El tríptico español de Andrei Mylnikov

Mylnikov fue un pintor ruso, nacido en 1919 y fallecido en 2012. Gran creador, fue profesor en el Instituto Repin de San Petersburgo (en honor del gran pintor Ilya Repin, el retratista de Tolstoi).

Nos dejó tres pinturas sobre España que refleja, de un lado, su gran capacidad artística y de otra, un cierto estereotipo del que no se libró: Corrida en Madrid, Crucifixión en Córdoba y Muerte de García Lorca. Son en realidad tres crucifixiones, es decir, una meditación del artista sobre los destinos de un país que amaba y que visitó en 1974, tras cuyo viaje pintó este tríptico. Curiosamente, el motivo de la cruz alude al motivo religioso de los trípticos clásicos del Renacimiento.

Estudió en el taller de Igor Grabar y su obra de fin de estudios, algo así como su doctorado, fue el famoso tema revolucionario El juramento de los marinos del Báltico. Su perfil de Lenin ha sido utilizado por los comunistas de muchos países. La Unión Soviética lo honró como uno de sus mejores pintores. Tras la disolución de la Unión Soviética, el menosprecio en Occidente por el comunismo ha ido acompañado por un menosprecio por la literatura y las artes de esa época, tiradas ‘a la basura’ por ser tachadas de ‘realismo socialista’. Los críticos literarios los han despachado como meros ‘funcionarios al servicio del Partido’. Sin embargo, a pesar del autoritarismo, de las exigencias del realismo socialista, hay grandes escritores y pintores que merecen ser recordados, como Andrei Mylnikov.

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Sierra Bermeja como síntoma

No es el cambio climático, es el abandono de los montes y bosques. No se limpian, no se quita la broza, no se deja que el ganado coma en los ribazos porque está prohibido el pastoreo. La hierba seca, los restos de ramas secas son el combustible ideal para los incendiarios.

Mi primo Ramón Olivares, que conoce el campo y los montes andaluces, dice con vehemencia que ahora todo se achaca al cambio climático y que eso es falso. Y tiene inmensa razón. Una parte, es verdad, puede tener visos de realidad, pero sobre todo es la consecuencia del abandono de los montes, de las tierras de labor que los alternaban como pequeños mosaicos, roturadas, labradas, limpias, hoy abandonadas. La agricultura industrial del monocultivo y las pésimas políticas de subsidios para todo, menos para limpiar los montes, hacen que el gran incendio de Sierra Bermeja no sea una excepción sino el síntoma de lo que está pasando en toda España.

Los pegujales que había entre los montes ora con olivos, ora con pequeñas plantaciones, han sido abandonados para dedicar la agricultura al llamado agrobusiness. La Unión Europea, secundada alegremente por el Estado español y las Autonomías, decretaron el fin de la ganadería de pastos abiertos para estabular todo y producir más carne en menos tiempo y con piensos industriales. Así se mataban dos pájaros de un tiro: se ayudaba a las grandes empresas de productos ganaderos y se dejaba a los ganaderos viviendo en sus pueblos de subvenciones y ayudas, una especie de limosnas para que dejasen la tierra y los montes y dejasen de molestar.

Pero como me decía hace unos años un propietario forestal y ganadero en la Sierra de Segura, “y ahora sin cabras, ¿quién va a limpiar las zarzas de las cunetas, acequias y taludes?” La Administración tiene muy clara la solución: con glifosato y herbicidas a granel que, además, siempre están de oferta y te venden dos por el precio de uno. ¡A fumigar! Es decir, además de fomentar la industria multinacional de maquinaria agrícola y los productores de piensos, fomentamos la agroquímica.

Mi padre murió en 1963 de una leucemia, literalmente envenenado por los productos que almacenaba su Agencia de Extensión Agraria en Mora de Toledo. En España entonces no se sabía, o no se quería saber algo que advirtió -censurada y marginadas por todos en EEUU- Rachel Carson en La primavera silenciosa, que era el uso abusivo de DDT y demás venenos. Hoy, no estaría de más que en las escuelas leyesen algunos de sus capítulos, pues seguimos matando la naturaleza, el mar, el paisaje.

