El silencio de Ortega y Gasset sobre el nazismo y el holocausto

Los lectores de Ortega y Gasset no podemos por menos que echar en falta una sola palabra suya, una sola frase sobre el nazismo y sobre el holocausto, sobre el exterminio de los judíos. Sin embargo, era Alemania, su historia, su filosofía, el principal hilo conductor del pensador español, y lo fue hasta el final de sus días.

No era ajeno Ortega a la realidad política y mundial, no era un mero pensador cultural, inerte frente al mundo, muy al contrario. Además de su intervención en la vida política española en el primer tercio de siglo, ya en 1920 escribe un ensayo muy crítico sobre el libro de Max Scheler El genio de la guerra y la guerra alemana (El espectador II). No comparte la tesis de Scheler de que la guerra sea un ejercicio de dominio espiritual por medio de la violencia, en el que éste prácticamente exculpa al Reich alemán de su responsabilidad en la guerra (la Primera mundial), en la violencia y muerte de millones de personas. De hecho, Ortega critica que “aquellas labores de exterminio llevadas a cabo contra los indios y los negros”, no sean consideradas como guerra, porque ésta tiene una altura, por así decirlo, de miras, mucho más ‘espiritual’, como pretendía el filósofo alemán. Ortega critica de paso el colonialismo despiadado,

“Con tranquila conciencia los pueblos europeos imponen violentamente a los pueblos oceánicos, africanos y asiáticos su voluntad política. Y es curioso notar cómo la manera de hacerlo guarda una peculiar gradación, según la calidad del pueblo: Alemania e Inglaterra no entran en la tierra de los Hereros y Somalíes lo mismo que la propia Inglaterra en Egipto o Francia en Marruecos.”

Ortega estaba perfectamente informado de las luchas coloniales y de los métodos de los Estados europeos para dominar a las poblaciones autóctonas. Esta diferencia de “métodos” se plasmaría años más tarde en cómo entró la Wehrmacht en Francia en comparación a cómo lo hizo en Polonia o Rusia. Pero ya de esto Ortega no hablará.

El pensador español también se percató inmediatamente de la naturaleza del fascismo italiano y lo criticó desde su aparición, tachándolo de ilegítimo y manteniendo que lo único que ejercía Mussolini era la fuerza bruta de sus Camisas Negras (Sobre el fascismo 1925). Pero no diría nada sobre los nazis.

También es verdad que ante lo indecible Ortega opta por la posición del brahmán

“Pero estoy seguro de que en tiempo de guerra, cuando la pasión anega a las muchedumbres, es un crimen de leso pensamiento que el pensador hable”.

lo que reiterará con más detalle en su artículo El silencio, gran brahmán (El espectador VII), cuando recomienda el silencio y, de alguna manera, se acoge a él.

Escribió esa obra memorable, entre muchas, que es La rebelión de las masas. Pero, de alguna manera, el III Reich, el nazismo y el holocausto contradijeron con los hechos toda su teoría sobre las minorías excelentes, sobre el ascenso del nivel histórico, sobre su idea de Alemania como nación. Él, que tan agudamente había percibido el peligro del ascenso de las masas, queda incólume ante lo que sucede en Alemania a partir de 1933.

Escribe: “quisiera vislumbrar el diagnóstico de nuestro tiempo”, pero resulta triste que no hiciera nunca, públicamente al menos, el diagnóstico del nazismo, de cómo gran parte de las élites pensantes (‘excelentes’, diría él) de Alemania lo apoyaron activamente, hasta Heidegger, su gran modelo. ¿Qué habría tenido que concluir sobre el uso de ciencia físico-química que tanto exalta y sitúa en el cuadrilátero Londres, Berlín, Viena, París, cuando hemos visto cuál ha sido el uso de la química y la física por los científicos del exterminio? Tanto análisis certero, atinado, del siglo XIX y hasta del primer tercio del XX y después, nada más. Quizás porque cuando escribió La rebelión de las masas tenía más en mente las masas bolcheviques, los motines y revueltas obreras, como “la acción directa de grupos realistas y sindicalistas de hacia 1900” (en Francia).

