Risa, sonrisa y risotada

La extraña sensación de no sentirme solo

y la complicidad de una franca sonrisa…

Luis Alberto de Cuenca

No he leído a Bergson (¿otro embeleco francés, como dijo Antonio Machado?) pero la risa es un fenómeno curioso de observar, sobre todo en España, que es un país donde se ríe mucho, pero que también es un país de risotadas. Aquí en Lisboa enseguida percibimos a los españoles por sus estruendosas carcajadas. A menudo no sabemos de qué o por qué se ríen, son como estallidos. A veces pienso ¿se reirán de los portugueses? Tampoco sabemos de qué se ríen esos políticos que posan en las fotografías, tan contentos de haberse conocido. Hay en cambio países donde se ríe poco, como parece que sucede en los Bálticos. Mejor reírse más. ‘Es preferible reír que llorar, y así la vida se puede pasar’, cantaba Peret.

Pero sí he leído El chiste y su relación con el inconsciente, de Freud. En sus páginas nos describe la mecánica del chiste, del humor, con todos esos ejemplos que a su vez son una descripción sutil de la vida en el Imperio Austro-Húngaro de antes de la gran guerra. Pero el humor, que provoca risa, no es risa.


Hay muchas formas de reír. Hay la risa inteligente, genuina, simpática, la franca, como dice Luis Alberto de Cuenca, o la benévola y amable de don Quijote escuchando a Sancho,

“No se dejó de reír Don Quijote de la simplicidad de su escudero”…

o la nuestra cuando leemos dicho libro. O si leemos las comedias de Molière. Harina de otro costal es leer las obras, -que ya no se representan- de los Alvarez Quintero, o de Jardiel Poncela, leer a Noel Clarasó. Un humor bastante inactual ya. Era un humor convencional, que no ponía en peligro los valores de la sociedad de su tiempo, era inocuo. Los espectadores se reían de sí mismos. En esa línea, no es casual el fenómeno de La Codorniz que florece con la dictadura y se marchita al acabar ésta. Lo grotesco es, en el fondo, una forma de acomodarse.

De los tipos de risa, recordemos el rire jaune, la risa amarilla, dicen los franceses de esa risa que es más bien una mueca irónica, amargada. O le rire noir, risa fúnebre, de mal presagio.

La Biblia habla bastante de la risa, a veces bien, a veces como crítica a la risa sin sentido, a la risotada, y denuncia la burla cruel, en los Salmos:

 37 “He dicho: no se rían de mí,

no me dominen cuando mi pie resbale”.

o la altanera:

2, 4 “El que se asienta en los cielos se sonríe.

Yahveh se burla de ellos.

O la estúpida:

59 “Míralos desbarrar a boca llena, espadas en los labios: ¿Hay alguno que oiga?

Más tú, Yahveh, te ríes de ellos, tú te mofas de todos los gentiles.”

También Eclesiastés, en 7, 6: “Porque la risa del necio es como el estrépito de los espinos debajo de la olla”.

En español tenemos la sonrisa despreciativa, altiva, la risa como mueca, la risa que sustituye a la conversación: “hacer unas risas”. Y tenemos la crueldad, el hazmerreir, el tonto del pueblo del que se burlaban todos.

Hace unos días, Núria Escur, en La Vanguardia, decía que ‘deberíamos recuperar la risa desatada de los niños en el recreo’, evocando el discurso de Gloria Steinem cuando recogió el Príncipe de Asturias, que considera la risa ‘como máxima expresión de la libertad humana’.

Hay que saber reírse y de qué reírse. España es un país donde se ríe mucho sin ton ni son, a veces como si reírse fuese un fin en sí mismo, donde predomina la carcajada más que la risa, donde la risa parece a veces una parodia de la alegría. Quizás esto tenga alguna explicación, y no precisamente como ejercicio de libertad sino como exabrupto para conjurar un dolor o una acritud.

Riendo para mejor disimular que se bosteza

Pushkin

Anuncio publicitario

El contraste entre el paisaje y los pueblos

España nos ofrece una naturaleza, unos paisajes y horizontes de una belleza indómita, prístina. A menudo parece intocada, otras, es un paisaje trabajado por el hombre desde hace milenios, como los olivares de Jaén. Así, recorremos las tierras extremeñas, La Mancha, Levante, los montes de Teruel, la Castilla inmensa, esas tierras de pan llevar y choperas que delinean los magros arroyos. La escasa población ha permitido dejar millones de hectáreas libres de construcciones, de postes eléctricos, de instalaciones diversas. “España es un gran museo al aire libre”, dijo el fotógrafo alemán Kurt Hielscher hace más de un siglo, cuando hizo más de 45.000 kilómetros con su Zeiss (La España incógnita, Espasa-Calpe, s/f). Aún hoy lo es.