Cada vez hay menos trashumancia, menos pastores y los campos se dedican a plantaciones subvencionadas con monocultivo, laboreadas con máquinas modernas, gastando combustible y haciendo ruido. Los montes, con nuestros pinos carrasco o pinos de Aleppo, no son rentables porque su madera sólo sirve para hacer serrín para conglomerados.

En la Sierra de Segura, Jaén, por ejemplo quedan ya sólo dos o tres madereros, dos o tres aserradoras; el monte no produce y hay que abandonarlo. En Siles, antes pueblo próspero gracias a la madera, queda uno, que anuncia que se va a retirar. En Orcera, otro. Y hasta la fabricación de biomasa no se aprueba ni fomenta: los pinos cortados han de ser transformados en Valencia, en esta sierras y pueblos, no. Los montes, como mucho, se dejan para el llamado, malévolamente, agro-turismo, como el Parque Natural de las Sierras de Segura, Cazorla y Las Villas, con restricciones y prohibiciones abrumadoras, burocráticas, pesadísimas, para los propietarios y sin ningún beneficio para nadie: como mucho, de mero adorno para que los políticos se pongan medallas de conservacionismo. Lo que los anglosajones llaman el green-washing, lavado verde, hacer como si fueran ‘verdes’ y ecologistas, para que todo siga abandonado.

La prensa, la televisión, que de campo parece que saben poco, ‘compran’ la versión apocalíptica del cambio climático para responsabilizarlo de todas las desgracias y así exonerar a los responsables de las Administraciones públicas, desde alcaldes hasta ministros.

Así, si una riada se lleva casas edificadas con la bendición y licencia de los alcaldes en ramblas y lugares que de siempre estuvieron dejados a las aguas, la culpa es del cambio climático. Si las casas se caen por un temblor de tierra y los puentes romanos, no, la culpa es del cambio climático no de los constructores que especulan con materiales y se saltan, una vez más, con el beneplácito o indiferencia de los alcaldes, las mínimas normas de seguridad.

Proliferan los incendios y las catástrofes ‘naturales’ y ya tenemos el chivo expiatorio: el cambio climático (antes eran los ‘actos de Dios’, o de los dioses). Este puede exacerbar y agravar las consecuencias, pero la responsabilidad es nuestra, no de los astros pero, a tenor de lo que dicen, esto parece como una vuelta al milenarismo y a la astrología. A este paso, pronto vamos a organizar rogaciones y procesiones contra las tormentas, contra el granizo y contra los fuegos forestales. A poner lamparillas o ‘palomitas’ en aceite para alejar las nubes, como se hacía hace sesenta años en las cortijadas.

Don Ramón Martínez Ruiz, médico de pueblo

Se aproxima la Feria de La Puerta de Segura en la provincia de Jaén, que hace medio siglo aun era un acontecimiento en el mercado de ganado de la comarca y el sur de La Mancha. Con esta ocasión, quiero evocar a una de las personas más egregias que allí vivieron y trabajaron.

A principios del siglo XX, cuando el arte de la medicina todavía parecía una rama de las bellas artes, en los pueblos el médico era el taumaturgo, el que velaba por la salud, a quien se confiaban las desgracias íntimas de alcobas y matrimonios, el que trataba de la higiene, de los alimentos. Un médico pasaba años, si no toda su vida, en el pueblo. El médico escribía cuidadosamente las historias y cuadros clínicos con pluma tras observar, hablar y preguntar al paciente. Como nos ha enseñado Gregorio Marañón, se inquiría sobre su modo de vida, su alimentación, su trabajo, su estado anímico incluso.

En aquellos años llegó a La Puerta de Segura, en el confín oriental de la provincia de Jaén, don Ramón Martínez Ruiz, encargado de luchar contra el paludismo endémico (es decir, malaria) de esa apartada) zona de la provincia de Jaén (aún hoy, sigue apartada de todo). Nacido en Monóvar en junio de 1880, había estudiado en Madrid, conocía personalmente a su admirado Santiago Ramón y Cajal y a muchos profesionales de la medicina. Se casó con la última señora feudal de la comarca (un feudalismo manso, pues gracias a ella pudo ejercer casi de benevolencia ya que no les cobraba a los pobres, que eran muchísimos) y su deber hipocrático le hizo quedarse en el pueblo toda su vida. Si no, don Ramón hubiera llegado a ser un médico de postín en Valencia o en Madrid.