En La rebelión de las masas Ortega atisbaba los peligros que se cernían sobre Europa, pero no pasó de ahí. De hecho, en junio de 1941 todavía escribirá un artículo encomiástico sobre el libro del medievalista Johannes Haller, Las épocas de la historia alemana, sin hacer mención alguna al momento. También en 1954 publica en Frankfurt un artículo sobre el espacio, Algunos temas del Weltverkehr (no el espacio vital, el lebensraum, que era precisamente uno de los leitmotivs del nazismo pero el espacio de una nación), sin hacer mención a la tergiversación del concepto que hizo Hitler.

Precisamente los nazis son los que amenazan el equilibrio de fuerzas entre potencias que Ortega considera uno de los avances de la civilización europea. La intoxicación del pueblo alemán, de gran parte de sus intelectuales, no puede haberle pasado desapercibida. Después, el exterminio sistemático, las cámaras de gas, no fueron un secreto. Ante lo indecible, se diría que Ortega ha capitulado, ha renunciado a ver. Su credibilidad queda muy afectada porque no ha estado a la altura de las circunstancias, como hubiera dicho, si hubiera vivido, Antonio Machado.

Tras la guerra, Ortega irá de nuevo a su querida Alemania, a Berlín en 1949, a Darmstadt en 1951, a Munich en 1953. En todas sus conferencias tendrá un enorme éxito de público. Pero hablará de la historia alemana no reciente, de Heidegger (al que ensalza -con razón- como filósofo, escritor, investigador del lenguaje, pero sin entrar en su aquiescencia pasiva o activa del nazismo), de arquitectura. Mencionará ‘la ‘catástrofe’ sin decir a qué se refiere ni por qué ha acontecido, hablará de ‘victoria y derrota’, sin decir por qué ni cómo. Ortega elude deliberadamente toda crítica, incluso la más mínima mención, al nazismo y, por supuesto, al holocausto.

¿Qué sucedió? ¿Es el síndrome que anunciase Theodor Adorno, sobre si se podría escribir después de Auschwitz?, ¿o pensar después de Auschwitz?.

Creo que no, ni lo uno ni lo otro. Además de que sobre el nazismo, el exterminio como forma de lucha, no sólo de judíos, sino de gitanos, homosexuales, débiles mentales, prisioneros rusos, hubo en España un silencio generalizado y probablemente vergonzante de todos los intelectuales de la postguerra. Ni Julián Marías, ni Paulino Garagorri, ni Antonio Rodríguez Huéscar, los tres más egregios discípulos de Ortega dentro de España, dijeron una sola palabra ni sobre los campos de concentración ni, en general, sobre el fascismo italiano o el nazismo, como si entendieran que pues sobre el franquismo no podían hablar por tanto tampoco de sus aliados. Recordemos que Gregorio Marañón llegó a prologar un libro del nazi belga Léon Degrelle, refugiado tranquilamente en España como miles de alemanes y nazis de toda Europa. En España, donde la izquierda se pasa la vida hablando del fascismo, ha habido muy poco interés y sigue habiendo muy poco (salvo series o novelas más espectaculares), por el antisemitismo, en comparación con lo que sucede en los países europeos, donde este asunto y la responsabilidad de los intelectuales son una constante fuente de reflexión, de análisis histórico, de referencia y, por así decirlo con una palabra muy actual, de vacuna contra el totalitarismo.

Auschwitz, como dice Adorno, destruyó toda ilusión de un supuesto progreso histórico del hombre; la barbarie la perpetró la nación más culta del mundo. El sentido histórico de una nación, del hombre, queda destruido. Ortega, que era muy inteligente, probablemente también tuvo ese sentimiento y por eso calló: su construcción teórica sobre las masas la había desmoronado Hitler.

Hermann Broch, conocido en España prácticamente sólo por La muerte de Virgilio, escribió La teoría de la locura de las masas, que fue publicado en Francia ya en 1955. Según la pensadora francesa Cynthia Fleury, Broch desmonta la teoría de que hay una entidad mística como la masa. Broch, de hecho, en esta obra inacabada, plantea la antítesis de lo que Ortega propuso sobre las masas. No es casual que Broch, austríaco y judío, fallecido en 1951, haya escrito también Los sonámbulos y Los irresponsables. La irresponsabilidad, la no intervención de los intelectuales.

