquia.
Pero la No Intervención no es solamente la geopolítica (como ahora con Afganistán), sino que continúa en nuestra propia casa, es algo personal, es una actitud ante el mundo o, mejor, una inactitud (pues apela a la no acción). Es ausentarse de la realidad, vivir en otro mundo, abstenerse. Abstenerse, ausentarse. Absentismo intelectual.
Hay dos formas de estar ausente, de no intervención personal: la ideológica disfrazada de objetividad y ecuanimidad, y la meramente hedonista. En ambos tipos me refiero a personas medianamente cultas, es decir, las que deberían tener alguna responsabilidad cívica y no la ejercen, a esos que llamamos, con mayor o menor motivo, intelectuales.
Lo que está aquí en juego es la responsabilidad de los intelectuales y su función de catalizadores y orientadores de la opinión, no de seres meramente contemplativos. Los intelectuales no son los encargados de cambiar el mundo, pero no deben callar. Deben desenmascarar las patrañas de las empresas, el control numérico y digital, desmontar las falsas ideologías, como el nacionalismo, la explotación del hombre, la manipulación bajo banderas nacionalistas o religiosas de tantos jóvenes sin orientación (como las bandas de islamistas de las afueras y banlieues y las de jóvenes que se apuntan al nacionalismo racista, que son parecidos).
De la primera, la ausencia o no intervención ideológica, tenemos muestras todos los días. La intelectualidad española ha decidido no intervenir en casi nada y muchos de nuestros pensadores parecen dormitar en sus bibliotecas. Salvo honrosas excepciones (Cercás, Marías, Pérez Reverte, entre otros), lo hemos comprobado con dos asuntos que afectan precisamente a los intelectuales: primero, con el Procés, con el silencio de tantos liberales de toda España y de Cataluña; segundo, lo hemos visto con la ley Celáa, ante la que tanto eximio escritor ha callado, aunque atenta contra la lengua castellana (España es el único país del mundo que ha rebajado su propia lengua en su propio territorio). Pero nadie del Instituto Cervantes ni casi ningún escritor ha abierto la boca.
Parece subsistir en estos ausentes, en este absentismo, aquella cantinela de ‘hacerle el juego al enemigo’ con la que los que éramos comunistas o de izquierda encubríamos o dejábamos en sordina las masacres y desastres del gulag y del estalinismo. Ahora ya no hay bloques, ahora hay libertad de expresión pero la usan y no la ejercen. Hay muchos ejemplos de ese silencio, como es la dictadura en Cuba, la opresión de los uigures, tibetanos, rohingyas. La izquierda oficial, uniformada, bien callada, pues sólo tiene ojos para los palestinos.
Hoy, el fiasco de Biden pone en evidencia esa ideologización, pues si hubiera sido Trump estarían las campanas intelectuales al vuelo. O el silencio de todas las activistas españolas del Me too y similares, incluidas conspicuas ministros que siempre hablan, como Belarra o Irene Montero, que no han dicho una palabra sobre lo que se cierne sobre las mujeres afganas.
Esto es más grave en la izquierda, o lo que resta de ella, que se suponía heredera del materialismo desde Diderot y que pensábamos que eran librepensadores. Los militantes de la casi extinta izquierda substituyen la realidad por su percepción de la realidad. No ejercen de materialistas aunque algunos presuman de marxismo (mal leído y peor digerido) sino que demuestran su completo idealismo, su ignorancia deliberada de la realidad. Para ellos no existe la dictadura china o birmana, pero sí el imperialismo americano. Todavía estamos esperando que la izquierda diga algo sobre Lukashenko, el dictador de Bielorrusia. Tienen siempre a su disposición un juego de medidas diferentes, su propia vara de medir, adaptadas a su ‘realidad’, según su conveniencia. Se fabrican su re-presentación del mundo en vez de observarlo.
Así, en España, los del PSOE no critican lo que hace el gobierno ni los conservadores critican al PP. Para no hacerle el juego a la derecha o para no hacerle el juego a la izquierda. Pero es inactitud produce considerables réditos: puestos en la administración, dádivas, favores, tribunas, palcos. Callado se está más cómodo.