Pero el viajero queda a menudo decepcionado cuando entra en un pueblo de una mezquindad estética deplorable. En algunos, parece como si no se hubiera construido nada bello desde hace dos siglos. Incluso en pueblos que fueron declarados Patrimonio de la Humanidad, como Úbeda, sus barrios modernos y sus alrededores son de una fealdad irremediable, como pasa en Talavera de la Reina, Simancas, de alta alcurnia, Mora de Toledo -donde vivió mi padre- o Calatayud, y así centenares de localidades. Por ejemplo, Tordesillas, de tanta solera histórica para España, Portugal y Flandes, muestra una parte contemporánea que desmerece de su denso pasado histórico. Otros pueblos bien cuidados, como La Solana, dejan sin embargo elevarse en la vecina colina desguaces y chatarra de automóviles, sin que el alcalde haya hecho nada. En Levante, no hay más que contrastar esos paisajes que parecen salir de la época cartaginesa y que Asdrúbal reconocería, para entrar en pueblos como Elda o como Preter o Carcaixent, Pretel o Carcagente, desfigurados. Queríamos seguir las descripciones de Azorín y nos topamos con bloques de ladrillo aberrantes, con construcciones que responden al desbarajuste constructor de más de media España.

Comparemos Peñíscola con el Mont Saint Michel, paremos en Sagunto. Cuanto más nos acercamos a las costas, menos probabilidades tenemos de encontrar pueblos bellos: el turismo ha sido la gran excavadora y la enorme apisonadora. No es nuevo ese desprecio por lo bello; ya Jovellanos se alarmaba de esa decadencia de pueblos y lugares, con la falta de plantaciones, paseos arbolados, riberas descuidadas. Pero hoy no tenemos la excusa de la pobreza.

La imagen que emana de esas poblaciones cuando nos acercamos, la sensación primera que producen y que transmitimos a nuestros visitantes es a menudo desoladora. Piquetas, deshonor y excavadoras. Afueras descuidadas y bloques disparatados y desparejados, además de los infames cables de la Telefónica colgando en las viejas y nobles fachadas, los excesivos y mal colocados postes de la luz y un exceso de alumbrado.

Menos mal que tenemos pueblos -que pasan bastante desapercibidos- que han conservado un cierto patriotismo estético, como Villanueva de los Infantes (Ciudad Real), Sabiote (Jaén), Almonaster la Real (Huelva), Montoro y centenares de pueblos andaluces (sobre todo en Córdoba), castellanos, vascos, asturianos, etcétera.

A. Pueblos convertidos en meros centros demográficos. La alienación de los moradores.-

Pero no es solamente un problema de mal gusto. Hay algo más profundo: ¿a qué ideología puede corresponder ese envilecimiento, esa ausencia de estética que observamos? ¿Quizás a la carencia de formación cultural de la nueva clase media emergente en la España de la postguerra?

La forma de nuestros pueblos y barrios se corresponde sin duda con los valores predominantes de las clases poseedoras para las que el dinero y la ganancia estaban por encima de la belleza y la armonía. Así, vemos cómo unas ciudades como Gijón o Santander destruyeron sistemáticamente sus frentes marítimos para llenar de bloques sin gracia sus orlas, sus entornos. Basta contemplar las viejas fotografías de ciudades como Palma de Mallorca o las antes mencionadas para percibir la desaparición de lo bello. Las fotografías de Ortiz Echagüe son una buena muestra de lo que aquí se dice.

Este ‘envilecimiento estético’, como lo definió don Julio Caro Baroja se corresponde a esa enajenación de los habitantes respecto a su medio natural que este capitalismo primario de construcción y turismo ha deliberadamente engendrado. Los pueblos y ciudades han sido despersonalizados, sustituidos por conglomerados de urbanizaciones y polígonos. Lo mismo que la televisión ha ido borrando la antigua sabiduría popular, el gusto por las conversaciones, tertulias y sobremesas, así el modelo de construcción que desagrega la población en núcleos anónimos, intercambiables.