Lo que es extraño es que, habiendo habido tantos egregios escritores de lengua alemana que alertaron muy pronto sobre el nazismo, que lo vivieron y tuvieron que huir, contemporáneos suyos, como Thomas Mann, Broch, Zweig, Benjamin; Ortega, o no los leyó o -lo que es peor- no compartió sus tesis.

Pero esto no es sorprendente si tenemos en cuenta que, desgraciadamente, Ortega y Gasset, tampoco dijo nada sobre el franquismo aunque estaba exiliado y era una víctima del régimen; de penetrante pasa a ser romo, esa palabra que le había gustado usar. La guerra civil de España y luego la II Guerra Mundial parece que le dejaron literalmente sin voz, se desentendió, dejó de ser el espectador.

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El año europeo del tren y entre Lisboa y Madrid, nada.

Era o tempo em que o comboio parava em todas

as estações: o comboio correio, a camino de Lisboa,

levando familias da provincia para pasar o ano

com os parentes de Lisboa…

Nuno Júdice (No comboio correio entre Beja e Lisboa, fim dos anos 50)

Este poema de Nuno Júdice ya no podría ser escrito. Los trenes de provincia han ido desapareciendo por toda la península en ambos países. Es más, Lisboa y Madrid ya no tienen tren, justo este año que ha sido declarado del ferrocarril por la Unión Europea. Todo un programa. Y España sigue arrastrando los pies para poner en aplicación la directiva 34, del año 2012, de la Unión Europea, por la que se establece un espacio ferroviario europeo único. Ahora es el todo o nada: o AVE o nada.

La directiva 34, aunque obliga a liberalizar la gestión, recalca el carácter de servicio público del transporte ferroviario internacional. RENFE y CP (Comboios de Portugal) han hecho caso omiso: ni servicio público ni gestión libre.

En ambos países, las compañías ferroviarias son estatales, defienden su soberanía, se resisten a toda concurrencia y están ahogadas en deudas. Es como las líneas aéreas llamadas de soberanía de antes de su liberalización, antes de Ryanair o Easy jet, cuando TAP, Iberia o Air France ejercían su monopolio en tarifas, hubs aeroportuarios y horarios. Aún continúan disfrutando de suculentas ayudas estatales, es decir, de los contribuyentes, como acaba de suceder con Air France. Y luego nos extrañamos de que se comporten de esa manera arrogante (y hasta con cierto maltrato a veces, como Iberia) con los viajeros.

Los ferrocarriles estatales siguen imperturbables, ejerciendo sus monopolios y deciden qué líneas quitan, qué estaciones abandonan, sin que nadie les tosa.

Francia subvenciona su SNCF a 23€ por kilómetro, Italia, 10€, Alemania, 9€. No tengo cifras de España y Portugal. Por la pandemia, los trenes europeos han dejado de ingresar 26 mil millones de euros en 2020, según el Consejo Económico y Social Europeo. Portugal perdió 145 millones de euros. En España, el transporte ferroviario factura anualmente sólo 2.150 millones de euros.

Por culpa de la RENFE y CP ya no podemos llegar a Santa Apolónia por la mañana, con la luz nacarada sobre el Tajo, yendo derechos a tomarnos un cafecinho y un bolo de arroz (que son como magdalenas cilíndricas que Proust ni siquiera hubiera podido imaginar), y oír las primeras palabras en portugués de taxistas y empleados que comienzan su jornada.

