No rebuznaron en balde
El uno y el otro alcalde
Don Quijote, II parte, cap. XXVII
La prensa nos trae a menudo noticia de las alcaldadas que se perpetran día a día en municipios españoles, en manos de promotores inmobiliarios y sus grandes cómplices, los alcaldes. La penúltima, el proyecto de Barbate de ampliar el cemento y la construcción en perjuicio de la costa y los pinares, todo ello aderezado con el mal gusto habitual de nuevos ricos. Hay centenares de ejemplos, desde el Algarrobico hasta el proyecto de la Playa de los Genoveses. Curiosamente, la mayoría de los dislates está ligada al turismo y la construcción y bendecida por los alcaldes.
Una de las grandes decepciones de la democracia formal establecida hace más de cuarenta años ha sido el régimen local, tanto municipal como provincial. La autonomía de las villas y ciudades se remonta a la Baja Edad Media, con las cartas pueblas, los regímenes forales de Vizcaya, Aragón, Valencia. Ya en la época de Alfonso VIII se intenta unificar en cierta medida el Derecho local, a base de Fueros, como el de Cuenca (extendido por Fernando III a los pueblos reconquistados de Jaén), o el Fuero Juzgo para Córdoba y Sevilla. Subsisten los alcaldes de fuero, pero los alcaldes de rey han de aplicar leyes generales del reino. Se conceden cartas pueblas o carta populationis para atraer pobladores a los territorios reconquistados. El régimen más uniforme, por ejemplo, se aplica en los pueblos reconquistados de Valencia, que priva a los nobles aragoneses de su control exclusivo y particular. A las ciudades les son concedidas autonomía y libertad, pero como una derivación del poder real, no del señorial.
Las libertades municipales son pues uno de los pilares de las instituciones. Más antiguas de España. Son algo muy importante, siempre a tener en cuenta, esencial para la población. Son la base de nuestra convivencia. Un ayuntamiento debería ser el ejemplo, el modelo de participación, de buen hacer, de eficiencia. Y no solamente para ser escuchados, lo que ni siquiera suele acontecer, sino para decidir. Nuestro voto no es un voto en blanco y menos un cheque en blanco para que luego hagan lo que se les antoje.
En la época de la dictadura franquista, los que éramos del Partido Comunista impulsábamos los movimientos vecinales en los que nos prometíamos felices -e ilusos- una suerte de democracia directa, de toma de decisiones colectiva, alargada en asambleas de barrios, en actividades sociales. Era parecido y casi paralelo a la experiencia del movimiento de los trabajadores en las incipientes comisiones obreras. Creíamos que un nuevo régimen local sería uno de los embriones más fecundos de la democracia y libertades por venir, por alcanzar.
Ante la distancia, inaccesibilidad e inanidad de los parlamentos, el poder local podría haber sido un ejemplo de participación popular, de democracia activa y directa. No ha sido así, ni mucho menos. Gran parte del famoso ‘desencanto’ de la democracia ha de achacarse al fracaso de la democracia local. Precisamente en esta época de degeneración del parlamentarismo, las entidades locales podrían ser la salvaguarda de la democracia y la avanzada de la lucha contra el desorden climático. Se salvaría así esa apatía política de los ciudadanos, esa inhibición y escape hacia el consumismo.
Sin embargo, los partidos políticos, diligentes, se preocuparon de neutralizar esa fuente de democracia y participación más directa, integrando en sus filas organizativas toda esa energía incipiente. Así, sustituyeron el debate por la consigna partidaria, la acción de los vecinos más dinámicos por el politicismo y el carrerismo de los militantes, sobre todo del PSOE. El PCE y el PSUC fueron desapareciendo de la escena de los barrios y las asociaciones vecinales a extinguir o enmudecer en manos del aparato partidario.
La consecuencia ha sido que la especulación inmobiliaria ha sido rampante, los constructores han ido haciendo sus ‘agostos’ en detrimento de la belleza y la calidad. El ladrillo ha sido el motor económico, ayudado por una corrupción muy generalizada que es la pura negación de lo que pensábamos o, más bien, soñábamos.
La mayoría de los alcaldes del país entero se han alejado, si es que alguna vez estuvieron cerca, de sus ciudadanos y de la población. Han sustituido el contacto, el diálogo, con salidas más o menos publicitarias y ‘mediáticas’. Hablar con un alcalde es igual de difícil que hablar con un diputado o con un ministro. También hay mucho clientelismo y corruptelas como los contratos de personal, que ha de ser ‘afecto’ para conseguir un empleo. Los plenos de los ayuntamientos sirven, de tarde en tarde, para el mero derecho al pataleo, meros trámites para ganar cierta -falsa- legitimidad. Los hechos consumados (inmobiliarios, talas de árboles -como en el Vigo de Abel Caballero– y otros desafueros) se llevan a cabo con total impunidad y sin posibilidad de enmienda. La autonomía local ha sido entendida como manos libres para hacer y deshacer a voluntad.
Ahora se avecina otro desafuero, y es el uso que hagan los alcaldes de los fondos europeos. Esperemos que no se lo gasten en arreglar aceras y hacer jardincillos decorativos con plantas exóticas -que se secarán antes de los próximos comicios-, como sé que se preparan a hacerlo en un municipio de Jaén, que no voy a nombrar.
¿Quiénes piensan muchos alcaldes que son? ¿qué se creen? Todopoderosos, inaccesibles, alertas sólo a las consignas de sus respectivos partidos, nada tienen que ver con la democracia local. Hacen lo que quieren sin rendir cuentas y los aparatos de sus partidos se encargan de que vuelvan a ser votados cada cuatro años. Un alcalde arriesga mucho más a no ser reelegido, si contraría a su partido que si decepciona a sus ciudadanos.
Los ayuntamientos y las Diputaciones se han convertido para los partidos en plazas de poder, en piezas de su particular tablero de ajedrez para sostener, o minar y contrarrestar, el poder del Estado o de la Comunidad Autónoma. Meros instrumentos del politicismo que ya denunciara el filósofo Manuel Sacristán cuando criticaba el funcionamiento de su propio partido, el PCE-PSUC.
El problema no es personal, hay alcaldes de buena fe que quieren velar por el bienestar de sus ciudadanos. El problema es que, tal y como están regulados, los ayuntamientos y sobre todo los regidores son estructuras obsoletas, anacrónicas en la era de la comunicación. Su ideologización, su seguimiento ciego de las consignas partidarias han hecho de Demos su propio tirano, como dijo Ernst Jünger.
Ante este panorama local y municipal, yo propondría la supresión de los alcaldes y su sustitución por asambleas vecinales, por anteiglesias, por concejos abiertos, esas viejas instituciones vizcaínas que trataban de los asuntos más importantes. Todo menos esa inaccesibilidad y esa falta de transparencia en la gestión que hoy padecemos y esa autoridad omnímoda, bonapartista, por no decir dictatorial, que ejerce la mayoría de los ocho mil alcaldes españoles.
Termino recordando alguno de los alcaldes que han dejado o dejan buena memoria por haber dedicado su esfuerzo a mejorar la vida y entorno de sus conciudadanos y no a reforzar el poder de su respectivo partido; entre ellos don Iñaki Azcuna, de Bilbao, o don Enrique Tierno Galván, de Madrid, el actual alcalde de Málaga, don Francisco de la Torre o la alcaldesa de Montoro, doña Ana María Romero.
Pero, recordemos a los ediles, “no sólo queremos ser escuchados sino participar en la toma de decisiones”, como dijo la Primer ministro neozelandesa, Jacinda Ardern, hace cuatro años hablando del papel de la mujer en la sociedad.