No es casual todo esto: el poder económico ha hecho que, lo mismo que los ciudadanos han perdido esa calidad para convertirse en meros clientes, en meros consumidores, los pueblos han perdido su alma para convertirse en meros centros demográficos, conjunto de urbanizaciones, polígonos, circunvalaciones, áreas comerciales y rotondas. Haga la prueba el lector de preguntar a un viandante por el nombre de una calle; con mucha frecuencia no sabrá indicarle: el habitante desconoce su propia ciudad, la alienación se ha consumado, lo mismo que el trabajador pierde el control de su producto, el habitante pierde su sentido de pertenencia.

B. El fracaso de la democracia local y de muchos ayuntamientos.-

La pregunta que nos hacemos es ¿qué ha sido de nuestros ayuntamientos teóricamente democráticos? ¿qué se ha hecho desde 1978? Porque no son nuestras costas las únicas asoladas por la construcción abusiva y sin gusto, son también nuestros pueblos del interior, muchos con más de mil años. Mientras las viejas casas se desmoronan y se dejan caer, se construyen edificios, ampliaciones que atentan contra toda belleza.

Parece que no se ha unido lo bello a lo útil, que el dinero y la ganancia han podrido todo. La armonía con el medio natural, es decir, con el paisaje que los rodea, la proporción y la simetría, hasta el color, la terminación de las calles y rotondas, están ausentes. Ciudades y pueblos de gran historia han perdido su carácter en pos de un falso progreso de autos, garajes, naves y locales comerciales.

Las próximas ayudas europeas son un gran peligro en manos de esos ayuntamientos que parecen más encargados de negocios de las inmobiliarias que representantes de los moradores.

El sistema fiscal, inapropiado para financiar los municipios, ha hecho que las licencias de construcción hayan sido la principal fuente de ingresos, con su cortejo de mal gusto, inversiones de dudoso mérito y el abandono de las zonas antiguas de los pueblos mientras se fomentan promociones inmobiliarias de nuevas ‘urbanizaciones’ a menudo feas y estrechas como, por ejemplo, las de Membrilla (la antigua Marmellaria romana, en Ciudad Real) con casas apretujadas, sin un árbol, que parecen una colonia penitenciaria.

Otra posible causa, en lo que al mal gusto respecta, quizás fue que grandes arquitectos españoles tuvieron que exilarse al final de la guerra civil, y otros, que permanecieron en el país, como un jardinero de la talla de Javier de Winthuysen, fueron relegados, marginados. La consigna parecía ser ‘enriqueceos’ a cualquier precio.

Se dirá, como excusa, que había pobreza, que éramos pobres, pero Portugal, con mucha menos renta, ha sabido mantener una cierta estética, como comprobamos si pasamos de Tuy a Viana do Castelo, de Verín a Chaves, o si comparamos muchos pueblos extremeños con sus vecinos del Alentejo, o los pueblos de Huelva con los aledaños del Algarve portugués, como Vila Real de Santo António.

La escasez de recursos o la pobreza no son una excusa. A veces ha sido lo contrario: la riqueza, el cemento, los materiales, han perjudicado la belleza. Una vieja casa de pueblo, un viejo cortijo o caserío suelen ser más bellos, en su sencillez, en su economía de líneas y usos, que los ‘chalets’ de las modernas urbanizaciones.

Diderot, en su Tratado de lo bello, un texto precursor del materialismo, expone su teoría de la relación. Las cosas son bellas en relación a algo, al entorno, a las de su especie, a su utilidad y finalidad. Los gustos pueden cambiar, divergen, en función de una serie de variantes, de las que el enciclopedista describe: el tamaño y la escala, el ambiente cultural e histórico, la perspectiva, la educación y la cultura del observador, el tiempo y la edad, la experiencia del pasado, las ideas y creencias y los valores. En muchas ciudades. Y pueblos ‘modernizados’ ninguna de estas excusas justifica el panorama que el viajero contempla.