Las empresas de gestión de ferrocarriles no saben que el tren es historia, economía, industria, tecnología, estructura de un país; y, además, literatura, sueños y evocaciones. Para la RENFE sólo representa rentabilidad en los libros de cuentas, lo que se llama costes de operación. Si no es rentable una línea se suprime, y ya está. Así se va vaciando España, lo que no sea AVE se liquida, y los pueblos considerados menos importantes -para RENFE- se quedan sin tren, como Hellín, por ejemplo. ADIF, mientras, parece dedicarse más al negocio inmobiliario que a las infraestructuras ferroviarias. No puedo por menos que recordar el lamentable estado de abandono de las estaciones de Manzanares (Ciudad Real), y Baeza (Jaén). Llenas de suciedad, hierbajos y polvo. Me imagino que a tenor de éstas debe haber muchas parecidas.

La supresión de líneas supuestamente no rentables (para la cuenta de resultados, no para la población rural o provincial que sufre esa limitación) es algo generalizado en muchos países, desde Japón hasta EEUU pasando, naturalmente, por España.

Mientras, nadie quiere poner en duda el modelo de gestión, las infraestructuras por un lado, el flete y pasajeros por otro. Los sindicatos ferroviarios, los intereses supuestamente ‘soberanos’, impiden que se liberalicen para que, como ha sucedido con las compañías aéreas, no haya monopolio en el transporte, aunque las empresas privadas deban pagar por usar las infraestructuras, los raíles y estaciones. Esto ya lo han hecho en la República Checa, lo que ha abaratado el transporte. Pero no siempre la privatización ha sido beneficiosa, como ha sucedido en el Reino Unido. El 60% de los británicos prefieren que se vuelvan a nacionalizar los ferrocarriles.

En Portugal, las prioridades son la línea de alta velocidad Lisboa – Oporto y la de Aveiro – Salamanca que les lleva a Francia (donde vive más de un millón de portugueses), no en alta velocidad, pero al menos en ancho europeo y vía doble porque la línea actual es un modelo decimonónico, anticuado, pesadísimo. La línea Badajoz- Lisboa no es una prioridad, salvo que hubiera conexión hacia Setúbal y Sines, dos puertos industriales importantes. El escaso tráfico en la autopista de peaje (carísimo) entre Lisboa y Badajoz -que beneficia sobre todo a los españoles- es muestra de que ese itinerario, en ferrocarril, sería solamente para beneficio español.

En el reciente viaje de responsables europeos, por el Año del Tren, por 26 países de Europa, que tardó 36 días, sólo para ir de Madrid a Lisboa ya se tardó dos días. Para llegar a Badajoz desde Madrid se llega en vías con traviesas de madera y una parte del recorrido hasta Lisboa no está electrificado. Se tarda lo mismo que en la época de Galdós y Eça de Queiroz. Lean, si no, el reportaje de Pérez Galdós sobre su viaje a Lisboa, en Excursión a Portugal, 1885). Bueno, se tardaba, porque ahora ya no hay tren de ninguna clase.

Pero no pasa nada, los ministros de transportes español y portugués (entre ellos, el lamentable y ya cesado, Ábalos) cambian como las estaciones (meteorológicas, no las del ferrocarril) y no hay una política estable ni continuada, ni ninguna voluntad política por mucho que digan en las cumbres o cimeiras.

En definitiva, por un lado, sigue subvencionado y exonerado de impuestos el queroseno de los aviones. La TAP acaba de recibir 150 millones euros -noticia del 21 de noviembre de 2021, sí) para compensarla de las pérdidas por el Covid (pero sus dirigentes no han perdido un euro de salario), el poder de las compañías parece sobrepasar el de los Estados y, por supuesto, el de los intereses generales de los dos países sin que nadie en los respectivos parlamentos parezca presentar un programa alternativo. Debe ser muy complicado, muy técnico. Como mucho, hay algunas plañideras preguntas de diputados provinciales sobre estaciones canceladas. Y los lobbies de las compañías aéreas, del transporte por carretera, del automóvil, de las constructoras y concesionarias de autopistas supongo que está para algo, para retrasar las inversiones ferroviarias. No es casual que uno de los proyectos del gobierno español para las ayudas de la UE, NGEU (Next Generation EU) sea el automóvil eléctrico, es decir, transporte individual, lo que me parece aberrante (además de que la extracción del níckel y del litio son todo menos respetuosas con la naturaleza y los países donde se extrae).