El pueblo, que no es ni manchego ni andaluz y en el fondo aún guarda su antigua identidad de pertenencia al Reino de Murcia[1], estaba alejado de las ciudades más importantes; Úbeda, a cien kilómetros, que se tardaban en hacer más de dos horas, otro tanto, Albacete, Jaén, lejano y distante, como hoy.

Luis Bello, en su Viaje por las escuelas de España en aquellos años veinte, hace un siglo, nos habla del médico y de otras personas, Jenaro Navarro, Juan Ardoy, Mariano Cospedal. A pesar de la acción benéfica de éstos, dice Bello, el 73% de los habitantes aún no sabía leer (en Santiago de la Espada era el 93%). La Puerta, por entonces, tenía unos 1.900 habitantes y estaba lejos de todo. ”Cuando el zigzag nos tapa la carretera de La Puerta a Siles y no vemos automóviles, el mundo ha vuelto al siglo XIII”.

En España, entre 1924 y 1929, el promedio de muertes anuales por infecciones epidemiológicas era de 80 a 100.000, es decir, la cuarta parte de los fallecimientos, siendo las cinco más mortales el tifus, la tuberculosis, la pulmonía, la gripe y las infecciones intestinales de los niños. En esos cinco años habían muerto por tuberculosis 144.000 personas, 11.000 por meningitis tuberculosa y 24.000 por otras formas de tuberculosis. Todo esto lo relata don Gregorio Marañón. Las epidemias eran algo grave y el paludismo endémico de esta zona requería un tratamiento permanente.

No había Seguridad Social y sólo algunos Montepíos y los pacientes pagaban por igualas que don Ramón guardaba cuidadosamente en sus archivos. Eran entonces las medicinas Sulfoidol inyectable, Pepto-kola Robin, Peptonato de hierro, o Gránulos del Dr. Charles Chanteaud, Mucogène para el estreñimiento. Casi todos los medicamentos venían de Francia. Otros se preparaban en la botica de don Mariano Cospedal.

En 1934 fue vuelto a confirmar en el cargo del Dispensario Antipalúdico. Tenía como subalterno a Desiderio Moreno. Su prestigio hizo que fuese respetado durante la guerra porque él había cuidado a los enfermos sin distinción de clase ni condición. Era un médico hipocrático. Gracias a él se libraron del ‘paseo’ algunos familiares y vecinos que estaban presos, sin causa, en la catedral de Jaén, que se usó de prisión en los primeros meses de la guerra.

Callado, taciturno, era de una elegancia simple, algo triste y muy educado en su trato. Para las fiestas de su santo, el 31 de agosto, preparaba, con su saber pirotécnico levantino, pequeños fuegos artificiales, una de las pocas libertades que se permitía. Meticuloso, anotaba todas las circunstancias de sus pacientes, elaboraba él mismo las recetas y cultivaba sus conocimientos gracias a las revistas médicas españolas y francesas que el correo le traía. Hermano de un gran escritor, tenía una selecta biblioteca donde libros de Freud convivían con las Greguerías de Gómez de la Serna, y la famosa revista Cruz y Raya con el Blanco y Negro.

Anotaba todo y aún encuentro, en una vieja agenda, notas de un viaje a Úbeda para seguir a Madrid:

Billete auto                 16,15

Comida Úbeda           4

Propina Úbeda           1

Gabán                         200

Café                            2

Metro                         0’30    

4 ptas. Entrada teatro

O, de otro viaje a Villanueva del Arzobispo:

8 de mayo de 1918

Mozos y mulos                       13,75 ptas.

Gasto de 6 limonadas            18 ptas.

Vino a Juan Mª                       0,25

Propinas                                 2

En Úbeda a Juan Mª para el regreso 50 ptas.

No se le conocía religión practicante ni militancia política alguna, era laico, callaba, acudía a los oficios indispensables y nunca le cerró la puerta a nadie. Cuando subía a las cortijadas por caminos de cabra, a pie, donde su Chevrolet no podía llegar, siempre pedía una jofaina con agua, jabón y una parella antes de examinar al enfermo. Escrupuloso, siempre recomendaba lavarse las manos, incluso antes de acostarse y cuidar mucho de la higiene personal así como dar regularmente paseos.