Y hay otra No Intervención, otro absentismo moral e intelectual más solapado, que es la pasividad de los cobardes, los acomodaticios, los indiferentes y conformistas (que tan bien describió Moravia), los neutros, los pusilánimes. La de lo que nunca ‘se significan’, nunca se comprometen. Un ejemplo gracioso de esa actitud indolente es la descripción que hace Ramón J. Sender de Mr. Witt (Mr. Witt en el Cantón), quien le daba la razón a los cantonalistas y a sus oponentes, según hablase con unos u otros. Así mantenía su rara posición de neutralidad, sin ser atacado por ninguno de los bandos.
Es ésa que Rafael Argullol definió: «Sólo conozco una buena definición de la maldad: vivir de prestado. Malvado no es el criminal transitorio sino el espectador permanente. Aqué que rehúye bajar a la arena y desde su infame mirador considera las dificultades ajenas como aciertos propios» (El cazador de instantes, Eds. Destino, 1996).
Entre nuestros pensadores más egregios tenemos también varios ejemplos de esa no intervención histórica, como Ortega y Gasset, que fue un no intervencionista tras salir de España. Claro que siguió pensando, escribiendo, pero no levantó la voz contra la dictadura franquista (ni dijo una sola palabra sobre el Holocausto a pesar de ir a dar conferencias a Alemania después de 1945, cuando todavía estaban calientes las Cenizas de los hornos crematorios). María Zambrano, y muchos otros liberales de su generación como Luis Jiménez de Asúa, Manuel García Pelayo, Manuel Granell o Salvador de Madariaga, sí se comprometieron abiertamente contra el franquismo. Antonio Machado sí intervino, su hermano Manuel, no. Azorín también acató y calló, como Gregorio Marañón -que llegó a prologar un libro del nazi belga Léon Degrelle- y otros intelectuales cuya obra es relevante, magnífica, pero su actitud moral fue discutible. Pío Baroja calló, pero no acató. Curiosamente, algunos que podemos considerar del bando vencedor se manifestaron y se expusieron, se comprometieron, como José Luis Aranguren o Dionisio Ridruejo, incluso Laín Entralgo, por citar tres de los más egregios.
El que no interviene, el ausente, se suele refugiar en sutilidades, en la bazofia ecléctica que denunciara Engels, o se escabulle en la erudición y libros de tiempos pasados, o hace alarde de un sabio escepticismo, en fin, el no compromiso. Es como si careciera de células nerviosas o de retina o de tímpanos. O es pura egolatría la que le impide ver, oír y sentir lo que no sea su propio hedonismo. El absentista moral pone un tabique entre su yo y la realidad. El mundo para él es pura sensación.
Por último, hay que relacionar la no intervención con el tiempo, con la edad. Se suele intervenir más al ser más joven y menos en la senectud, debido a esa desgana, cansancio o desengaño de los que hablaba en este mismo cuaderno de bitácora o blog.
Si los intelectuales no luchan por la libertad, no ejercen su misión educadora, si se ausentan y no se comprometen, quien ejercerá (o va a seguir ejerciendo) la hegemonía cultural e ideológica serán los medios controlados por las empresas digitales, los nacionalismos más engañosos y xenófobos, como en Cataluña, o el poder del Estado o de las regiones con sus prebendas de cargos, premios, jurados y ediciones. En definitiva, los ciudadanos seguirán postergados, no escuchados. Para ausentes ya tenemos a los jefes, a los ministros, a los consejeros de empresas, a la mayoría de los diputados y políticos, a los alcaldes alejados de sus ciudadanos. Los intelectuales no deben abstenerse, especialmente cuando se trata de criticar o debelar -con las armas del pensamiento- la impostura, mendacidad y soberbia de los poderosos o para defender a los más humildes, por ejemplo, a los inmigrantes, a los jóvenes repartidores, a los sin techo.
“Así, el sabio, que no lo es, o lo es sólo en su imaginación, se coloca siempre por encima de todos los acontecimientos y todos los males”. (La Bruyère)