Para más información sobre los ferrocarriles europeos se puede consultar The Economist del 13-19 de noviembre, Disoriented express. Declarar 2021 el Año europeo del tren es uno de los mejores chistes que se le ha ocurrido a la Unión Europea. Esperemos por lo menos que los directivos de RENFE y de CP no lo celebren con alguna comilona de Navidad.

Donde se fueron los moros que no se quisieron ir (y dos poemas)

A donde se fueron los moros que no se quisieron ir.

No sólo a las islas del Guadalquivir, como decía Fernando Villalón en su poema, sino a muchos otros lugares de España, de la España profunda, alejada de los centros de poder, se fueron aquellos moriscos, muchos probablemente convertidos pero aún así execrados. Por ejemplo, en la provincia de Alicante, me cuenta mi amigo Emilio Bauzá que por el Vall d’Alcalá hay varios pueblos de linaje morisco: Alcalá de la Jovada, Benixarcos, Rafelet, hasta Alcalalí y Parcent por encima del Coll de Rates. Me recuerdan esos enclaves a los de los hugonotes en el macizo central francés, inmortalizados en la pequeña novela de Jean Giono, Un de Baumugnes.

¿Habrá sido la Sierra de Segura, en el extremo oriental de Andalucía, en la provincia de Jaén, uno de esos lugares apartados refugio de moriscos? Como las tropas francesas de Napoleón quemaron, entre otros, Segura, los registros se han perdido y tenemos dificultad en encontrar muchos antecedentes y documentos. Poquísimo sabemos, salvo los estudios de Emilio de la Cruz y Genaro Navarro. Por eso hay espacio para una hipótesis.

Mi familia paterna viene de Santiago de la Espada, de esas sierras perdidas. Nadie de entre ellos, en los tres últimos siglos, desde que tengo registro, fue militar ni abrazó los hábitos. ¿Sería porque no podían demostrar su limpieza de sangre? Lo habitual, en familias sin grandes riquezas, era que alguno de ellos se hiciera cura, monja, militar o se fuese a Indias. Pero para esos pasos se requería no ser descendiente de judíos ni de moros, aunque se fuera ya cristiano, como dice esta escritura de 1767:

han estado y estan en esta Villa reputados por gente mui honrada, sin que assi en los parientes, como en sus antezesores se aia probado mancha ni raza alguna de Moros, Judios, Gitanos, ni Penitenziados por Delito alguno por el Sancto Tribunal, de la Inquisicion, y ni tienen, ni an tenido ninguna otra mala raza.

La escritura no se refiere a los Ruiz-Marín, sino a unos compradores de bienes de terceros; en ninguna parte aparece declarado que ellos, los Ruiz-Marín, estuvieran exentos de la “mancha”. Sólo en 1812 hay un Ruiz Marín que ostentó un cargo público, como Presidente de una Audiencia (y fue desterrado por Fernando VII). El siguiente, don Alfonso Ruiz-Marín Blázquez, hermano de mi abuelo, sería alcalde de Totana durante la guerra civil y por ello encarcelado en 1939, muriendo en la prisión de Murcia, viejo y enfermo, poco tiempo después. Ningún otro cargo público consta en la familia.

He ido releyendo a Julio Caro Baroja, al que siempre vuelvo, para desentrañar alguna pista que explique dónde “se fueron los moros que no se quisieron ir”.

Recordemos varios aspectos de Santiago de la Espada:

Era una aldea de pastores y hortelanos en la vega del Zumeta, llamada El Hornillo, poblada al parecer, dice Madoz, por pastores trashumantes de la serranía de Cuenca. Eso es como decir poblada por gente que no quería decir de dónde eran ni estaban bien identificados, es decir, que podrían ser de ascendencia morisca. Se establecen en uno de los lugares más apartados e inaccesibles de las sierras orientales. Una forma de borrar las pistas. Y como esas tierras están bajo la jurisdicción de los Montes de Marina y antes por la Orden de Santiago, se libran del control directo por el Estado, es decir, la Inquisición por allí no entra. Pertenecía al Reino de Murcia hasta la división provincial de 1833 y no tuvo ayuntamiento hasta 1691. No tiene torre ni castillo, ni está construida con un plan urbanístico, no como muchos pueblos andaluces, sólo una cárcel, pósito y la iglesia parroquial. Recordemos que su aislamiento hizo que fuera, con Mengíbar y con los pueblos de Alicante, precisamente los moriscos que he citado, uno de los últimos lugares de España donde hubo lepra endémica hasta hace setenta años.