En plena guerra, en marzo de 1938, la Dirección General de Luchas Sanitarias le confirmó en el cargo de médico local del Servicio de Paludismo. En 1947 todavía había en España 98.495 enfermos de paludismo, siendo Jaén la provincia con más casos: 14.806, y dentro de la provincia La Puerta de Segura era la que más tenía, 1.524 enfermos. El Dispensario aún estuvo activo hasta bien entrados los años cincuenta.

Acabada la guerra, hubo de afiliarse a la Falange como prueba de ser ‘afecto’, que era prácticamente la condición necesaria para seguir ejerciendo, sobre todo si había servido ‘bajo la República’. Además, tenía en el debe la dudosa decisión, para el nuevo Estado, de haber mandado a su hijo a estudiar al Instituto Escuela, de la Institución Libre de Enseñanza, en vez de a los Escolapios como hacían todas las familias de la clase media. Su trabajo público corría a cargo de la Caja Nacional de Seguro de Enfermedad y el Servicio Nacional Antipalúdico dependía de la Dirección General de Sanidad, del temido Ministerio de la Gobernación.

Hacia 1940 empezó a sufrir de algunas molestias en el corazón por lo que se hizo varios análisis, pues era algo hipocondríaco. Los resultados siempre fueron bastante positivos pero él insistía en consultar sus molestias con varios colegas suyos, el doctor Arroyo, el doctor Calandre y otros de Jaén, Valencia y Madrid. Pero siguió trabajando en La Puerta hasta su muerte, en 1960. Hoy ya casi nadie sabe quién fue.

En el despacho del médico del pueblo,

muerto hace muchos años,

has encontrado sus libretas de recetas,

las igualas, los pésames  y entradas

del viejo circo, y su carnet de Falange.

Siempre, decían,

pedía jofaina, jabón y una parella

para auscultar a los enfermos

de míseras cortijadas

por los cerros, que

su Chevrolet de dos colores

por carriles de cabras trepaba,

Sus libros prohibidos, su tabaco,

parsimonioso, taciturno,

con sus claros ojos tristes,

respetado mas no amado

por vecinos, amigos y colegas,

su modesto ejercicio persiguió.

Sus paseos solitarios por los campos

y las afueras,

con botines, chaqueta y su garrota,

y el can fiel,

su solo solaz fueron,

meditando en los turbios destinos de su patria.


[1] Don Javier de Burgos, en 1833, decidió, quizás por albergar la cuenca del Guadalquivir, que esta comarca se incorporase a la provincia de Jaén, algo de lo que todavía se resiente, dejada de lado por la Junta de Andalucía, sin transportes, aislada.

Afganistán de papel, y una poesía

Afganistán de papel, libros, y una poesía

Borrados los recuerdos, perdidos los lazos que hubieran podido unirnos, Afganistán nos parece hoy un agujero negro, un irremediable horror donde las mujeres y niñas serán marginadas, ocultadas, perseguidas por el simple hecho de leer, donde la cultura será abolida. Tres cuartas partes de una población de 40 millones viven en los campos, donde la sequía, las lluvias erráticas y la guerra han destruido casi todo. Poco queda para la cultura. 3,7 millones de niños no tienen escuela (la mayoría, niñas) y la experiencia del anterior poder taliban es que cerraron escuelas y consideraron la educación como un demonio occidental (o comunista). No sabemos qué pasará ahora.

Sin embargo, no siempre fue así. He encontrado en una vieja revista soviética una pequeña relación, que data de 1975, de qué existía en las letras afganas hace medio siglo. En aquel año hubo un encuentro literario en Kandahar del que Alevtina Guerasimóva, una gran conocedora de la literatura de ese país nos ha dejado sus impresiones. En 2011 todavía aparecían artículos de esta crítica literaria pero están en páginas rusas de difícil acceso.