C.  La belleza atrae inversiones y no sólo turismo.-

Esto tiene consecuencias económicas importantes. El capitalismo francés, italiano, europeo en suma han sido más inteligentes. El turismo interior (véase Provenza, Dordoña, Normandía, Bretaña, la Toscana, Austria, Irlanda) se apoya en la belleza de los pueblos, la armonía, el cuidado de parques y jardines, los restaurantes y cafés, los mercadillos de antigüedades, libros, buenos productos locales y la calidad de los servicios y las comunicaciones (tanto ferroviarias como digitales). Cuando vemos los esfuerzos de muchas regiones y comarcas españolas en atraer turismo de calidad (es decir, que gaste dinero), echamos de menos ese cuidado por preservar lo bello, por no hacer estropicios urbanos, por facilitar la calidad, el ordenamiento urbano, la sencillez, en promocionar los artistas locales, en organizar pequeños eventos culturales, musicales, de pintura. La llamada España vacía es a menudo la España maltratada y descuidada.

No es casual que muchas regiones europeas prosperen, sean atractivas a la inversión y a residentes extranjeros que buscan luz, sol, clima, pero también cultura, servicios, autenticidad. Los ayuntamientos deberían ser los impulsores de ese crecimiento armónico, estético y de convivencia. La belleza es rentable. El objeto crea el sujeto; un pueblo bello y cuidado genera más civismo, más cuidado, más sentido de la pertenencia y atrae capital.

Pueblos que fueron

Llegas a los pueblos de nombre antiguo

del Romancero, mas

¿qué se hizo de Olmedo y Madrigal,

de Medina y Almazán?

¿Dónde yacen Linares, Talavera?

Si Lope y Cervantes hoy volvieran,

caballeros y señores despertaran,

no entrarían más en los pueblos

que su historia

arrojaron al trastero,

que tiraron muros, torreones.

Ignorantes alcaldes de mal gusto,

encargados de negocios

de logreros constructores,

ganapanes

de comilonas y cochazos rutilantes.

Aduares y arrabales de rotondas,

aledaños de chatarras,

escombros y almacenes.

Solares esperando el pelotazo, 

semáforos y placas informantes,

bares, desguaces y carteles,

sus trofeos, su orgullo y su vergüenza.

Los antiguos escritores y los viejos lectores

Hace sesenta o setenta años, o un siglo, los escritores eran más o menos libres. Pobres la mayoría, pero libres. No estaban sometidos a la lógica industrial de las editoriales, no tenían que pasarse días haciendo presentaciones de sus libros en ferias, librerías y otros establecimientos. Dedicaban sus libros a los amigos, amantes o colegas, no a cualquier cliente. Escribían si les apetecía, si les venía en gana, no porque tuvieran que entregar el manuscrito en una determinada fecha o con un determinado tema ni porque tuvieran que presentarse a un premio literario.

Durante la pandemia hemos leído el solaz de que confiesan haber disfrutado muchos escritores liberados temporalmente de la publicidad y el marketing a que los obligaban las empresas, pudiendo dedicarse a lo que les gusta: leer, soñar, escribir u holgazanear.

A veces, un párrafo de un libro retrata a esos escritores de otro tiempo (y retratarnos a los que, sin nada mejor que hacer, nos dedicamos a escribir como, por ejemplo, en este blog o cuaderno de bitácora). Así, encuentro en Azorín estas líneas:

Vive un caballero, por ejemplo, en la calle de la Montera; calle madrileña si las hay; se levanta por la mañana, apenas amanece; lee y escribe; medita cuando no lee ni escribe; recibe alguna visita; sale de casa lo menos posible; cuando sale entra en el pasaje de Murga y registra los libros que hay en un puesto de volúmenes de lance. Por la tarde nuestro protagonista vuelve a sus lecturas, escrituras y meditaciones. Si acaso baja a la Puerta del Sol y da una vuelta. Regresa a su hogar, charla con un amigo que ha venido a verle, y el resto del día no se ocupa de nada que valga la pena. Se acuesta y apaga la luz.

(La novela, Destino, Barcelona, 10 noviembre 1944)

Y en el escritor portugués Augusto Abelaira, poco o nada conocido en España,

Recientemente estuve a punto de volver a escribir, siempre es una manera de engañarnos a nosotros mismos en cuanto al fracaso de nuestras vidas…

(Enseada amena, 1965)

[Ensenada amena es Lisboa, es la Alis Ubbo de los fenicios que, navegando, descubrieron ese magnífico puerto natural. Abelaira no sigue, pues, la idea de que el antiguo nombre de Lisboa fuese Olissipo, aunque casi todos los historiadores prefieren este origen toponímico.]