No hay nobles ni aristócratas, viniendo la relativa riqueza de algunas familias de la Desamortización (con la consiguiente tala masiva y depredadora de los inmensos pinares, incluido Pinar Negro, que de pinar sólo tiene el nombre).

Allí las gentes distinguían los ‘castellanos’ de los demás, gitanos y otros. Todavía hace pocos años escuchaba yo decir, “ese es castellano”, equiparándolo a cristiano (cristiano viejo, se entiende).

Los moriscos, en general pobres y hortelanos o pastores, llamaron poco la atención de la Inquisición, no como los judaizantes, que solían ser profesionales, médicos, boticarios, etcétera, que residían en villas y poblaciones importantes y por tanto, con más influencia y peligrosidad a los ojos de la Inquisición, además de generar más envidia, lo que fomentaba la delación, incluso la falsa acusación. Los descendientes de los moriscos eran pobres y no suscitaban envidia alguna.

En fin, hacia los años sesenta del pasado siglo, los vínculos familiares, las formas de hablar y vivir se fueron perdiendo, disolviendo, con la televisión, la emigración, la uniformización del país. Pero yo dejo planteada esta hipótesis aquí. Poco probable, como muchos teoremas que los matemáticos persiguen toda su vida para resolvernos y no lo consiguen, pero no por ello menos probables.

Toponimia

¿Quién nombró estos campos,

los sotos, las navas y las hazas?

¿Quién nombró los calares y los montes?

Fueron exactos en palabras,

alguaciles, notarios o pastores

que guardaron celosos los papeles

que contaban

las lindes, las fanegas y las fuentes.

Hoy, unas chapas banales y uniformes

nos recuerdan a veces esos nombres

mágicos, vulgares o inocentes.

Tierras conquistadas, de frontera,

de magras cosechas y ganados,

Los Goldines, Los Moños, Pinar Negro,

La Encomienda y Acebeas, La Conquista,

Capellanías, El Patronato y Los Teatinos,

Cueva Rincón y Rambla Seca,

allá por el Zumeta. Y Prado Moro.

No sabemos quiénes fueron

los primeros pobladores de esas breñas,

pobres eran, por seguro, desterrados

que encontraron pegujales

donde criar a los hijos y las ovejas,

plantar colmenas y alzar con piedras

sus viviendas sin ventanas,

con su cuadra, su horno y su tinada.

Tejos caídos, zarzales y agavanzos

de las viejas huertas son recuerdo

pues se fueron

a otras tierras cuando llegaron

los camiones y el teléfono,

y supieron de otros sitios más propicios.

El serbal y unos perales, cermeños ya,

únicas huellas de labores. Nunca sabremos

quiénes fueran Antoñillo Cristales

o Miguel Sancho.

Antigüedad

En cuesta los olivos te conducen

por hiladas al monte oscuro

donde los pinos calmos y quietos

esconden los secretos,

las cuevas, simas y cavernas,

las que fueron pobladas

por las tribus milenarias

de estas tierras.

No sabemos cuántas vidas

estas tierras albergaron,

refugio fueron de desterrados,

vencidos y moriscos,

de los que huían de la peste

y de las guerras.

Oliveira da Serra y otras explotaciones de olivar que son disparates ecológicos

El embalse de Alqueva, en el Alentejo, sobre el Guadiana,  es el más grande de Europa occidental y tiene una capacidad de más de 4000 millones de metros cúbicos, aunque sólo ha llegado a llenarse en tres cuartas partes. Por ahora sólo ha servido para que el gran agrobusiness se llene los bolsillos, plantando olivos de riego, en seto o espaldera, de forma que se agota el suelo, el agua y encima no se da trabajo pues está todo mecanizado.