El inicio de los estudios sobre literatura afgana en Rusia se remontan al siglo XIX, gracias al académico Boris (Bernhard) Dorn. Después de la revolución rusa siguió habiendo un gran interés por la cultura afgana en la URSS. Muchos libros de poesía de los siglos XVI en adelante fueron traducidos y publicados en Moscú. Es conocida la gran tradición de filólogos y lingüistas rusos, las obras de uno de los cuales, Roman Jakobson, son conocidas mundialmente. La literatura afgana suscitó siempre un interés en los filólogos rusos, y aún más cuando el Tayikistán formaba parte de la Unión Soviética, incluidos muchos estudios de la lengua pashtún.

Poetas soviéticos como Rassul Gamzatov o la poeta turkmena Anna Kovussov contribuyeron ampliamente al estudio y difusión de las letras afganas antiguas y modernas en los años cincuenta y sesenta del pasado siglo. Siempre hubo además, por la lengua común, una relación entre escritores de izquierda, laicos, de Tayikistán (entonces parte de la URSS) y de Afganistán.

Se podrá decir que no es casual este interés, dado que Afganistán siempre ha estado en la mira del imperialismo ruso, y en 1979 las tropas soviéticas invadieron el país para apoyar la llamada Revolución Abril (1978) con el desastroso resultado que se conoce, parecido al de ahora. Pero, como esos sabios arqueólogos que acompañaron a Napoleón en su invasión de Egipto, algo queda de las invasiones si son acompañadas por algo de cultura, aunque algunos la puedan tachar de servir a los fines del imperialismo.

Se ha de mencionar, entre la literatura rusa (soviética) sobre este país, Un árbol en el centro de Kabul, de Alexander Prokhanov, hoy convertido en un nacionalista partidario de la Eurasia. En esta novela -más bien un reportaje- algo épica, publicada en 1982, encomia la labor soviética en Afganistán sobre la cooperación técnica, la ayuda agrícola, etcétera. Es interesante para conocer cuál fue la extensión de la influencia rusa en el país y el intento frustrado de hacer de él una república laica y avanzada.

Para acabar, una poesía sobre Afganistán, hoy prohibida, aludiendo al bello nombre de la capital:

Kabul

En el calor de la canícula
una gota del Amu-Daria se evapora
rápida y ligera vuela hacia el cielo
pero el viento y el frío la atrapan.

Se extiende la noche y el azul de la cúpula
con un tchachmband se cubre la cara.
Las ráfagas suaves del viento
Llevan el sueño a la gota de agua.

El frío enseguida comienza
y con sus manos de mago orfebre
convierte en hielo traslúcido
la errante gotita.

Al fin vuelve el alba que trae el sol
que despide la noche, el frío y el viento.
Su aliento calienta la gota de agua
y le devuelve su peso.

Ella se apresta a volver a su río
pero ve a lo lejos un capullo de rosa
que entreabre sus pétalos y mira la aurora…
¿Tiene sed la rosa u ofrece al ruiseñor su corazón?

La gota en rocío se escapa del cielo
y cae sobre la rosa
que dio el día a Kabul
en otro tiempo k-a-b-a-r-g-u-l: gota de agua en la flor.

Abdujabor Kakhori (poeta tayik)

Alcaldes. ¿para qué?

No rebuznaron en balde

El uno y el otro alcalde

Don Quijote, II parte, cap. XXVII

La prensa nos trae a menudo noticia de las alcaldadas que se perpetran día a día en municipios españoles, en manos de promotores inmobiliarios y sus grandes cómplices, los alcaldes. La penúltima, el proyecto de Barbate de ampliar el cemento y la construcción en perjuicio de la costa y los pinares, todo ello aderezado con el mal gusto habitual de nuevos ricos. Hay centenares de ejemplos, desde el Algarrobico hasta el proyecto de la Playa de los Genoveses. Curiosamente, la mayoría de los dislates está ligada al turismo y la construcción y bendecida por los alcaldes.