Augusto Abelaira fue bastante conocido hace sesenta años, era parte de la corriente neo-realista y sus libros describen muy bien la sociedad urbana portuguesa de entonces, en plena dictadura salazarista.

Escribir, leer, no hacer nada que valga la pena, así se retrata el propio José Martínez Ruiz, Azorín, en ese pequeño artículo. Gran parte de su obra versa sobre esas vidas de caballeros ‘inactuales’, fuera del mundo y del tiempo. Los que no ‘producen’.

Los escritores, en cuanto adquieren un cierto renombre, pasan a la categoría de ‘capital humano’ a disposición de las empresas, al mismo título que un fresador, un tornero, un inmigrante en un vivero, un programador o un abogado de un bufete internacional: hay que producir, aumentar la cifra de negocios, obtener rendimientos. A cambio, se les garantizan unos ingresos. Una especie de ‘uberización‘ del escritor. Así lo contaba también Elio Vittorini sobre cómo los codiciosos editores de magazines perseguían a Edgar Allan Poe «para que se dejara explotar»

Tres trucos tienen las grandes empresas editoriales:

  • sugieren lo que hay que escribir, lo que vende; por eso, como en muchas películas, tiene que haber casi siempre una dosis de sangre y de sexo.
  • hay que comparar la cifra de ventas de la competencia.
  • hay que poner los libros en las bancas de las grandes librerías de una determinada manera y con un resalte ligado a la inversión. Eso se ve perfectamente en La Casa del Libro y en la FNAC.

Se dirá que eso es parecido al mecenazgo antiguo, a esos próceres a los que se encomendaba Cervantes al Conde de Lemos, de Andrade, de Villaba (Los trabajos de Persiles y Sigismunda).  Pero no, nada que ver. No se les exigía un número de hojas, no había plazos de entrega ni había premios a los que concurrir.

Por eso no ha de sorprendernos que no se reediten ciertas obras, pongamos por caso, de Abelaira o de Azorín: ya no son rentables. Tampoco merece la pena traducirlas. El criterio de la rentabilidad es casi el único que cuenta y ni a La Esfera de los Libros (Rizzoli), ni al grupo Berstelmann se les va a pasar por la cabeza publicar algo que lo van a leer cuatro.

Carlos Barral describió bastante bien cómo fue literalmente expulsado de su empresa ya que lo que proponía no era ‘rentable’. Así, también Mario Muchnik, despachado sin más de la noche a la mañana en razón de la productividad monetaria. Un editor ha de ser un manager en el más puro sentido del término (administrador, inversor, contable, experto en finanzas), contar el dinero, no brujulear entre los autores perdidos. Ya no estamos en los tiempos de Einaudi o de Feltrinelli, cuyos comités de lectura se guiaban por la calidad principalmente.

Quizás por esa especie de banalización de las editoriales, los raros nos dedicamos más bien a husmear en las librerías de viejo y en los puestos callejeros, sea en la Cuesta Moyano de Madrid o en el Jardim de Constantino, en Lisboa. Allí encontramos esos libros que ya no son rentables, y que tal vez nunca lo fueron, pero que nos gusta leer. En el fondo, los lectores empedernidos somos, como ese personaje de Azorín, ‘inactuales’.

Resentimiento sin rebelión ni revolución

El resentimiento es una plaga muy extendida. El resentimiento es la imposibilidad de la revuelta, la renuncia a la rebeldía colectiva. Es un sentimiento privado, interno, íntimo, oculto, solapado. Se manifiesta de muchas maneras: con la envidia, con la venganza, con la aversión al intruso; el resentimiento es en el fondo una cobardía. El resentido es fúnebre, taimado, envidioso, está instalado en el rencor. Quien no se rebela está condenado a ser un eterno resentido.

Yo he visto muchos resentidos, una especie de resentidos históricos. Esos que no miran a los ojos, que murmuran, que tratan de engañar, que al que odian le presentan una cara sonriente. La doblez, la hipocresía. Quizás provenga esto de la guerra civil y sus secuelas de represión, de prisiones, de silencio. Los pobres, los campesinos, los humillados tras aquella victoria, tras ese aplastamiento que fue la victoria, ya no podían rebelarse, era demasiado arriesgado, incluso se podía arriesgar la vida y no solamente la libertad. La única salida parecía ser el resentimiento. Un resentimiento sordo porque el resentimiento es callado.