Viene al caso porque es al paradigma del erróneo desarrollo o, mejor dicho, crecimiento agrícola. Los nuevos cultivos de olivar en España y Portugal son un disparate ecológico, botánico social y paisajístico, son insostenibles. Pero se produce y se obtienen pingües beneficios de la venta granel, como una commodity más, y de las subvenciones de la Unión Europea, cuya política agraria sólo ayuda a más producción, con un pequeño lavado de cara ecologista, un greenwashing. Por ejemplo, no hay ayuda alguna para limpiar los montes, y lo afirmo porque tengo montes de pinar, de pinos carrascos o de Aleppo, malos para madera pero importantes ecológicamente para reducir la huella de carbono, y también un pequeño olivar.

De esto no se habla en Glasgow ni en España ni en Portugal. Como, además, los ecologistas son fundamentalmente urbanos, de olivares, olivos y aceite no saben mucho. Y en España, las empresas agrarias no por casualidad detestan a Greta Thunberg.

A medio plazo, estos nuevos olivos no llegarán a ser centenarios ni mucho menos, se producirá y venderá aceite de menos sabor porque es de riego, habrá menos trabajo de recolección. Y se siguen vaciando los acuíferos y desertizando las cumbres de los montes.  Además, ese tipo de inversión sólo la pueden hacer las grandes empresas, lo que curiosamente va a fomentar de nuevo el latifundio o el arrendamiento de tierras a los pequeños y medianos propietarios. Es un modelo parecido al que usan las papeleras con las plantaciones de eucaliptus, que pagan a los propietarios por plantarles sus tierras y montes.

El manido y cursi eslogan del “oro verde”, referido al aceite de oliva, es una falsedad cada vez mayor. Si no, vayan a la provincia de Jaén, la mayor extensión de olivar del mundo, un monocultivo, y vean que sigue relativamente atrasada, abandonada, incomunicada, en comparación con el resto del país, siendo una de las más pobres y con menor densidad cultural de España, si no la más.

Los recientes poemas de Luis Alberto de Cuenca

Luis Alberto de Cuenca siempre ha tenido gran sentido del humor, con una alegría y gusto por la vida que se reflejan en toda su poesía. En ella evoca amores, amigos, lugares, recuerdos y, por supuesto, muchos personajes de tebeos y cómics que le sirven para distanciarse, para establecer una membrana entre el sentimiento y no tomarse demasiado en serio.

El otro día, de paso por Madrid, compré en la librería Visor, ese puerto de abrigo poético y de hallazgos, su último libro, Después del paraíso. Aquí, en el campo, lo he leído en estos días de las primeras lluvias del otoño, el marco perfecto para sentir estos versos y, de paso, he releído muchos otros poemas en varios de sus libros.

No seré imparcial (la imparcialidad no existe), ni un comentarista de texto, eso lo dejo para mi hermana Cristina, tremenda y sagaz analista de textos literarios. Tengo demasiadas afinidades con Luis Alberto de Cuenca para mantenerme distante: Madrid, el barrio de Salamanca, el colegio del Pilar de Castelló, el gusto por la línea clara (¡Tintín!), Potocki, y más; pero él desborda cualquier paralelismo con su muy considerable cultura clásica, con cultura profunda, y hasta con su gusto por la literatura fantástica y los cómics de Urganda, Conan y Sonja la Roja, entre cientos.

Soy uno de esos que él llama ‘improbables lectores’ y su último poemario me ha dejado pensativo. Hay una continuidad en los temas y objeto de sus versos, una coherencia que se mantiene desde hace casi cuarenta años, como las frecuentes llamadas a los clásicos que tan bien conoce, los amores, los poemas dedicados a Alicia, su mujer, los recursos a personajes y escenas de ficción y del cine. Pero ahora flota en éstos una cierta tristeza. La significación del hombre ante la vida -y la muerte- están más presentes.