Una de las grandes decepciones de la democracia formal establecida hace más de cuarenta años ha sido el régimen local, tanto municipal como provincial. La autonomía de las villas y ciudades se remonta a la Baja Edad Media, con las cartas pueblas, los regímenes forales de Vizcaya, Aragón, Valencia. Ya en la época de Alfonso VIII se intenta unificar en cierta medida el Derecho local, a base de Fueros, como el de Cuenca (extendido por Fernando III a los pueblos reconquistados de Jaén), o el Fuero Juzgo para Córdoba y Sevilla. Subsisten los alcaldes de fuero, pero los alcaldes de rey han de aplicar leyes generales del reino. Se conceden cartas pueblas o carta populationis para atraer pobladores a los territorios reconquistados. El régimen más uniforme, por ejemplo, se aplica en los pueblos reconquistados de Valencia, que priva a los nobles aragoneses de su control exclusivo y particular. A las ciudades les son concedidas autonomía y libertad, pero como una derivación del poder real, no del señorial.

Las libertades municipales son pues uno de los pilares de las instituciones. Más antiguas de España. Son algo muy importante, siempre a tener en cuenta, esencial para la población. Son la base de nuestra convivencia. Un ayuntamiento debería ser el ejemplo, el modelo de participación, de buen hacer, de eficiencia. Y no solamente para ser escuchados, lo que ni siquiera suele acontecer, sino para decidir. Nuestro voto no es un voto en blanco y menos un cheque en blanco para que luego hagan lo que se les antoje.

En la época de la dictadura franquista, los que éramos del Partido Comunista impulsábamos los movimientos vecinales en los que nos prometíamos felices -e ilusos- una suerte de democracia directa, de toma de decisiones colectiva, alargada en asambleas de barrios, en actividades sociales. Era parecido y casi paralelo a la experiencia del movimiento de los trabajadores en las incipientes comisiones obreras. Creíamos que un nuevo régimen local sería uno de los embriones más fecundos de la democracia y libertades por venir, por alcanzar.

Ante la distancia, inaccesibilidad e inanidad de los parlamentos, el poder local podría haber sido un ejemplo de participación popular, de democracia activa y directa. No ha sido así, ni mucho menos. Gran parte del famoso ‘desencanto’ de la democracia ha de achacarse al fracaso de la democracia local. Precisamente en esta época de degeneración del parlamentarismo, las entidades locales podrían ser la salvaguarda de la democracia y la avanzada de la lucha contra el desorden climático. Se salvaría así esa apatía política de los ciudadanos, esa inhibición y escape hacia el consumismo.

Sin embargo, los partidos políticos, diligentes, se preocuparon de neutralizar esa fuente de democracia y participación más directa, integrando en sus filas organizativas toda esa energía incipiente. Así, sustituyeron el debate por la consigna partidaria, la acción de los vecinos más dinámicos por el politicismo y el carrerismo de los militantes, sobre todo del PSOE. El PCE y el PSUC fueron desapareciendo de la escena de los barrios y las asociaciones vecinales a extinguir o enmudecer en manos del aparato partidario.

La consecuencia ha sido que la especulación inmobiliaria ha sido rampante, los constructores han ido haciendo sus ‘agostos’ en detrimento de la belleza y la calidad. El ladrillo ha sido el motor económico, ayudado por una corrupción muy generalizada que es la pura negación de lo que pensábamos o, más bien, soñábamos.

La mayoría de los alcaldes del país entero se han alejado, si es que alguna vez estuvieron cerca, de sus ciudadanos y de la población. Han sustituido el contacto, el diálogo, con salidas más o menos publicitarias y ‘mediáticas’. Hablar con un alcalde es igual de difícil que hablar con un diputado o con un ministro. También hay mucho clientelismo y corruptelas como los contratos de personal, que ha de ser ‘afecto’ para conseguir un empleo. Los plenos de los ayuntamientos sirven, de tarde en tarde, para el mero derecho al pataleo, meros trámites para ganar cierta -falsa- legitimidad. Los hechos consumados (inmobiliarios, talas de árboles -como en el Vigo de Abel Caballero– y otros desafueros) se llevan a cabo con total impunidad y sin posibilidad de enmienda. La autonomía local ha sido entendida como manos libres para hacer y deshacer a voluntad.

Ahora se avecina otro desafuero, y es el uso que hagan los alcaldes de los fondos europeos. Esperemos que no se lo gasten en arreglar aceras y hacer jardincillos decorativos con plantas exóticas -que se secarán antes de los próximos comicios-, como sé que se preparan a hacerlo en un municipio de Jaén, que no voy a nombrar.