Albert Camus escribió hace setenta años El hombre rebelde (L’homme revolté). En su ensayo describía la rebeldía como “un hacer frente a”. El que se rebela, arriesga. La rebeldía es colectiva, abierta, altruista; el resentimiento individual, egoísta, cerrado, traicionero. El resentimiento madura, fermenta en el silencio impuesto.

Un problema del resentimiento es que puede ser hereditario, se hace histórico: los pueblos colonizados aún siguen resentidos, los explotados, los descendientes de esclavos aún están resentidos. Los resentidos descienden de los que fueron humillados y se sintieron humillados. Los rebeldes, no. Los rebeldes, los revolucionarios (un nivel superior del rebelde) pasan de esa humillación u ofensa a la insatisfacción, al deseo de cambiar todo, de rebelarse. El resentido expresa su resentimiento de forma irracional, atacando no al culpable, sino al azar (robado, hurtando, rompiendo, incendiando, porque está resentido), mientras el rebelde, los rebeldes apuntan a un fin concreto, contra un objetivo o una clase social determinados.

En la guerra civil española los resentidos mataban en las cunetas y daban ‘paseos’, los rebeldes quemaban iglesias pero los verdaderamente revolucionarios luchaban en el frente.

Lo frecuente, sin embargo, lo habitual ante la humillación o la injusticia o el crimen es estar resentido para siempre, por eso siempre llama la atención y es noticia un sobreviviente del Holocausto que perdona a sus verdugos, que ama Alemania, que cuida del prójimo. O la víctima lateral de un crimen terrorista que perdona al asesino de su familiar.

Entre el resentido y el rebelde o revolucionario está el indiferente, el pasivo (ver Los ausentes y la no intervención, https://wordpress.com/post/laplumadelcormoran.me/5112). Por eso Marx era todo lo contrario a un resentido, era un rebelde que proclamaba la rebeldía, y mucho más, la revolución.

La razón de tanto resentimiento histórico en España, como se ve por ejemplo en el campo en Andalucía, quizás provenga de la conversión forzada de los moriscos, sojuzgados, marginados para siempre. Es una hipótesis. Otra, la mezcla de resignación cristiana con el fatalismo musulmán. Y, como se dice más arriba, la postguerra civil de represión, hambre, abandono, forzando a la emigración a millones de personas, esos mismos que hoy en Cataluña son independentistas y se sienten antiespañoles (y no es casual que haya tantos descendientes de andaluces entre los separatistas, contra esa España que maltrató a sus padres y abuelos). Cuando muchos mexicanos y peruanos acusan a España de todos sus males hay más resentimiento que rebelión.

¿Y qué decir de la tercera generación de árabes en Francia, jóvenes desorientados, abocados al terrorismo como una especie de revancha contra quienes humillaron a sus padres, a sus abuelos? Hay como un odio larvado que pide justicia de la manera más lamentable, estéril, cayendo en el crimen pero que puede tener una explicación, un origen, aunque no sea una justificación.

El resentido no es feliz, está profundamente descontento del mundo pero también de sí mismo, sin fuerza para sublevarse, cobarde, empleará otros medios, aleatorios, escogidos al azar, para vengar la injusticia de la que se considera víctima, o de la que considera fueron víctimas sus antepasados.

El cultivo del cuerpo en las clases altas

Van al gimnasio en automóvil o en moto, bien temprano, se enganchan a unas pesas o a una cinta aburrida que animan con una especie de vídeo que lleva incorporado. Después de sudar bastante, satisfechos, una ducha, y al trabajo o a organizar el día de consumo.

Lo importante es estar en forma, no tener un gramo más, ser jóvenes o aparentarlo. Hoy, el físico es nuestro primer marketing, nuestra imagen; ya no se usan las tarjetas y hay que presentarse (o re-presentarse) deportivo, ágil, bello. El teatro de la vida exige fitness, subir los escalones de dos en dos, como hacía Sarkozy, para demostrar que no se va uno a detener ante nada.

Los gimnasios han sufrido mucho con la pandemia, son uno de los sectores empresariales que más han padecido el confinamiento. Pero sobre todo el cierre ha afectado a las clases medio-altas urbanas, que son las que los frecuentan, como el yoga, los establecimientos de comida bio y las panaderías sin gluten. El afán de estar físicamente bien, de esa especie de eterna juventud es inversamente proporcional a nuestro cuidado por la naturaleza. Los brokers que frecuentan los gimnasios y están perfectos en su salud (física) personal negocian mucho con los combustibles fósiles, la minería en Africa y el mercado de futuros de las materias primas y los alimentos.