Después del paraíso reúne quizás los versos más tristes de Luis Alberto de Cuenca. El talante del libro está muy bien expresado en su título. Todo parece haber pasado y hasta los poemas amorosos son como la reminiscencia del amor que existió, que aún late, pero está nublado por la incertidumbre del futuro y un presente más desolado. “Duele el paso del tiempo”, en uno de los versos, resume bien el espíritu del libro.

Luis Alberto ha tenido siempre ese punto de humor, de desenfado, ese que daba un giro a sus poemas con la ironía, con la referencia a sus heroínas de los tebeos o cómics. Hoy, ya no tanto. Ansiedad, pánico son palabras que retornan en varios poemas. La muerte, la enfermedad, los tiempos de pandemia sobrevuelan también en muchos versos.

“Ella sabe que se irá alguna vez. Cuando un cielo brumal

amenace tormenta en el mar, por ejemplo.

Porque el mar que lo trajo a sus brazos será

también el que reclame su regreso a la patria,

y ya no volverá”. (Partir de Ogigia[1])

Aún en las referencias y alusiones a los clásicos, el poeta ha escogido las evocaciones más tristes, terminales.

Su preocupación cívica, desolada por esta España, brota con furia en Me largaré de aquí,

 “ya no puedo vivir en un país

que se avergüenza de sí mismo, en esta

casa de locos y descerebrados

que es España en el año del Señor

de 2017, annus horribilis…”.

Y por este Occidente que asiste a sus propias exequias. Pero no es una novedad, ya en su poema Europa (1985) denunciaba “gobiernan los cobardes, los oscuros”, y en España (1987), “es sólo un lugar pobre que ha perdido su alma / … un puñado de tierra desunido y estéril”.

Los títulos de muchos de sus poemas son expresivos, Salir del hoyo, Tarde te amé, belleza, Tu triste imagen (evocación del padre), La enfermedad, Solo, Dolor, Ültimo llanto, y así muchos más. El libro termina, significativamente, con el poema Sobre Les feuilles mortes, de Prévert,

“Estoy seguro de que tú también

te acuerdas de los días en que fuimos

felices, en un tiempo en que la vida

era hermosa y el sol brillaba más…”

Luis Alberto de Cuenca se abre aquí, se expone, como todo buen poeta sincero y no retórico, como siempre ha hecho, y no rehúye mostrar esa desesperación que puede ser nostalgia (“léeme otra vez el cuento de la infancia perdida”, “la lejanía, cada vez más brumosa, de la infancia”), que siempre viene teñida de una dulce, aunque no negra, melancolía.

Los lectores, sobre todo los que somos de su quinta, nos sentimos identificados en sus versos y señalados,

“La vejez parece que triunfa

sobre el deseo y lo destierra,

convirtiéndolo en un puñado

de ceniza, en una pavesa…”

Los amigos van desapareciendo, los “que gozaban de buena salud” o los que ya no están, y hay que prepararse para las ausencias, hasta para la nuestra. Pero no es un libro de lamentaciones, solo que nos vemos en él reflejados, son poemas que nos sumergen en nuestras propias dudas, angustias y esperanzas. A través de sus vivencias más recientes nos hace compartir esos sentimientos y desvelar los nuestros, que a menudo ocultamos o no vemos con el trajín de la vida cotidiana, con la diversión. La experiencia recordada, el que vamos cumpliendo años, así como estos tiempos en que el resentimiento parece la única guía de acción política, dan un significado actual, en presente histórico, a estos poemas.

Una de las cualidades que siempre he apreciado en la poesía de Luis Alberto de Cuenca, y en sus ensayos y reseñas, es que abren perspectivas, incitan a otras lecturas y a indagar en nuestros estados de ánimo. “Nunca expliques: sugiere”, cita en un poema. Por eso no cansan y se releen con gusto, es como volver sobre nuestra historia y nuestras vidas; son, en ese sentido, poemas abiertos que, como muchas historias de tebeos, piden un ‘continuará’.


[1] Ogigia, u Ogygia: lo he tenido que buscar en una vieja enciclopedia, Dictionnaire Général de Biographie et d’Histoire (1889); según éste, era el país donde reinaba Ogyges en el siglo 18º a.C., en el Ática y Beocia, o la isla donde reinaba Calypso.