¿Quiénes piensan muchos alcaldes que son? ¿qué se creen? Todopoderosos, inaccesibles, alertas sólo a las consignas de sus respectivos partidos, nada tienen que ver con la democracia local. Hacen lo que quieren sin rendir cuentas y los aparatos de sus partidos se encargan de que vuelvan a ser votados cada cuatro años. Un alcalde arriesga mucho más a no ser reelegido, si contraría a su partido que si decepciona a sus ciudadanos.

Los ayuntamientos y las Diputaciones se han convertido para los partidos en plazas de poder, en piezas de su particular tablero de ajedrez para sostener, o minar y contrarrestar, el poder del Estado o de la Comunidad Autónoma. Meros instrumentos del politicismo que ya denunciara el filósofo Manuel Sacristán cuando criticaba el funcionamiento de su propio partido, el PCE-PSUC.

El problema no es personal, hay alcaldes de buena fe que quieren velar por el bienestar de sus ciudadanos. El problema es que, tal y como están regulados, los ayuntamientos y sobre todo los regidores son estructuras obsoletas, anacrónicas en la era de la comunicación. Su ideologización, su seguimiento ciego de las consignas partidarias han hecho de Demos su propio tirano, como dijo Ernst Jünger.

Ante este panorama local y municipal, yo propondría la supresión de los alcaldes y su sustitución por asambleas vecinales, por anteiglesias, por concejos abiertos, esas viejas instituciones vizcaínas que trataban de los asuntos más importantes. Todo menos esa inaccesibilidad y esa falta de transparencia en la gestión que hoy padecemos y esa autoridad omnímoda, bonapartista, por no decir dictatorial, que ejerce la mayoría de los ocho mil alcaldes españoles.

Termino recordando alguno de los alcaldes que han dejado o dejan buena memoria por haber dedicado su esfuerzo a mejorar la vida y entorno de sus conciudadanos y no a reforzar el poder de su respectivo partido; entre ellos don Iñaki Azcuna, de Bilbao, o don Enrique Tierno Galván, de Madrid, el actual alcalde de Málaga, don Francisco de la Torre o la alcaldesa de Montoro, doña Ana María Romero.

Pero, recordemos a los ediles, “no sólo queremos ser escuchados sino participar en la toma de decisiones”, como dijo la Primer ministro neozelandesa, Jacinda Ardern, hace cuatro años hablando del papel de la mujer en la sociedad.

Bulhão Pato, Nesselrode, Villeroi, Sandwich, Strogánov y Chateaubriand, reducidos a nombres de platos

Un cierto hedonismo de la gastronomía ha desvirtuado los nombres de grandes personajes que muchos confunden con los platos que llevan su nombre. A veces es casi una injusticia, en el caso de Nesselrode o de Bulhão Pato, que se ven degradados a un pudding o unas almejas, otras una especie de banalidad, como en el caso del escritor Chateaubriand. Los personajes fueron más egregios que esa huella o reclamo publicitario que les han atribuido mesoneros y cocineros.

Son utilizados como ese autógrafo del artista que da valor a un mero esbozo, a un dibujo o garabato que, desde que es ‘de autor’, y adquiere un valor de mercado considerable, desproporcionado, excesivo. Es como esos ropajes, automóviles o sombreros que se subastan a precios disparatados sólo porque pertenecieron a un cantante o los llevó un actor determinado.

Seis nombres (o platos) me vienen a la memoria, en los se ha usado su ‘marca’ como prescriptores póstumos. Parece como si comer un filete o unas almejas cobrase de repente un prestigio que se transfiere del personaje a la casa de comidas y de ésta al comensal. Así, recuerdo cinco:

François de Neufville, duque de Villeroi (1643-1730), nombrado mariscal por Louis XIV, poco se destacó en las armas y mucho más en su vida cortesana y diplomática, donde era llamado Le charmant, El encantador. Aparte de bombardear ignominiosamente Bruselas destruyendo la Grande Place, no se le conocen hazañas dignas de mención sino humillantes derrotas. Al final de su vida fue desterrado a sus dominios (leve castigo, dadas sus inmensas propiedades), acusado de incompetencia y de corrupción.

Su única memoria grata son las pechugas de pollo (no de gallina, que le hubieran venido más a su personalidad) a la Villeroi que han de ser preparadas con bechamel y luego empanadas. El duque era ciertamente un bon vivant, un vividor.