Hay muchos más gimnasios que librerías y bibliotecas juntas, y eso que éstas son gratuitas y los gimnasios cada día más caros. Es la ley de la oferta y la demanda. Es natural: los libros no te hacen estar en forma física, ni la cultura real (no la cultureta y el small talk de los almuerzos sociales y diplomáticos) se estilan como buena imagen social. Ser cultos es ser pesados. Lo que se estila es tener buena pinta, parecer dispuesto a todo (físicamente dispuesto).

Ortega y Gasset, que de todo habló y escribió, casi siempre con atino, decía:

Un hecho subraya más que otro alguno ese triunfo de la juventud y revela hasta qué punto es profundo el trastorno de valores en Europa. Me refiero al entusiasmo por el cuerpo.

(Juventud, 19 de junio de 1927)

Don Gregorio Marañón ya advirtió contra ese vicio del deporte y del atletismo. Recordemos que le preguntó a María Zambrano, fumadora empedernida, alarmado, si hacía gimnasia y se tranquilizó cuando ella le respondió que no, en absoluto. «Los griegos habían observado, efectivamente, que el régimen atlético era poco favorable a la longevidad, poco favorable a la persistencia de de una salud regular, poco favorable incluso a las facultades intelectuales», nos cuenta Littré (1846) hablando del médico romano Celso (Maximilien Paul Émile Littré, además de ser el autor del gran diccionario de la lengua francesa, escribió mucho sobre medicina, epidemias y filosofía positiva).

Ortega y Gasset, en su ensayo sobre la caza también habla del concepto de deporte como una especie de sucedáneo del trabajo:

Las ocupaciones felices, conste, no son meramente placeres; son esfuerzos, y esfuerzo son los verdaderos deportes. No cabe, pues, distinguir el trabajo del deporte por un más o menos de fatigas.

Hay que trabajar para ser aceptado, y hay que trabajar el cuerpo para demostrar ser moderno y avanzado. El joven ejecutivo empieza a trabajar muy temprano, desde que se presenta en el gimnasio a engancharse a una máquina.

Veamos la estética de los jóvenes halcones (o caimanes) de las empresas de inversión, los chicos de Lehman Brothers y similares. Hay un código de vestimenta (traje oscuro, pantalones estrechos, pinta de petimetres) y de forma física que exige gimnasio, pesas, aunque se vaya al gimnasio en auto y luego no se pasee uno por la ciudad. Porque por la ciudad se hace jogging , no se pasea y menos se deambula y gandulea. No hay que perder ni un minuto en bellaquerías y nunca parecer que se es gandul, el mayor estigma.

Victor Klemperer nos recuerda en La lengua del Tercer Reich cómo la mayor parte de las páginas de Mein Kampf dedicadas a la educación, lo eran a la educación física. El entusiasmo del fascismo por la forma física ha sido muy significativo. Recordemos las famosas fotografías de Mussolini, tan retaco, pero sacando pecho con el torso desnudo. Había que estar en forma.

Cuando he ido a gimnasios (confieso que he ido, eso sí, y me he aburrido mucho), recuerdo que los mejores clientes eran jóvenes bomberos, personas que necesitaba estar en forma física. Por cierto, he de decir que ni el Ministerio del Interior ni la DG de la Guardia Civil, ponen a disposición de las Fuerzas de Seguridad del Estado gimnasios ni formación física. Con pagarles mal y exigirles mucho ya se conforman las jerarquías, desde el ministro Marlaska a la Directora de la Guardia Civil, la abogada y ex-concejala doña María Gámez Gámez. Y tienen razón, los gimnasios son para los chicos de la Bolsa, de las firmas de abogados, para los emprendedores aguerridos, para las clases medias altas, no para los guardias que se juegan el tipo, estaría bueno.

En fin, esta es una de las historias del narcisismo y egolatría como forma de civilización.

Nota: perdone el lector los anglicismos utilizados pero es que en ese mundo se dice fitness, broker, jogging, marketing, small talk, etc. Decirlo es castellano puede ser considerado inconveniente, vulgar.