Pavel Aleksandrovich Strogánov (1772-1817), de ilustre familia rusa (de origen tatar) de comerciantes que se remonta al siglo XV, siendo uno de sus antepasados quien posibilitó al acceso de los Romanov al trono (siglo XVII). Pavel Aleksandrovich fue consejero del zar Alejandro I. La familia fue protectora de las artes, dando abrigo a la llamada Escuela Strogánov de pintura de iconos y miniaturas, que incluye pintores como Prokopy Chirin y los pintores de iconos de la familia Savin.

Unos tiernos filetes de ternera han de ser aderezados con champiñones, nata, mostaza, vino blanco. No muy lejanos son los bifes ão Madeira que preparan en el restaurante O Velho Macedo, en el número 117 de la rua da Madalena en Lisboa.

Karl Robert Vasilievich Nesselrode (1780-1862), conde ruso cuya diplomacia durante la conferencia de Viena (1814-1815) favoreció la restauración de los Borbones en Francia, se destacó por su esfuerzo para mantener subyugado al Imperio Otomano, pero no consiguió evitar la guerra de Crimea ni asegurar el predominio ruso en los Balcanes.

El pudding Nesselrode es quizá uno de los pocos recuerdos de él, fuera de Rusia. Fue un postre famoso durante la época victoriana, hecho a base de castañas, vino de Málaga, pasas de Corinto, etcétera. Los dietistas levantarán una ceja.

John Montagu, conde de Sandwich (1718-1792), primer Lord del Almirantazgo durante la guerra de independencia de los Estados Unidos, fue un gran coleccionista y conocedor de antigüedades griegas, que adquirió en sus viajes por el Mediterráneo. Fue el promotor de las expediciones del capitán James Cook, que nombró unas islas de Hawai en su honor. Gran administrador, aunque también acusado de corrupción, como cazador puso de moda el sandwich cuando en 1762 pasó una jornada entera de caza con un emparedado por único alimento. También designó a los hombres-anuncio que llevaban carteles colgados por delante y por detrás (bastante humillante) durante el siglo XIX y hasta la Depresión de 1929.

François René de Chateaubriand (1768-1848) fue, además de un excelente escritor, el más prolífico del Primer Imperio y un diplomático que consiguió que mandasen a España a los Cien mil hijos de San Luis a sostener al infame Fernando VII. Contemporáneo del gran cocinero Marie-Antoine Carême (Cuaresma, apellido genial para un cocinero), probablemente fue éste quien atribuyó ese nombre a una forma de preparar la carne especialmente apreciada por el Vizconde. Amante de la bella Madame de Récamier, tuvo muchas otras amigas pero pocos amigos, si bien muchos admiradores de su escritura y de su acción política conservadora.

Los lectores de Julio Cortázar recordarán el humor del comensal del restaurante Polidor, que pide e insiste en un château saignant, un castillo sangrante (62, modelo para armar). El filete de vaca ha de ser acompañado por patatas gratinadas, con crema, y de una rebanada de buen foie gras.

Raimundo António de Bulhão Pato (1829-1912) fue un escritor portugués, hijo de bilbaína y nacido en Bilbao, que se afincó en Lisboa y en el Monte da Caparica (hoy conocida por sus playas sobre todo), donde está enterrado. Escribió crónicas, retratos sin hiel de las personas destacadas de su tiempo y relatos cortos. Eça de Queiroz, con su mordacidad cruel, lo despreciaba, pero no era un mal escritor, si bien nunca consiguió el éxito de Eça. El diario bilbaíno El Correo le dedicó hace tres años un sabroso -nunca mejor dicho- artículo donde se cuenta algo de su vida y sus gustos, https://www.elcorreo.com/jantour/almejas-bulhao-pato-20181106122514-nt.html

Las almejas ‘a la bulhão pato’ son casi el único recuerdo de este singular y amable personaje. En realidad, son las almejas a la marinera que recordaba que hacía su madre. Cuando acudimos a google encontramos páginas y páginas sobre las almejas, pero nos cuesta encontrar datos de su vida y obra, mucho más importantes. Así se escribe la historia en las redes sociales.